Read La fortuna de Matilda Turpin Online
Authors: Álvaro Pombo
—Así sea —replica Juan con una vocecita meliflua.
Antonio sale de la habitación. Al salir de la habitación se vuelve y da la espalda a Juan, recorre con decisión los pasos que le separan de la puerta de la sala. Abre la puerta de la sala. Va a salir. Entonces lo insólito sucede: Juan Campos pega un grito. Es la primera vez que Juan levanta la voz. Antonio no recuerda que Juan pegara una voz nunca, no le recuerda iracundo. Este grito parece la voz de otra persona, como si de pronto hubiese aparecido una tercera persona en la habitación que le gritara al irse. Tan violento es el grito que Antonio permanece de espaldas enmarcado por el marco de la puerta sin volverse. Esto es lo que oye, que ya no es el grito mismo, sino como una verbalización posterior al grito, que conserva del grito la violencia, la extrañeza, como si esa tercera persona recién llegada, que Antonio no viera porque sigue de espaldas, explicara, destemplada aún, lo que el grito gritó sin concepto:
—¡Tú no sabes nada! ¡No sabes esto de qué va! ¡Crees que me conoces, y no me conoces! ¡Ella os engañó! ¡Ella mintió! ¡La Turpin mintió! ¡Por eso liquidé sus negocios de cualquier manera, perdiendo dinero, y en especial aquel famoso Narcisa Investments, pensado para herirme...!
Antonio da un paso al frente, y cierra tras de sí la puerta. No hay ninguna luz encendida en la casa. En el vestíbulo, un resplandor subacuático, verdinegro, recuerda la lluvia, el acantilado, el fracaso. No ha tardado mucho. Cuando Antonio entra en su cuarto de estar, aún charlan tranquilas Emilia y Balbi. Desea decir: ojalá te quedaras con nosotros, Balbi. Pero no dice nada. Balbi se va al poco rato.
Antonio acompaña a Balbi hasta la puerta de la calle. Cruza casi todo el jardín con ella. Al irse Balbi se borra el sentido de la continuidad del tiempo. Al regresar lentamente al cuarto de estar con Emilia, Antonio siente que no hay continuidad. Como si al irse Balbi, al entrar en su casa, al cerrar la puerta, se hubiese cerrado la noche sobre sí misma. Hay en Antonio ahora un sentido de acabamiento, de cierre completo. Así es la muerte ajena. Cuando alguien que queremos fallece, y regresamos a los lugares donde vivíamos con el fallecido, todo son tareas inacabadas, todo nos habla del mañana que ya no se cumplirá. Y cualquier cosa que veamos, que perteneció al difunto, es desgarradora porque designa el incumplimiento final, designa nuestro final también. Pero la idea de nuestro final no es desgarradora de la misma manera, no sabemos cuándo tendrá lugar y vivimos, de hecho, como si no fuera a tener lugar, porque no será en ningún caso una experiencia para nosotros, no experimentaremos nuestra muerte.
Mientras yo existo no existe la muerte
es el tópico que más profundamente expresa nuestra vivencia de nuestra muerte propia. La muerte ajena, en cambio, lo irrecuperable de la persona fallecida, eso es desgarrador. Antonio entra en casa dando vueltas a estas ideas, tan comunes a todos nosotros. Desde que murió Matilda, Emilia ha vivido la experiencia desgarradora de la muerte de Matilda. No ha logrado desactivar esa experiencia, no ha logrado desactivar el desgarro. Antonio se siente esta noche responsable del decaimiento de Emilia, culpable por no haber hecho más. ¿Y qué más es ese que pudimos hacer y que no hicimos? ¿Pudimos ser más cariñosos? ¿Debió Antonio Vega llevar a su mujer al médico? Por más que recorra la vida con Emilia de este último año y pico, Antonio no encuentra ninguna culpa grave que atribuirse. Quizá no ha sido especialmente cariñoso, pero es que Antonio Vega siempre es muy cariñoso con Emilia, es constantemente cariñoso con ella, han tenido una comunicación muy continua. Es cierto que Antonio no ha logrado entrar en ese reducto que todos los seres humanos finalmente tenemos y que nos hace únicos y misteriosos incluso para quienes mejor nos conocen. Cuando queremos a una persona mucho, es decir, cuando la singularizamos y la individualizamos con tal precisión en el espacio y en el tiempo, y en los sentimientos, y en el comportamiento que no puede confundirse con ninguna otra nunca, entonces es cuando aparece el temor de que a pesar de toda esa profundidad de conocimiento queden todavía huecos por llenar, lados por conocer. Cuanto mejor conocemos a una persona durante más años, nos sobrecoge a veces el temor de que de pronto ya no lleguemos a alcanzarla por completo. Basta con que la persona en cuestión nos asegure que nos quiere, o que se siente querida y comprendida para que se disipe el temor, que en ciertas personalidades sin embargo pueden reaparecer una y otra vez. No es ciertamente temor a la infidelidad, no es miedo a ser traicionado —ese temor no aparece ya en personas seriamente comprometidas entre sí, de la misma manera que no aparecen ya los celos, o por lo menos no cuajan, aunque quizá rocen, casi humorísticamente, la conciencia de quienes se aman—: Antonio piensa que es miedo a la muerte de la persona amada, miedo a la finitud, y este miedo es invencible porque responde a un hecho que todos, por jóvenes que seamos, por bien que nos sintamos, tenemos siempre presente, el hecho de que hemos de morir y que las personas que amamos, aunque no dejen de amarnos, dejarán de existir (uno confía en que morirán después de haber muerto nosotros, pero eso no puede calcularse). Antonio Vega asocia esta noche, al sentarse junto a Emilia, estas ideas a la sensación de que a pesar de quererla y conocerla muy profundamente, algo de Emilia se le escapa, y es un misterio, junto con la idea de que por más que haga, no podrá librarla por fin de la muerte. A la vista está que no está pudiendo librarla de la muerte. ¿Cómo es que Antonio Vega no piensa lo que está pensando cualquier lector de este relato? ¿No es inverosímil que Antonio Vega no se plantee su presente situación en términos vulgares y corrientes? Al fin y al cabo todo lo que ocurre es que, una vez fallecida Matilda, Juan ha dejado de vivir el proyecto matrimonial que inauguró con Matilda, y que incluía la convivencia familiar con Emilia y Antonio: ahora Juan se ha desentendido de este proyecto, ha dejado de ver a Emilia y Antonio como amigos, y los ve como empleados: con los empleados se mantienen relaciones contractuales que no son indefinidas en el tiempo: así ahora han dejado de funcionar. Emilia y Antonio pueden irse de la casa y vivir por su cuenta. Y es obvio que Emilia debe ser puesta en manos de alguna clase de psicólogo o psiquiatra. Es muy posible que un tratamiento farmacológico adecuado estabilice a Emilia: los dos son, ciertamente, una pareja aún joven, tienen toda la vida por delante, tienen incluso una razonablemente buena posición económica. ¿Qué más se puede pedir? ¿Por qué el sentimiento de fracaso y de muerte embarga a Antonio Vega esta noche?
Para sorpresa suya, que contaba con que Emilia se hubiese adormecido frente a la tele, incluso ante la tele apagada, Emilia le recibe animosa y sonriente. Se ha servido un whisky, ha encendido un pitillo. Antonio se sirve él mismo un whisky. Piensa Antonio que la compañía de Balbi ha venido bien a Emilia. Hablar de Emeterio y de su próximo matrimonio, incluso no hablar de nada pero sentirse en la sensata compañía de Balbanuz ha tranquilizado a Emilia. Tiene gana de hablar:
—Algunos días te veo como un gato. Te miro y digo: es un gato. Haces cosas de gato...
—¿Qué hago, maúllo? —pregunta Antonio.
—Ronroneas. Te enroscas en el sillón junto a mí, pones la cabecita encima de mi pierna. Si cierro los ojos y te acaricio el pelo y la espalda noto el pelaje de gato que tienes. Eres un gato atigrado gris que ocupa demasiado sitio en el sillón, todo el sitio ocupa, menos el poco que me deja a mí que soy la almohada.
—Si soy un gato, me estás dejando sin cenar, te has olvidado de comprar los Friskies.
—Seguro que no, seguro que queda medio paquete de Friskies en la cocina, lo que es que no has mirado bien. ¿Sabes, Antonio? Estos días me acuerdo de los gatos que yo veía en Madrid los veranos. Antes de conocerte, antes de conocer a Matilda, cuando trabajaba en el Burger, entre contrato y contrato temporal del banco, me fijaba en los gatos de Madrid, los veranos. Los había de dos clases, gatos. Había los gatos del Canal, los veranos me refiero. Y los gatos de debajo de los coches en las calles. ¡Ah, los gatos del Canal!, ésos eran los felices, había de todos los tamaños y de todos los pelajes, y esos gatos jamás nunca se pasaban ni un pelo de la raya. No salían nunca verja afuera, se quedaban siempre verja adentro. Y había una señora, anciana ya, que llevaba incluso en pleno agosto un vestido muy bonito, pero impropio, color verde de punto, un gusto francés. Era de punto verde, años cincuenta diríamos. Y creo recordar que el escote, un cuello en pico con un pequeño escote, se cerraba con un broche de bisuta, un rosetón de cristales verde oscuro. Esta señora tenía este traje que se ponía, por lo que yo sé, este traje, inviernos y veranos, quizá encima se echara, los inviernos, un chal, quizá un chal negro con grandes flecos en los dos extremos. Los veranos, claro, no llevaba el chal. Este traje de punto le llegaba por debajo de las rodillas. Entonces a una cierta hora, no sé si también por las mañanas, por las mañanas yo no estaba, pero por las tardes, todas las tardes sin dejar ninguna, después del té, sobre las siete, aún hacía muchísimo calor. ¿Tú te acuerdas del Canal, Antonio? Seguro que te acuerdas del Canal de Isabel II de Madrid. Todas las personas que hemos en Madrid vivido de pensión, los veranos, trabajado en Burgers por las noches, o de temporeras en los bancos, sabemos que al atardecer, si te allegas a los jardines del Canal, está más fresco que el resto de Madrid. Puede hacer el calor que haga, como debajo de los prados del Canal, es un aljibe, sale hacia arriba el frescor del agua misma, azul y negra del Canal, la inmaculada agua negra que colectaron los ingenieros de Isabel II. Todo esto lo sé de aquellos tiempos del Burger entre contrato y contrato temporal del banco. Pues esta señora, Antonio, del vestido de punto verde, tan francés, tenía un cinturón, también de punto, que se ataba a la cintura y sobre las siete llegaba lentamente, aunque no sin cierto garbo de mujer que ha tenido buena facha y ahora es vieja pero aún todavía tiene un cierto garbo, un aire elegante de París. Solían ser entre siete y media y ocho, más o menos, y llegaba con un bolso de ante. Abría el bolso y sacaba un paquete hecho de papeles de periódicos y ya la habían guipado los gatos del Canal de lejos; nada más verla aparecer, un gato cualquiera daba el queo. Cuando ella llegaba ante la puerta, una puerta que jamás se abría, una buena puerta isabelina por donde entraba doña Isabel II con su gran miriñaque y cintura encorsetada. Esa puerta, una vez muerta doña Isabel II, se cerró y nunca volvió a abrirse, nunca más. Pero los gatos iban a la olisma de lo que traía la señora del vestido verde envuelto el paquete de papel de periódico, que eran desperdicios de sus propias comidas quizá, o de otras comidas, eran bastantes desperdicios, así que yo supongo que recogía un poco el desperdicio ajeno de los cubos. Y entonces venían todos los gatos del Canal de todos los tamaños a cenar. Nunca, Antonio, he visto juntos tantos gatos tan distintos como entonces. Daba gusto verlos, y de todos los tamaños, y que conste que no eran nada monos esos gatos, o agradables, eran gatos de calle, no todos ellos guapos, muchos con mataduras y ojituertos de peleas entre sí a la luz de la luna del Canal. Mas unidos todos ellos por las hambres y la codicia de lo que traía la señora del vestido verde envuelto en papeles de periódicos. Y por supuesto, Antonio, sobre todo los más jóvenes, algunos de estos gatos se colaban verja afuera al objeto de camelar a la persona e inclusive a mí, que a una distancia prudencial contemplaba aquella escena de gran felicidad y plenitud. Todas las tardes de todos los veranos del Canal, que yo recuerde. Pero además de estos gatos, había otros más parecidos a nosotros, Antonio, a ti y a mí: los gatos de debajo de los coches. Estos gatos, los veranos, la gente los echaba de los pisos, se iban de vacaciones, los dejaban en la calle. Y éstos somos tú y yo, que no sabemos dónde ir. Y parecemos malos, agresivos, gatos que de pronto aparecemos debajo de los coches sin maullar, cerrados y malditos, echados a la calle, porque estamos de más. Y sólo Matilda nos quería y Matilda se acaba de morir y aunque dejó dicho que a nosotros nos cuidaran, porque fuimos al fin y al cabo gatos suyos y nos quiso, no nos cuida nadie ni nos quiere nadie, y contagiamos además enfermedades: sarna, por ejemplo, somos gatos sarnosos, se nos nota en lo despellejado del pelaje y al hablar en la voz, que no hablamos ya de nada que se entienda, sino sólo de lo que nadie entiende, y nosotros tampoco. ¿Y qué diferencia hay entre nosotros dos y aquellos gatos, o los vencejos que se caían a la terraza o al pie del muro de la iglesia a consecuencia del calor por no atinar, por jóvenes, a volar justo al echarse a volar fuera del nido, recién jóvenes? Así también nosotros, Antonio, igual nosotros...
Antonio piensa que ahora, si pudiese llorar, él lloraría. Abraza a Emilia, que es como un vencejo entre sus brazos, como un gato de debajo de los coches. Si ahora pudiese abrazar más todavía, Antonio abrazaría más aún a Emilia si pudiese. Pero ni abrazar ni llorar es ya posible, en esta leve hora de la hermana muerte.
Loado seas, mi Señor por nuestra hermana muerte corporal
¿Por qué añadió Francisco de Asís este adjetivo inútil, él que era un gran poeta y que por lo tanto jamás puso un adjetivo en vano?
Loado seas, mi Señor por nuestra hermana muerte...
(El adjetivo
corporal
que usa el gran Francisco de Asís es inapropiado porque es redundante: no hay más que una muerte, la hermana muerte, igual para todas las criaturas. Univocidad de la muerte. Y sí, esa muerte es corporal: pero no hace falta decirlo: es la única que hay.)
—Verás, de pronto, Angélica, me vi puesto en una falsa posición. Por todos a la vez, pero sobre todo por Antonio. Figúrate, Angélica, haz por un instante abstracción de nuestro particular o, mejor dicho, de tu particular adulterio, y digo esto porque aún no te has liberado de un cierto sentimiento de culpabilidad y esto te frena un poco, Angélica. Al hormiguearte la culpabilidad, por lo menos a ratos, dejas de oír, no oyes bien. No me prestas atención porque te cosquillea la culpabilidad. Y es una lástima porque... ¡Qué rico té, por cierto, te ha salido esta vez! Hace un rato, cuando entraste en el despacho, tan Matilda, creí que eras Matilda. A veces Matilda entraba, bueno, todas las tardes durante muchos años, dieciocho años fueron, Matilda entraba en mi despacho, que era el cuarto de estar del piso de Madrid, más o menos, recordarás que allí, en aquel piso, la sala de estar y mi despacho, que eran aproximadamente del mismo tamaño, estaban separadas por una puerta de cristal que casi nunca cerrábamos, una puerta de hoja doble, y nos movíamos de un lado a otro durante todas las largas tardes de Madrid durante el invierno. Recuerdo el invierno de Madrid, con los niños, yendo y viniendo a los colegios, Emilia y Antonio. Pasadas las seis entraba Matilda, como tú acabas de entrar hace un momento, con el té y unas pastas, a veces unos sándwiches. A mí me gustaba pararme un rato, como ahora contigo. Este lugar es más poético que el piso de Madrid. Físicamente es casi igual, quiero decir el mobiliario, los libros, la decoración, los cuadros. Pero aquí, en cambio, tenemos siempre esta chimenea encendida, y esta tarde también el viento huracanado que zumba en la chimenea recordándonos lo lejos que esta casa queda de Lobreña y del mundo. Lo lejos que nosotros dos quedamos de los que aún quedan en el mundo: mis tres hijos, uno de los cuales, Jacobo, es tu marido. Y de los que no están ya en el mundo: Matilda, Emilia, Antonio. Nosotros dos estamos, tú y yo, en el límite entre dos mundos, el más acá y el más allá. Yo sé que esta sensación es en ti tan viva como en mí. Saber que estamos solos en la frontera que separa este mundo del otro mundo, el pasado del presente, la familia de la soledad, la vida de la muerte. Este tipo de frontera, Angélica, es el lugar natural de los fantasmas, de las voces, del miedo, o los miedos. Para sentirse bien aquí, ahora, protegidos por las paredes de esta casa, separados del oscuro mar y la galerna, y el otro mundo tenemos que tener una gran fuerza mental, gran presencia de ánimo. Si nos abandonamos, por poco que sea, si nos dejamos inclinar, por poco que sea, hacia uno de los lados que llamaremos el oscuro, la culpabilidad, el más allá, el pasado, las voces del pasado, los fantasmas, nos perderemos para siempre. Tendríamos que huir, y ¿te imaginas, Angélica, qué espectáculo, suegro y nuera montados en el Opel Senator que conducía Antonio, dejando atrás el Asubio, y Lobreña, y toda la provincia, yendo a dónde? Te imaginas llegando hasta Bilbao, o hasta Gijón, o volviendo a Madrid, cruzando esta provincia entera, y luego toda la provincia de Palencia y de Valladolid hasta llegar a Madrid, e irnos a vivir de hotel, a un buen hotel, al Palace, supongamos, no es demasiado caro para mí ahora, y una vez ahí qué. Te imaginas bajando a La Rotonda, pidiendo unos Martinis secos, y luego qué. No nos podemos ir de aquí. Porque no hay ningún sitio, no hay más sitios, se acabaron los sitios, Angélica. Éste es el último de todos, éste es el final. Claro está que me siento traicionado, muy especialmente traicionado por Antonio, porque yo contaba con Antonio hasta el final. Te veo un poco pálida, Angélica. Y has vuelto ya dos veces repentinamente la cabeza a mirar detrás de ti, como si hubiese entrado alguien: no puede entrar nadie porque ya no queda nadie, salvo los difuntos que no entran ni salen. Y la sensación de frío no corresponde a la temperatura ambiente que es espléndida, tendremos veinticinco grados aquí dentro. Antonio al final me traicionó. Llamemos a las cosas por su nombre, después de todos estos años le da el punto y se suicida, porque fue un suicidio. Pero fue también teatral, tuvo un punto de despecho, de ahí te quedas, apáñatelas, jódete. De sobra sabe Antonio que una casa de este porte no se lleva sola, es muy incómoda si no se tiene gente que haga las cosas, las tareas, en fin, te tengo a ti, a Dios gracias. Cuando te di la noticia de que los dos, con coche y todo, se tiraron de cabeza a la bahía, donde la grúa de piedra, te pusiste terrible. Creí que te daba algo, no era para menos, pero a la vez tampoco para tanto, porque lo que ocurrió fue que al ponerte tú de aquellos nervios, de aquellas trazas, aquella palidez que parecías tú la muerta, ¿qué me quedaba por hacer a mí? Tú sabes, Angélica, que en esto de la expresión sentimental
ad extra
hay un momento raro, casi sucio, que llamaría yo competitivo: sin querer, naturalmente, los apenados, los dolientes, los parientes, allegados y demás, compiten a dolor, a ver quién muestra sufrimiento más. No es que compitan, entiéndeme, la palabra competición es muy inadecuada, más bien se trata un poco de un políptico, una situación pictórica mural, estática en cuyo interior lo luctuoso ha sucedido, sucede o sucederá. Entre sí los asistentes, los dolientes no se comunican salvo en lo luctuoso mismo, en lo terrible que contemplan todos, pero claro está, no pueden menos de saberse juntos, de sentirse de reojo unos con otros en presencia del horror. Al no poder no saberse juntos, tampoco pueden dejar de sentirse observados: se saben observados, es más, se observan a sí mismos, cada cual por su parte en busca de un dolor cada vez más profundo y más genuino que haya en sí. O que debiese haber. Todos sentimos que debemos sentir profundamente lo profundo. Ahí empieza la competición, lo intrauterino, Angélica, ahí empieza. Sería horrible que lo lamentable, lo infinitamente lamentable, lo injusto sucediese y que cada uno de nosotros, cada cual, se contemplase de reojo a sí mismo en el interior de su sí mismo, como en el interior de un negro pozo, y lo que viese fuese la más perfecta indiferencia y frialdad emocional. Esto aterra al más feroz. El más insensible de los hombres, Angélica, o mujeres, enfrentado con semejante situación se odia y se aborrece y se espanta de sí mismo, se siente satánico e insignificante a la vez: he aquí que ante mí tengo lo trágico, lo absolutamente trágico y terrible, lo que dama al cielo, y a mí me deja indiferente. Esto lo habrás, Angélica, tú misma, experimentado con frecuencia por televisión. Si te fijas, esto que te estoy contando ahora de este modo un poco misterioso, es en el fondo una experiencia muy vulgar. Puede hacerse por televisión todos los días, día tras día. Sale por ejemplo un hospital en Beirut, y hay un niño desventrado de dos años, aún vivo, y le ves la cara y el vientre en canal, y lo siguiente es un anuncio de L’Oréal y lo siguiente es que tú descubres que tu emoción ante ambas cosas es prácticamente nula, no hay emoción. La babosa que anuncia salva slips y el niño desventrado se identifican en tu falta de atención y de interés, y entonces tú te dices a ti misma, Angélica, a que sí, esto es lo que yo soy, esta fría humana indiferencia ante lo humano, todo lo humano me es ajeno, y lo inhumano también. Y después viene la serie que estás viendo, la que sea, «Friends». Cualquier serie neoyorquina estúpida. Pero entiéndeme, Angélica, esto no es una crítica de la televisión, Dios me libre. Pasaba lo mismo en las matanzas a cuchillo del asalto de Jerusalén, de los cruzados de la primera cruzada al mando de Godofredo de Bouillon: no sentían nada en absoluto, sólo el pringue de la sangre, la pestilencia de la sangre humana derramada. Una sensación olfativa muy desagradable según tengo entendido. Así también nosotros, cuando algo tan terrible como en esta casa acaba de pasare el inesperado suicidio de dos buenos amigos. Nos miramos unos a otros, y sobre todo tú, Angélica, te miras a ti misma, o yo me miro a mí mismo, y nos decimos: ¡esto tengo que sentirlo, Dios, esto me tiene que matar, qué clase de bestia soy, sería, si no sintiera nada o casi nada! Ésta es la situación. Puedes tú estar tranquila, Angélica, créeme porque cuando yo te di el otro día la noticia te pusiste pálida, te vi. Te desencajaste por completo sentí cuánto lo sentías tú, y dije: vaya, menos mal, por lo menos Angélica es humana. Y naturalmente esto, indirectamente, me dolió, figúrate, qué cosa tan compleja: a la vez que yo aprobaba y admiraba que tu sentimiento de dolor fuese tan intenso y tan sincero, justo a la vez, sentí que un poco, un poco sólo, me echabas como a un lado, me expulsabas me excluías, me impedías a mí mismo expresar un gran dolor puesto que todo el dolor de aquel momento lo succionabas tú, tú lo sentías por los dos. ¿Me explico? Esto no es profundo Angélica, es maligno nada más. ¡Es lo contrario de profundo, de hecho, es periférico, son padecimientos de la epidermis del corazón humano que no tienen la menor profundidad! Tomaría otra taza de té, si me haces el favor. Estás temblando. Voy a echar un leño a la chimenea, un leño más. Uno sólo, porque la sensación de frío es eminentemente subjetiva, como la sensación de calor, y si cedemos a la impresión de que hace frío, no haciéndolo, porque no hace frío en esta habitación esta noche, esto se convierte en una sauna. Hay que abrir entonces las ventanas de par en par para aireamos, refrescarnos. Y es entonces cuando las cosas, Angélica, ya cambian: al abrir, me refiero, las ventanas para airear la habitación. Porque entonces descubrimos que entre este interior y ese exterior, entre este acogedor Asubio, y ese oscuro reino ondulante que hay afuera, media sólo un débil cristal, un armazón de madera y un cortinaje de terciopelo granate. ¿Oyes el viento? Si te asomaras oirías entrechocar las crudas varas de los plátanos silvestres. Si nos asomáramos a la vez los dos y miráramos de frente la oscuridad de la noche, una bocanada fresca e inhumana de realidad incomprensible establecería de pronto una inmensa distancia entre los dos. A ti misma tú te oirías gritar, Angélica. Y yo trataría de tranquilizarte pasándote la mano por el hombro, pero una vez entrados ya en la noche, una vez entrada ya la noche dentro de esta estancia, aún abrigada ahora, ya no hay vuelta atrás. Lo hecho, hecho está. Lo que no sentimos cuando debimos sentirlo no puede ahora sentirse de nuevo sólo que hacia atrás. No hay vuelta atrás. De la misma manera que tú y yo, por la misericordia de Dios, nos acostamos juntos y somos ya indisolubles, así también los sentimientos que no sentimos son ya eternamente imposibles de sentir. El dolor que no sentiste tú por la muerte de Matilda, el dolor que no sentimos ni tú ni yo por la muerte de Antonio y Emilia (aunque tú fingiste o creíste sentirlo porque te asustaste mucho), eso no tiene ya remedio. No se puede desandar ni remediar ni arreglar ni olvidar... Pero, Angélica, el objeto de esta tarde, ¿cuál crees tú que es el objeto de esta tarde, la significación? ¿Tú cuál crees que es?