—Muy bien, míster Dreifuss —aprobó Aldrich haciendo otro tanto—. ¿Entramos y vemos la casa?
Traspasando el dintel de la entrada, Ludwig se encontró un enorme vestíbulo con una escalinata de mármol en el centro, abrigada con una espesa alfombra roja, sujeta en cada escalón por una barra dorada. En un costado, ingeniosamente integrado, había un ascensor.
—Es esta planta están las cocinas, la biblioteca, el salón principal y el comedor. En la segunda planta, las habitaciones de su tío, su despacho y también el mío, y varias salas más, donde míster Tsaldharis guardaba sus colecciones. También hay una sala con material hospitalario, para el caso de que su tío lo necesitara. La planta de arriba contiene habitaciones para el servicio, pero que no se usan, ya que el servicio no pernocta en la casa, más salas llenas de vitrinas y expositores, y habitaciones para invitados vacías. Su tío apenas recibía visitas. Como verá, era un apasionado coleccionista de arte. Todos los cuadros y esculturas que vea en la casa son auténticos y de enorme valor. También coleccionaba instrumentos de música, auténticas obras de arte. En la biblioteca hallará ejemplares únicos.
—¿Los asaltantes no se llevaron nada?
El pasante se envaró un poco ante tan delicada cuestión.
—Como ya dije a la policía, no hemos echado de menos nada. Estos días hemos llevado a cabo un inventario con los catálogos que míster Tsaldharis guardaba. Hasta la última estatuilla, pergamino o pintura están donde deben.
—Resulta extraño que los asaltantes no se llevaran nada.
—A mí me parece que es cosa de locos —apuntó el pasante con un escalofrío.
Dos horas después, Ludwig se despidió del pasante y montó en el Mercedes. Aún estaba anonadado por lo que había visto. Hasta ese momento no había sido consciente de lo que suponía la herencia. Una vez satisfechas las obligaciones con Hacienda, los empleados y la burocracia, le iba a quedar lo suficiente para vivir como un rey durante diez reencarnaciones.
Sobre la cama de su apartamento, Etzel rememoraba.
En una escueta carta se le había comunicado que el violonchelo Chevillard había sido localizado en Lisboa. Su poseedor trataba de venderlo a través de internet y ya estaba convenido el precio. Etzel sólo tendría que dirigirse a la capital lusa, contactar con el vendedor y hacer efectivo el pago. Sin embargo, en la misiva se lo conminaba a estar alerta. Su cliente sospechaba que el vendedor del violonchelo pudiera tratar de engañarlos.
El pago debía hacerse en efectivo: trescientos mil euros en billetes usados y con numeraciones no consecutivas. Un buen precio para un violonchelo. El nazi no había querido regatear a pesar de saber que el vendedor hubiese tenido muchos problemas para venderlo por la mitad de lo que exigía, pues estaba claro que la procedencia del instrumento era ilícita.
Etzel había tomado un vuelo para Lisboa y se había alojado en un céntrico hotel. Allí debía esperar a que el vendedor se pusiera en contacto. Había permanecido tres días, prácticamente sin salir de la habitación, esperando pacientemente, sumido en la lectura de los
Comentarios al Corpus Aristotelicum
, del médico y filósofo árabe Averroes. La experiencia le había enseñado que en su trabajo la paciencia era una virtud.
El tercer día de estancia recogió en la recepción un sobre dirigido al nombre falso que había dado. Dentro tan sólo encontró un pequeño plano de la ciudad de Viana Do Castello, con una cruz sobre lo que era una catedral en lo alto de un monte y una fecha: la del día siguiente, a las seis de la tarde.
Abandonó el hotel lisboeta, alquiló un pequeño pero potente utilitario y se encaminó hacia la ciudad costera.
La cita tendría lugar detrás de la catedral de Santa Luzia, pequeño templo que dominaba la ciudad costera desde un monte, al que se llegaba tras machacar los amortiguadores del coche sobre una pista de adoquines.
El día de la cita, a las cinco de la tarde, un despistado turista, joven, de cabellos negros, piel sumamente blanca, ojos verdes, alto y espigado, visitaba la catedral cámara en mano. En el museo que encontró en la parte de atrás, con gestos corteses, pidió la hora a un hombre con unas feas gafas espejadas colocadas sobre un pelo de lo más sucio. El hombre parecía alterado y lo despachó con malas palabras. Pero Etzel ya había comprobado lo que quería: el tipo estaba armado, nervioso y no era policía.
Fuera, en los jardines por los que aún paseaban algunos ociosos, el curioso turista descubrió otro individuo que hacía juego con el anterior. No vio nada más extraño por el lugar y bajó parte de la ladera hasta el vehículo, alquilado, que había aparcado en un lugar discreto, donde se despojó de su disfraz.
Momentos después, con el maletín en la mano, subió las escalinatas que daban a la parte trasera de la catedral y se dedicó a contemplar los jardines tal y como estaba acordado.
Quince minutos más tarde se le acercó un hombre, fumando nervioso un cigarrillo.
—Buenas tardes —dijo el hombre en un mal inglés—. ¿Me esperaba?
Etzel asintió.
—¿Trae el dinero? —preguntó sin preámbulos el hombre.
—Lo traigo —dijo Etzel abriendo un poco la cartera para que al codicioso vendedor se le fuesen los ojos—. Quiero ver el Chevillard.
—Claro, claro. Acompáñeme —dijo el hombre, dirigiéndose hacia el interior de los jardines, donde la niebla, cada vez más espesa, y la falta de luz artificial dificultaban la visión.
Etzel suspiró para sus adentros. Durante su reconocimiento previo del lugar, con su disfraz de turista, había llegado a la conclusión de que la zona era peligrosa y, si querían tenderle una trampa, el mejor lugar sería aquel jardín. Siguió al hombre pero no se le pasó el movimiento de los dos tipos que había visto antes cerrándole la retirada.
Había esperado entregar el dinero y marcharse con el instrumento, pero aquellos aficionados se empeñaban en complicar las cosas. Con irritación pensó que los tres indeseables sólo pretendían robarle y en realidad no tenían el Chevillard en su poder.
—Aquí lo tiene, amigo, ¿qué le parece? —dijo el hombre al llegar hasta una vieja furgoneta, donde abrió las puertas traseras, dejando a la vista el enorme estuche de un violonchelo.
Etzel lo abrió. En su interior encontró un bello y exquisito instrumento. Sacándolo de la funda lo examinó con cuidado: la cruz de Malta con la firma de Antonius Stradivarius, la fecha de 1726. Por ahora todo estaba bien, pero resultaba relativamente sencillo falsificar el sello. No lo eran tanto otras marcas que Etzel sabía dónde buscar: un rasponazo en la tapa que cruzaba el filete, una pequeña desviación de la espiga, la decoloración en el batidor, por debajo de la cuerda de sol.
Tras el concienzudo examen respiró aliviado. Por lo menos el Chevillard era auténtico. Podía ser, incluso, que el vendedor sólo quisiese su dinero y todo el montaje hubiese sido por miedo a caer ellos en una trampa.
—Está bien. Me quedo el instrumento. Aquí tiene el dinero.
—¿Sabe? El caso es que el precio ha subido —dijo el hombre con una sonrisa torva sin dejar de mover las manos—. Tenemos otro comprador muy interesado en este violonchelo. Claro que podríamos llegar a un acuerdo…
—¿Cuánto más quiere?
—El doble.
—No tengo tanto dinero.
—Es una lástima. Pero no se preocupe. Nosotros —dijo apuntando con el mentón a los dos hombres que se acercaban con gesto amenazador— guardamos el dinero, usted nos trae lo que falta y entonces se lleva el violonchelo.
Los tres sonreían dejando entrever sus armas.
—Me temo que eso no será posible —repuso Etzel con voz gélida.
Los matones no llegaron a borrar la sonrisa de sus caras. Mientras uno de ellos se ahogaba en su sangre alcanzado en la garganta por la pistola con silenciador que humeaba en manos de Etzel, su compañero se derrumbaba con un tercer ojo en medio de la frente. Peor suerte corrió el que había llevado la corta negociación. Dos centímetros por encima del ombligo, una mancha roja empapaba su camisa.
—«Las almas de los hombres están entregadas a la avaricia». —dijo Etzel citando un pasaje del Corán mientras apoyaba el tubo del silenciador en un ojo del aterrorizado matón.
Otro suspiro brotó de la pistola empujando violentamente la cabeza del hombre hacia atrás.
Momentos después, con el Chevillard en el asiento trasero bien tapado con una manta, Etzel abandonaba Portugal camino de Santiago de Compostela. En la ciudad gallega contrató los servicios de una prestigiosa empresa de transportes. Serían los encargados de trasladar el valioso instrumento hasta una consigna en la estación de tren de Niza, donde su nuevo propietario se haría cargo de él.
Sujetando en la mano el folleto que le había entregado una simpática estudiante cerca de la Puerta del Sol, Menasés miraba sin ver el estanque donde media docena de barquitas se dejaban llevar movidas por sus intrépidos navegantes.
Le dolía la pierna. Ahora, sentado en uno de los bancos del parque del Retiro, flexionaba de vez en cuando la rodilla, tratando de mitigar un poco el dolor. Había llegado andando por la calle de Alcalá, un buen paseo que le iba a pasar factura.
Sin embargo no eran las molestias de su maltrecha pierna lo que le ocupaba la cabeza. Desde luego, el inspector jefe Herrero no tenía nada que ver con aquel otro individuo que le entrevistara en la comisaría, pero a pesar de ello el policía había sido franco, reconociendo que la historia contada por Menasés era demasiado fantástica para ser dada por cierta sin contrastarla. Al menos, Herrero le había prometido tenerla en cuenta.
Pero no quedaba demasiado tiempo. Menasés sabía por experiencia lo lenta que es la burocracia para estos temas. El inspector tendría que ponerse en contacto con la Interpol, si no lo había hecho antes de la entrevista para comprobar sus antecedentes. También debería comprobar con la policía especializada en arte los detalles que le había facilitado, así como hacer averiguaciones para confirmar la muerte de los cuatro nazis de los que habían hablado. Sobre esto Menasés no tenía mucha fe. Él, a lo largo de los años, había indagado a fondo sin encontrar nada.
Menasés no podía culpar al inspector por poner en duda su historia. Bastante había hecho con escucharla hasta el final, sin levantarse a mitad de explicación y marcharse. Debía reconocer que a los oídos de cualquiera sonaría como la trama ideada por un loco.
Lo único que parecía claro era que debía tomar otras medidas al margen de la policía pero… ¿qué hacer? En otros tiempos podría haber pedido ayuda al equipo de Simon. ¿Quizá aún podría hacerlo? Sabía adónde llamar. Sin duda lo ayudarían.
Pero el grupo de Simon también había cambiado. Sus compañeros se habían retirado o muerto. Sus sucesores estaban relajados y no conocían las operaciones de los viejos tiempos. Quizá ni siquiera se dignaran a escuchar a un viejo como él, o lo trataran como a un desequilibrado, al igual que había hecho aquel policía.
Estos pensamientos habían cruzado por la mente de Menasés mientras descendía por la calle Montera, desde la Gran Vía madrileña hasta la Puerta del Sol. Un par de veces se vio abordado por mujeres vestidas con ajustadas prendas que, con cansadas sonrisas, le proponían subir a una de las pensiones situadas en la calle, donde mantendrían inolvidables relaciones. Menasés no era un mojigato. En los buenos tiempos había mantenido en más de una ocasión el pabellón alto, pero ahora no estaba seguro de pasar la más elemental prueba.
Sumido en sus reflexiones, el rabino llegó hasta la entrada del Corte Inglés de la Puerta del Sol. En ese momento un ulular de sirenas fue creciendo hasta convertirse en un estrépito insoportable. Motos de la policía circulando a toda velocidad abrían paso a una caravana de impresionantes y blindados vehículos negros con las lunas tintadas que impedían ver su interior. Cerraban la comitiva otros vehículos algo más discretos, que lucían destellantes imantados en los techos.
Cuando pasó la comitiva y se apagó el estruendo pareció que la ciudad volvía a tomar el ritmo, como si durante ese paréntesis se hubiese sumido en un letargo. En ese momento una joven de unos diecisiete años, que se ganaba un dinerillo repartiendo publicidad, le entregó sin mirarlo el folleto.
Menasés lo recogió por educación, sin dedicarle más que una somera mirada antes de arrojarlo discretamente en una papelera llena ya de esos y otros deshechos. Continuó andando unos metros antes de detenerse. Algo nuevo daba vueltas en su cabeza. ¿Qué era? Había una nueva variable en el problema que se le escapaba.
Se fijó en el escaparate de una librería y trató de limpiar su mente mientras lo observaba. Una colección de novelas históricas ocupaban la zona principal:
El Código Da Vinci, La Conjura Sixtina, El Santuario
… En segundo término había libros sobre informática, tratamiento de textos, diseño gráfico. A un lado, manuales sobre la cría del caballo, ajedrez y coches antiguos…
De pronto se volvió y a punto estuvo de chocar con una pareja mayor que también estudiaba la oferta literaria. Esquivado el incidente se encaminó hacia la papelera donde había arrojado el folleto. Y allí, con diversidad de letras y dibujitos para captar la tenue atención del ocasional lector, encontró lo que buscaba.
Se trataba de un programa musical. De las piezas que se presentaban, algunas le sonaban y otras no. El nombre del intérprete, un tal Xavier Puig, le recordaba algo. Pero sobre todo era el nombre del instrumento el que hablaba por sí solo: Piatti.
El violonchelo Piatti. Antiguamente llamado Red Stradivarius, y conocido mucho antes, algo que solamente sabían unas pocas personas que se podían contar con los dedos de una mano, como Isaachar o November. Un noble instrumento que había recibido el nombre de uno de sus antiguos propietarios, Alfredo Piatti, un gran concertista italiano.
En ese momento y mientras se guardaba el panfleto en un bolsillo de su abrigo, caminando sin destino, una idea empezó a forjarse en su cabeza. Cuando llegó, sin ser consciente de ello, a la Puerta de Alcalá, entró al parque del Retiro. Anduvo tranquilamente hasta el estanque y tomó asiento en uno de los bancos, al lado de una joven sudamericana que daba de comer a un ruidoso niño rubio de ojos azules.
Volvió a examinar el panfleto con más atención. En el mismo se informaba de un concierto que se celebraría la noche siguiente en el Teatro Real a cargo del violonchelista Xavier Puig, acompañado de la Joven Orquesta del Conservatorio de Madrid. Se trataba de un acto benéfico para recaudar fondos con los que sufragar la remodelación del conservatorio y la entrada más barata costaba treinta euros.