La Frontera de Cristal (20 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

BOOK: La Frontera de Cristal
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Cuando los ojos de Lisandro y los de Audrey se encontraron, ella hizo un saludo inclinando la cabeza, como se saluda, por cortesía, a un mesero de restorán, con menos efusividad que al portero de una casa de apartamentos… Lisandro había limpiado bien la primera ventana, la de la oficina de Audrey, y a medida que le arrancaba una leve película de polvo y ceniza, ella fue apareciendo, lejana y brumosa primero, después acercándose poco a poco, aproximándose sin moverse, gracias a la claridad creciente del cristal. Era como afocar una cámara. Era como irla haciendo suya.

La transparencia del cristal fue desvelando el rostro de ella. La iluminación de la oficina iluminaba la cabeza de la mujer desde atrás, dándole a su cabellera castaña la suavidad y el movimiento de un campo de cereales cuyas espigas se enredaban en la bonita trenza rubia que le caía como un cordón por la nuca. Allí en la nuca se concentraba más luz que en el resto de la cabeza. La luz de la nuca mientras ella apartaba la trenza blanca y tierna, destacando la rubia ondulación de cada vello que ascendía desde la espalda, como un manojo de semillas que van a encontrar su tierra, su fertilidad gruesa y sensual en la masa de cabellera trenzada.

Trabajaba con la cabeza agachada sobre los papeles, indiferente a él, indiferente al trabajo de los otros, servil, manual, tan distinto del de ella, empeñada en encontrar una buena frase, llamativa, catchy, para un anuncio televisivo de la Pepsi Cola. Él sintió incomodidad, miedo de distraerla con el movimiento de sus brazos sobre el cristal. Si ella levantaba la cara, ¿lo haría con enojo, molesta por la intrusión del trabajador?

¿Cómo lo miraría, cuando lo volviese a mirar?

—Cristo —se dijo ella en voz baja—. Me advirtieron que vendrían trabajadores. Espero que este hombre no me esté observando. Me siento observada. Me estoy enojando. Me estoy distrayendo.

Levantó la mirada y encontró la de Lisandro. Quería molestarse pero no pudo. Había en ese rostro algo que la asombró. No observó, al principio, los detalles físicos. Lo que estremeció su atención fue otra cosa. Algo que casi nunca encontraba en un hombre. Luchó desesperadamente con su propio vocabulario, ella que era una profesional de las palabras, de los lemas, una palabra que describiera la actitud, el rostro, del trabajador que limpiaba las ventanas de la oficina.

La encontró con un relampagazo mental. Cortesía. Lo que había en este hombre, en su actitud, en su distancia, en su manera de inclinar la cabeza, en la extraña mezcla de tristeza y alegría de su mirada, era cortesía, una ausencia increíble de vulgaridad.

—Este hombre —se dijo— nunca me llamaría desesperado por teléfono a las dos de la madrugada pidiéndome excusas. Se aguantaría. Respetaría mi soledad y yo la suya.

¿Qué haría por ti este hombre?, se preguntó enseguida.

—Me invitaría a cenar y luego me acompañaría hasta la puerta de mi casa. No me dejaría irme sola en un taxi de noche.

Él vio fugazmente los ojos castaños, grandes y profundos, cuando ella levantó la mirada y se turbó, bajó la suya, siguió con su trabajo, pero recordó en el mismo instante que ella había sonreído. ¿Lo imaginaba él, o era cierto? Se atrevió a mirarla. La mujer le sonreía, muy brevemente, muy cortésmente, antes de bajar la cabeza y regresar a su trabajo.

La mirada bastó. No esperaba encontrar melancolía en los ojos de una gringa. Le decían que todas eran muy fuertes, muy seguras de sí mismas, muy profesionales, muy puntuales, no que todas las mexicanas fueran débiles, inseguras, improvisadas y tardonas, no, para nada. Lo que pasaba era que una mujer que venía a trabajar los sábados tenía que serlo todo menos melancólica, quizás tierna, quizás amorosa. Eso lo vio claramente Lisandro en la mirada de la mujer. Tenía una pena, tenía un anhelo. Anhelaba. Eso le decía la mirada: Quiero algo que me falta.

Audrey bajó la cabeza más de lo necesario, para perderse en sus papeles. Esto era ridículo. ¿Iba a enamorarse del primer hombre que pasara por la calle, sólo para romper definitivamente con su marido, hacerlo escarmentar, por puro efecto de rebote? El trabajador era guapo, era lo malo del asunto, tenía esa actitud de caballerosidad insólita y casi insultante, fuera de lugar, como si abusara de su inferioridad, pero también tenía ojos brillantes en los que los momentos de tristeza y alegría se proyectaban con igual intensidad, tenía una piel mate, oliva, sensual, una nariz corta y afilada, con aletas temblorosas, pelo negro, rizado, joven, un bigote espeso. Era todo lo contrario de su marido. Era —volvió a sonreír— un espejismo.

Él le devolvió la sonrisa. Tenía dientes fuertes, blancos. Lisandro pensó que había evitado todos los trabajos que lo rebajaran frente a quienes había conocido cuando era un chico con ambiciones. Aceptó una chamba de mesero en Focolare y la situación fue muy penosa cuando tuvo que servir a una mesa de antiguos compañeros de la secundaria. Todos había prosperado, salvo él. Los apenó, lo apenaron. No sabían cómo llamarlo, qué cosa decirle. ¿Te acuerdas del gol que metiste contra el Simón Bolívar? Fue lo más amable que oyó, seguido de un embarazoso silencio.

No servía de oficinista, había dejado la escuela después del tercero de secundaria, no sabía taquigrafía ni escribir a máquina. Ser taxista era peor. Envidiaba a los clientes más ricos, despreciaba a los más pobres, la ciudad de México y su tráfico enmarañado lo sacaban de quicio, lo ponían encabronado, bravucón, mentador de madres, todo lo que no quería ser… Dependiente de almacén, empleado de gasolinera, lo que fuera, claro. Lo malo es que ni esas chambas había. Todos estaban desempleados, hasta los mendigos eran considerados como desempleados. Dio gracias de haber aceptado este trabajo en los Estados Unidos. Dio gracias por los ojos de la mujer que ahora lo miraba directamente.

No sabía que ella no sólo lo miraba. Lo imaginaba. Iba un paso por delante de él. Lo imaginaba en toda clase de situaciones. Ella se llevó el lápiz a los dientes. ¿Qué deportes le gustarían? Se veía muy fuerte, muy atlético. ¿Películas, actores, le gustaba el cine, la ópera, las series de televisión, qué? ¿Era de los que contaban cómo acababan las películas? Claro que no. Eso se notaba en seguida. Le sonrió directamente, ¿era de los que soportaban que una mujer como ella no resistiera la tentación de contarle al compañero cómo terminaba la película, la novela policiaca, todo menos la historia personal, eso nunca se sabía cómo iba a terminar?

Quizás él adivinó algo de lo que pasaba por la cabeza de ella. Hubiera querido decirle con franqueza, soy distinto, no te fíes de las apariencias, yo no debía estar. haciendo esto, esto no soy yo, no soy lo que te imaginas pero no podía hablarle al cristal, sólo podía enamorarse de la luz de los cristales que, ellos, sí podían penetrarla, tocarla a ella; la luz les era común.

Deseó intensamente tenerla, tocarla aunque fuese a través del cristal.

Ella se levantó, turbada, y salió de la oficina.

¿Algo la había ofendido? ¿Algún gesto, alguna seña suya habían sido indebidas? ¿Se había propasado por desconocer las formas de cortesía gringas? Se enojó con él mismo por sentir tanto miedo, tanta desilusión, tanta inseguridad. Quizás ella se había ido para siempre. ¿Cómo se llamaba? ¿Ella se preguntaría lo mismo? ¿Cómo se llamaba él? ¿Qué tenían en común?

Ella regresó con el lápiz labial en la mano.

Lo detuvo destapado, erguido, mirando fijamente a Lisandro.

Pasaron varios minutos mirándose así, en silencio, separados por la frontera de cristal.

Entre los dos se estaba creando una comunidad irónica, la comunidad en el aislamiento. Cada uno estaba recordando su propia vida, imaginando la del otro, las calles que transitaban, las cuevas donde iban a guarecerse, las selvas de cada ciudad, Nueva York y México, los peligros, la pobreza, la amenaza de sus ciudades, los asaltantes, los policías, los mendigos, los pepenadores, el horror de dos grandes ciudades llenas de gente como ellos, personas demasiado pequeñas para defenderse de tantas amenazas.

—Éste no soy yo— se dijo él estúpidamente, sin darse cuenta que ella quería que él fuese él, así, como lo descubrió esa mañana, cuando ella despertó y se dijo: —Dios mío, ¿con quién he estado casada?, ¿cómo es posible?, ¿con quién he estado viviendo?—, y luego lo encontró a él y le atribuyó todo lo contrario de lo que odiaba en su marido, la cortesía, la melancolía, no importarle que ella le revelara cómo acababan las películas…

Él y ella, solitarios.

Él y ella, inviolables en su soledad.

Separados de los demás, ella y él frente a frente, una mañana de sábado insólita, imaginándose.

Él y ella, separados por la frontera de cristal. ¿Cómo se llamaban? Los dos pensaron lo mismo. Puedo ponerle a este hombre el nombre que más me guste. Y él: algunos tienen que imaginar a la amada como una desconocida; él iba a tener que imaginar a la desconocida como una amada. No era necesario decir «sí».

Ella escribió su nombre en el cristal con su lápiz de labios. Lo escribió al revés, como en un espejo: YERDUA. Parecía un nombre exótico, de diosa india.

Él dudó en escribir el suyo, tan largo, tan poco usual en inglés. Ciegamente, sin reflexionar, estúpidamente quizás, acomplejadamente, no lo sabe hasta el día de hoy, escribió solamente su nacionalidad, NACIXEM.

Ella hizo un gesto como pidiendo algo más, dos manos separadas, abiertas; —¿algo más? No, negó él con la cabeza, nada más.

De abajo comenzaron a gritarle, qué haces tanto tiempo allá arriba, no has terminado, no seas güevón, rápido, ya dieron las nueve, tenemos que jalarnos al siguiente edificio.

¿Algo más?, pedía el gesto, pedía la voz silenciosa de Audrey.

Él acercó los labios al cristal. Ella no dudó en hacer lo mismo. Los labios se unieron a través del vidrio. Los dos cerraron los ojos. Ella no los volvió a abrir durante varios minutos. Cuando recuperó la mirada, él ya no estaba allí.

La apuesta

A César Antonio Molina

País de piedra. Lengua de piedra. Sangre y memoria de piedra. Si no te escapas de aquí, tú mismo te convertirás en piedra. Vete pronto, cruza la frontera, sacúdete la piedra.

Lo citaron a las nueve de la mañana en el hotel para salir a Cuernavaca y regresar esa misma noche. Tres viajeros nada más. Una turista norteamericana, eso se veía a la legua, rubia, descolorida, vestida de tehuana o algo así. Un mexicano que no le soltaba la mano, un nacoleón de miedo, moreno y bigotón, con camisa morada. Y una mujer que él no supo ubicar bien, blanca, un poco seca, flaca, con tacón bajo, falda ancha y suéter de lana tejido en casa. Usaba el pelo restirado y de no ser tan blanca, Leandro Reyes hubiera creído que era una criada. Pero hablaba fuerte, sonado, sin complejos y con acento gachupín.

Leandro estaba acostumbrado a toda clase de combinaciones en sus viajes de chofer de turismo y ésta no era ni mejor ni peor que todas las demás. La española se sentó enfrente, al lado de él, y la pareja del mexicano y la gringa se acurrucaron juntos detrás. La gachupina le guiñó el ojo a Leandro y meneó significativamente la cabeza hacia atrás. Leandro no le dio entrada. Él trataba con arrogancia a todos sus pasajeros, no fueran a creer que se las habían con un mexicanito obsequioso y sumiso. No le regresó el guiño a la española.

Arrancó con fuerza, más rápido de lo que quería, pero el tráfico estrangulado de la ciudad de México le hizo aminorar la velocidad. Introdujo una cinta en su casetera y anunció que, eran descripciones culturales de sitios turísticos de México, las pirámides de Teotihuacan, las playas de Cancún y por supuesto Cuernavaca, a donde iban esta mañana. Él daba un servicio de altura, les anunció, para gente de criterio.

Las voces, la música a propósito, el escape de los camiones, el aire contaminado de la ciudad, los adormeció a todos menos a él. Y apenas salieron a la carretera a Cuernavaca, aceleró la marcha y comenzó a correr cada vez más. Miraba por el retrovisor a la pareja de la gringa y el naco y le daba rabia, como siempre que un prieto de estos se aprovechaba de las primitas que venían buscando lo exótico, lo romántico, y acababan en manos de unos hijos de la chingada, zotacos repugnantes y vulgares por los que aquí ninguna vieja daría ni un quinto. Lo menos que podía ofrecerles era un susto.

Manejó rápido y comenzó él mismo a repetir en voz alta las descripciones culturales de la casetera, hasta que el chaparro de atrás se enervó y le empezó a decir, cuidado con la curva, oiga, ya no repita lo que dice la casetera, qué cree que estoy sordo, y la gringa reía how exciting y sólo la gachupina a su lado no se inmutaba, lo miraba a Leandro con una sonrisa de sorna y Leandro les decía: —Éste no es un simple viaje de turismo. Es un viaje cultural. Así me lo avisaron en el hotel. Si quieren cachondearse, hubieran escogido a otro, no a mí—.

El prieto de atrás se sumió; la gringa le dio un beso y el naco hundió su cara de cómico de las carpas pero que se cree galán de telenovela en la melena rubia y ya no volvió a respingar. Pero la gachupina de al lado le dijo al chofer: —¿Por qué haces un trabajo que no te gusta?

Qué suerte tuviste de no nacer bruto. Mira a Paquito el idiota del pueblo. Míralo cómo sale a tomar el sol a la plaza, sonriéndole al sol y a la gente. Se le notan las ganas de caer bien. Pero aquí en tu pueblo eso cae muy mal. ¿Qué derecho tiene este burro a sentirse feliz sólo porque está vivo y el sol le brilla en las uñas, en los tres o cuatro dientes que le quedan, en los ojos casi siempre opacos? Míralo bien. Como si él mismo supiera que su felicidad no puede durar mucho, se rasca la cabeza de pelo corto con un aire perplejo. Ni peinado ni despeinado, porque es tan corto su pelo que lo único importante es saber si crece o no. Crece hacia adelante, como invadiendo una frente estrecha y perpetuamente preocupada, plisada. Esta mañana, el brillo de la mirada siempre muerta contrasta con el ceño fruncido. Mira hacia los arcos de la plaza. ¿Hoy qué cosa le harán? Aplaza esta idea, la echa atrás como a un cajón viejo y empolvado. Pero no hay nada más inmediato que la amenaza. Se queda indefenso. Se da cuenta de que está en la mitad de la plaza, al mediodía, a pleno rayo del sol, a la intemperie, sin que nada lo proteja de las miradas ajenas. Se lleva las manos a los ojos, los cierra, se oculta, se disfraza y se hace cada minuto más evidente. Incluso los que nunca se fijan en él ahora lo están mirando. Paquito cierra los ojos para que nadie lo mire de esa manera. Siente unos dolores terribles en la cabeza. Si cierra los ojos, el sol se muere. Los abre y mira la piedra. País de piedra. Lenguaje de piedra. Sangre y memoria de piedra. Plaza de piedra. Si no te vas de aquí, te convertirás tú mismo en piedra.

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