Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—Pero, señor Paco, las máquinas significan progreso. A ver si nos ponemos de acuerdo. Está usted siempre hablando de socialismo y de progreso y luego empieza usted a maldecir de las máquinas.
—¡Pero por Dios vivo! Yo no quiero decir nada de eso, lo que quiero decir es que ahora ya no hay obreros de verdad. Yo puedo trabajar la madera, pero me da grima que los otros no son capaces de hacer ni esto —e hizo crujir las uñas—. Todo es mecánico. Y lo que pasa es que ahora hacen las cosas a montón como los buñuelos y luego, cuando los obreros piden más jornal, les grita el amo: «Hala, largo de aquí. Para serrar me basta cualquiera, hasta una mujer, si hace falta».
—Bueno, ¿y qué hay de malo con que las mujeres sierren?
—¡Las mujeres a fregar y a dar de mamar a los chicos!
—¿Y se llama usted un socialista?
El señor Paco no sabía qué decir, cuando yo atacaba su socialismo emocional con burlas a veces bastante crueles.
Una noche los periódicos publicaron la noticia de que Abd—el—Krim había cortado las comunicaciones entre Tetuán y Xauen. No lo decían así; contaban la historia de algunos ataques y la pérdida de ciertas posiciones, cuyos nombres no significaban nada para el lector ordinario, aunque significaban desastre para los que conocían el campo de batalla. No sólo significaban que los rebeldes habían cortado las comunicaciones entre Xauen y Tetuán, sino que también amenazaban cortarlas con Ceuta. Habían capturado varias posiciones del macizo de Gorgues, la montaña que domina Tetuán, y desde allí podían escoger o atacar la ciudad o cortar la línea del ferrocarril y la carretera de Ceuta. La kábila de Ányera, cuyas ramificaciones cubren la costa entre Tánger y Ceuta, daba muestras de rebelión. Aparentemente, se había dado a los jefes de las kábilas armas como una medida de buena política y ahora se sentían inclinados a usar estas mismas armas para un asalto a Ceuta y a Tetuán, de acuerdo con Abd—el—Krim.
Dejé el periódico sobre el mármol del velador en el rincón de la taberna de Serafín. El señor Paco lo cogió y leyó los titulares.
—¡La misma historia de siempre! Ese viejo calzonazos de Primo de Rivera, siempre prometiendo que va a acabar con Marruecos y lo único que hace es tomarnos el pelo, como nos lo tomaron cuando yo estuve allí.
—Esta vez va en serio, Paco. Abd—el—Krim ha ido demasiado lejos.
—Bah, ¡mierda! Éstos son los viejos trucos de los generales. Me los sé de memoria. Una lástima que no nos echen de allí a patadas para siempre. Nos costaría diez mil hombres o más, pero se acabaría. Como ahora es, no es más que una sangría suelta.
—Voy a contarle algo, Paco. —Me acodé en la mesa, muy confidencial. Serafín cerró la puerta de cristales—. Hace pocas semanas estuve hablando con Primo de Rivera.
—Sí, ¡y un jamón! —exclamó el señor Paco.
—Bueno, lo puede usted creer o no. Pero Primo de Rivera quiere abandonar Marruecos.
El círculo de amigos se quedó silencioso, esperando que aquello iba a acabar en una de mis bromas habituales. El señor Paco se puso serio:
—Ésa no me la trago, don Arturo. Usted se burla de uno como yo, porque uno no tiene estudios ni nada, pero no está bien que haga usted eso. Por menos que una broma así le doy yo dos bofetadas a cualquier hijo de madre. Ya soy muy viejo para que se rían de mí.
—Estaba hablando en serio, Paco.
—Y yo le digo que hemos terminado de tratarnos como amigos.
Me levanté:
—Bien, no quiero armar una bronca. Serafín, danos una ronda por mi cuenta.
Bebimos en un silencio hostil. De pronto el señor Paco estampó el vaso sobre el mármol:
—Primo de Rivera es un hijo de mala madre, como todos los generales habidos y por haber, pero... Bueno, usted me ha estado tomando el pelo y yo se lo perdono. Pero broma o no broma, si el viejo marrullero ese abandona Marruecos, el señor Paco, el ebanista, se planta en medio de la Plaza de Antón Martín y grita a voces que es el tío más grande que ha nacido en España. He dicho. Y ahora, Serafín, danos otra ronda, no tengo ganas de que esto acabe mal.
Unos pocos días más tarde comenzaron las operaciones para liberar la guarnición sitiada en Xauen. En un discurso en Málaga, el general Primo de Rivera anunció que intentaba retirar las tropas a las plazas de soberanía —Ceuta, Melilla y Larache— y abandonar la zona de Protectorado. Inmediatamente la kábila de Ányera se sublevó y las comunicaciones entre Ceuta, Tánger y Tetuán quedaron cortadas. Comenzaron a enviarse millares de soldados a Marruecos. Los periódicos no publicaban más que noticias de la guerra.
El señor Paco devoraba los periódicos y comentaba las noticias a su manera:
—Ahora vais a ver cómo se acaba esto: otro desastre como el de Melilla y otros cincuenta mil muertos. Y al fin se harán las paces con Abd—el—Krim, se le dará un buen puesto y se le forrarán los bolsillos de dinero. Y así se arreglarán las cosas, hasta que se subleve otro y se vuelva a empezar.
—Esta vez las cosas son diferentes, Paco.
—¿Diferentes? Eso quisiera yo. Todos son una banda de granujas. Por eso es por lo que han hecho la dictadura. Primero, para que no se sepa lo que el Rey ha hecho; ¿dónde han ido a parar los papeles de Picasso? Segundo, para poder hacer otro amaño de los suyos y guardarse unos millones. ¡La carne de cañon está barata! Y tenga usted hijos para que se los maten. ¡Así permita Dios revienten todos ellos! —El señor Paco se enjugó la frente; el verano de 1924 fue tórrido. Después agregó—: Y no me venga usted más con sus cuentos. Marruecos no se ha arreglado ni se arreglará nunca. Es la maldición de España y todas nuestras desdichas vendrán de allí. Ya lo veréis con el tiempo todos vosotros.
Primo de Rivera se marchó a Marruecos a hacerse cargo del mando de las fuerzas. Se llevó a cabo la retirada. Fue una victoria estratégica y una hecatombe. Todas las kábilas de la zona de Ceuta y Tetuán se unieron a los rebeldes. La táctica de Primo de Rivera fue liberar las guarniciones de las posiciones y de los blocaos lo mejor que pudo: unas peleando y otras por rescate en dinero y en municiones. Muchas guarniciones fueron liberadas a cambio de entregar su armamento a los moros, a quienes además se les entregaba una cantidad idéntica de armamento como premio: es decir, pagaban dos fusiles por cada hombre rescatado. Las fuerzas españolas afluían al Zoco del Arbaa, desarmadas y desmoralizadas. Desde allí tenían aún que llegar a Ceuta, atravesando territorio hostil que se levantaba a su paso. Se perdieron veinte mil hombres y una cantidad inmensa de material de guerra.
Yo me conocía el terreno palmo a palmo y podía seguir la catástrofe paso a paso. Tomé la costumbre de comprar los periódicos de la tarde al salir de la oficina y sentarme a leerlos en Villa Rosa hasta la hora de cenar. Me sentía incapaz de discutir más el asunto con el señor Paco. Hacia fines de 1924, la mayor parte de las fuerzas españolas habían sido licenciadas. Se dejaron fuertes guarniciones en Ceuta, Melilla y Larache y se abandonó el resto del territorio. La insurrección se había hecho dueña de toda la zona del Protectorado. Primo de Rivera decretó el bloqueo de la zona. La prensa y la opinión pública le aclamaban como el salvador de Marruecos.
La ruta sin fin
En la noche del 26 de diciembre de 1924, un sargento de Ingenieros entró en Villa Rosa. Yo estaba sentado en mi rincón habitual y no veía más que su espalda, mientras él estaba reclinado sobre el mostrador del bar. Encontraba algo familiar en su figura que me forzaba a seguir mirando. En verdad deseaba que fuera alguien a quien yo conociera. Me encontraba solo, entre gentes ignorantes de este Marruecos que aún era una obsesión para mí.
El sargento se volvió a medias y me presentó su perfil. Era Córcoles. La amistad entre gentes que han estado juntos en una guerra es un sentimiento extraño: el ejército le obliga a uno a compartir la misma tienda o a sentarse lado a lado en el círculo que pela patatas alrededor del caldero. Son gentes absolutamente desconocidas. La vida común los convierte en camaradas. La guerra, al fin, los suelda unos a otros con una solidaridad que no es humana, sino más bien la de animales en un peligro común que se agrupan en manada; y al fin esta solidaridad se convierte en amistad. Cuando el licenciamiento llega, cada uno de estos amigos vuelve a su hogar y la masa anónima del pueblo se lo traga. Cada uno de ellos contando sus experiencias a sus conocidos recuerda a veces al amigo perdido, lo menta, y lo convierte en personaje de una historia. A veces exclama entusiasta: «Ha sido el mejor amigo que he tenido en mi vida». Y sin embargo este amigo se ha disuelto en el aire, ha dejado de existir; no cuenta más en su nueva vida. Pero un día ambos se encuentran de nuevo frente a frente, y de golpe resucita un trozo de vida que es inolvidable, no importa cómo hayamos tratado de enterrarla en el olvido. Se abrazan, se golpean los hombros, balbucean, gritan, hablan... y después vuelven a separarse, posiblemente para siempre. Pero cada uno de estos encuentros revuelve en la mente todos los pasos que allí guarda dormidos todo el que ha sido soldado y trata de no acordarse más.
Corcóles y yo nos abrazamos tan ruidosamente que ahogamos por un momento el ruido del bar, lleno a aquella hora. Hubiéramos reducido al silencio los ruidos del café más lleno de Europa. Córcoles había escapado a la matanza, había vivido a través de la retirada de Xauen y ahora estaba con permiso en Madrid, con cada nervio de su cuerpo felino desatado. Nunca me había dado cuenta de cómo lo quería. Ahora sentía como si fuera a llorar. Grité:
—¡Manolo, manzanilla! ¡Manzanilla, Manolo! Una botella o dos o las que quieras. Ven y bebe con nosotros; yo pago. Tráete vino pronto; tenemos que emborracharnos. Mírale, se ha escapado. ¡Tiene siete vidas como un gato!
Cuando Córcoles se emocionaba, se volvía tartaja y las vocales le salían como un cacareo de una gallina:
—¡Vi—iii—no—oo! ¡Aaa—buu—eloo!
—¿Quién es el abuelo aquí, cascarria? Todavía puedo preñar a tu madre.
—¡Manolo, no seas bestia!
—¡A este niño le rompo yo las narices, don Arturo!
—¡Tú harás muy bien de guardarte de ello, voceras!
—Bueno, bueno, vamos a ver qué pasa. ¿Usted es un amigo de don Arturo o qué?
—Manolo, no seas idiota. Éste es el mejor amigo que he tenido en África. Mírale a la cara.
—Bueno; y entonces, ¿por qué es este escándalo? La botella la pago yo y ustedes se callan. ¡Vino, vino! Usted viene y le dice a Manolo: «Yo soy amigo de don Arturo», ¡y ya está! Aquí está Manolo a su servicio. Pero nada de hablar de las canas, ¿eh? Y ahora dígame una cosa: ¿a usted no le mataron en Marruecos?
—¡Caray! Creo que estoy aquí vivito y coleando. ¿No me ve?
—¡Ca, hombre, ca! Usted es un fantasma, con huesos y esa ropa. Le voy a traer a usted una tapa de salchichón que le va a rellenar en dos minutos.
—¡Ay, su madre! Este viejo se está quedando conmigo.
Manolo y Córcoles simpatizaron uno con otro de tal manera como para ponerme a mí celoso. Manolo puso frente a Corcóles una colección de tapas bastantes para hacer una comida abundante, en lugar de las transparentes rajitas que en general se servían con el vino. Se quedó a su lado con un paño al hombro, mirándole comer.
—Usted coma y beba. Está usted más flaco que el hilo de zurcir. ¡Y no me mire usted a la zorra esa! A usted lo que le hace falta es comer y beber y guardarse el aceite en el pellejo.
Verdaderamente si a Córcoles se le hubieran rapado los rizos revueltos que le hacían la cabeza de doble tamaño, y le hubieran dejado en cueros, no hubiera parecido más que una armazón de huesos cubierta de pellejo negro: la nuez le brincaba sobre el cuello, los ojos estaban hundidos en el cráneo y las manos eran cinco rabillos de perro pelón. Pero su guasa era mordaz y más cínica que nunca. Tenía la insolencia de un hombre que se ha enfrentado con la muerte.
—Bueno, cuéntame, ¿cómo estás?
—Pues ya lo ves. En los puros huesos. Cuando llegamos a Ceuta me tuvieron que meter en el hospital en piezas, porque me había desarmado. Y el doctor dijo: «Dos meses de permiso. ¿Dónde quiere ir?». «A Madrid», le dije. «Pero ¿no tiene usted aquí familia?» «Sí, señor, le contesté, pero la familia y los trastos viejos, lejos. ¡Qué!, ¿quiere usted que salga del hospital para que la mamaíta y las hermanitas me cuiden y me mimen? Para que se pasen todo el día diciendo: Estate quieto, no te muevas, siéntate al sol. Bébete esta tacita de caldo. Arrópate; no, gracias.» El doctor se echó a reír y me dio un vale para que me bañase en el Manzanares.
Se volvió y se quedó mirando a una muchacha:
—¡Caray! ¡Vaya unas mujeres que tenéis por aquí! Manolo, tráeme más jamón. Te voy a subir la propina. Me estoy gastando la mitad de la grava de la carretera de Tetuán a Xauen.
Durante la semana entre Nochebuena y Año Nuevo, los negocios se paralizan. Pedí unos días de permiso y me dediqué a actuar como cicerone de Córcoles, que no conocía Madrid. Y poco a poco fue contándome sus experiencias:
—¿Tú sabes? En Xauen se estaba estupendamente. Tú no lo has conocido cómo cambió. Hasta la Luisa puso allí una sucursal y una taberna en cada esquina. Está estupendo. Bueno, estaba, porque allí ya no quedan ni las ratas. La misma historia de siempre: los moros atacaban uno u otro de los convoyes, pero en Xauen se estaba más tranquilo que aquí con todos estos tranvías; no me acostumbro al ruido. Y así un día oímos que habían atacado Uad Lau, y al siguiente que habían atacado a Miskrela, y al tercero que... Bueno, así una lista. Pero no nos preocupábamos mucho. Hasta que de pronto un día nos dijeron que las cosas iban mal: estábamos cortados con Tetuán. Y allí nos tienes, dando vueltas como burros de noria, los moros poniéndonos caras feroces y el zoco vacío sin que apareciera nadie a vender, y nos estábamos quedando sin nada que comer. Bien, no nos querían vender comida y nos la tomamos: un día limpiamos hasta los rincones de Xauen. Mientras tanto, nos estaban friendo a tiros. Municiones teníamos de sobra, si no, no salimos de allí uno vivo. Al final comenzaban a tirarnos piedras. Así, un día vino el Tercio y dijo: «Se acabó, ¡nos vamos!». «¿Nos vamos dónde?» «Sí —nos dijeron—, nos vamos a España y la guerra se acabó.»
La guerra podía haberse acabado, pero en Xauen no había un dios que lo dijera; nos estaban asando a balazos de día y de noche. La Legión se quedó allí; habían recibido refuerzos y había venido Franco. Se evacuaron las tropas peninsulares y nos mandaron al Zoco del Arbaa a la luz del día. Tuvimos un poco de tiroteo en el camino, pero íbamos bien protegidos y la cosa no fue grave.