La española lo observa con atención y astucia. Primero quiso pasar por un chofer culto, que mostraba las bellezas de México a los extranjeros. Le irritaba que otro mexicano le hiciera el amor a una norteamericana y no él. Le irritaba que se besuquearan en vez de oír lo que decían los casetes culturales sobre las ruinas indígenas. Quiso joderlos a todos, sobresaltarlos, corriendo a doscientos por hora, mezclando su aire culterano con una bárbara violencia física. A la gachupina le dio pena este hombrecillo de más de cuarenta años, dueño de un color rubicundo, casi zanahoria, que había notado en algunos mexicanos de la ciudad, mezcla de gente rubia y gente indígena. Color solferino, vamos. Obviamente, se teñía de un rojizo zanahoria la cabellera y vestía camisa azul con corbata y traje completo, brillante y plateado como el avión de Iberia que la trajo de vacaciones a México cuando ganó el concurso de la mejor guía de turistas de las cuevas de Asturias.
Vamos, la gente se puso como loca de que le tocara a ella pero así era la suerte, ni modo.
Este hombre no sabía que los dos tenían el mismo empleo pero ella no acababa de entenderlo y se divirtió en el camino viendo las caras que ponía, pues todas eran de una falsedad risible, enojado siempre, despectivo, dándose aires de sabihondo un minuto, de macho salvaje y sin temores al siguiente, enervado por la pareja envidiada que iba atrás, pero más enervado, concluyó la española, porque ella sonreía, lo miraba fijamente y no se dejaba impresionar.
—¿Qué me mira, pues, señora? —dejó escapar al fin, entrando a Cuernavaca—. ¿Qué tengo dos cabezas o qué?
—No me has contestado. ¿Por qué haces un trabajo que no te gusta?
—¿Qué nos conocemos o qué? ¿De cuándo acá nos tuteamos?
—En España todos nos tuteamos.
—Eso será allá. Acá nos respetamos.
—Respétate a ti mismo primero, entonces.
La miró con cólera y desconcierto. ¿Qué iba a hacerle, pegarle, bajarla del auto, abandonarla en Tres Marías? No podía. ¿Lo corrían de la chamba? De repente. Siempre tenía ese miedo aunque la cosa era que siempre le toleraban sus impertinencias. Ésa era su apuesta: Sé audaz, imponte, no te midas, Leandro, corre el riesgo de que te despidan, y ya verás cómo en casi todos los casos, la gente se hace chiquita, no quieren complicaciones, te toleran tus groserías. Algunos no, y entonces te la juegas, los bajas del coche en plena sierra de Guerrero, los desafías a que sigan a pata a Chilpancingo, a ver, te denuncian en el hotel, tú sales por los fueros de tu dignidad, quién no tiene sus broncas con los pinches turistas altaneros estos, si quieren llevamos el asunto al sindicato, seguro que los compañeros se solidarizan conmigo, ¿quieren una huelga de choferes que no sólo afecte este mugroso hotel, sino a todos los de la ciudad? Te calman, te dan la razón, la gente es abusiva, no respeta el trabajo de un chofer, de plano nos dan trato de ruleteros y nomás no, somos choferes de turismo culto, europeo, japonés, con ellos nunca hay bronca, los respetamos, nos respetan, damos servicio de altura, las broncas son sólo con los gringos y los nacos…
Pero esta vieja era española y él no sabía por dónde torearla. Si sólo estuvieran la gringa y el rascuache bigotón ese besuqueándose allá atrás, sin prestar atención a las explicaciones culturales, tratándolo como si fuera un vulgar afrochofer, un cafre del volante, sin darle su lugar… ¿Se lo daba ella? Lo observaba con una sonrisa que quizás era más insultante que una mentada, vaya usted a saber, y él la observaba a ella, sintiendo que le gustaba ser mirada así, sin comprenderla, como si ella también fuese un misterio, más un misterio ella para él, que él para ella.
—Vamos —dijo bruscamente la española— que tú y yo hacemos lo mismo. Yo también soy guía de turistas. Pero por lo visto a mí sí me gusta mi trabajo y tú no haces más que repelar, coño. ¿Para qué lo haces si no te gusta? No seas gilipollas. Dedícate a otra cosa, so bruto, que ocupaciones hay de sobra.
No supo qué contestar. A Dios gracias, la gasolinera estaba a la vista. Se detuvo y bajó rápidamente. Hizo todo un show con los muchachos del servicio. Los abrazó, se dijeron de madres, dejó que le saliera todo lo broza, se picaron el ombligo, se dijeron albures, se hicieron guiños de lépero, los de la gasolinera le preguntaron si llevaba buena carga, él guiñó, le dijeron que se aprovechara, los turistas eran todos pendejos, pero traían lana, ¿por qué ellos y nosotros no?, ándale compadre, échate un trago de raíz para amenizar el viaje…
La española se asomó y le gritó a Leandro:
—Si tomas un trago, te denuncio y aquí nos bajamos todos, so bandido. ¡Ya deja de comportarte como un machito de mierda y ven a cumplir con tu obligación, hijo de puta!
Todos los dependientes se carcajearon de lo lindo, se agarraron las panzas, se azotaron los muslos de risa, se abrazaron nalgueándose entre sí, vóytelas, Leandro, ¿ya te casaste? ¿O es tu suegra?, ya te metieron en cintura, ¿verdad?, ya ni te acerques por aquí, pendejo, ya te pusieron la coyunda, buey…
Arrancó con la cara colorada.
—¿Por qué me hace pasar vergüenzas, señora? Yo la trato a usted con respeto…
—Anda, tú, mi nombre es Encarnación Cadalso, pero todos me dicen Encarna. Vamos a pasarla bien. Ya no te hagas de tripas corazón. Déjame enseñarte a pasarla bien. Joder, que a mí no me engañas. No eres más que un inseguro disfrazado de arrogante. Jodes a los demás, y te amargas a ti mismo. Vamos para Cuernavaca, dicen que es un lugar primoroso.
Plaza de piedra. Miradas de piedra. El idiota mira al grupo de gamberros sentados en el café. Tú estás con ellos. Ellos lo miran a Paquito. Hacen apuestas.
—Si le pegamos, ¿se defiende o no?
—Si no se defiende, ¿se va o se queda?
—Si se queda, ¿es para que lo ataquemos más?, ¿le gusta sufrir al gilipollas?, ¿o sólo quiere cansarnos y que lo dejemos en paz? País de piedra: todo aquí se va en apuestas; la apuesta ¿llueve o no?, o ¿hará frío o calor?, ¿Atlético o Real Madrid?, ¿oreja o cornada para Espartaco?, ¿la Menganita es virgen o no?, ¿el Fulanito es marica o no?, ¿el doctor Centeno se tiñe el pelo?, ¿la Zutana usa dientes postizos?, ¿la boticaria se inyectó las tetas postizas?, ¿cuánto apuestas?, ¿quiénes son los habitantes de este pueblo que se atreven a dejar sus puertas sin cerrar?, ¿cuántos son los valientes que las dejan abiertas?, ¿cuánto apuestas?
La parejita de la gringa y el naco se dedicaron a contemplar la barranca desde la terraza del Palacio de Cortés, agarraditos de la mano y riendo como bobos. Encarna y Leandro estudiaron, en cambio, los murales de Diego Rivera sobre la conquista y ella dijo, ¿en verdad fuimos así de malos?, y Leandro no supo qué decir, él no estaba allí para dar juicios de valor, así lo vio el pintor, pues a ver por qué hablan castellano y no indio entonces, si tanto les duelen los indios, dijo ella.
—Eran muy valientes —dijo Leandro—. Tenían una gran civilización y los españoles la destruyeron.
—Pues entonces si tanto los quieren, a tratarlos bien hoy mismo —dijo con su tono duro y realista Encarna—, que yo los veo más maltratados que nunca.
Luego se detuvieron en una sala donde Rivera pinta todo lo que Europa le debe a México: chocolate, maíz, tomate, chile, guajolote…
—Atiza —exclamó la Encarna— si pusiera todo lo que México le debe a Europa, no le alcanzan todas las paredes del alcázar este…
Leandro acabó por reír con las ocurrencias de la gachupina tan desenfadada y cuando se sentaron en el café frente al Palacio a tomar unas cervezas bien frías, al rato el chofer se sintió en confianza y empezó a contarle cómo su papá de él había sido mozo del restorán de un hotel en Acapulco mientras él, Leandro, de chiquito, se vio obligado a vender dulces en las calles del puerto. Pues más digno se sentía él con su caja de dulces en las calles que su papá obligado a vestirse de chango y a caravanear a cuanto hijo de la madrugada llegara a comer ahí.
—Me daba pena cada vez que lo veía vestido de filipina y con una servilleta en el brazo, acomodando sillas, siempre agachado, agachado siempre, eso es lo que no aguanto, la cabeza siempre gacha, me dije yo así no, yo lo que sea pero no agacho la cabeza.
—Oye, quizás tu padre era simplemente un hombre cortés, por naturaleza.
—No, era agachado, sumiso, esclavo, como casi todos en este país, unos lo pueden todo, muy poquitos, la mayoría están jodidos para siempre, no pueden nada. Unos cuantos chingones esclavizan a una bola de agachados. Así ha sido siempre.
—Cómo cuesta subir, Leandro. Admiro tu esfuerzo, pero no te amargues. No te la pases diciendo por qué ellos sí y yo no. No dejes pasar tus propias oportunidades, hombre. Agárralas del rabo, que nunca se presentan dos veces.
Le preguntó por qué se llamaba Leandro.
—Encarnación es un bonito nombre. ¿Quién te lo puso?
—Hombre, pues Dios mismo. Nací el día de la Encarnación. ¿Y tú?
—Por Leandro Valle. Es un héroe. Nací en la calle que lleva su nombre.
Le contó cómo de adolescente dejó de vender dulces y pasó a ser cuidador de un club de golf en Acapulco.
—¿Sabes una cosa? Me quedaba a dormir de noche en la pelusa del campo de golf. Nunca había tenido una cama más suave. Hasta me cambiaron los sueños. Hasta decidí ser rico un día. Ese pasto suave me arrullaba, fue como mi verdadera cuna.
—Tu padre te ayudó?
—No, ése es el punto. No quería que subiera. Te vas a dar un porrazo, me decía. No trates de ser más de lo que eres. Me negaba oportunidades. Supe por mis cuates de la gerencia del hotel donde él trabajaba que se callaba los ofrecimientos que me hacían por ser su hijo, para estudiar, para manejar un coche. Él nomás quería que fuera mozo, como él. No quería que yo fuera más que él. Ésa es la cosa. Tuve que tomar las oportunidades por mí mismo. Cuidador del club de golf. Caddy. Conductor de los carritos. Chofer al fin. Adiós, Aca. Ya nunca volví a ver a mi padre.
—Y te entiendo. Pero no tienes por qué ser grosero sólo porque tu padre era mesero y cortés. Tienes que servir, tú como yo. ¿Qué ganas con decir todo el día: tengo que hacer esto, pero no me gusta?, No te desquites ofendiendo al cliente. No es de hombres bien nacidos, vamos.
Se abochornó Leandro. Ya no habló un rato y luego aparecieron entre los laureles la gringa y el galancete haciendo señas de regresar a México. Ya les andaba.
Leandro se puso de pie y se colocó detrás de Encarna. Le retiró la silla para que se levantara. Ella se alarmó. Nunca nadie le había hecho esa cortesía. Hasta tuvo miedo. ¿Iba a pegarle? Pero él tampoco supo de dónde le salió el gesto.
Regresaron en silencio a la ciudad de México. La parejita se durmió abrazada. Leandro condujo con buen paso. Encarna miró el paisaje: del aroma tropical a los pinos helados al smog del altiplano, la corrupción capturada entre montañas carcelarias.
Cuando llegaron al hotel, el naco ni miró a Leandro, pero la norteamericana le sonrió y le dio su buena propina.
Solos, Leandro y Encarna se miraron largo rato, cada uno sabiendo que nadie los había mirado así en mucho tiempo.
—Sube conmigo —le dijo ella—. Mi cama es más suave que la pelusa de un campo de golf.
Una noche recorrieron juntos todas las casas, puerta tras puerta, para ver quién ganaba la apuesta de las puertas abiertas, y las encontraron todas con llaves, candados o trancas, sólo la puerta del tarado estaba abierta, la puerta del desván donde duerme el Paquito abierta y el idiota dormido en una cama de tablas, dormido un segundo, despierto el siguiente, fregándose los ojos, perplejo, siempre. La única puerta sin candado y otra apuesta fracasada: el desván del Paquito no era una pocilga, relucía de limpio, era una tacita de plata, pero los desconcertó, lo regaron con cocacolas y salieron riendo y gritando. Al día siguiente el tonto evita mirarles a ti y a tus amigos, se deja querer por el sol y ustedes apuestan otra vez: si nada más toma el sol, lo dejamos en paz; pero si se mueve por la plaza como si fuera el dueño y señor, le pegamos. Un tarado no puede ser un señor. Los señores somos nosotros, que lo podemos todo. ¿Quién dice lo contrario? Paquito se movió, guiñando los ojos, mirando al sol y ustedes gritaron en son de burla y empezaron a bombardearlo primero de migajón, luego de panecillos duros y al cabo de tapas de botella y el idiota cubriéndose con las manos y los brazos sólo repetía dejadme, dejadme ya, mirad que yo soy bueno, yo no os hago daño, dejadme en paz, no me obliguéis a irme del pueblo, mirad que va a venir mi padre a cuidarme, mi padre es muy fuerte… Coño, les dijiste, si no le estamos dando más que migajonazos, y algo estalló dentro de ti, incontrolable, te levantaste de la mesa, la silla se volteó, te arrojaste de la sombra de los arcos al sol de la plaza y allí arremetiste a puñetazos contra el bobo que chillaba, yo soy bueno, ya no me peguéis, entre los dientes podridos y la boca sangrante, se lo contaré a mi padre, sabiendo todo el tiempo que lo que realmente querías era pegarle a tus amigos, los gamberros, tus gendarmes, los que te tenían prisionero en esta cárcel de piedra, en este pueblo de mierda. A ellos querías sacarle la sangre, matarlos a puñetazos, no a este pobre diablo sobre el que vertías tu injusticia, tu inseguridad, tu fraternidad violada, tu vergüenza… Vete, vete. Apuesta a que te vas a ir.
Fue una noche muy linda. Los dos gozaron mucho, se encontraron y luego se perdieron. Convinieron en que era un amor imposible, pero había valido la pena. Como decía la Encarna, la oportunidad se coge del rabo, sólo se presenta una vez y luego ¡puf!, como por encanto desaparece.
Se escribieron durante los primeros meses. Él no sabía expresarse muy bien, pero ella le daba confianza.
Su seguridad en sí mismo había tenido que fabricarla como se hace un monigote de arena en la playa, defectuoso y expuesto a que se lo barra la primera ola. Ahora, conociendo a Encarna, sentía que todo lo falso y mamarracho de su vida se iba quedando atrás. Pero corría el riesgo de volver a ser el de siempre si la perdía, si no la volvía a ver. Era del carajo tener que servir, lidiar con clientes majaderos, soberbios, que ni lo miraban siquiera, como si fuera de cristal. Le regresaban sus malos modos, sus desplantes, sus groserías. Le regresaba el coraje. De chico, pateaba los arbotantes de Acapulco de pura rabia por ser lo que era y no lo que quería ser. ¿Por qué ellos sí y yo no? La otra noche, afuera de un restorán de lujo, hizo lo mismo, no se pudo contener, comenzó a patear las defensas de los coches estacionados, los otros choferes lo tuvieron que contener, ahora sí se iba a meter en un lío mayúsculo, este coche era el del ministro X, este del jerarca del PRI, este del que compró la paraestatal Z…