Nunca antes preguntas de este tipo se le habían cruzado por la mente, ni siquiera cuando empezaba a salir con su ex mujer.
Para completar el cuadro, estaba preparándose para ir de buena gana a una maloliente comisaría, donde un amargado funcionario le haría preguntas, algunas de ellas de índole privada, tras esperar en una horrorosa sala blanca con un par de cuadros espantosos, unas sillas desvencijadas y una mesa baja llena de revistas manoseadas.
¿Dónde había quedado el orgulloso doctor que viajaba al volante de un flamante Porsche con una sonrisa despectiva?
Ludwig miró la revuelta cama, donde, arrebujada bajo las mantas, dormía la desconcertante belleza que había ocasionado tantos cambios. ¿Estaría dispuesto a regresar a los tiempos en que él era un semidiós inalcanzable que siempre obtenía lo que quería, al precio de no volver a ver a Martha?
Ludwig, que siempre había despreciado los impulsos primarios desencadenados por la liberación de feniletanolamina en el cerebro, sabía cuál era la respuesta y no pretendía racionalizarla. ¿Qué le importaba ahora su casa de Ginebra, los ingresos por su solicitada consulta, su magnífico Porsche de asientos de cuero, la fama y el honor de ser considerado una eminencia en su campo, incluso la recién llegada fortuna que alcanzaría para vivir como un rey más de una vida?
En ese momento lo único que le importaba era que Martha estuviera bien arropada y descansase. ¿Qué le hubiera dicho él a un amigo que le pidiera consejo, ante semejante encrucijada?
Se terminó de vestir, tratando de dejar a un lado esas cuestiones y, tras dar un beso al bullo envuelto de la cama, abandonó la habitación y bajó al vestíbulo.
Tenía el coche alquilado en el garaje pero no le apetecía conducir por el centro de la capital, buscando la comisaría en medio de la marea de coches, así que solicitó un taxi a un botones. En menos de cinco minutos, un orondo y sudoroso taxista se bajaba de su vehículo con ciertas dificultades para ayudarlo, pensando que llevaría equipaje. Ludwig le facilitó la dirección de la comisaría y el taxista arrancó.
Para evitar pensamientos incómodos, el médico se entretuvo los veinte minutos que duró el viaje examinando al chófer, algo que no tenía costumbre de hacer. En otros tiempos, caso improbable de coger un taxi, se hubiese parapetado tras un dossier o una revista médica para evitar la conversación del taxista. Estaba seguro de que en esas ocasiones hubiese sido incapaz de dar la más elemental descripción del chófer si se la hubieran pedido. Otro cambio más.
Ahora observaba la brillante papada del conductor, que le tapaba el cuello cerrado de una camisa azul celeste. La que debía ser una asfixiante corbata color granate le caía sobre la hermosa colina que era su prominente panza. El hombre llevaba la cabeza muy rasurada para disimular la avanzada calvicie. Carecía de patillas y la piel de la zona donde debería ir la barba estaba brillante del sudor y azulada. Apenas tenía cuello y sus fofos brazos terminaban en unas manos limpias con bastante vello en las dos primeras falanges de los gordezuelos dedos.
El hombre conducía con pericia, sin enfadarse por las maniobras erráticas de los demás conductores, pero no se abstenía de hacer una pifia siempre que la ocasión lo aconsejaba para ahorrar la espera. Embutido en su sillón, el taxista se dedicó a su tarea hasta anunciar que ya habían llegado.
—Tendrá que esperar un momento —le dijo la agente que estaba en la recepción de la comisaría, una rubia mal teñida que aún no había asumido su verdadera edad y trataba de rebajarla con tallas ajustadas y abundante maquillaje—. Si es tan amable de sentarse allí, lo aviso en cuanto uno de los instructores libre.
Durante la siguiente media hora Ludwig fue testigo de un interminable ir y venir de gente. Muchos eran agentes de uniforme, otros iban vestidos de paisano con muy poco éxito, ya que se notaba a la legua su profesión. De otros no supo decir si eran policías o personas que, como él, habían venido a hacer alguna gestión. En cualquier caso no lo parecían. También entraron ancianos para saber si sus gafas, o su paraguas, habían aparecido, a preguntar por alguien o por una dirección.
—Doctor Dreifuss, me llamo Isabel —se presentó una joven muy delgada, con el pelo castaño recogido en una coleta—. Si es tan amable de acompañarme, terminaremos enseguida.
Tras los consiguientes formulismos y presentación del pasaporte, la chica le hizo una serie de preguntas que tenía apuntadas en una hoja. Sin duda se las habían facilitado los inspectores que habían acudido al hotel.
—Pues esto es todo, doctor Dreifuss —dijo la joven agente, pulsando una tecla. Mientras la impresora hacía su trabajo, añadió—: El inspector Herrero me ha pedido que, cuando termináramos, lo acompañara a su despacho, si a usted le viene bien. Ahora, si me firma aquí y aquí… Muy bien. Esta copia es para usted.
—Doctor, me alegro de verlo —dijo el inspector Herrero cuando la policía le franqueó el paso y se despidió con una sonrisa—. Pase, pase. Siéntese, por favor. ¿Ya ha terminado con el trámite de la denuncia? Estupendo, ¿quiere un bombón? Son unas trufas estupendas que me compra mi mujer en una pastelería pequeñita de Alcobendas cuando va a visitar a su hermana. ¿No? Claro, es usted médico. Las caries, ya se sabe. En fin, dígame, ¿qué tal se encuentra?
—Bien, bien —contestó Ludwig cruzando las piernas y poniéndose cómodo con una sonrisa. Por lo poco que conocía al inspector sabía que toda aquella verborrea había tenido el objeto de tranquilizarlo, como si aquello fuese una visita de cortesía—. Ahora ya mejor.
—Estupendo —repitió el policía echando un vistazo a la hoja que le había entregado la agente con la denuncia del médico, como haría el propio Ludwig con una radiografía que le mostrara su enfermera—. Me alegro. ¿Y la señorita Mazowiecki?
—Bueno, creo que más tranquila. Ahora se ha quedado en el hotel descansando. Ha sido muy duro para ella.
—Claro, claro —asintió comprensivo Herrero, dejando caer la denuncia sobre el escritorio—. Es un shock. Mucho descanso y tranquilidad. Pero ¿qué le voy a decir a usted? La señorita está en las mejores manos.
—Gracias, inspector. ¿Saben algo sobre el hombre que nos atacó?
—Nada. El atacante no fue en coche. Hemos inspeccionado todas las cintas de las cámaras del garaje y los accesos, y no hemos visto nada. Los empleados del garaje y los vigilantes no recuerdan haber visto a nadie extraño por allí. No nos queda otra alternativa que pensar que el atacante entró por el hotel y que tenía cierta idea de dónde se encontraban las cámaras, pues logró eludirlas todas. Los casquillos recogidos son de una munición muy poco usual, Ranger SXT. El arma se utilizó con silenciador. Las huellas de los zapatos y todo eso, en un garaje con polvo y continuo ir y venir de coches y personas, como puede imaginar, no nos van aportar mucho.
—¿Entonces?
—Seguiremos como estábamos —contestó tranquilamente Herrero—. Si conseguimos algo sobre este asaltante, lo investigaremos, por supuesto, pero me temo que no va a ser así y creo que es mejor continuar en la línea de la investigación general.
—¡Pero no tienen ninguna pista! —exclamó Ludwig levantando las manos.
—Tiene razón. Los asesinatos de su tío y del pobre desgraciado que facilitó la caída de las alarmas no han proporcionado nada, lo mismo que la agresión al rabino.
—Por cierto, ¿cómo está?
—Sin cambios. Los colegas de usted dicen que su cerebro está muerto y que en cuanto el corazón se canse se parará.
—Lástima, era un buen hombre —dijo apesadumbrado Ludwig—. Ni siquiera he tenido el detalle de ir a visitarlo.
—No se preocupe, que no se lo tendrá en cuenta. No, no es un chiste macabro. El simple hecho de que lamente no haber ido a visitarlo para él sería todo un honor, créame.
»Como le decía, todas esas vías no nos están llevando a ningún lado. El asesino es un profesional y no creo que esté fichado en España, lo cual no quiere decir que nunca haya trabajado aquí. Actúa y se marcha. No deja huellas.
—¿Y la Interpol? ¿No puede ayudar?
Herrero se entretuvo un momento estirándose del extremo del recortado bigote antes de responder.
—Verá, doctor Dreifuss —explicó bajando un tono la voz—. Es difícil reconocerlo, pero en todos los sitios, bajo la alfombra, hay porquería, ¿entiende lo que quiero decir? Tengo motivos para pensar que la Interpol no sólo no está por la tarea de colaborar, sino que se mostraría muy interesada en estar al tanto de nuestros movimientos, por escasos que éstos sean. Es más, le voy a confesar que posiblemente los conozcan muy bien.
—Es usted el optimismo personificado.
—Sí, ¿verdad? Mi mujer opina lo mismo. En fin, las buenas noticias son que tenemos dos vías de actuación que yo catalogaría de ventajosas. Si damos crédito, aunque sea entre comillas, a la historia del rabino, y creo que debemos hacerlo, entre otras cosas, porque si no lo hacemos la investigación está muerta, tenemos, por un lado, la fecha límite para que reúnan los instrumentos, o sea, antes del veintidós de diciembre, día del solsticio de invierno. Estamos a catorce, lo que da un margen de una semana. El violonchelo que les queda por robar está en España y, mientras permanezca aquí, lo tendremos custodiado. Lo malo es que en unos días irá a Austria y allí será otra cosa.
—Eso por un lado, dice usted —repitió Ludwig ante el silencio del policía—. ¿Y por otro?
—Por otro, tenemos el atentado que ustedes dos han sufrido —contestó Herrero mirando directamente a los ojos de Ludwig.
—¿Y? Creo recordar que me ha dicho que no espera sacar nada en limpio de ahí.
—Cierto. Pero si no me equivoco, lo volverán a intentar.
—¿Cómo dice? —preguntó exaltado Ludwig.
—Tranquilícese, amigo mío. No me diga que le sorprende lo que acabo de decir.
—No, claro. Ya había pensado en esa posibilidad, pero prefiero creer que han intentado asustarnos y que no se volverá a repetir.
—Mi opinión es que, en el caso de su amiga, puede que sea así —repuso Herrero haciendo un gesto con la mano que no comprometía a nada—. Pero en su caso, creo que lo prefieren muerto.
—¿Y eso lo ha pensado ahora? Porque he venido solo desde el hotel y me podían haber matado por el camino.
—¿Quién? ¿Juan? ¿El taxista que lo ha traído hasta aquí?
—¿Le conoce?
—¿A Juan?, desde hace años —respondió sonriendo el inspector—. Hicimos juntos la academia para ingresar en la policía. Tiene un problema en la espalda y por eso está en los calabozos. Pero aún es el campeón de la comisaría en los certámenes de tiro.
—¿Es policía? —preguntó Ludwig frunciendo el ceño.
—Sí. Cuando nos fuimos, lo llamé y le pedí que me hiciera el favor de coger el taxi de su cuñado y lo fuera a buscar cuando usted pidiera uno.
—¿Y si llego a venir en el coche que tengo alquilado?
—Lo dudo, a menos de que tenga usted un buen dominio de mecánica. No arranca. Nos hemos ocupado de ello. De todas formas, otros dos agentes de paisano lo han seguido en todo momento.
—Vaya, no sé qué decir —dijo asombrado Ludwig—. Nunca antes me habían utilizado como cebo.
—No se preocupe. Estaba bien protegido —dijo Herrero metiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Pero tenemos un problema. Toda esta parafernalia que hemos montado para asegurarnos de que ustedes se encuentran fuera de peligro y, de paso, para ver si el asesino vuelve a asomar, no cuenta con la debida autorización. Tampoco la tiene el servicio de vigilancia del instrumento que les queda por robar. No, no me pregunte cómo puede ser. El hecho es que es así. No dispongo de agentes para protegerlos y vigilar el instrumento. Me sería de gran ayuda que usted contratara los servicios de una agencia de seguridad que pudiera proporcionarle una escolta a usted y a la señorita.
—¿Guardaespaldas?
—Así es. La situación no tiene nada de divertida. Su vida está en peligro. Quizá la de la señorita Mazowiecki también. Sólo sería una semana, después no habrá problema, pero necesita esa escolta.
—¿Y de dónde la saco?
—Si no tiene problema —apuntó el inspector—, yo podría proporcionarle una. Sé que suena a chanchullo: yo le aconsejo un servicio y, qué casualidad, se lo puedo conseguir. No es así. Un antiguo compañero, que se jubiló por una incapacidad debida a un disparo que sufrió en una rodilla, montó una empresa de seguridad. Es igual que todas, ni mejor ni peor, ni más ni menos cara. Pero sus empleados son de toda confianza y él es amigo mío. Tendría su colaboración en el caso de que apareciera el asesino. Él me localizaría enseguida. ¿Qué le parece?
—Bien. Si usted cree que es necesario…
—Lo creo. Coménteselo a la señorita Mazowiecki. Lo de la escolta, quiero decir. Un coche camuflado lo llevará a su hotel. Esta noche seguirán bajo nuestra vigilancia y para mañana tendré preparado el servicio de escolta, no se preocupe por nada. Váyase al hotel y descansen.
Mientras Ludwig se levantaba para abandonar el despacho del inspector, éste añadió sin demasiado convencimiento:
—¿Sabe? Yo, en su lugar, aprovecharía para disfrutar de unos días de vacaciones. Si le gusta el submarinismo me han hablado muy bien de unas islas caribeñas. El agua es cristalina y hay todo tipo de peces. Podría llevar a su amiga.
—Y tiene razón —dijo Martha sentada en el borde de la cama, tras escuchar de boca de Ludwig la conversación que éste había mantenido con el inspector Herrero—. Te han disparado dos veces. Si no llega a ser por el libro que llevabas en la cazadora y el chaleco antibalas, ahora estarías muerto. Necesitas esa escolta y alejarte de todo esto.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó Ludwig—. También trataron de matarte. Necesitas esa escolta lo mismo que yo.
—No estoy de acuerdo. El inspector te ha dicho que los asesinos no tienen nada contra mí. Tú, por tu cabezonería, eres el que corre peligro.
—Yo asumo los gastos. Por favor, déjame que contrate un par de hombres para que te protejan. Sólo sería una semana. Necesito saber que estás a salvo. Si te ocurriera algo, me sentiría culpable.
—¿Ahora me dices que te sentirías culpable si me sucediera algo? —preguntó enfadada Martha, retorciendo bajo su barbilla la sábana—. Te he pedido de todas las maneras posibles que dejes este asunto, que no te metas donde no te llaman. Son asesinos, Ludwig. Esto no es un juego. Aquí si te equivocas o te tropiezas con alguien, te matan. ¿Por qué no lo dejas en manos de la policía? Ellos son profesionales. Saben hacer frente a cosas así.