—Les recordamos, señores pasajeros, que hasta que no se apague la señal no se pueden encender los teléfonos móviles, ya que podrían alterar el funcionamiento de los instrumentos de navegación. Muchas gracias por su colaboración.
Esta solicitud fue igualmente ignorada por los ansiosos pasajeros, deseosos de saber si alguien se había acordado de ellos mientras su vida había corrido grave peligro a once mil pies de altura.
Por fin el avión se detuvo y abrieron las puertas. Tras esperar a que las hordas necesitadas de abandonar el enclaustramiento padecido se atropellaran, Martha y Ludwig descendieron por las escaleras para subir al autobús que habría de llevarlos hasta la sala donde las cintas sin fin traerían sus maletas, seguidos por los dos escoltas, que, aun intentándolo, no pasaban inadvertidos.
A pesar de ser las primeras horas de la tarde y del tímido sol, la temperatura era gélida. Los enormes autobuses dispuestos para acercar a los pasajeros hasta la terminal estaban aguardando a que todos montaran para cerrar las puertas e iniciar la marcha. Los impacientes pasajeros, que habían recibido el golpe de frío al salir del avión, se estremecían, poniendo las manos encima de las rejillas por donde salía el aire caliente del vehículo.
Ludwig y Martha volvieron a ser los últimos en bajar del autobús y dirigirse a por sus equipajes, que empezaban a asomar. Ya con éstos, y tras pasar por el control policial, abandonaron el aeropuerto y se dirigieron en taxi hasta el apartamento de Martha.
—Al fin en casa —dijo ella nada más cerrar la puerta, dejando fuera a la pareja de guardaespaldas, que previamente habían revisado el domicilio.
—Humm, ¿sí, verdad? —dijo Ludwig cogiéndola de espaldas por la cintura.
—¿No estás cansado? —preguntó ella con malicia, esbozando una sonrisa provocativa.
—¿Cansado? No sé lo que es eso —contestó Ludwig mientras recorría todo el cuello de su amante mordisqueándolo.
—¡Oh! Así que eres Superman —lo retó ella, enfrentándosele—. Eso tengo que verlo.
—Nada más fácil —repuso Ludwig, levantándola en el aire y llevándola a la enorme cama que ocupaba por completo la única habitación del apartamento.
Sin aguardar a retirar las sábanas, los dos se desvistieron con prisa antes de fundirse en un ardiente abrazo. Ludwig luchaba por abrirse paso entre los muslos de su amante, pero ésta, hincando las uñas en la espalda de él, se le resistía en un juego que le excitaba aún más.
—Bueno —comentó Martha al cabo de unas horas, cuando ya la luz del día había desaparecido—. Como imaginaba, no eres Superman.
—¿Cómo que no? —repuso Ludwig incorporándose de costado sobre un brazo—. No creo que te puedas quejar.
—No, tonto —dijo ella divertida—. Te estaba tomando el pelo. La verdad es que ha estado muy bien. Me voy a levantar a comer algo, ¿te apetece? Tienes que reponer fuerzas para esta noche. Esto sólo ha sido un entrenamiento.
—¿Un entrenamiento? —preguntó Ludwig fingiendo alarma—. Me parece que voy a necesitar de todos mis superpoderes para llegar a mañana.
Riéndose como dos colegiales se metieron juntos en la ducha y se enjabonaron mutuamente. Ludwig hubiese jurado que era incapaz de volver a hacer el amor en tan breve lapso de tiempo, pero estaba equivocado.
Tras abrir unas latas y hacerse unos bocadillos con pan congelado que Martha calentó en el horno, le preguntó a Ludwig:
—¿Te importa que te deje solo un rato? Tengo que ver a un colega. No sé lo que tardaré.
—¿Quién es ese colega? —preguntó Ludwig fingiendo estar celoso.
—Un atractivo hombre de sesenta y dos años que está profundamente enamorado de mí desde mi juventud.
—Vaya, no me lo estás poniendo demasiado bien.
—Tranquilo —contestó ella, poniéndose de puntillas para darle un beso en los labios a la vez que, con una sonrisa lasciva, cogía con la mano la entrepierna de su amante—. Volveré a por esto.
MIÉRCOLES 17 DE DICIEMBRE. 19:00 HORAS.
AEROPUERTO INTERNACIONAL DE VIENA.
El sicario descansaba plácidamente, acomodado en su sillón. La zona reservada para primera clase tenía menos de media ocupación. Además de él, un par de hombres jóvenes, uno de ellos profundamente dormido y el otro leyendo un diario económico, vestidos ambos con los uniformes de la compañía aérea, ocupaban los asientos contiguos. No tenía forma de saber, y tampoco ningún interés, que aquellos hombres eran el capitán y su compañero, que habían pilotado el avión hasta Madrid, donde el aparato había sustituido la tripulación por los que ahora lo manejaban.
Una fila más adelante viajaba un matrimonio, él vestido con un caro traje azul marino con unas finísimas rayas, el pelo engominado y unas gafas sin montura, y ella con otro traje pantalón de color caqui y una melena ahuecada. No se habían hablado en todo el vuelo, declinando la comida que servían, algo que casualmente también habían hecho el resto de los ocupantes de primera clase, dedicándose el hombre a teclear con suavidad en un ordenador portátil que había encendido antes de recibir el pertinente permiso, nada más despegar de Madrid. La mujer, con la atención absorta en una revista, sólo había quitado la vista de ésta para decir a la azafata que sus hijos, una parejita, niño y niña, por debajo de los diez años de edad ambos, no deseaban un caramelo. Los dos críos parecían, por su forma de vestir, miniaturas de sus padres. No se habían movido en todo el viaje, el niño entretenido con una videoconsola portátil y la niña con una muñeca a la que no dejaba de peinar.
Al sicario, la pareja deshumanizada de padres le resultaba tan repelente como los dos monstruitos que jugaban en silencio, quietos en sus asientos, pero no se encontraba en el vuelo por placer sino por trabajo. Su atención estaba dedicada a los otros dos viajeros que completaban el pasaje. Uno de ellos era un hombre sobre los cincuenta años, bien vestido y que escuchaba a través de unos cascos algo placentero, por la cara de tranquilidad que tenía. El otro era un enorme estuche de piel negra con la forma de un violín inmenso, colocado al lado y fijado al cómodo asiento con un arnés.
No podía perderlos de vista. Según le habían advertido al contratar sus servicios, alguien más se encontraba tras ellos.
La azafata tocó al hombre para que abriera los ojos y le comunicó que el avión iba a tomar tierra en breve. El hombre, con una sonrisa, agradeció el aviso y procedió a examinar el arnés del estuche, mientras la azafata avisaba al tipo repulsivo para que apagara el ordenador portátil y el niño la videoconsola, algo que ambos hicieron no de muy buen grado.
El aterrizaje fue tan suave que el capitán, profundamente dormido, no se enteró hasta que su compañero lo despertó para bajar del aparato. El sicario se hizo el remolón, fingiendo examinar el contenido de su bolsa de viaje, a la espera de que el hombre del voluminoso estuche descendiera primero.
—Muchas gracias y adiós —le dijo una azafata cuando abandonó el aparato.
Él ya le había echado el ojo. Era una pelirroja de piel blanca llena de pecas, con unos preciosos ojos verdes y dos fabulosas tetas. «Lástima —se dijo— que tengo trabajo».
VIERNES 19 DE DICIEMBRE. 20 HORAS.
SALA DORADA DEL MUSIKVEREIN,
SEDE DE LA ORQUESTA FILARMÓNICA DE VIENA.
El Volskwagen Passat alquilado se detuvo delante del edificio del Musikverein. Del asiento del copiloto se bajó uno de los dos guardaespaldas e hizo un reconocimiento visual de la zona mientras Ludwig, vestido con un impecable esmoquin estrenado para la ocasión, daba la vuelta para abrir la puerta de su acompañante. Martha, con un estrecho vestido de noche rojo, que realzaba de manera soberbia su figura, agradeció el detalle y se puso sobre los desnudos hombros un caro abrigo de piel.
Llevaba su rubísimo pelo corto, peinado con un flequillo que le caía sobre uno de los ojos, el rostro apenas maquillado, resaltando el dibujo de sus bellos ojos.
Ludwig, un tanto molesto, se dio cuenta de que pocos hombres desperdiciaban la ocasión de echar una buena ojeada a su pareja. Realmente estaba espectacular, algo que le había costado admitir. Los tres días pasados en la capital austriaca habían terminado por desconcertarlo. Habían tenido de todo: conversaciones íntimas, otras más generales, incluso en una de ellas había salido el tema que los había conducido a conocerse y Martha, alegre, no se había mostrado desagradable. También habían tenido cenas románticas, paseos por lugares que Ludwig no había conocido en sus anteriores estancias, pequeñas excursiones a pueblitos cercanos y sobre todo sexo, mucho sexo.
Si bien Ludwig no podía quejarse de nada de eso, el comportamiento de la profesora en ocasiones lo confundía. De pronto Martha parecía entrar en un trance del que no lograba sacarla, como si un relé interno se desactivara y la desconectara, hasta que saltaba de nuevo y era la misma de antes. Un par de veces, después de una de estas desconexiones habían hecho el amor y Martha se había mostrado especialmente agresiva, como si un fuego la devorara por dentro.
Ella no decía nada de estos arrebatos ni de los trances y, si Ludwig sacaba el tema a relucir, se limitaba a cambiar de tema.
Existía otra circunstancia para que Ludwig se encontrara incómodo y eran las ausencias, éstas físicas, que había protagonizado la profesora en tan pocas horas en la capital. Ludwig entendía que ella tenía su propia vida, anterior a haberlo conocido, y no quería presionarla, pero por tres veces había alegado tener que encontrarse con algún amigo desconocido para desaparecer sin decirle dónde iba a estar ni cuándo pensaba regresar.
Ludwig sospechaba que ella se encontraba con algún antiguo amante y quería pensar que con esas visitas Martha trataba de acabar con esa relación, pero ignoraba por qué cuando volvía se negaba a contarle nada de lo que había estado haciendo. A veces le parecía que Martha trataba de esconderlo. No era lógico que en tres días no hubiese sido presentado a ninguno de esos amigos.
La segunda vez que Martha se había ausentado, dejándolo solo en el apartamento, Ludwig no había podido resistir la tentación y había registrado el apartamento. Durante hora y media había abierto cajones y armarios sin encontrar nada incriminatorio. Su malestar se acrecentaba al confirmar algo que le había extrañado la primera vez que visitó la casa de Martha.
El apartamento podía ser de cualquiera. Todo estaba impecablemente ordenado y limpio. No contenía ningún elemento personal. Ni una foto, o un cuadro o libro que transmitiese nada, ni un recuerdo de algún viaje, o un regalo. Una asepsia digna de los quirófanos en los que él operaba a sus pacientes. Por no tener no tenía ni teléfono.
Todos los muebles eran funcionales y caros, colocados de forma práctica, lo que daba una sensación de frialdad y lejanía. Aquélla podía ser la casa donde uno viviera, nunca un hogar.
Pero no sólo eso le desconcertaba. En aquel domicilio no había nada que revelara cuál era el medio de vida del que disfrutaba su dueña. ¿A qué se dedicaba? Estaba claro que su poder adquisitivo era bastante alto. ¿Quizá una herencia o algún tipo de pensión? Era todo un misterio.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Martha cogiendo del brazo a su acompañante, algo no muy frecuente.
—Sí. Sólo estaba pensando —contestó Ludwig.
—¿Ya te estás arrepintiendo de acompañarme al concierto? —preguntó Martha divertida, dedicándole una sonrisa capaz de derretir un iceberg.
Ludwig sopesó la pregunta. ¿Cómo podría alguien arrepentirse de ser el acompañante de una mujer capaz de sonreír de semejante manera? Si siempre fuera así, Ludwig se encontraría en la gloria. ¿Cómo podía ser aquella mujer que apoyaba su cuerpo contra el de él y lo miraba con unos ojos como dos diamantes, llenos de brillos, la misma que de pronto se quedaba catatónica? ¿Cómo podían ser esos ojos los mismos que en ocasiones parecían carentes de cualquier asomo de vida?
—No —contestó finalmente, devolviendo la sonrisa.
—¿Seguro? No sé, no sé. Has tardado mucho en responder.
—Es que estaba mirando lo guapa que eres.
—Vaya. Gracias por el cumplido. Tú también estás muy bien. ¿Entramos?
De nuevo, Ludwig se quedó perplejo. Martha parecía haber aceptado su piropo sin reaccionar y, como de costumbre, había pasado al aspecto práctico al llegar a la entrada del magnífico edificio. Con un gesto se despidió de su escolta. Cuando terminara el concierto, y antes de abandonar el edificio, los llamaría por teléfono para que los vinieran a buscar a la entrada. A los escoltas no les hacía gracia no poder registrar el interior del edificio, pero carecían de entradas y los de seguridad no estaban por ayudarlos.
Ludwig les había dicho que no se preocuparan. Nadie podía saber que iban a acudir al concierto. Además, dentro estaría el servicio de seguridad.
—Buenas noches —dijo al portero mostrándole las dos entradas. Ni siquiera éste logro evitar mirar apreciativamente a Martha.
Una vez dentro del espectacular edificio, recogieron el programa, un tríptico a colores que les entregó una amable azafata, toda vestida de azul. Martha hizo un explícito mohín cuando Ludwig sonrió a la azafata, pero a éste le duró poco la alegría de haber forzado una reacción en su pareja, pues ésta ya estaba buscando las escaleras para subir al palco donde se encontraban sus butacas.
Los asistentes al evento se mostraban educadamente alegres. En corrillos o en parejas comentaban el programa, saludándose entre ellos al reconocerse, los hombres con recios y diplomáticos apretones de mano, algunas veces apoyando el gesto colocando la mano izquierda sobre el nudo formado por sus diestras, o con una palmada en el hombro, dependiendo de la familiaridad, y las mujeres arrimando las mejillas las unas a las otras, pero sin establecer contacto para no arruinar los delicados maquillajes.
—Cariño —dijo Martha ante la sorpresa de Ludwig por el inusual apelativo—, ¿te importa si te dejo un momento solo? Quiero saludar a unos miembros de la orquesta y queda poco ya para que salgan.
—No —contestó Ludwig—. Está bien. Te espero aquí.
—Muchas gracias, guapo —contestó Martha agachándose para estampar un beso en los labios de Ludwig—. No tardo.
—No te preocupes —repuso Ludwig viéndola alejarse. ¿Sería ese antiguo amante secreto un miembro de la orquesta?, se preguntó Ludwig. Por un momento su curiosidad, y también sus celos, clamaron por seguirla para ver con quién se reunía. Pero, de ser ciertas sus sospechas, ella accedería a alguna sala donde él no podría entrar y se quedaría con la duda.