Ludwig se pasó una mano por el pelo y se dirigió a la ventana para no cruzar la mirada con la de ella. Sabía que tenía razón. El inspector Herrero le había aconsejado lo mismo. ¿Por qué no abandonaba? Hasta el momento lo único que había conseguido era que casi lo mataran, y a Martha con él. No había averiguado nada y era presumible que en la semana que quedaba todo siguiera igual. ¿Por qué no dejarlo?
La mirada confiada del anciano rabino lo observaba. El mismo hombre que había tenido una vida llena de dolor, sufrimiento y una muerte atroz. El mismo que era capaz de dejar a un lado la venganza contra aquellos que le habían quitado todo, aquellos que habían hecho de él lo que era y no lo que podía haber llegado a ser. El mismo anciano que, a solas, le había confesado que la policía nunca podría acabar con aquello por sí misma.
De alguna manera sentía que el hombre que no había cruzado aún la frontera de la muerte, pero que nunca volvería a caminar entre los vivos, confiaba en él, en que él seguiría la lucha contra ese mal infame.
—Todo esto es una locura —dijo Martha junto a su oreja mientras lo abrazaba. El sonido que hacía la combinación de seda color malva al rozar contra su ropa le erizaba los pelos de la nuca—. No quiero que nos pase nada, Ludwig, sólo quiero disfrutar de estos momentos a tu lado.
Sí, era una locura dar crédito a la lunática historia de un anciano medio muerto y poner en peligro su propia vida y la de la mujer que amaba.
—Ven a la cama, Ludwig —le susurró ella tirándole de un brazo—. Ven, yo te haré olvidar.
Antes de darse cuenta, Martha ya estaba de nuevo sentada al borde de la cama, con las piernas abiertas, y él de pie entre ellas. Las manos de ella bajaban la cremallera del pantalón y lo desabotonaban. Ludwig, inmerso en el perfume animal que ella exudaba, se dejaba hacer. Un par de tirones vigorosos hicieron descender los pantalones por las blanquecinas piernas de Ludwig junto con su ropa interior.
Martha cogió con ambas manos el hinchado miembro de su amante y estiró la piel hacia abajo hasta hacerle daño. Cuando Ludwig emitió un gemido, volvió a estirar hacia arriba, apretando más. Así una y otra vez. Ludwig sentía todo el cuerpo en tensión, incapaz de relajar un solo músculo. Sentía la urgencia de tumbarla en la cama y penetrarla salvajemente, pero el cuerpo no le respondía.
—¿Te gusta así? —preguntó con malicia Martha.
Una descarga eléctrica recorrió la espina dorsal de Ludwig, obligándolo a arquear dolorosamente la espalda en un espasmo. Por dos veces no pudo contenerse y estuvo a punto de eyacular, pero ella sabía lo que se hacía y las dos veces cortó la emulsión pellizcándole en la base del pene, lo que, además de doloroso, resultaba eficaz. Esta maniobra lo estaba volviendo loco, cerca ya del paroxismo.
—Por favor —tartamudeaba él—. Por favor…
Era lo único que podía decir, mientras sus manos se enredaban en el cabello de ella.
—Ven, tómame —dijo Martha, sabiendo lo que sentía, a la vez que le ofrecía su espalda y se agachaba apoyándose en la cama.
No tardó Ludwig en vaciarse en el interior de su amante y enseguida una flojera, como si le hubiesen quitado los huesos de las piernas, se apoderó de él, impidiéndole permanecer de pie. Se tumbó en la cama y Martha se puso a horcajadas encima de él. No tardó demasiado en volver a poner en forma el asta. Montada sobre su amante, empezó a cabalgar, tirando salvajemente del vello que cubría su pecho. A pesar del dolor, que le hacía saltar las lágrimas, Ludwig notó que se volvía a enardecer. Volvió a cogerla por el cabello de la nuca y tiró hasta que Martha se arqueó hacia atrás, llegando los dos a la vez a un brutal orgasmo, entre gemidos y gritos, empapados de sudor.
Antes de caer dormido, extenuado, Ludwig oyó la voz de ella, que, desde muy lejos, le pedía de nuevo que dejara todo aquello. En la calle ya se habían encendido las luces artificiales, pero a él ninguna luz lo podía mantener ya en el mundo de la vigilia.
—Andrés, salimos ya.
—Vale —contestó Ponte, sosteniendo el móvil entre el hombro y la oreja a la vez que tecleaba en el fijo de su escritorio un número interno—. Ahora mismo aviso a los patrullas. ¿Alguna novedad?
—Ninguna —contestó el agente Cuéllar—. Parece que nos dirigimos directamente al lugar. Vamos tras él.
—¿Dónde estáis ahora? —preguntó el subinspector Ponte tapando el auricular del fijo con la mano.
—Abandonando la urbanización de Mirasierra. Dentro de un par de minutos nos meteremos en la M-607 de Colmenar. Imagino que entraremos por la M-30.
—De acuerdo. ¿Qué coche lleva el objetivo?
—Un todoterreno Toyota Land Cruiser azul oscuro, con matrícula Bravo Kilo Mike, negativo, sexto, negativo, segundo.
—Muy bien. Los patrullas asignados para el apoyo son el Papa tres y el ocho.
—Entendido. Tenemos la emisora encendida. Si necesitamos apoyo los llamamos por ella.
—Central, soy el subinspector Ponte. A partir de este momento y hasta nuevo aviso, los patrullas que le he comentado antes estarán ocupados. ¿Puede asignarnos un canal cerrado?
—Pueden utilizar el canal dieciocho —contestó escuetamente una voz grave. Por detrás se oían timbres de teléfono, voces y un teclear continuo—. A los patrullas asignados les retiro la disponibilidad hasta nueva orden.
—Gracias, central —contestó Ponte y colgó el teléfono. Con el móvil aún entre la oreja y el hombro dijo—: Canal dieciocho para comunicaros con los patrullas. Es un canal privado.
Sin esperar a que Cuéllar respondiera, Ponte cortó la comunicación y cogió el radiotransmisor que tenía sobre la mesa. Giró el potenciómetro del volumen hasta encenderlo. Con otra ruedita fue cambiando de canal hasta llegar al dieciocho.
—Papa tres y Papa ocho, para Hotel dos. ¿Me reciben? —llamó Ponte acercándose el aparato a la boca.
—Aquí Papa tres —dijo una voz a través de la estática.
—Adelante para Papa ocho —contestó otra voz parecida.
—El objetivo es un Toyota Land Cruiser azul oscuro Bravo Kilo Mike, negativo, sexto, negativo, segundo. Va por la M-607 en dirección a la M-30.
—Atención Hotel dos —intervino Cuéllar—. Estamos entrando ya en la M-30 hacia el sur.
—De acuerdo Papa tres y Papa ocho, ¿han escuchado? A partir de este momento estén a disposición de Hotel cinco.
El subinspector Ponte dejó la radio encendida sobre su mesa y se acercó al escritorio de Estévez, que fingía estar enfrascado en un dossier.
—José Luis —dijo Ponte inclinándose sobre la mesa de su compañero—. Espero que el comisario no llegue a enterarse de lo que está pasando, porque, si no, voy a tener una pequeña conversación con tu mujer acerca de las visitas que haces a determinados locales y, si me pide ayuda para arrancarte los cojones, tendré mucho gusto en complacerla.
Estévez, atemorizado por el tono de Ponte, dudó por un momento si discutir, incluso en ir directamente a hablar con el comisario, pero optó por mostrarse ofendido ante la idea de que él fuera un chivato.
Ponte lo dejó mascullando sus quejas y se sentó frente al monitor para continuar tecleando sin perder detalle de lo que se hablaba por el radio transmisor. Conocía lo suficiente a Estévez para saber que éste no diría nada ante su amenaza. Ahora que el comisario estaba a bien con él por haberle facilitado un sospechoso en el caso del millonario griego, no necesitaba ir a contarle las andanzas de Herrero.
A kilómetros de distancia, el Toyota azul oscuro conducido por el propietario del violonchelo más custodiado del mundo en ese momento era seguido de cerca por un Golf verde desde el que Cuéllar y Ramos no lo perdían de vista. El dueño del instrumento no se había negado a colaborar ni a ser seguido, pero había insistido en que todo se hiciera sin que su familia fuera consciente de la situación. Él mismo, aun sabiendo que era custodiado, prefería no tener ningún contacto con sus guardianes.
Cuando el inspector Herrero habló con él tras lo ocurrido con Menasés, el día en que el rabino trató de quemar el violonchelo, el propietario se mostró muy cortés pero contundente. Nada de policías rondando por su casa. Si querían vigilarla tendría que ser discretamente. Para los movimientos del instrumento fuera de la casa, el propietario había facilitado una agenda de los ensayos y conciertos que debía ofrecer, y prometido que, si se daba alguna alteración de esos planes, Herrero sería avisado de inmediato.
A unos cien metros por delante del todoterreno, circulando a velocidad crucero, uno de los vehículos patrulla trataba de mantener la distancia, algo no demasiado difícil, ya que el propietario del Piatti conducía a velocidad constante, justo en el límite señalado.
Trescientos metros por detrás del Golf camuflado, la otra patrulla rodaba tranquilamente, esperando instrucciones. Este segundo vehículo tenía menos problemas para mantener la posición, ya que, en su pantalla del GPS, los marcadores de los demás coches facilitaban la tarea.
El único coche que no aparecía marcado en el GPS era un quinto vehículo, otro todo terreno, un BMW negro, serie 5, que rodaba cuarenta metros detrás del Golf camuflado, donde su ocupante había logrado por fin sintonizar el canal dieciocho de la policía, gracias al barrido de un escáner conectado a un ordenador portátil que estaba sobre el asiento del copiloto. El conductor, trajeado de negro, no perdía de vista los coches que lo precedían. En su propio GPS se reflejaba la ruta más lógica que seguirían y, por ahora, el músico la mantenía con exactitud.
El perseguidor estaba evaluando las medidas de seguridad establecidas por la policía y hasta qué punto el dueño del violonchelo colaboraba con ellos. Por lo visto, la única contribución consistía en permitir que lo siguieran a distancia. Eso era bueno.
En un momento dado se había colocado al lado del Toyota perseguido y miró con discreción a su interior. Allí estaba. En el asiento trasero, sujeto con un arnés especial, iba el enorme estuche negro con el tan deseado instrumento. Por un momento pensó lo fácil que podía ser hacerse con él, teniéndolo a menos de dos metros, pero prefirió no precipitarse. El plan seguiría adelante.
—Papa ocho, aquí Hotel cinco —dijo Cuéllar por el micrófono—. Adelántese por favor hasta el punto Charlie y examine la zona. Controle los vehículos estacionados y el acceso.
—Recibido Hotel cinco —contestó la voz con estática.
Al momento, el patrulla que iba delante puso las luces azules rotativas del techo en marcha y aceleró para llegar con tiempo al Teatro Real. Los coches de los concertistas iban a estacionar en un aparcamiento aledaño.
—Hotel cinco para Papa ocho —llamó la radio al cabo de un rato, cuando la caravana ya estaba cerca del final.
—Adelante, Papa ocho —contestó Cuéllar.
—Todo revisado. Nada extraño. Hemos estacionado cerca de los jardines, como en una patrulla ordinaria.
—Recibido. Enseguida llegamos. Estamos abandonando la M-30 por la salida 18. Papa tres, en cuanto entremos sigan adelante y quédense por la cuesta de San Vicente.
—Recibido, Papa tres.
El conductor del BMW negro también había escuchado las instrucciones dadas por Cuéllar a los patrulleros. No quería levantar sospechas, así que no entraría en el aparcamiento donde iba a estacionar el Toyota. Su idea era dejar el coche cerca e ir paseando como si fuese un turista. Tenía tiempo para estudiar los alrededores hasta que terminara el ensayo.
Escuchad bien la música de las Esferas! Hay coros de ángeles entonando la música y la armonía de ellas
.
EL ZOHAR
MARTES 16 DE DICIEMBRE. 15:00 HORAS.
AEROPUERTO INTERNACIONAL DE VIENA.
P
or favor, señores pasajeros, permanezcan sentados en sus asientos y con los cinturones abrochados hasta que lleguemos a la terminal y el avión se haya detenido del todo. Muchas gracias.
Otra voz repitió el mensaje grabado en varios idiomas por el sistema de megafonía ante la indiferencia general. Amontonándose en los pasillos y contorsionándose de manera dolorosa, los requeridos se afanaban en abrir los cofres superiores donde habían depositado al comienzo del vuelo sus efectos personales, para rescatarlos lo más pronto posible y así permanecer, sin hacer otra cosa que molestar en las estrechas zonas de paso, encogiéndose y diciendo «perdón» y «
sorry
» y «
pardon
» y «
entschuldigung
». Todos ellos con la misma sonrisa estúpida de aquel que sabe que está haciendo el imbécil y es incapaz de remediarlo.
En la mitad del aparato, Martha y Ludwig aguardaban sentados en sus asientos como había recomendado la voz, mirando con desagrado a sus compañeros de vuelo.
Por la premura del viaje, no habían tenido ocasión de reservar asientos de primera clase, ocupados íntegramente por una expedición de jugadores de fútbol, y se habían tenido que conformar con plazas de turista. Por suerte quedaba alguna libre al lado de la ventanilla.
Dos filas por detrás, un par de hombres trajeados también aguardaban impertérritos sin dejar de examinar al resto del pasaje, calibrando el potencial peligro de cada pasajero. Su misión era velar por el buen estado de Ludwig y, por extensión, el de su compañera.
Antes de despegar, Martha ya se había empezado a irritar con los gritos y lloros de los más pequeños, asustados por el ruido de los motores, y por los lamentables intentos de sus madres para que cesaran las quejas. Los auriculares no lograban disimular la gresca. Viendo la situación, Ludwig optó por cerrar los ojos para no contribuir a la irritación de su pareja y permaneció así hasta que el aparato se estabilizó en el cielo tras pasar por un par de turbulencias y efectuar dos cambios de dirección que alteraron los estómagos de los menos habituados, sintiéndose éstos en la obligación de compartir el mal trago con el resto del pasaje mediante gritos o exclamaciones.
El refrigerio plástico ofrecido por la tripulación fue otra prueba de fuego para la escasa paciencia de Martha. Las azafatas, adornadas con falsas sonrisas ensayadas, alimentaban a los pasajeros como haría un granjero con sus gallinas y, al igual que éstas, los viajeros se arremolinaban en torno a las bandejas abriendo las cajitas de cartón y plástico entre risas, ¡Ahhhs! y ¡Ohhhs! Unas veces apreciativos y otras no tanto. El insoportable espectáculo duró más allá del momento en que las mismas azafatas de rostro histriónico recogieran las bandejas.