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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

BOOK: La fortaleza
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La Fortaleza

Miércoles, 23 de abril

03:40 horas.

El soldado Hans Lutz estaba en cuclillas bajo una bombilla de escaso voltaje y resultaba una figura solitaria posada en una isla de luz a mitad de un río de oscuridad, aspirando profundamente un cigarrillo, con la espalda contra las frías paredes del sótano. Se había quitado el casco, revelando un cabello rubio y un rostro juvenil manchado por un duro conjunto de ojos y boca. A Lutz le dolía todo. Estaba cansado. No quería más que meterse en su bolsa de dormir para tener unas cuantas horas de olvido. De hecho, si aquí en el sótano el ambiente hubiera estado un poco más tibio, habría dormitado justo donde estaba.

Pero no podía permitir que eso sucediera. Tener la primera guardia durante toda la semana ya era suficientemente malo y Dios sabe lo que pasaría si lo encontraran durmiendo en servicio. Además, no era difícil que Woermann se paseara por el corredor mismo en donde Lutz estaba sentado, sólo para vigilarlo. Tenía que mantenerse despierto.

Había sido sólo su suerte la que hizo que el capitán lo encontrara esa tarde. Lutz estuvo mirando las cruces de graciosa figura desde que puso un pie por primera vez en el patio. Finalmente, después de una hora de estar cerca de ellas, la tentación fue demasiado grande. Parecían de oro y plata aunque aparentemente era imposible que lo fueran. Tenía que averiguarlo y ahora estaba en problemas.

Bueno, por lo menos había satisfecho su curiosidad: no eran de oro ni de plata. Sin embargo, difícilmente ese conocimiento valía la pena de hacer la primera guardia una semana completa.

Rodeó el pulsante resplandor de la punta de su cigarrillo con las manos para calentárselas. ¡Dios, hacía frío! Estaba más frío aquí abajo que en el aire libre de la muralla que patrullaban Otto y Ernst. Lutz había bajado al sótano sabiendo que era frío. Ostensiblemente esperaba que la baja temperatura pudiera refrescarlo y ayudarlo a mantenerse despierto. De hecho, quería una oportunidad para hacer un reconocimiento privado.

Porque todavía tenía que ser disuadido de la creencia de que aquí se encontraba un tesoro papal. Existían demasiados indicios que apuntaban hacia eso. Las cruces eran la primera y más obvia pista; no se trataba de cruces maltesas buenas, fuertes y simétricas, pero a pesar de todo eran cruces. Y efectivamente, parecían ser de oro y plata. Más aún, ninguno de los cuartos estaba amueblado, lo que significaba que nadie pretendía vivir aquí. Pero lo que resultaba más atractivo era el mantenimiento constante: alguna organización había estado pagando la conservación de este lugar durante siglos ininterrumpidos.
¡Siglos!
Sólo conocía una organización con el poder, los recursos y la continuidad para hacer eso, y ésta era, sin duda alguna, la Iglesia Católica.

En lo que se refería a él, la fortaleza había sido conservada para cumplir con un solo propósito: salvaguardar el botín del Vaticano.

Estaba aquí, en algún lado, tal vez detrás de las paredes o bajo los pisos, y él lo encontraría.

Lutz contempló la pared de piedra del otro lado del corredor. Las cruces eran particularmente numerosas aquí en el patio y, como era usual, todas se veían iguales…

…excepto quizás por la que estaba allí a la izquierda, en la piedra de la fila de abajo, a la orilla de la luz… había algo diferente en la forma en que la pálida iluminación se reflejaba en su superficie. ¿Sería un truco de luz? ¿Un acabado especial?

¿O un metal diferente?

Lutz retiró la Schmeisser automática que tenía en las rodillas y la recargó contra la pared. Desenfundó su bayoneta y se arrastró sobre manos y rodillas por el corredor. En el instante en que la punta tocó el metal amarillo de la pieza vertical de la cruz, supo que había hallado algo: el metal era suave… suave y amarillo como sólo podía ser el oro sólido.

Sus manos comenzaron a temblar mientras enterraba la punta de la hoja en la unión de la cruz y la piedra, clavándola más y más hondo hasta que sintió que topaba con piedra. A pesar de la presión creciente, ya no pudo hundir la hoja. Había penetrado hasta la parte posterior de la cruz incrustada. Estaba seguro de que con un poco de trabajo podría botar el objeto completo de una sola pieza. Recargándose contra el mango de la bayoneta, aplicó una presión progresiva. Sintió que algo cedía y echó un vistazo.

¡Maldición! El acero templado de la bayoneta estaba atravesando el oro. Trató de ajustar el vector de fuerza más directamente hacia el exterior de la piedra, pero el metal continuó levantándose, estirándose…

… la piedra se movió.

Lutz sacó la bayoneta y estudió el bloque. No había nada especial en él: tenía treinta centímetros de ancho y cerca de veinticinco de alto y probablemente treinta de profundidad. No contenía argamasa, al igual que el resto de los bloques en la pared, y ahora sobresalía seis centímetros del resto de las piedras. Se levantó y recorrió la distancia hacia la puerta que se encontraba a la izquierda. Entrando al cuarto desde allí, contó los pasos de regreso a la pared del interior. Repitió el procedimiento en el otro lado del cuarto, a la derecha de la piedra suelta. El número de pasos no coincidía.

Había un gran espacio vacío detrás de la pared.

Con una tensa emoción hormigueándole en el pecho, cayó súbitamente sobre el bloque suelto, aferrándose frenéticamente a la orilla. Sin embargo, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudo sacarlo más de la pared. Odiaba la idea, pero finalmente tuvo que admitir que no podría hacerlo solo. Tenía que involucrar a alguien más en esto.

La elección obvia era Otto Grunstadt que en este momento patrullaba la pared. Siempre estaba buscando la forma de ganar unos cuantos marcos fácilmente. Y aquí había más que unos cuantos. Detrás de esa piedra floja esperaban millones en oro papal. Lutz estaba seguro de ello. Casi podía saborearlo.

Dejando atrás su Schmeisser y su bayoneta, corrió hacia las escaleras.

—¡Apresúrate, Otto!

—Todavía no sé sobre esto —manifestó Grunstadt, trotando para seguirle el paso. Era más pesado y moreno que Lutz y sudaba a pesar del frío—. Se supone que debo estar en servicio arriba. Si me descubren…

—Esto sólo nos tomará un minuto o dos. Está aquí —le aseguró Lutz.

Después de haber conseguido una lámpara de queroseno del cuarto de abastecimientos, literalmente jaló a Grunstadt de su puesto, hablando todo el tiempo sobre el tesoro y sobre ser ricos de por vida y nunca tener que trabajar otra vez. Grunstadt lo siguió como una mariposa atraída por la luz.

—¿Ves? —preguntó Lutz. Estaba de pie sobre la piedra y la señalaba—. ¿Ves cómo está desalineada?

Grunstadt se arrodilló para examinar el doblado y lacerado borde de la cruz incrustada en la piedra. Tomó la bayoneta de Lutz y presionó la orilla cortante contra el metal amarillo de la pieza vertical. Se cortó fácilmente.

—Está bien, es oro —afirmó suavemente. Lutz quería patearlo, decirle que se apresurara, pero debía dejar que Grunstadt se convenciera. Lo vio intentando clavar la punta de la bayoneta en las otras cruces que estaban a su alcance—. Todas las demás piezas son de latón. Ésta es la única que vale la pena.

—Y la piedra en la que está se encuentra floja —añadió Lutz rápidamente—. Y hay un espacio vacío detrás de ella de casi dos metros de ancho y no sé de qué profundidad.

Grunstadt levantó la vista y sonrió. La conclusión era ineludible.

—Comencemos —propuso.

Progresaron trabajando en conjunto, pero no lo suficientemente rápido para satisfacer a Lutz. El bloque de piedra se inclinó infinitesimalmente hacia la izquierda, luego hacia la derecha y después de quince minutos de una labor titánica, sobresalía menos de dos centímetros y medio de la pared.

—Espera —jadeó Lutz—. Esta losa tiene treinta centímetros de espesor. Nos tomará toda la noche hacer esto. Nunca terminaremos antes de la próxima guardia. Veamos si podemos doblar un poco más el centro de la cruz. Tengo una idea.

Usando ambas bayonetas se las ingeniaron para sacar la pieza de oro de su canal en un punto que estaba justo debajo de la cruceta de plata, dejando suficiente espacio entre ellas para deslizar el cinturón de Lutz entre el metal y la piedra.

—¡Ahora tiremos de él!

Grunstadt le devolvió la sonrisa débilmente. Parecía preocupado por haber abandonado su puesto durante tanto tiempo.

Colocaron los pies en las paredes arriba y junto al bloque, tomando cada uno el cinturón con ambas manos y luego forzaron sus cansadas espaldas, piernas y brazos para extraer la dura roca. Comenzó a moverse con un agudo roce de protesta, estremeciéndose, balanceándose, deslizándose. Al fin estuvo afuera. La hicieron a un lado y Lutz buscó a tientas un fósforo.

—¿Listo para ser rico? —preguntó encendiendo la lámpara de queroseno y acercándola a la abertura. No había más que oscuridad en el interior.

—Siempre —replicó Grunstadt—. ¿Cuándo empiezo a contar?

—Tan pronto como regrese —respondió. Ajustó la flama y comenzó a arrastrarse a través de la abertura, empujando la lámpara delante de él. Se encontró en un angosto tiro de piedra, ligeramente inclinado hacia abajo… y de sólo un metro veinte de largo. El tiro terminaba en otro bloque de piedra idéntico contra el que habían luchado tanto y durante tanto tiempo para moverlo. Lutz le acercó la lámpara. Esta cruz también parecía ser de oro y plata.

—Dame la bayoneta —le pidió a Grunstadt extendiendo la mano.

—¿Qué pasa? —consultó Grunstadt poniendo la bayoneta en la palma de la mano que esperaba.

—Un obstáculo.

Lutz se sintió derrotado durante un momento. Con un espacio apenas suficiente para un hombre en el angosto pasadizo, sería imposible remover la piedra que tenía enfrente. Tendría que romper toda la pared y eso era más de lo que Grunstadt y él esperaban hacer por sí mismos, sin importar cuántas noches trabajaran juntos en eso. Ya no sabía qué hacer a continuación, pero tenía que satisfacer su curiosidad acerca de los metales que formaban la cruz que se hallaba delante de él. Si la pieza vertical era de oro, por lo menos estaría seguro de que estaba en la pista correcta.

Gruñendo mientras se retorcía en el cautiverio del pasadizo, Lutz enterró la punta de la bayoneta en la cruz. Se hundió fácilmente. Pero aún más, la roca comenzó a balancearse hacia atrás como si estuviera girando sobre el lado izquierdo. Extático, la empujó con la mano libre y encontró que no era más que una fachada de no más de tres centímetros de grosor. Se movió fácilmente bajo su contacto dejando salir una oleada de aire frío y fétido de la oscuridad que reposaba tras ella. Algo en el aire provocó que los vellos de sus brazos y de su nuca se erizaran.

Hace frío, pensó al sentir que se estremecía involuntariamente, pero no tanto.

Reprimió una ansiedad creciente y gateó hacia adelante, deslizando la lámpara por el piso del pasadizo. Mientras atravesaba la nueva abertura, la llama empezó a morir. No vaciló ni chisporroteó en su chimenea de gas, así que no podía culpar a ninguna turbulencia en el aire frío que seguía pasando junto a él. La flama simplemente comenzó a apagarse, a debilitarse en la mecha. Pasó por su mente la posibilidad de un gas tóxico, pero no pudo oler nada ni sintió falta de aire ni irritación de los ojos o nariz.

Tal vez quedaba poco petróleo. Mientras jalaba la lámpara para revisarla, la flama recuperó su tamaño original y su brillantez. Agitó la base y sintió que el líquido chapoteaba en el interior. Había bastante. Intrigado, la empujó de nuevo hacia adelante y otra vez la flama empezó a encogerse. Cuanto más la introducía en la cámara, más chica se hacía, sin iluminar absolutamente nada. Algo estaba mal aquí.

—Otto —lo llamó por encima del hombro—, amarra el cinturón alrededor de uno de mis tobillos y sostenlo. Voy a bajar más.

—¿Por qué no esperamos hasta mañana… cuando haya luz? —objetó Otto.

—¿Estás loco? ¡Todo el destacamento lo sabrá para entonces! ¡Todos querrán su parte y el capitán probablemente se quedará con la más grande! ¡Tenemos que hacer nosotros el trabajo o acabaremos sin nada!

—Ya no me gusta esto —titubeó Grunstadt.

—¿Pasa algo malo, Otto?

—No estoy seguro. Es sólo que ya no quiero estar más aquí.

—¡Deja de hablar como vieja! —chasqueó Lutz. No convenía que Grunstadt se ablandara ahora. Él mismo se sentía incómodo, pero había una fortuna a solo unos centímetros y no iba a permitir que nada lo detuviera para reclamarla—. ¡Amarra el cinturón y sostenlo! Si el pasadizo se hace más inclinado, no quiero resbalar.

—Muy bien —llegó la respuesta renuente desde atrás—. Pero apresúrate.

Lutz esperó hasta que sintió que el cinturón se apretaba alrededor de su tobillo izquierdo y entonces comenzó a arrastrarse por la cámara oscura, llevando la lámpara por delante. Una sensación de urgencia se apoderó de él. Se movió tan rápido como se lo permitía el espacio cerrado. Para el momento en que su cabeza y hombros pasaron por la abertura, la flama de la lámpara había disminuido hasta ser un resplandor blanco azulado… como si la luz no fuera bienvenida. Como si la oscuridad hubiera lanzado la llama de regreso a la mecha.

Cuando Lutz empujó la lámpara unos cuantos centímetros más, la llama murió. Al morir ésta, se dio cuenta de que no estaba solo.

Algo tan oscuro y frío como la cámara en la que había entrado se hallaba despierto y hambriento, junto a él. Empezó a temblar incontrolablemente. El terror irrumpió en sus entrañas. Trató de retroceder y jalar los hombros y la cabeza, pero estaba atrapado. Era como si el pasadizo se hubiera cerrado a su alrededor, manteniéndolo impotente en una oscuridad tan total que no existía arriba ni abajo. El frío y el miedo lo envolvieron en un abrazo combinado que amenazaba volverlo loco. Abrió la boca para decirle a Otto que lo jalara. El frío penetró en él mientras su voz se alzaba en una agonía de terror.

Afuera, el cinturón que Otto tenía en las manos comenzó a latiguear hacia atrás, mientras las piernas de Lutz se retorcían, pateaban y golpeaban en el pasadizo. Hubo un sonido como una voz humana, pero tan lleno de horror y desesperación, y llegando desde tan lejos, que Grunstadt no podía creer que proviniera de su amigo. El sonido se convirtió en un tartamudeo gorgoteante tan abrupto, que era horrible escucharlo. Y mientras cesaba, también lo hacían los frenéticos movimientos de Lutz.

—¿Hans? —preguntó.

No hubo respuesta.

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