La fortuna de Matilda Turpin (47 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—No lo sé, Juan. Estoy helada.

—¿Sabes lo que te pasa, Angélica? No es que estés helada, es que te aterra el más allá. Ante eso estás. Por eso estás helada. Pero no hay más allá, hay sólo este más acá ahuecado por nuestros sentimientos de culpabilidad o por nuestros deseos de felicidad o por nuestro miedo a la muerte. Ni hay, más allá de esta habitación, en plena noche, en el jardín del Asubio, nada que dos adultos razonables como tú y yo no podamos controlar provistos de una gabardina y de un paraguas, como mucho un par de buenas botas camperas. Está oscuro, eso sí, y la oscuridad nos hacer retroceder a todos, incluso a los más razonables de todos, hacia primitivas zonas infantiles, zonas de desamparo que rozan el desamparo de los animales, de los primeros habitantes de la tierra. Zonas de nuestra niñez. La oscuridad evoca el desamor también, el que no haya de pronto presencia, calidez, acogimiento donde creímos que la había: amábamos a alguien, vivíamos convencidos de que este alguien a su vez nos amaba. Y de pronto un día descubrimos que no nos ama ya, y que quizá nunca nos amó. Nuestro sentimiento amoroso, el nuestro, no se interrumpe a la vez que desaparece su objeto correspondiente: lo amado, el amado, sigue siendo amable, seguimos amándolo, pero ahora ya no
hay feedback:
eso es también el significado de la oscuridad y de la noche. La noche, como el amado que ha dejado de amarnos, nos expulsa de sí misma. De ahí esa imagen bíblica tan eficaz que tantos terrores ha producido a millones de creyentes, la de ser arrojados a las tinieblas exteriores. Tú eres razonable, tan razonable como yo, Angélica, pero estás más cerca que yo, mucho más cerca, del instinto. Por eso tienes frío, porque temes que entre tantas vueltas como estamos dando aquí esta tarde, con tantas entrecruzadas referencias a sentimientos de vivos y difuntos, de pronto no podamos distinguir con claridad entre unos y otros. Por ejemplo: cuando murió Matilda hablar de ella con mis hijos, o con Antonio, o con Emilia, no se diferenciaba gran cosa de hablar de ella cuando se había sencillamente ido de viaje. En un caso para siempre, en otro, para un tiempo. En ambos casos, si se detenía uno en el punto cero, en la falta de Matilda, en su ausencia, resultaba conmovedor en exceso hablar de ella y evocarla porque no había modo de hacerla presentarse con sólo desear verla, o pensar en ella, o hablar de ella. Así también ahora Antonio sigue aquí. Emilia nunca tuvo para mí la presencia de Antonio. Emilia fue una presencia constante de Matilda y Antonio fue una constante presencia mía. Yo no contaba con que Antonio se suicidase o se fuese de la casa. ¡Me siento profundamente herido, Angélica, por eso...!

—¡Pero, Juan, si tú mismo dijiste que querías que se fueran, que habías acabado por pensar en ellos como empleados, mucho más como empleados que como amigos, hablamos mucho rato de eso, sobre todo tú!

—¡Era sólo un hablar, sólo un hablar!

—¡Ahora echas de menos a Matilda! —dice Angélica de pronto.

—Verás, Angélica, pues no. Pero la asociación de ideas está bien, está muy bien. Yo no puedo decir que sea del todo verdad que eche ahora, o haya echado de menos nunca, a Matilda, mi mujer. Era a mí a quien echaba ella de menos más bien, era yo su ausente un poco. Era yo su amado, ella era la amante, y yo el amado. Y el amado no echa de menos al amante, nunca, o casi nunca, rara vez. Es más, casi preferiría que le echara de menos algo menos al objeto de pode rse rebullir. Tú sabes la historia toda entera. Sé que el duelo por Matilda no fue algo que sintiera yo directamente. Atravesé el duelo, lo pasé por persona interpuesta, casi entero. Matilda se les había muerto a todos y de paso, como quien dice, a mí también. En cambio ahora, Angélica, Antonio se me ha ido sólo a mí. ¿Ves la relación, la contraposición?

—Lo que estás diciéndome es rarito un poco. No querrás decir que ahora de repente Antonio y tú...

- ¡No, no Angélica, no es eso! O, no es eso en esa cruda forma de ser eso, que eso tiene cuando los que lo piensan no saben qué pensar...

—Quieres decir que no estabais liados.

—Eso es, eso quiero decir exactamente. Pero si sólo quisiera decir eso, decirlo o callarlo daría igual. Porque no tendría la más mínima importancia. Nadie echa de menos a sus amantes o a sus ligues, son sustituibles. Sus fisonomías se diluyen instantáneamente una vez que se separan de nosotros. Antonio y yo no éramos amantes, Angélica, ni siquiera se nos ocurrió semejante cosa nunca. Sólo pensarlo nos hubiera parecido ya asqueroso, tedioso. Lo que yo sí era para Antonio, eso sí fui, era su fundamento. Antonio se fiaba de mí, confiaba en mí, yo era lo más fiable que Antonio conocía, lo mismo que Matilda para Emilia. Lo que ocurrió fue que, a diferencia de Matilda, a quien la muerte atacó a traición, y gracias a eso cobró a ojos de Emilia un renovado
lumen gloriae,
yo me quedé a verlas venir. Lo que tenía de fundamento yo, la fianza que yo proporcionaba a la confianza que Antonio me proporcionaba se escurrió, se aguó, se echó a perder en poco tiempo. Pero ese deterioro tan veloz (que Antonio Vega sólo al final comenzó a percibir con claridad) yo lo percibí desde un principio:

nada podía hacerse. Yo contaba con poder jugar aún con Antonio Vega un largo juego entre fundado y fundamento. Yo contaba con que me necesitaba aún todavía cuando ya el deterioro fue visible, e incluso entonces más que nunca. E hice entonces varias pruebas para comprobar la solidez ontológica, tú me entiendes, Angélica, de esta relación. Le hice sentir que ya no le necesitaba yo a él, incluso le empujé a irse de esta casa. Y lo que te conté a ti del finiquito famoso fue en esta misma línea de pruebas y repruebas contrapruebas. ¿Qué le pasó a Antonio? ¿Por qué no me entendió?

—Vio que Emilia se dejaba morir y no quería vivir, y se dio cuenta de que él tampoco. ¿Esto, Juan, no te parece razonable?

—Fueron razonables los detalles, sí. La improvisada precisión de ese suicidio fue muy razonable, estoy de acuerdo. Desde el punto de vista de la razón instrumental, de la relación computacional entre medios y fines, la ejecución del acto fue perfecta: fue, como tú dices, perfectamente razonable. El absurdo fue que se matase así, de pronto. Lo irrazonable fue la muerte aunque la precisa búsqueda de la muerte, e incluso el intento de presentarla como un simple accidente, todo eso fue muy razonable. Matarse no. ¡Yo era su fundamento! Y Antonio mismo era él mismo, por sí mismo, también un fundamento (quizá mi fundamento), era el hombre más fiable que jamás he conocido. Lo absurdo, lo irrazonable fue su abismo. Esto es lo que no puedo comprender, no entiendo por qué se suicidó.

—¡Igual fue un accidente! ¿Por qué estás tan seguro de que no lo fue?

—Qué te parece, Angélica, si ahora nos tomáramos un whisky fuerte, sólo con el hielo, un lingotazo bueno con esa cálida nocturnidad del whisky en la garganta, esa consoladora fijación de atizarnos un buen whisky a estas horas de la noche. Hagamos eso, Angélica: sírveme un whisky doble y triple, con unos hielos, y sírvete tú misma otro igual, ten la bondad.

Angélica se levanta con el aire de quien sigue las instrucciones de un apuntador o de un director de escena, se encorva al andar y tiene un aspecto desarreglado, aunque va vestida con gran sencillez con un traje de punto verde oscuro, muy francés. Pero parece otra. Y al moverse, al servir el whisky, al regresar a su asiento, parece una mujer enferma y de más años. Sitúa su vaso de whisky sobre el brazo del sillón, tras haber situado el vaso de Juan sobre una mesita auxiliar al otro lado del sillón frente al fuego. Por un instante se abre el silencio entre los dos, se oye el tintineo del hielo en los vasos, se oyen las bocanadas de la vieja galerna afuera. Contra los cristales, de pronto, la lluvia. La sensación de comodidad de este cuarto de estar es intensa ahora: al callarse Juan, al regresar Angélica a su sitio, al tomar en silencio sus whiskies, una sensación de bienestar, que no casa del todo con la tensión interna de los frascos de Juan Campos, invade la habitación como una presencia momentáneamente benévola, que ni Angélica ni Juan habían convocado y que, reanimados por la copa, aturdidos aún por la melopea verbosa de Juan Campos, ambos aún ignoran. Es obvio que Juan, al dejar de hablar y enfrascarse en silencio en el paladeo de su whisky —que es como un paladeo del fuego de encina de la chimenea y de la unificada atmósfera estudiosa y lujosa de su despacho—y ha perdido gas. Angélica, por su parte —a consecuencia quizá de sus breves intervenciones que la han reanimado—, se siente mejor ahora, menos congelada aunque no más segura de sí misma. Desde que comenzó su relación con Juan no ha vuelto a comunicarse con Jacobo. Ni con nadie. Y la ocasión de comunicarse por lo menos con Andrea con motivo de la terrible muerte de Antonio y de Emilia se le fue de las manos porque, en opinión de Angélica, Juan no la abandonó ni un instante para evitar que en un momento de debilidad telefoneara. Es más: Angélica tiene la impresión (aunque las impresiones de Angélica estos días fluctúan tanto que resulta difícil, incluso para la propia interesada, servirse de ellas como punto de referencia) de que Juan llegó a decir: ahora o nunca, si telefoneas ahora, Angélica, nunca regresarás a mí, yo te repudiaré. No obstante lo cual nunca tampoco regresarás a Jacobo, que ya te ha repudiado por adúltera, ni a la amistad con mis otros dos hijos, Fernandito y Andrea, porque lo que hicimos no tiene vuelta de hoja, o paso atrás. Si ahora llamas te repudio yo y nunca te perdonarán ellos. Sólo si no les llamas seremos tú y yo una sola carne ahora y siempre. Esto es, por supuesto, demasiado largo y conceptual para constituir una impresión, se trata más bien del análisis de una impresión que reproduce desde fuera el interior de Angélica, que no es articulado. Pero que no es tampoco completamente ciego. Angélica en este instante tiene esa reducida capacidad perceptiva de ciertos animales subterráneos, quizá el topo o algún otro animal subterráneo de pequeño tamaño que siente la presencia enemiga de los reptiles o de los perros sin saber lo que son. Sólo peligros, que de pronto se volverán devoraciones. Entrecerrados los ojos, incapaz de librarse de la sensación de frío y de peligro, ha escuchado a Juan todo este rato sin entenderlo todo todo el tiempo, sólo reanimada ahora brevemente por el whisky y el silencio, y el crepitar de los leños en la chimenea. Ahora Angélica quisiera ser la Angélica anterior a la Angélica de ahora, una chica segura de sí misma que opinaba que Matilda, su suegra, equivocó su vocación de medio a medio. Pero Angélica sabe que lo que ahora es ya no es aquello, y lo que Angélica es ahora depende de lo que será Angélica mañana, que a su vez depende por completo de lo que Juan tenga intención de hacer con su nuera: de momento lo único evidente es que Juan se siente solo, y en parte incómodo, en una casa sin Antonio y Emilia y necesita que Angélica cumpla con eficacia e impersonalidad de buen servicio doméstico, las funciones que aquellos dos desempeñaron. Angélica confía en que este silencio confortable, el tintineo del hielo, el crepitar del fuego, la velada luz de las lámparas del despacho de Juan, cierren la noche, esta noche, felizmente por fin, y lo siguiente sea ya sólo irse a dormir y quedarse dormida a la primera hasta el día siguiente. Lo malo es que ese irse a dormir no es ya un simple irse a dormir sola en su cama, sino un ir a compartir la enrarecida cama de Juan Campos, que, visto ahora de cerca, no da la impresión de dormir nunca, y que una vez dentro de la cama se limita a cerrar engañosamente los párpados, y a permanecer completamente inmóvil con las manos cruzadas sobre el pecho justo hasta el instante en que Angélica que ha ido quedándose traspuesta se sumerge de un saltito en la primera oleada grande de su primer buen sueño. Entonces Juan Campos se despierta y pregunta: ¿Angélica, estás despierta? Aún no es hora de subir al dormitorio de Juan a no dormir, en realidad es muy temprano, sólo un poco pasadas las doce, pendiente de un hilo queda por deletrear toda esta noche.

—Creo recordar, Angélica, que querías saber cómo supe yo desde un principio que lo de Antonio fue un suicidio. ¿Quieres aún saberlo?

—Sí, supongo. ¿Cómo lo supiste?

—Lo supe porque la noche de autos les oí que bajaban al garaje y que arrancaban el monovolumen. Te habías quedado tú traspuesta, Angélica. Y yo dije: ¡mira por dónde, ahora se van! Oí las cubiertas en el grijo del jardín, miré el reloj. Nadie sale a las tres de la madrugada, entre tres y cuatro de la madrugada, para irse, simplemente de paseo. Era una huida en toda regla, pero ¿a dónde iban a huir estos dos?, no tenían escapatoria. ¡Se van a matar!, pensé. Y así fue. Al día siguiente lo supimos.

—Tengo la impresión Juan, perdona de que no estás, no sé cómo decirlo, diciendo la verdad... —dice Angélica, súbitamente repuesta.

Da la impresión de que algo, quizá el whisky, le ha despejado. Es posible también que Angélica esté ahora mismo persuadida de que Juan tiene razón y de que no hay para ella vuelta atrás. Y esta imposibilidad de modificar lo ya hecho —esta consagración a Juan Campos que ya es irreversible, y que en su momento le pareció deliciosa— le cause ahora desesperación: si así fuera el repentino deseo de hablar y de contradecir a Juan se debería a la pura desesperación de una Angélica acorralada en lo inexorable de su tragicómico destino.

—¿Y cómo así, Angélica? Es casi imposible que no esté diciendo la verdad porque en lo relativo a Emilia y Antonio me he limitado a contarte que oí salir el coche y que me sorprendió lo absurdo de la hora y que me puse en lo peor. ¿Cómo no voy a estar diciendo la verdad? Sólo te estoy diciendo lo que hay, lo que pensé...

—Ya, pero estás ocultando, con estudiada frialdad, tus verdaderos sentimientos, que no son... que no pueden ser tan terriblemente fríos como suenan... Yo creo que también a ti te ha trastornado mucho esta desgracia y lo ocultas, me lo ocultas a mí por orgullo, o no sé...

—Está bien, Angélica, así está bien, así estás muy bien. Esta línea dubitativa te mejora el cutis, te favorece mucho. Porque tú, sí, Angélica, a diferencia de Matilda, puedes resultar un poquito, como diría, simple. Matilda era demasiado compuesta, y activa y complicada. Estaba en estado de metástasis, antes incluso de enfermar. Transformista, transformismo. Tú, en cambio, como mucho, estás traspuesta. Y eso produce un efecto dormitivo dulce, sí, pero monótono. Y claro, la verdad es que tu función aquí conmigo, aparte la gestión administrativa de esta casa, y aparte el erotismo antañón que me proporciona tu presencia en mi cama, tu función aquí es ser mi ayudante, pen-sar-con-migo. Lo nuestro es una cosa a dúo, Angélica. Y estas memorias, o este relato autobiográfico que hemos iniciado, sí requeriría una cierta metástasis por tu parte. Una cierta capacidad de metamorfosearte de vez en cuando en agitación y en duda: como ahora, que acabas de llamarme frío. El concepto de lo frío, Angélica, es melodramático. El malo es frío. La venganza se consume en frío. Los resentidos somos fríos. La inteligencia es fría. Los buenos en cambio son siempre acogedores, cálidos, calientes. Yo no sé bien lo que soy, ésa es la verdad. Y, ciertamente, con frecuencia no sé qué siento exactamente. Se me ocurren unas cosas y otras, pero no se me ocurren sentimientos apropiados: los sentimientos no son acontecimientos claros y distintos de mi vida mental. Otra manera de decir lo mismo es denominar- me pasivo. Y eso es verdad, soy muy pasivo. Como habrás descubierto ya, también en el amor soy pasivo. Prefiero ser acariciado, estimulado, que al contrario. Son cosas que no se pueden evitar. ¿Crees tú, Angélica, que esta frialdad que tú detectas, y de la que en cierto modo me haces responsable, constituirá de ahora en adelante un impedimento en nuestra relación? Lo sentiría por ti si ése llegase a ser el caso, porque todo lo que yo tendría que hacer, llegado el caso, sería quedarme donde estoy, tal como estoy, pasivo. En cambio tú, ¿qué harías tú, Angélica? Sería horrible para ti. Te verías arrojada una vez más al exterior, a las consecuencias sociales de tu adulterio conmigo, y eso sería lo que más tú temes, la desaparición social. Perderías toda significación. Ahora al menos eres mi secretaria y mi ayudante personal y mi querida. Pero sin mí, ¿qué sería de ti, Angélica, sin mí?

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