De no haber sido por los iroqueses, no sabemos hasta qué punto habría aumentado la fuerza de Nueva Francia o cuan pobremente se habrían desempeñado las colonias inglesas frente a indios conducidos por franceses. De aquí la importancia de aquellas andanadas de mosquetes disparadas por Champlain y sus hombres aquel fatídico día de 1609.
Una vez iniciada la Guerra del rey Guillermo, pues, la responsabilidad de dar apoyo a ataques indios contra los enemigos recayó primero en los colonos ingleses.
Con la ayuda del gobernador de Nueva York, Thomas Dongan, los iroqueses habían estado efectuando incursiones por la región de los Grandes Lagos y haciendo estragos en el comercio francés de pieles. El 4 de agosto de 1689, unas diez semanas después de iniciada la Guerra del rey Guillermo, los iroqueses avanzaron directamente hacia el Norte; borraron la colonia de Lachiné, mataron a 200 hombres, tomaron 90 prisioneros y devastaron la región.
No es sorprendente que los franceses se sintiesen justificados en pagar con la misma moneda.
Para hacer frente a la crisis, Luis XIV restableció a Frontenac en el cargo de gobernador. Frontenac tenía ya casi setenta años, pero su energía se hizo sentir de inmediato. En represalia organizó una invasión a Nueva York. La expedición partió a mediados de enero de 1690 y avanzó silenciosamente en la nieve caminando sobre raquetas. Planeaban atacar Albany como primer paso para la conquista de Nueva York, pero el tiempo empeoró y, cuando llegaron a Schenectady, la noche del 8 de febrero de 1690 (en medio de una ventisca), comprendieron que no podían ir más lejos.
Los colonos neerlandeses de Schenectady dormían tranquilamente. Se negaban a creer que los indios atacasen en medio del invierno. Tanto se habían divertido al hablar de esta posibilidad que dejaron abierta la puerta de la colonia y pusieron dos muñecos de nieve como centinelas. Fue un error terrible.
Los indios entraron en la ciudad dormida e irrumpieron en las casas con gritos de triunfo y efectuando una matanza indiscriminada. Schenectady fue completamente arrasada, y luego los invasores se retiraron rápidamente, perseguidos por los iroqueses.
Otras ciudades fronterizas fueron destruidas en forma similar por las fuerzas de Frontenac. Una colonia situada donde está ahora Portland, en Maine, se rindió después de un ataque francés, el 31 de julio de 1690, con la promesa de respetar sus vidas. Después de tomarla los indios mataron a todos. (Los franceses fueron culpados de tales incidentes, pero ellos arguyeron que sus aliados indios eran a veces demasiado numerosos para que se les pusiera resistencia, y que odiaban demasiado a los ingleses para que fuese posible contenerlos. Si se les hubiesen negado los prisioneros, los habrían tomado por la fuerza, los habrían matado y hubiesen matado también a los franceses).
Las colonias inglesas se hallaron frente a una crisis terrible, y Nueva York, la más cercana al frente de lucha, era también la menos preparada para enfrentarse a dicha crisis.
En 1688 estaba bajo el gobierno de Francis Nicholson, quien era el sub-gobernador de Andros, pues Nueva York era a la sazón parte del Dominio de Nueva Inglaterra. Cuando las noticias de la expulsión de Jacobo II y de la caída de Andros llegaron a Nueva York, Nicholson exigió el restablecimiento de Andros y se negó a reconocer a Guillermo y María.
Entonces se produjo un levantamiento popular contra él que empezó el 1 de junio de 1689, conducido por un comerciante de origen alemán, Jacob Leisler, quien era un devoto protestante y se oponía enérgicamente al católico Jacobo II y sus aliados. Luego Leisler se adueñó de los puntos fuertes de la ciudad y el 1 de diciembre de 1689 se proclamó gobernador, mientras Nicholson huía a Inglaterra.
Una vez en el poder Leisler estableció algunas reformas, pero por entonces se produjo la matanza de Schenectady y, con la colonia en pleno desorden, Leisler tuvo que hacer frente a la amenaza francesa e india. El 1 de mayo de 1690 llamó a una reunión de representantes de las diversas colonias inglesas para concertar una acción unida contra el enemigo y crear una defensa común.
La mayoría de las colonias no respondieron al llamado. Sólo Massachussets, Plymouth, Connecticut y (por milagro) la distante Maryland contestaron, y finalmente no se pudo hacer mucho. Pero constituyó un suceso notable, pues fue el primer llamado, desde el interior de las colonias, a la unidad colonial contra un enemigo común.
Leisler no duró mucho. No gozaba de las simpatías de los líderes coloniales de Nueva York y no sabía cómo congraciarse con el pueblo. El rey Guillermo agradeció cortésmente los esfuerzos de Leisler a su favor, pero designó a otro como gobernador. Leisler se resistió al desembarco del nuevo gobernador, fue capturado y el 16 de mayo de 1691 ejecutado.
La «rebelión de Leisler», como la rebelión de Bacon en Virginia quince años antes, había fracasado; pero nuevamente había puesto de relieve los peligros de una autocracia demasiado férrea por parte de quienes gobernaban.
Le cupo a Massachussets reaccionar contra los franceses. Era la más populosa y más fuerte colonia del Norte, y era reciente el éxito de su derrocamiento de Andros. Al Noreste, a 430 kilómetros, estaba Acadia, la parte más expuesta de los dominios franceses y el blanco lógico para un ataque por mar.
En mayo de 1690 una flotilla de catorce barcos fue puesta bajo el mando de sir William Phips. Había nacido en Maine en 1651, y se decía que era uno de 26 hijos de una misma madre. Había cuidado ovejas hasta los dieciocho años, pero cuando creció se marchó a Boston, allí se casó con una rica viuda y se convirtió en un ciudadano importante.
En 1687 había comandado una expedición a las aguas situadas frente a La Española y allí había supervisado la recuperación de un barco hundido que llevaba 300.000 libras del tesoro español. Por esto fue hecho caballero; fue el primer colono que recibió tal honor.
Considerando esto y el hecho de que había sido un opositor activo a Andros, parecía natural ponerlo al mando de la flota. Zarpó hacia Port Royal, la capital de Acadia. Llegó a esa ciudad el 11 de mayo de 1690; el gobernador francés fue inducido por engaño a rendirse. Los marinos de Massachussets saquearon un poco el lugar y volvieron a su colonia como héroes conquistadores.
El éxito, naturalmente, incitó a Massachussets a intentar algo de mayor envergadura. Una flota de 34 barcos y 2.000 hombres fue puesta bajo el mando de Phips y enviada a capturar la misma Québec. La expedición partió en agosto, pero vientos contrarios la retrasaron y no llegó a Québec hasta el 7 de octubre de 1690. Para entonces Frontenac había recibido noticias de lo que ocurría y había tenido tiempo de fortificar y reforzar la ciudad.
Phips pensó que debía hacer algo, de modo que intentó llevar un ataque frontal, el cual, por supuesto, fue rechazado. Tuvo que volver con las manos vacías; peor aun, pues había que pagar a los hombres y los suministros de la expedición y el tesoro de Massachussets estaba vacío. La colonia se vio obligada a imprimir papel moneda para pagar sus deudas. Fue la primera emisión de papel moneda en las colonias inglesas.
Con todo, Massachussets pasaba por un período de gloria. La nueva carta de 1691 no sólo agregaba Plymouth a la colonia y confirmaba su posesión de Maine, sino que también incorporaba a ella la conquistada Nueva Escocia, como tributo directo a su gran hazaña bélica en Port Royal. Esto originó también la primera promoción política de un héroe de guerra, pues Phips se convirtió en gobernador de Massachussets en 1692.
La guerra continuó siete años más, adoptando principalmente la forma de esporádicas incursiones en una parte u otra. Los ingleses hicieron progresos en la región de la bahía de Hudson, pero el ataque a Port Royal, trivial como fue, constituyó el gran suceso de la guerra, en lo concerniente a América del Norte.
El 10 de septiembre de 1697 la guerra llegó a su fin con el Tratado de Ryswick (así llamado por la ciudad neerlandesa donde fue firmado). Luis XIV y Guillermo III, indiferentes a los sucesos de Norteamérica, sencillamente convinieron, en este continente, en volver exactamente a la situación en que se hallaba cuando todo empezó.
En particular, Nueva Escocia se convirtió nuevamente en Acadia, y los indignados habitantes de Nueva Inglaterra recibieron una lección práctica de cuánto le importaban ellos a Inglaterra. No sólo no habían recibido ninguna ayuda en la guerra, sino que lo que habían ganado por sí mismos era devuelto sin siquiera tener la cortesía de consultarlos. Pero, en conjunto, el sentimiento anti-inglés fue superado con creces por el sentimiento anti-francés que provocaron las correrías y las matanzas de los indios.
¡Brujas!
En el curso de la guerra del rey Guillermo había tenido lugar en Nueva Inglaterra algo que no guardaba relación alguna con la guerra y que desde entonces ha cobrado mayor importancia en la mente de los americanos que prácticamente cualquier otro suceso de la historia colonial. Se relacionaba con la cuestión de la hechicería.
Se pensaba que las brujas eran personas asociadas con el diablo y las fuerzas de las tinieblas. Con ayuda de los malos espíritus y mediante artes mágicas podían hacer daño a sus enemigos e infligir males a la humanidad en general.
Los antiguos hebreos creían en el poder de tal «magia negra» y aprobaron leyes contra ella y contra quienes la practicaban. Uno de los versículos de la Biblia dice, traducido al castellano: «No dejarás con vida a la hechicera» (Éxodo, 22:17).
Esta afirmación parecía hacer necesaria la creencia en la existencia de hechiceras y en la necesidad de castigar con suprema dureza la hechicería.
Los protestantes, que prestaban más atención a las palabras literales de la Biblia que los católicos, eran más propensos a temer a las brujas y a hallarlas en todas partes. Después de la reforma protestante una especie de manía por la brujería recorrió Europa. Algunas estimaciones sostienen que el número de personas muertas en Europa entre los años 1500 y 1800 con el pretexto de ser hechiceras fue de dos millones. En el siglo XVI quizá 40.000 personas fueron ejecutadas por hechicería solamente en Inglaterra.
Las colonias inglesas no quedaron exentas de estas ejecuciones. En todas las colonias se reconoció la hechicería como un crimen y se establecieron duros castigos contra ella; no es de sorprenderse de que Nueva Inglaterra fuese la que impuso castigos más duros. La intolerancia religiosa fue extrema en Nueva Inglaterra durante el primer siglo de su existencia. En 1644 Massachussets ordenó el destierro de todos los anabaptistas de la colonia. En 1656 se empezó a desterrar o enviar a prisión a los cuáqueros (que al año siguiente fueron desterrados hasta de Nueva Holanda, de ordinario tolerante) y se ahorcó a unos pocos de ellos. ¿No iban a ser aun más severos los farisaicos puritanos con tales monstruos de maldad como las brujas?
En 1647 una mujer fue hallada culpable de hechicería en Hartford, Connecticut, y ahorcada; fue la primera ejecución de ese género en las colonias. Al año siguiente fue colgada una bruja en Massachussets y para 1662 habían sido ahorcadas catorce en las dos colonias.
El temor a la hechicería se intensificó en el decenio de 1680-1689. Primero se había producido la Guerra del rey Filipo y luego el gobierno de Andros. ¿Por qué castigaría Dios a los devotos hombres de Massachussets? ¿No estarían sufriendo por las malvadas maquinaciones de las brujas? ¿O eran castigados por sus propios pecados de omisión, al no combatir a las brujas con suficiente dureza?
Se difundieron los cuentos de brujas. El más famoso de todos los puritanos coloniales, el pastor congregacionalista Cotton Mather, se consideraba un experto en el tema, y su libro
Memorable previsión concerniente a la hechicería y las posesiones
, publicado en 1689, llenó a todos sus lectores de precauciones en materia de brujas y sus peligros, y les brindó un abundante material para las especulaciones patológicas.
En 1692 un grupo de tontas adolescentes de la ciudad de Salem, temiendo el castigo por alguna travesura, pretendieron estar posesas y bajo la influencia de la hechicería. Fueron creídas, desde luego, pues todos sabían que el poder de la hechicería estaba en todas partes. Acusaron de bruja a una esclava de la familia, en lo cual también fueron creídas. Después de todo la esclava era mitad india y mitad negra, y cada mitad era una poderosa prueba contra ella. Provenía de las Antillas y había entretenido a los niños con cuentos de vudú: otra prueba más.
La esclava, por ser una esclava, fue interrogada con un látigo. Para detener la flagelación admitió que era una bruja y nombró a otras dos mujeres como asociadas suyas. En un juicio sobre un robo insignificante no habría sido creída aunque hubiese jurado sobre una Biblia; pero, tratándose de un caso de brujería, fue creída inmediatamente. Las dos supuestas asociadas fueron atrapadas en la red, y ellas, por supuesto, mencionaron a otras.
El gobernador Phips de Massachussets creó tribunales especiales para que investigasen la cuestión; y en el medio año siguiente treinta mujeres y seis hombres fueron ahorcados por hechicería (no fueron quemados), y un hombre de ochenta años recibió la muerte simplemente por negarse a declarar. (Al negarse a declarar evitó la confiscación de su propiedad y la salvó para sus hijos).
¿Qué podía detener esa manía? El círculo de los culpables tenía que ampliarse y hacerse cada vez mayor, pues cada persona acusada era considerada culpable en virtud de la acusación, y cada una, sometida a tortura, acusaba a otras, que inmediatamente eran consideradas culpables, con lo cual los juicios meramente confirmaban el prejuicio dándole una apariencia de legalidad. Además, quienes trataban de poner de manifiesto la ilegalidad, la crueldad y la mera locura del procedimiento podían estar seguros de que se los supondría aliados del mismo Diablo.
Pero no había salvaguardias automáticas que protegiesen a los jefes de la comunidad. Cuando algunos de los acusados empezaron a nombrar a miembros eminentes de la iglesia y el gobierno, la manía tuvo que ceder. La maquinaria de la caza de brujas funcionaba mejor cuando sólo estaba dirigida contra los pobres, los viejos y los inermes.
Se mencionó a la esposa del gobernador Phips, y entonces las escasas voces que se habían levantado en oposición a la locura repentinamente se multiplicaron. Cuando se produjo el cambio, había en prisión ciento cincuenta personas a la espera de juicio. Fueron liberados, y todos los implicados en la cuestión quedaron avergonzados, bien conscientes de que habían sido asesinos judiciales.