La fortuna de Matilda Turpin (40 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Sabes, Antonio, acabas de decir que yo te recordaba a mi madre, hace un momento, ¿sabes a quién me recordabas tú ahora mismo? A mi puto padre. Así hablaba antiguamente ese hijo de puta a quien yo amaba y a quien por desgracia quizá amo todavía, así hablaba hace años, como tú ahora...

—Estoy de acuerdo, lo que acabo de decirte lo aprendí con tu padre, es una desgracia que tu padre no haya vuelto a hablarnos así. No está en mí juzgarle, aunque cada vez me resulta más difícil no juzgarle, no condenarle, pero sí, así hablaba Juan Campos cuando yo le conocí, y todo lo mejor que sé, lo más valiente y claro que yo sé, lo aprendí con él y todavía lo recuerdo, por eso lo que está pasando entre nosotros, lo que va a pasar en esta casa, es trágico..

—No va a pasar nada, Antonio, no te preocupes, Emilia mejorará, deja que pase un poco más de tiempo y el duelo por mi madre irá cediendo, Emilia mejorará, estoy seguro de que mejorará, mi padre no, pero mi padre es un mindundi, ése da igual...

—¡Ojalá tengas razón con Emilia, Fernandito querido!

XXXVII

A Jacobo se le ha quitado la gana de cazar. Lleva unos cuantos días dando vueltas por el Asubio y llevándose a Felipe Arnaiz a tomar cervezas a Lobreña o a Letona. El fin de semana largo que tenían se está acabando. Tan liado está y tan complicado ve todo en el Asubio, que ha llamado a su hermana por teléfono y le ha dicho que no venga: no está el horno para bollos ni la casa para niños, Andrea. Estáis mejor en Madrid. Angélica y yo estamos como estamos, o sea: mal.

Angélica ha prolongado la convalecencia todo lo posible para no tener que verse con su marido por un lado o con su suegro por otro. Pensar en Jacobo le da jaqueca, pensar en Juan la hace sentirse taquicárdica. Pensar en hablar con Juan, teniendo a Jacobo dando vueltas por la casa, es impensable luego: mejor estarse en la cama convaleciente. Hoy, o mañana, o pasado se volverá Jacobo con Felipe Arnaiz de regreso a Madrid. ¿Y Angélica qué hará? Angélica está convaleciente y no está en condiciones de viajar. No, aún no.

Jacobo por fin se ha presentado en el dormitorio de Angélica y ha dicho:

—Angélica tenemos que hablar. —A Jacobo no se le da bien esto de tener que hablar entendido como una actividad distinta del hablar de negocios en la oficina o ir charlando en casa de unas cosas y de otras al paso de la vida. Jacobo no es muy hablador. Durante la primera fase de su matrimonio estuvo satisfecho con representar esa figura básicamente monosilábica del joven marido. Angélica hacía el gasto por los dos. Angélica tenía muchísimo que decir acerca de lo divino y todo y de lo humano. Y Angélica tenía, sobre todo, el gran tema de su suegra: Matilda fue una constante conversacional, o quizá sólo monologal, durante el noviazgo de Angélica y Jacobo, los primeros años de matrimonio, la enfermedad de Matilda, la muerte de Matilda. Con el proceso del duelo, Matilda siguió siendo un tema de obligado cumplimiento en esa línea, funeraria ahora, de los
must
de Cartier. De la misma manera que hay encendedores o relojes o pañuelos de seda de Cartier que, en ciertos círculos, no tenerlos viene a ser lo imperdonable, le parecía a Angélica que lo más imperdonable de todo en una situación tan post mortem como la de los Campos tras Matilda sería no sacar el duelo a relucir, la pena. Dado que hoy en día no se guarda luto indumentario y ni siquiera ese elegante alivio del luto de otros tiempos, le parecía a Angélica que, sacar a relucir el duelo en las conversaciones conyugales, era lo debido ylo apropiado. ¿Qué menos que un remusgo subcutáneo bien cronometrado, que dejara ver la pena sin permitir las lágrimas o un dolor descomunal? Escandalizó a Angélica descubrir que el proceso del duelo entre los Campos, empezando por su propio esposo, tenía unas características anglosajonas, distinguidas sí, pero a la vez angloaburridas. Bien estaba no gemir y no llorar a cada triquitraque, pero lo de Jacobo, por ejemplo, era, como dice ahora la juventud, una pasada: una auténtica omisión y ¡por Dios, pensaba Angélica, pero si es que se trata de su propia madre! Una pena tan discreta como aquélla tenía que acabar pareciendo —y siendo—, en opinión de Angélica, apenas pena. Y esto —en cuanto ausencia de pena al menos— hubiese debido dar que hablar a punta pala. Y sin embargo, entre Angélica y Jacobo sólo dio lugar a un conyugal distanciamiento entreverado —como se indicó al principio— con una cierta preocupación por el estado mental de Juan Campos y la situación, tan dramáticamente solitaria, de la retirada de Juan Campos al Asubio. Cuando Angélica se quedó en el Asubio por acompañar a Andrea, Jacobo se sintió muy satisfecho y a sus anchas: venía a ser como una vacación. Pero está claro que la sensación vacacional procedía de un sordo y soso malestar precedente que llevaba acompañando al matrimonio, casi sin enfrentamientos, pero también sin pausa, desde antes de la enfermedad de Matilda, durante la enfermedad y después. El proceso del duelo, en este caso, fue un proceso de separación. Y de esto, por cierto, habló largo y tendido con su suegro Angélica los felices días que precedieron al incidente de la cueva de los Cámbaros y a la llegada de Jacobo. Angélica no llegó a ninguna conclusión —excepción hecha de la convicción de que su suegro era un hombre adorable que Matilda había malentendido—. Juan Campos a su vez llegó a la conclusión de que Angélica era toda lo tonta y semiculta que siempre había sospechado, pero, a la vez, a ciertas horas, una agradable compañía femenina, superficialmente erotizante.

Cuando Andrea regresó a Madrid y Angélica comunicó por teléfono (incluso varias veces al día al principio de su estancia) que, si Jacobo no tenía inconveniente, ella se quedaba en el Asubio porque consideraba que su suegro la necesitaba, Jacobo se mosqueó. (Todos los hijos de Juan Campos estaban persuadidos de que su padre no necesitaba a nadie en absoluto, salvo un buen cuerpo de casa, y para eso estaban ya Antonio y Emilia en el Asubio.) Se mosqueó, pues, para desmosquearse acto seguido. Angélica era su legítima esposa en toda la extensión de la palabra. Era un asunto de por vida, tan de por vida que convenía espaciarla cuanto más mejor. A la vez algo le decía que la situación de Angélica cuidando de su padre, sin que a su padre le pasara nada en absoluto, era una situación irregular. Y Jacobo Campos, con los años y el banco, se había vuelto un sí-es-no-es convencional. Había, pues, una situación entre los dos a la vez tensa y destensada: una especie de separación vacacional de largo recorrido. El matrimonio seguía en pie y sus inconvenientes se amainaban. Tenía Jacobo, sin embargo, intención de llevarse a Angélica a Madrid tras estos días de cacería. La presencia de Felipe Arnaiz al volante durante el viaje de regreso serviría para iniciar la distensión o destensar la tensión que hubiera habido o que aún hubiere. Pero el incidente de los Cámbaros con su repentina cerrazón (puesto que ni su padre ni su esposa dieron la menor explicación a Jacobo) aumentó la tensión, que en su caso nunca era excesiva pero que ahora de pronto llegó a ser lo suficientemente intensa como para que, tras varios días de no salir de cacería y tener que entretener a aquel gran pelma que era Felipe Arnaiz, Jacobo decidiese subir al dormitorio de su convaleciente esposa y declarar:

—Angélica, tenemos que hablar.

Es mediodía. Van a dar las doce. Ha llovido y llueve y lloverá. Y el Asubio entero, con el acantilado velado ahora por la niebla-lluvia, una hermosa grisalla todo el mar hasta Inglaterra. Y el jardín y los árboles del jardín. Junto a la puerta de entrada la casita de Bonifacio y Balbanuz y Emeterio. Y arriba la casa misma, el Asubio mismo, la mansión, tan poco solemne, que mandó construir sir Kenneth Turpin, con la expresa orden de que fuese estival e invisible desde todas partes, y, al mismo tiempo, que desde todos los lados de la casa se viera siempre el mar, el gran Cantábrico, el Atlántico, y el jardín y los árboles y la lluvia y las estaciones una tras otra, floridas o sombrías, eternas e inconsistentes como la vida humana. Así que está presente todo el paisaje entero en el fuego de la chimenea del dormitorio de Angélica y en el papel pintado de las paredes y en los cuadritos de caza. Y, una vez más, visto todo desde arriba, desde afuera, el Asubio entero es una litografía blanca y negra y gris decimonónica, el Asubio entero es un cuadrito, una litografía de dos niños en un camino de la Montaña, al Asubio, una mañana de lluvia, debajo de una marquesina de madera abierta a todo el viento y al relente, con las medias caídas sobre las botas viejas y una cestita de manzanas reinetas a los pies.

Angélica, que se hallaba sentada frente al fuego y que leía un libro, se ha sentido muy feliz de pronto. Una como novedad ontológica, ese imposible
novum,
por virtud del cual el pensar salta fuera de sí mismo y se piensa a sí mismo desde fuera del pensar. Una cosa fascinante esto de que un mediodía de lluvia se siente Jacobo frente a ella y diga:

Angélica, tenemos que hablar. Ha vuelto a decirlo ahora por tercera vez. Angélica tiene ahora la sensación de que no haría falta decir ya nada más, sino repetir esto mismo una y otra vez, para que se produjera aquella emoción tan medieval del monje medieval que se sentó en un bosque y, cuando quiso recordar, de golpe había transcurrido ya toda la eternidad entera.

La alegría de Angélica es, pobre Angélica, mixta. Para que fuese pura —para que la presencia de su marido en el dormitorio conyugal, ante el fuego de la chimenea, en este elegante Asubio enhechizado aún por el fantasma de Matilda Turpin— tendría que no tener Angélica segundas intenciones. Está claro que Jacobo no las tiene: Jacobo es un hombre de una pieza a quien la
intentio obliqua
jamás ha perturbado. Pero la situación presente es tal, que la imagen de su legítimo esposo y la ilegítima imagen del padre de su esposo, Juan Campos, el ladino suegro, se entrecruzan sin cesar con mayor rapidez e intensidad ahora que nunca. Y es que, claro, padre e hijo se parecen mucho. Angélica de pronto ha decidido que se parecen tanto que se les podría prácticamente confundir a media luz. Pero he aquí que este mediodía en el Asubio es todo media luz, y casi la esencia de la media luz. La vigencia del principio de la identidad de los indiscernibles es tan fuerte ahora que Angélica tiene la impresión de acabar de meterse entre pecho y espalda dos tequilas reposados, uno tras otro. Es un poco el don de la ebriedad, piensa confusamente Angélica, mirándose las uñas de los pies. ¿Qué irá a decirle Jacobo? Porque claro está que es Jacobo quien se ha presentado en el dormitorio de improviso con intención de hablar. Hay que dejarle que hable, que se explaye. Pero a la vez —reflexiona Angélica— no es Jacobo el tipo de hombre a quien decirle o dejarle que se explaye proporciona una gratificante sensación de libertad. Antes al contrario: cuanto más libre de explayarse se le deja, con menos libertad se explaya Jacobo: más se atraganta o atiranta. Más se calla. Así que Angélica decide hablar ella:

—Esto es, Jacobo, un diálogo de sordos, yo diría, si no hablamos ninguno de los dos.

—Querrás decir, Angélica, de mudos.

—¡Pero, Jacobo, acabas de hacer súbitamente un chiste! ¡Jajajajá! ¡Me río muchísimo!

—Vale, me alegro que te alegres.

—Es que no me alegro, Jacobo, me río, que es distinto.

—¡Para ti la perra gorda, mujer, alégrate o ríete, lo que te dé la gana! —Ahora Jacobo Campos se siente confundido, irritado y burlado. En el fondo de su corazón, siente que menos mal que así se siente, porque así sintiéndose está en mejores condiciones de decir lo que ha venido a decir, ¿que es qué?

—¿De qué es de lo que, Jacobo, querrías que hablásemos? Disculpa la incorrección gramatical pero es que tienes una manera tan ceniza de empezar a hablar callándote, que me pone de los nervios.

—Tú sabes de qué quiero yo hablarte, Angélica.

—Pues no sé, Jacobo, no lo sé. ¿De qué querías hablarme?

—Pues de que vamos a ver qué planes tienes, o sea: ¿te vienes, o te quedase o qué haces?

—Pues mira, no lo sé. Tal y como tú y yo estamos, pues no sé.

—Es que eso mismo ya, Angélica empezando ya por eso mismo, no te entiendo. ¿Estamos mal, estamos bien o cómo estamos...?

—Pues estamos, Jacobo guardando las distancias... al objeto de que al final seamos capaces de salvarlas. Esto, por cierto, es una frase de tu padre.

—¡Vaya por Dios! ¡A ver, dila otra vez, que yo entienda la frase de papá!

—Dice tu padre y tiene toda la razón, que sólo se salvan las distancias S se guardan-Yeso en nuestro caso va perfecto.

Esta conversación -decide Angélica— no está teniendo la menor sustancia. Está siendo una sosez. Ahora la alegría se ha esfumado y Angélica contempla a su marido de hito en hito y piensa: es que es un pelma. Jacobo Campos, a su vez, contempla a su esposa y piensa lo que ha pensado siempre:

qué guapa es y qué redicha es. Es tan redicha que, tan pronto como habla tres palabras o cita una cita citable, bien sea de mi padre o bien de otra persona pega mi alma un gatillazo tal que desearía estar de nuevo, y ahora mismo, en el despacho de mi oficina de Madrid, en el banco, consultando el índice de precios al consumo o recorriendo imagina mente las subidas y bajadas del Dow JOneS. Eso sí que es vida y no esta leche de la salvación de las distancias con la autorizada opinión de mi buen padre. ¡A la puta mierda mi buen padre y mi mujer de paso! Esto Jacobo no lo dice, jamás lo dirá, jamás —incluso— llegará a pensarlo en estos crudos términos, tan literarios y artificiosos en el fondo. Jacobo es un buen chico, un buen marido
prim and proper,
que jamás faltará el respeto a una mujer y menos que a ninguna a su propia mujer. No pensará mal de ella, no dirá ni pensará nada en absoluto. Lo que ocurre es que esto es en parte un imposible: algo tiene que pensar. No es que Jacobo sea un imbécil, no lo es. Es que está acostumbrado a pensar lo que se piensa y a decir lo que se dice, y Angélica está tan rara, y el Asubio está tan raro, que Jacobo no acierta a pensar acerca de ello nada que no se asemeje a un no-pensar. Lo más parecido a no-pensar es volver a repetir lo de: a ver qué planes tienes, Angélica, para estas próximas semanas. Y Angélica, en ese instante, piensa: o ahora, o nunca. Y dice:

—El plan que tengo, pues es éste: yo de aquí no me voy, a menos que tu padre coja y me eche. Y si me echa, me voy. Pero me voy a casa de mi madre, ahí me voy.

—O sea, que me dejas.

—No, no te dejo, Jacobo. Si te fijas, no te dejo. Me separo de ti por incompatibilidad de caracteres, porque el torro que me das es tan continuo y tan constante y tan horrendo, que es que me breas viva, me comes la moral, eso me comes. Y aquí por lo menos, con tu padre, la moral no me la come: me la eleva. Yo me doy cuenta, Jacobo, de que no estoy contigo siendo justa, no lo estoy siendo. Y siento, como es lógico que sienta, un sentimiento de culpabilidad muy fuerte, Jacobo, muy fuerte. Pero es que me veo que Volvemos a Madrid, tal que mañana mismo volvemos a Madrid, y volvemos a lo mismo, venga y dale, otra vez lo mismo.

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