La fortaleza (12 page)

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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

BOOK: La fortaleza
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Se dejó caer en una silla. ¿Qué caso tenía? ¿Por qué intentarlo siquiera? Todo estaba cambiando para empeorar. Había nacido con el siglo, un siglo de promesas y esperanza. Y aun así, se encontraba luchando en su segunda guerra, en una guerra que no podía comprender.

Y, sin embargo, deseó esta guerra. Había anhelado la oportunidad de responderle a los buitres que se instalaron en la tierra natal después de la última guerra, cargándola con compensaciones imposibles, embarrando su cara en la porquería año tras año tras año. Su oportunidad había llegado y participó en algunas de las grandes victorias alemanas. La Wehrmacht era incontenible.

¿Por qué, entonces, sentía tal malestar? Le parecía mal querer salir de todo eso y regresar a Rathenow, con Helga. Le parecía mal alegrarse de que su padre, quien también fuera un oficial de carrera, hubiese muerto en la Gran Guerra y no pudiera ver las atrocidades que se estaban cometiendo hoy en nombre de la tierra natal.

Y aun así, con todo mal, se aferraba a su puesto. ¿Por qué? La respuesta a eso, se dijo por centésima o posiblemente por milésima vez, era que en su corazón creía que el ejército alemán podía sobrevivir a los nazis. Los políticos iban y venían, pero el ejército siempre sería el ejército. Si sólo pudiera sostenerse, el ejército alemán saldría victorioso y Hitler y sus gángsters se desvanecerían del poder. Creía en eso. Tenía que hacerlo.

Contra todo razonamiento, rezaba porque la amenaza de Kaempffer contra los aldeanos tuviera el efecto deseado, y que no hubiera más muertes. Pero si no funcionaba… si otro alemán moría esta noche, Woermann sabía quién quería que fuese.

10

La Fortaleza

Martes, 29 de abril

01:18 horas

El mayor Kaempffer yacía despierto en su bolsa de dormir y todavía estaba enfurecido por la despectiva insubordinación de Woermann. Por lo menos, el sargento Oster había sido servicial. Como la mayoría de los hombres regulares del ejército, respondía con temerosa obediencia al uniforme negro y la insignia de la calavera, algo a lo que parecía bastante inmune el oficial comandante de Oster. Y, sin embargo, Kaempffer y Woermann se conocían desde mucho antes de que hubiera SS.

El sargento encontró rápidamente acomodo para los dos escuadrones de einsatzkommandos y sugirió el corredor sin salida, ubicado en la parte posterior de la fortaleza, como un recinto cercado para los prisioneros de la aldea. Era una elección excelente: el corredor había sido esculpido en la piedra de la montaña misma y daba cabida a cuatro grandes cuartos. El único acceso al área de retención era a través de otro largo corredor que hacía ángulo directo con respecto al patio. Kaempffer supuso que, originalmente, la sección fue diseñada como área de almacenamiento, ya que la ventilación era pobre y no existían chimeneas en los cuartos. El sargento se encargó de que toda la extensión de los dos corredores, desde el patio hasta la pared lisa al extremo final, estuviera iluminada por un cordón de bombillas, lo cual impediría que alguien sorprendiera a los einsatzkommandos que harían guardia en pareja todo el tiempo.

Para el mayor Kaempffer, el sargento encontró un gran cuarto doble en el segundo nivel de la sección posterior de la fortaleza. Sugirió la torre, mas Kaempffer se negó, pues haberse cambiado al primero o segundo piso hubiera sido conveniente, pero estaría debajo de Woermann. El cuarto piso de la torre significaba subir y bajar muchos escalones demasiadas veces al día. La sección posterior de la fortaleza era mejor. Tenía una ventana que daba al patio, una cama decomisada a uno de los hombres reclutados por Woermann, y una puerta de cedro desusadamente pesada, con un cerrojo seguro. Su bolsa de dormir estaba sostenida ahora por un marco recién hecho y el mayor yacía en él con una lámpara de batería junto a sí, en el suelo.

Sus ojos descansaron en las cruces de las paredes. Parecían estar en todos lados. Era curioso. Quiso preguntarle al sargento sobre ellas, pero no quería menguar su imagen de saberlo todo. Esta era una parte importante de la mística de la SS y tenía que mantenerla. Tal vez le preguntaría a Woermann, cuando pudiera obligarse a si mismo a hablarle de nuevo.

Woermann… No podía sacarse al hombre de la mente. La ironía de todo es que Woermann era la última persona en el mundo con quien Kaempffer hubiera deseado ser alojado. Con Woermann alrededor, no podía ser el tipo de oficial de la SS que quería ser. Woermann podía fijar su mirada en él y observarlo a través de su uniforme de la SS, a través de su venero de poder, y ver a un aterrorizado joven de dieciocho años. Ese día en Verdún fue un momento decisivo en las vidas de ambos…

…La irrupción británica en la línea alemana en un contraataque sorpresivo, el fuego directo sobre Kaempffer y Woermann y toda su compañía, los hombres muriendo por todos lados, el operador de la ametralladora herido e inútil, los británicos a la carga… retroceder y reagruparse era lo único sensato que se podía hacer, pero no hubo ninguna palabra del comandante de la compañía… probablemente estaba muerto… el soldado Kaempffer, al no ver a nadie vivo en todo su escuadrón, con excepción de un nuevo recluta, de un voluntario novato llamado Woermann, de dieciséis años, demasiado joven para pelear… hizo una seña al chico para empezar a retroceder con él… Woermann, sacudiendo la cabeza y arrastrándose hasta el emplazamiento de la ametralladora… disparando a todos lados, al principio erráticamente y luego con más confianza… Kaempffer arrastrándose en retirada, sabiendo que los británicos enterrarían al chico más tarde ese día.

Pero Woermann no fue enterrado ese día. Mantuvo a raya al enemigo el tiempo suficiente para que la línea fuera reforzada. Fue ascendido y condecorado con la Cruz de Hierro. Y cuando terminó la Gran Guerra, era
Fahnenjunker
, un candidato oficial, que logró mantenerse con los minúsculos restos del ejército que quedaron después de la derrota en Versalles.

Por otro lado, Kaempffer, el hijo de un contador de Augsburg, se encontró en la calle después de la guerra. Tuvo miedo y estaba sin un centavo, como uno más de los miles de veteranos de una guerra perdida y un ejército derrotado. No eran héroes, sino una molestia. Terminó uniéndose a los
Freikorps Oberland
nihilistas y de allí no estaba lejos del Partido Nazi de 1927; y después de probar su
volkisch
, su pedigrí alemán puro, se unió a las SS en 1931. Las SS se convirtieron en el hogar de Kaempffer. Perdió el suyo después de la Primera Guerra Mundial y juró que nunca volvería a estar sin hogar.

En la SS aprendió las técnicas de terror y dolor, así como las de la supervivencia: cómo mantener un ojo alerta a las debilidades de sus superiores y cómo esconder su propia debilidad de los hombres agresivos que estaban bajo él. Con el tiempo llegó a la posición de primer asistente de Rudolf Hoess, el más eficiente de todos los destructores de la judería.

Otra vez aprendió tan bien, que fue elevado al rango de Sturmbannführer y se le asignó la misión de establecer el campo de reubicación en Ploiesti.

Ansiaba llegar a Ploiesti y comenzar. Sólo los asesinos invisibles de los hombres de Woermann se interponían en su camino. Tenían que ser eliminados primero. No era un problema. Era simplemente una molestia. Quería encargarse, de ello rápidamente, no sólo para permitirse continuar, sino para hacer que Woermann quedara como el imbécil que era. Una rápida solución y estaría en el camino del triunfo, dejando atrás a Klaus Woermann, un anticuado soldado y un odioso rival.

Una rápida solución también borraría cualquier cosa que Woermann pudiera decir sobre el incidente en Verdún. Si alguna vez Woermann se atrevía a acusarlo de cobardía frente al enemigo, sólo necesitaría señalar que el acusador era un hombre amargado y frustrado, que golpeaba perversamente a alguien que había tenido éxito donde él fracasara.

Apagó la lámpara situada en el piso. Sí… necesitaba una solución rápida. Había tanto que hacer, tantos asuntos importantes que requerían su atención…

Lo único que lo molestaba de todo esto era el inquietante e ineludible hecho de que Woermann tenía miedo. Realmente tenía miedo. Y Woermann no se asustaba con facilidad.

Cerró los ojos y trató de dormitar. Después de un rato sintió que el sueño comenzaba a cubrirlo como una manta caliente y suave. Casi estaba del todo cubierto cuando se sintió brutalmente arrebatado. Se encontró de pronto despierto, con la piel súbitamente pegajosa y erizada por el miedo. Algo se encontraba afuera de la puerta de su cuarto. No oía nada ni veía nada. No obstante, sabía, que estaba allí. Era algo con un aura tan poderosa de maldad, de odio frío, de malevolencia total, que podía percibir su presencia a través de la madera y la piedra que lo separaban de él. Estaba allí afuera, moviéndose por el corredor, pasando junto a la puerta y alejándose. Alejándose…

Su corazón disminuyó el ritmo y la piel se le empezó a secar. Le tomó unos cuantos minutos, pero a la larga fue capaz de convencerse de que había sido una pesadilla, una particularmente vívida, de aquéllas que sacuden las primeras fases del sueño.

El mayor Kaempffer se levantó de la bolsa de dormir y comenzó a quitarse escrupulosamente la larga ropa interior. Su vejiga se había vaciado involuntariamente durante la pesadilla.

Los soldados Friedrich Waltz y Karl Flick, miembros de la primera unidad calavera al mando del mayor Kaempffer, llevaban puestos sus uniformes negros, sus brillantes cascos negros y tiritaban. Tenían frío, se sentían aburridos y cansados. Éste no era el tipo de deber nocturno al que estaban acostumbrados. Allá en Auschwitz tenían cálidos y confortables puestos de guardia y torres de vigilancia donde podían sentarse y beber café y jugar cartas mientras los prisioneros se acurrucaban en sus chozas agujereadas. Sólo ocasionalmente se les pedía que hicieran trabajo de patrulla y marcharan por el perímetro al aire libre.

Era cierto que aquí se encontraban en el interior, pero sus condiciones eran tan frías y húmedas como las de los prisioneros. Eso no estaba bien.

El soldado Flick se colocó su Schmeisser en la espalda y se frotó las manos. Tenía entumidas las puntas de los dedos, a pesar de los guantes. Se hallaba de pie junto a Waltz, quien se recargaba contra la pared en el ángulo de los dos corredores. Desde su ventajoso punto podían ver toda la longitud del corredor de entrada a su izquierda, hasta el negro cuadrado de noche que era el patio y, al mismo tiempo, mantener vigilado el bloque de prisioneros a su derecha.

—Me estoy volviendo loco, Karl —manifestó Waltz—. Hagamos algo.

—¿Como qué?

—¿Qué tal hacerlos caer con un poco de
Sachsengruss
?

—No son judíos.

—Tampoco son alemanes.

Flick consideró esto. El
Sachsengruss
, o bienvenida sajona, había sido su método favorito de romper la resistencia de los recién llegados a Auschwitz. Durante horas interminables los hacían realizar el ejercicio: sentadillas con los brazos levantados y las manos detrás de la cabeza. Incluso un hombre en su mejor condición estaría en agonía en media hora. Flick siempre encontró divertido ver las expresiones en las caras de los prisioneros cuando sentían que sus cuerpos empezaban a traicionarlos y sus articulaciones y músculos gritaban angustiados. Y también el miedo en sus caras. Porque a aquéllos que caían exhaustos les disparaban o bien los pateaban hasta que continuaban el ejercicio. Él y Waltz no podrían dispararle a ninguno de los rumanos esta noche, pero por lo menos podían divertirse un poco con ellos. No obstante, quizá fuese arriesgado.

—Mejor olvídalo —aconsejó Flick—. Sólo somos dos. ¿Qué tal si uno de ellos trata de ser un héroe?

—Solamente sacaremos del cuarto a dos cada vez. ¡Vamos, Karl! ¡Será divertido!

No sería tan emocionante como el juego que solían practicar en Auschwitz, donde él y Waltz hacían concursos para ver cuántos huesos le podían romper a un prisionero y mantenerlo trabajando todavía. Pero por lo menos un poco de
Sachsengruss
sería divertido.

Flick comenzó tomando la llave de la cerradura que transformó el último cuarto del corredor en la celda de una prisión. Había cuatro cuartos disponibles y podían haber dividido a los aldeanos, en vez de eso hacinaron a los diez en una sola habitación. Estaba anticipando la expresión de sus caras cuando abriera la puerta, el miedo de contracciones y temblor de labios cuando vieran su sonrisa y se dieran cuenta de que no tendría piedad de ellos. Le produjo una cierta sensación interna, algo indescriptible, maravilloso, algo que causaba tanta adicción que ansiaba más y más de ello.

Estaba a la mitad del camino hacia la puerta cuando lo detuvo la voz de Waltz.

—Espera un momento, Karl.

Se volvió. Waltz miraba por el corredor hacia el patio, con una expresión de intriga en la cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Flick.

—Algo anda mal en una de las bombillas que están allá. La primera… se está apagando.

—¿Y?

—Se está apagando —repitió, miró a Flick y luego al corredor—. ¡Ahora se está apagando la segunda! —Su voz subió media octava mientras levantaba el Schmeisser y lo amartillaba—. ¡Ven acá!

Flick dejó caer la llave, descolgó su propia arma alistándola y corrió a reunirse con su compañero. Para el momento en que llegó a la unión de los dos corredores, la tercera luz se había extinguido. Trató, pero no pudo distinguir ningún detalle del corredor detrás de las bombillas apagadas. Era como si el área hubiera sido tragada por una oscuridad impenetrable.

—No me gusta esto —comentó Waltz.

—Tampoco a mí —convino Flick—. Pero no veo un alma. Tal vez es el generador. O un cable que está mal. —Flick sabía que no creía en esto más que Waltz. Pero tenía que decir algo para esconder su miedo creciente. Los einsatzkommandos debían despertar el miedo, no sentirlo.

La cuarta bombilla comenzó a debilitarse. La oscuridad estaba sólo a tres metros de allí.

—Entremos aquí —sugirió Flick regresando al bien iluminado descanso del corredor posterior. Podía escuchar a los prisioneros murmurando en el último cuarto, detrás de ellos. Aunque no podían ver las bombillas agonizantes, percibían que algo andaba mal.

Agazapado detrás de Waltz, Flick tiritaba en el frío creciente, mientras veía que la iluminación del corredor exterior continuaba desapareciendo. Quería dispararle a algo, pero sólo veía negrura.

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