—Entonces interrogaremos al posadero —propuso Kaempffer.
—También puedes pedirle que traduzca las palabras que hay en la pared.
—¿Qué palabras? —preguntó sorprendido—. ¿Qué pared?
—Abajo, donde murieron tus dos hombres. Hay algo escrito con su sangre, en la pared.
—¿En rumano?
—No lo sé —respondió Woermann encogiendo los hombros—. Ni siquiera puedo reconocer las letras, mucho menos el idioma.
Kaempffer se puso en pie de un salto. Aquí había algo que podía manejar.
—¡Quiero a ese posadero!
El nombre del hombre era Iuliu.
Bastante pasado de peso, de más de cincuenta y cinco años, estaba perdiendo el cabello y usaba bigote sobre el labio superior. Sus amplios carrillos, sin afeitar por lo menos durante tres días, temblaban mientras permanecía de pie en su camisa de dormir y tiritaba en el corredor posterior en donde estuvieran prisioneros sus camaradas de la aldea.
Es casi como en los viejos días, pensó Kaempffer mirando desde las sombras de uno de los cuartos. Comenzaba a sentirse más como él mismo otra vez. El aspecto confuso y asustado del hombre lo llevó de regreso a los viejos días con la SS en Munich, cuando sacaban a los tenderos judíos de sus tibias camas en la madrugada, los golpeaban frente a sus familias y los veían sudar por el terror en el frío del amanecer.
Pero el posadero no era judío.
No importaba realmente. Judío, francmasón, posadero rumano; lo que realmente le importaba a Kaempffer era el sentimiento de satisfacción, de autoconfianza, de seguridad de la víctima; la sensación de la víctima de que tenía un lugar en el mundo y de que estaba segura; eso era lo que Kaempffer sentía que debía hacer pedazos. Tenían que aprender que no había ningún lugar seguro cuando él se encontraba cerca.
Dejó que el posadero temblara y parpadeara bajo la bombilla desnuda, durante tanto tiempo como su propia paciencia lo permitiera. Iuliu fue traído al sitio en donde fueron asesinados los dos einzatzkommandos. Cualquier cosa que remotamente tuviera semejanza con un libro mayor o de registro, fue sacado de la posada y amontonado en una pila tras él. Sus ojos pasaban de las manchas de sangre en el suelo al garabato sangriento en la pared posterior y a las caras implacables de los cuatro soldados que lo sacaron a rastras de la cama, y luego regresaban a las manchas de sangre en el piso. A Kaempffer le costaba trabajo mirar esas manchas. Seguía recordando las dos horribles gargantas desgarradas que proporcionaron la sangre y a los dos inconcebibles hombres muertos, de pie junto a su cama.
Cuando el mayor Kaempffer empezó a sentir que sus propios dedos hormigueaban por el frío a pesar de los guantes negros de cuero, salió a la luz del corredor y se encaró con Iuliu. Al ver al oficial de la SS con uniforme completo, Iuliu dio un paso atrás y casi tropezó con los libros.
—¿De quién es la fortaleza? —preguntó Kaempffer en voz baja y sin preámbulos.
—No lo sé, herr oficial.
El alemán del hombre era atroz, pero resultaba mejor que trabajar a través de un intérprete. Golpeó a Iuliu en la cara con el dorso de su mano enguantada. No sintió ninguna malicia, pues este era un procedimiento generalizado.
—¿De quién es la fortaleza? —repitió.
—¡No lo sé!
Lo golpeó de nuevo.
—¿De quién?
El posadero escupió sangre y empezó a lloriquear. Bien… estaba cediendo.
—¡No lo sé! —gritó Iuliu.
—¿Quién te da el dinero para pagarle a los cuidadores?
—Un mensajero.
—¿De quién?
—No lo sé. Nunca lo dice. Creo que de un banco. Viene dos veces al año.
—Debes firmar un recibo o cambiar un cheque. ¿De quién proviene?
—Firmo una letra. En la parte superior dice: Banco del Mediterráneo, de Suiza. En Zurich.
—¿Cómo viene el dinero?
—En oro. En piezas de oro de veinte lei. Le pago a Alexandru y él a sus hijos. Siempre ha sido así.
Kaempffer vio que Iuliu se limpiaba los ojos y recuperaba la compostura. Él tenía el siguiente eslabón de la cadena. Haría que la oficina central de la SS investigara el Banco del Mediterráneo en Zurich, para saber quién estaba mandando monedas de oro a un posadero en los Alpes transilvanos. Y de allí hasta el dueño de la cuenta, y de allí al dueño de la fortaleza.
¿Y luego qué?
No lo sabía, pero ésta parecía la única forma de proceder por el momento. Se volvió y miró las palabras garabateadas en la pared detrás de él. La sangre de Flick y Waltz con la que fueran escritas se había secado y era café rojiza. O bien muchas de las letras estaban escritas burdamente o no eran como ninguna otra que hubiera visto antes. Unas eran reconocibles. Pero, en conjunto, eran incomprensibles. Sin embargo, tenían que significar algo.
Hizo un gesto hacia las palabras y preguntó:
—¿Qué dice eso?
—No lo sé, herr oficial —contestó Iuliu. Tembló ante el azul brillante de los ojos de Kaempffer—. Por favor… ¡De verdad no lo sé!
Por la expresión y el sonido de la voz de Iuliu, Kaempffer supo que el hombre estaba diciendo la verdad. Pero esa no era una consideración real, nunca lo había sido y nunca lo sería. El rumano tendría que ser presionado hasta el límite, golpeado, quebrado y enviado cojeando de vuelta a los aldeanos, con historias del trato inmisericorde que había recibido de manos del oficial de uniforme negro. Y entonces lo sabrían: debían cooperar, debían arrastrarse uno sobre otro en su impaciencia por servir a la SS.
—¡Mientes! —gritó y azotó otra vez el dorso de su mano en la cara de Iuliu—. ¡Esas palabras son rumanas! ¡Quiero saber qué dicen!
—
Parecen
rumanas, herr oficial —aclaró Iuliu, agachándose por el frío y el dolor—. Pero no lo son. ¡No sé lo que dicen!
Esto concordaba con la información que Kaempffer recopilara de su propio diccionario de traducción. Había estudiado rumano y sus dialectos desde el primer día en que se enteró del proyecto Ploiesti. Para este momento sabía un poco del dialecto dacio-rumano y esperaba que pronto lo hablaría con aceptable fluidez. No quería que ninguno de los rumanos con los que estuviera trabajando pensara que podría ocultarle algo hablando en su propia lengua.
Pero había otros tres dialectos importantes que se diferenciaban significativamente uno de otro. Y las palabras en la pared, aunque similares al rumano, no parecían pertenecer a ninguno de ellos.
Iuliu, el posadero, quien probablemente era el único hombre en la aldea que sabía leer, no las reconocía. De todos modos, tenía que sufrir.
—Enséñale el arte de la traducción —le ordenó a uno de sus hombres.
Hubo un compás de espera y luego un golpe sordo seguido por un sofocado gruñido de agonía. No tenía que mirar. Podía imaginarse lo que estaba pasando: uno de los guardias había clavado el cañón de su rifle en la parte baja de la espalda de Iuliu, con un golpe salvaje y penetrante, mandando al rumano de rodillas al suelo. Ahora estarían reuniéndose a su alrededor, preparándose para clavar las puntas y los talones de sus lustrosas botas de montar en cada área sensible de su cuerpo. Y las conocían todas.
—¡Eso será suficiente! —exclamó una voz que instantánea-mente reconoció como la de Woermann.
Kaempffer giró para enfrentársele, enfurecido por la intrusión. ¡Esto era insubordinación! ¡Un desafío directo a su autoridad! Pero cuando abrió la boca para reprender a Wcermann, notó que la mano del capitán descansaba sobre la cacha de su pistola. Seguramente no la usaría. Y sin embargo…
Los einsatzkommandos miraban a su mayor con expectación, sin estar muy seguros de qué hacer. Kaempffer deseaba decirles que procedieran como se les había ordenado, pero se encontró con que no podía. La mirada maligna de Woermann y su posición desafiante lo hicieron dudar.
—Este lugareño se ha negado a cooperar —explicó débilmente.
—¿Y entonces crees que golpeándolo hasta la inconsciencia, o quizá hasta la muerte, obtendrás lo que quieres? ¡Qué inteligente! —se burló Woermann adelantándose hasta quedar junto al costado de Iuliu y haciendo a un lado suavemente a los einsatzkommandos como si fueran objetos inanimados. Observó al quejumbroso posadero y luego inmovilizó a cada uno de los guardias con la mirada—. ¿Es así como las tropas alemanas actúan para dar mayor gloria a la patria? Apuesto a que a sus madres y padres les encantaría venir y ver cómo patean hasta matarlo a un hombre gordo, viejo y desarmado. ¡Qué valientes! ¿Por qué no los invitan algún día? ¿O es que los mataron a patadas la última vez que estuvieron en casa con licencia?
—Debo advertirle, capitán… —comenzó a decir Kaempffer, pero Woermann había concentrado su atención en el posadero.
—¿Qué puede decirnos sobre la fortaleza que no sepamos ya? —le preguntó.
—Nada —respondió Iuliu desde el suelo.
—¿Algún chisme de comadres o historias de miedo o leyendas? —insistió.
—He vivido aquí toda la vida y nunca he oído ninguna.
—¿No hubo muertes en la fortaleza? ¿Jamás?
—Nunca.
Mientras Kaempffer miraba, vio que la cara del posadero se iluminaba con una especie de esperanza, como si hubiera pensado en una forma de sobrevivir intacto a la noche.
—Pero tal vez haya alguien que pueda ayudarlos —sugirió—. Si sólo pudiera tener mi libro de registro… —Señaló los libros revueltos que se encontraban desparramados en el suelo.
Cuando Woermann asintió, se arrastró sobre el piso y tomó de entre los demás un gastado volumen manchado y forrado con tela. Febrilmente buscó las páginas hasta encontrar la anotación que quería.
—¡Aquí está! Ha estado aquí tres veces en los últimos diez años, cada vez más enfermo que la última, y cada vez acompañado de su hija. Es un gran maestro en la universidad de Bucarest. Es un experto en la historia de esta región.
—¿Cuándo fue la última vez? —preguntó Kaempffer, que ya estaba interesado.
—Hace cinco años —contestó alejándose de Kaempffer.
—¿Qué quiere decir con que estaba enfermo? —consultó Woermann.
—La última vez no podía caminar sin dos bastones.
Woermann le quitó el libro al posadero.
—¿Quién es él?
—El profesor Theodor Cuza.
—Esperemos que esté vivo todavía —comentó Woermann, dándole el libro a Kaempffer—. Estoy seguro de que la SS tiene contactos en Bucarest que pueden encontrarlo si vive. Sugiero que no pierdas tiempo.
—Nunca pierdo tiempo, capitán —replicó Kaempffer, tratando de recuperar algo de la dignidad que sabía había perdido con sus hombres. Nunca le perdonaría eso a Woermann—. Cuando entres al patio notarás que mis hombres ya están ocupados registrando las paredes y aflojando las piedras. Espero ver a tus hombres ayudándoles tan pronto como sea posible. Mientras se investiga el Banco del Mediterráneo en Zurich, y encuentran a este profesor, todos estaremos ocupados desmantelando esta estructura, piedra por piedra. Porque si no obtenemos ninguna información útil del banco o del profesor, ya habremos comenzado a destruir cualquier posible escondite dentro de la fortaleza.
—Supongo que es mejor que estar sentados esperando ser asesinados —convino Woermann encogiendo los hombros—. Haré que el sargento Oster se reporte contigo y él podrá coordinar los detalles del trabajo. —Se volvió, tiró de Iuliu poniéndolo en pie y lo empujó hacia el corredor, diciendo—: Estaré ron usted para que el centinela lo deje salir.
Pero el posadero se demoró un instante y le dijo algo en voz baja al capitán. Woermann comenzó a reír.
Kaempffer sintió que la cara se le calentaba mientras la ira crecía en su interior. Estaban hablando sobre él, despreciándolo. Siempre podía darse cuenta.
—¿Cuál es la broma, capitán?
—Este profesor Cuza —aclaró Woermann dejando de reír, pero conservando en los labios la sonrisa burlona—. El hombre que posiblemente sepa algo que pueda mantener vivos a unos cuantos de nosotros… ¡es judío!
Una renovada risa del capitán hizo eco mientras se alejaba.
BUCAREST
Martes, 29 de abril
10:20 horas
El duro e insistente golpear del exterior hacía temblar en sus goznes la puerta del apartamento.
—¡Abran! —ordenó una voz.
La voz de Magda falló durante un instante y luego dejó salir la respuesta temblorosa para la que ya conocía la respuesta.
—¿Quién es?
—¡Abra inmediatamente!
Magda, vestida sólo con un suéter holgado y una falda larga, con el lustroso cabello desarreglado, estaba de pie junto a la puerta. Miró a su padre, sentado en su silla de ruedas, ante su escritorio.
—Será mejor que los dejes entrar —aconsejó con una calma que ella sabía era forzada. La piel tensa de su rostro le permitía pocas expresiones, pero sus ojos se veían temerosos.
Magda se volvió hacia la puerta. Quitó el seguro con un solo movimiento y retrocedió como si temiera que la fueran a morder. Fue afortunado que lo hiciera, pues la puerta se abrió de golpe y dos miembros de la Guardia de Hierro, el equivalente rumano de los comandos de tormenta alemanes, irrumpieron tambaleantes, con cascos y armados con rifles levantados.
—Esta es la residencia Cuza —exclamó el que estaba atrás. Era una pregunta, pero fue expresada como una afirmación, como retando a cualquiera que escuchara, a estar en desacuerdo.
—Sí —replicó Magda, acercándose junto a su padre—. ¿Qué quieren?
—Buscamos al doctor Theodor Cuza. ¿Dónde está? —Sus ojos se mantuvieron en el rostro de Magda.