La forja de un rebelde (42 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Después, hay muchas más cosas en el mundo. Los trenes salen a su hora en punto, con sus viajeros puntuales y sus maquinistas y sus jefes de estación también puntuales. El jefe toca el pito y el tren se marcha. Hay los puertos con sus barcos arrimados a las piedras y las gentes subiendo por una escalerita de madera, cargados con sus maletas y dando besos a los que no se embarcan. Suena una campana y retiran la escalera. Suena el pito del barco y echa a andar. Unos se quedan quietos en tierra agitando sus pañuelos y otros asomados a la barandilla del barco. Todo el mundo tiene un pañuelo limpio cuando sale un barco, un pañuelo sin mocos, porque la gente criticaría que se sacara un pañuelo lleno de mocos para despedir a uno que se va.

¿Es esto la vida?

Correr por la calle de Alcalá en Madrid, o por otra calle en París, en Londres o en China. Subir al tren, montar en barco. Oír misa o quemar papelitos en un altar delante de la Virgen o de la panza de Buda. Voltear campanas grandes de catedral o golpear gongs de bronce con un mazo o dejar al viento agitar las campanitas.

¿La vida es esto?

Los viejos y las personas mayores enseñan a los niños lo que es la vida. Yo acabo de dejar de ser niño. Ya trabajo y ya me acuesto con las mujeres, pero aún tengo la escuela pegada al culo, como los pollos el cascarón del huevo. Nos sentaremos aquí en este banco, en el Retiro. Voy a repasar lo que me han enseñado los viejos sobre lo que es la vida. ¡Atrás, atrás! Piensa. Mira a lo lejos.

¿Qué pedís, gorriones? No tengo migas en el bolsillo. No deis vueltas alrededor de mí. Esto es serio y vosotros sois unos sinvergüenzas. Dejadme ver si me acuerdo de cuando era pequeñito como vosotros y así encuentro todo lo que los mayores me han enseñado sobre la vida.

Me decía mi abuela... Pero, no. ¡Antes de que te dijeran nada! ¿Dónde estabas tú? Antes de que supieras lo que te hablaban, ¿dónde estabas?

La primera vez era una mañana. Nevaba, copos gordos, como moscardones blancos que cayeran atontados de lo alto. Mi madre me vestía con falditas y medias de lana que se ataban a la cintura con cintas blancas, unas cintas llenas de nudos. Me ponía las botas, de muchos botones, y salíamos a la calle, yo en brazos abrigado en su mantón. Un mantón de pelos largos, como la piel de una oveja sin esquilar. Calentito, sacando la nariz del hueco del mantón. Por encima salía una columna de humo cada vez que yo echaba el aire por la boca. Me divertía soplar, y soplando hacía un cucurucho de aire gris que se perdía en la calle como el humo de un cigarro. El tranvía tenía en el trole unos churretones de hielo. En una puerta grande había dos soldados y un brasero muy grande lleno de carbón encendido. Un soldado pisaba el borde de una manta negra y otro había cogido el otro borde de la manta y la subía y la bajaba como un abanico. El aire daba en el brasero y el carbón estallaba en un chorro de chispas que se llevaba el aire calle abajo y las estrellaba contra la nieve. Sonaban chirriantes, dando gritos contra el dolor del frío. Entonces, sentí frío en los pies. Porque una de las botas era negra y otra marrón. Mi madre miró las botas y se rió como yo. Nos quedamos un poco al calor del brasero y se reían los soldados, mi madre y yo, mientras las botas goteaban por la nieve derretida. Cuando acabaron de escurrir, mi madre hizo un paquete con los dos pies dentro del mantón y seguimos calle abajo, mientras nos daba la nieve en la cara.

Éste es mi primer recuerdo claro de la infancia. Luego, hay un agujero negro del que van saliendo todos, no sé cuándo, no sé cómo. Los tíos, los hermanos, la buhardilla, la señora Pascuala... Un día vinieron y se plantaron aquí en la vida, en mi vida. Entonces me llenaron la vida de «síes» y de «noes».

—No hagas esto —decía uno.

—No lo hagas —decía otro.

Una vez estábamos en un teatro, no sé cuál. No me acuerdo más que del terciopelo del asiento, igual que el de los divanes del Café Español, y del escenario encendido donde cantaban hombres y mujeres. Yo tenía ganas de mear.

—Tío, quiero mear.

Mi tío meneó la cabeza.

—Bueno, ven conmigo.

—¿Qué le pasa al niño? —preguntó mi tía.

—Quiere mear.

—Que se espere. Arturito, aguántate.

—Mujer, es un niño.

Me meé en la butaca de terciopelo rojo y con los zambombazos de la música no se oía el chorrito.

Cuando cayó el telón, me dijo mi tío:

—Vamos.

—Ya no hace falta —le contesté.

Me regañaron los dos durante muchos días.

Entonces, todos empezaron a enseñarme cuándo se debe y cuándo no se debe mear y lo otro. Cuándo se debe hablar; cuándo se debe estar callado.

—¡Los hombres no lloran! —me decían cuando lloraba.

Luego, cuando alguien se moría, venían llorando los hombres y las mujeres a contarlo a casa.

—¡No se chilla! ¡Los niños no blasfeman!

Luego las personas mayores se chillaban unas a otras y la mayoría blasfemaba contra Dios y la Virgen. El tío también hablaba mal y decía a veces cosas feas. Hasta los padres del colegio; el padre Fulgencio, el del órgano, era el profesor de química. Llenaba de fórmulas el encerado, tomaba unas probetas, mezclaba sales y ácido, explicaba la lección y al final decía:

—¿Se han enterado ustedes?

Resultaba que casi nadie se había enterado. Daba puñetazos en la mesa:

—¡Puñeta! Hay que enterarse. Para qué estoy yo aquí haciéndome la puñeta, enseñándoles a ustedes para que no se enteren.

Había un chico medio tonto en la clase, también hijo de un ricachón, no sé quién. Un día el padre Fulgencio se encaró con él.

—¿Se ha enterado usted? —le dijo.

—¡Puñeta! No, señor —contestó el muchacho.

El padre Fulgencio le dio una bofetada:

—¿Qué es esto de hablar mal? ¿Quién le ha enseñado a usted esa palabrota? ¡Puñeta con los niños éstos!

Subió un día al órgano y apretó una tecla sin que sonara el tubo. Paró de tocar y empezó a apretar la tecla. El órgano hacía ¡paff! con un soplo muy largo, pero nada más. Dejó de tocar y nos marchamos todos por el claustro: delante él, detrás nosotros. Se encontró a otro cura:

—¿Está usted de mal humor, hermano Fulgencio? —Sí —contestó—, un fa, una puta de tecla que no suena.

Con tinta china dibujamos en la amarilla tecla de marfil su nombre: puta. El padre Fulgencio se volvía loco de rabia:

—¿Quién ha hecho esto? Sinvergüenzas... —y aporreaba la tecla.

El tubo gordo como un brazo le contestaba: ¡paff!

Me enseñaron el catecismo y la historia sagrada, esto ante todo. Me enseñaron a leer y después me enseñaron que no debía leer más que lo que ellos me dejaran. Me enseñaron a contar, a sumar, a restar, a retorcer los números y las letras, a hacer signos de más y de menos, de menos—más y de más—menos, raíces, potencias, logaritmos. A dibujar letras, hermosas letras, letra inglesa la llaman, con sus gruesos y sus perfiles, dibujada despacito con la mano bien puesta, el brazo bien puesto, el cuerpo bien puesto, bien puesto en la silla, el papel bien puesto. Después en el Crédit: «¡Esta letra no vale! ¡El descuento se calcula así! ¡El interés se calcula así! ¡Las libras se calculan así!». Y las posturas para la letra inglesa y las reglas de tres no sirven para nada. La historia sagrada tampoco, el catecismo menos.

«Sé bueno —me decían todos—, no te pegues con los niños. » Un día subí a casa con un ojo negro de un puñetazo. Me cogió toda la familia. «¡Cagón! ¡Marica! ¡Te has dejado pegar! ¡Haberle saltado los sesos con una piedra! ¡Haberle pateado las tripas!» Cuando volví a la calle, busqué al chico. Me daba lástima porque era un pequeñajo y además me había pegado en el ojo jugando, casi sin querer. Me lié a puñetazos con él, en la cara, sobre todo en los ojos para que se le pusieran tan negros como el mío. Le caía un hilillo de sangre por la nariz. Le tiré al suelo y le pateé y le di patadas en las costillas y en los riñones. Gritaba, y vino el padre de Pablito el yesero y nos separó. Me dio una bofetada, me cogió del suelo y me subió a casa, el otro chico delante de mí sangrando, con el traje roto. ¡La que se armó! El tío José me dio una bofetada, la tía pellizcos, mi madre unos azotes formidables. Me chillaban todos, llamándome salvaje y no sé cuántas cosas. Al chico le llenaron de dulces, de galletas y de perras. Se marchó riendo y llorando y yo hubiera pegado a todos.

—Ése es el que me ha hinchado el ojo. ¡Le he pegado porque vosotros me lo habéis dicho! Le he pateado las tripas y le he roto la cara porque me lo habéis mandado. ¡Ahora me pegáis a mí y le dais galletas a él! —Y lloraba tumbado en la alfombra del comedor.

El tío me dijo:

—Pero, hombre, ¡hay que pegar con medida!

Y así me han enseñado a respetar a las personas mayores. El señor Corachán es una persona mayor y un «señor». Un día me cogió de las orejas y me llamó golfo. Me callé, pero le hubiera pateado las tripas a él también.

Todos ellos me han enseñado a vivir. Nada de lo que me han enseñado sirve para vivir. ¡Nada! ¡Absolutamente nada! ¡Ni aun sus números y su historia sagrada! Me han engañado. La vida no es lo que enseñan ellos, es otra cosa. Me han engañado y ahora tengo yo que aprender, solo, lo que es la vida. Pla me ha enseñado más que todos ellos. El tío Luis con sus burradas, el señor Manuel con su inocencia de campesino, mi prima con sus cachonderías, la Maña con su camisita corta. Los otros, los que educan niños para hacerlos «hombres», ¿qué me han enseñado? Sólo el padre Joaquín una vez me dijo que creyera lo que me pareciera bien; y aun esto le costó trabajo, como si traicionara un secreto.

¿Para qué calentarse la cabeza?

Pero yo quisiera saber lo que es la vida. Mi madre, de niña no sé lo que fue. De joven, criada; después se casó y mi padre ganaba apenas para ir viviendo; se murió mi padre y fue peor con cuatro chicos. Sin los tíos tal vez nos hubiéramos muerto de hambre los cinco. ¡Hala! A lavar ropas al río, cagarrutas de ricos que pueden pagar una lavandera. ¡Los ricos! ¿Qué son los ricos?

Tú, gorrión, ¿sabes lo que son los ricos? Sí, seguramente los que te echan migas, no de pan, sino de bollos. Estos son los ricos para ti. En cuanto pase una mujer vendiendo bollos te voy a comprar uno y a echártelo en migas. Luego dirás que soy rico. Los ricos son los que echan migas de bollo a los pájaros como tú y migas de pan a los pobres como mi madre. ¿Sabes? Escucha, idiota, no te marches volando, el bollo vendrá después. El señor Dotti, el millonario a quien mi madre lava la ropa, está casado. Su mujer le decía a mi madre un día:

—Leonor, ¿sabe usted cuánto nos hemos gastado este año en juguetes para los niños? Tienen dos.

—No, señora —contestó mi madre.

—Veinticuatro mil reales, seis mil pesetas; y aún no están contentos, ya ve usted, Leonor. Mi madre le dijo:

—Señora, con ese dinero vivía yo un año sin tener que ir al río. Me dieron todos los juguetes del año anterior, tantos que tuve que tomar el tranvía tres veces para ir por ellos. Tuvimos juguetes todos: una locomotora que andaba, para mí. Tenía una lamparilla de alcohol por caldera: se le echaba agua y andaba como las de verdad. Soldados de plomo a cientos. Automóviles con portezuelas que se abrían y se cerraban, muñecas que decían «papá» y «mamá». La Concha vino de fregar platos y se llevó las muñecas. Ya trabajaba pero aún era una niña. En los ratos libres les hizo trajes de punto. ¿Para qué compraron muñecas a dos chicos? La señora Dotti le dijo a mi madre: «Se les han antojado y ¿qué va a hacer una?». Luego se aburrieron de ellas y las tiraron. Todavía están los juguetes en un rincón de la buhardilla, detrás de los libros. Pero no quiero jugar con ellos. Ya no soy un niño. A veces me divierte jugar con un giróscopo grande que tengo y hacerle girar en el borde de una copa o correr a lo largo de una cuerda que atraviesa la buhardilla.

Eso es ser rico. El señor Dotti tiene teléfono en su casa. Tiene dos casas, una en Madrid, otra en Barcelona. Todas las mañanas llama a Barcelona cuando está en Madrid, a Madrid cuando está en Barcelona. Le contestan que no hay novedad y se va a la Bolsa. Gana unos miles de duros y se vuelve a casa. Se viste de chaqué o de levita y convida a la gente para que vengan a su casa a tomar el té. Los niños se lavan, se peinan y besan la mano a las señoras que vienen a la casa. A uno de ellos, a Alejandro, un día le han castigado a no comer en la mesa en una semana. Venía su padre de la Bolsa muy contento porque había ganado muchas pesetas. Abre la puerta con el llavín, se quita el sombrero y se le ocurre ir a la cocina. Alejandro estaba allí en el suelo con la perra al lado —una perra muy hermosa que tienen— y entre los dos se estaban comiendo el cocido de la perra. Porque allí en casa de Dotti les hacen a los perros un cocido cada día, con su carne, su chorizo y sus garbanzos. Alejandro se iba a la cocina todas las mañanas y se comía el cocido con la perra. Mi madre cuando se enteró le dijo a la suya:

—Déjele usted que se venga a la buhardilla; verá qué pronto se harta de cocido.

Esto les pasa a los ricos.

Un día en la plaza Mayor había unos albañiles comiendo bajo los soportales su cocido amarillo de azafrán, como el que hace mi madre en el río. Pasó un coche de lujo y se paró. Se apearon un señor y una señora muy elegantes y él le dijo a uno de los albañiles:

—Véndame su comida.

El albañil se le quedó mirando y le dijo:

—No me da la gana.

—Hombre —le dijo el otro—, mi señora está encinta y se le ha antojado comer cocido.

El albañil contestó:

—Pues que se aguante.

La mujer del albañil le hizo darles el cocido. Se llevaron al coche todos los cacharros con la comida y le dieron diez duros al albañil. Le decía el albañil a su mujer:

—Yo no se lo hubiera dado, a ver si le salía un chico con una olla en la barriga.

¿Es esto la vida? ¿Un rico que puede gastarse seis mil pesetas en juguetes, hablar con Barcelona por teléfono para saber si hay novedad, comprar el cocido de un albañil?

¡Quieto, gorrión! ¿De dónde han salido los granos de trigo? Mira las hormigas en hilera, andando de espaldas, tirando cada una de un grano. Y a ti, gorrión, ¿no te da vergüenza comerte el grano de trigo que llevan con tanto trabajo y tal vez comerte la hormiga que se quedará pegada al grano, agarrada con sus dientes negros y secos? ¿De dónde han sacado un grano de trigo, aquí en el Retiro? Tal vez de la comida de los patos. ¿Tengo o no tengo razón para quitarte el grano de trigo del piso? A lo mejor te espera el gorrioncito en el nido, para comerse la hormiga y el grano que tú le llevarías. En la plaza de Palacio yo he visto venir a las golondrinas con las moscas y los bichos que cazaban gritando como ellas gritan, y volcarlos en el pico abierto de los golondrinitos, un pico cuadrado, abierto de par en par, nunca lleno. Tal vez tienen razón y derecho al grano y a la hormiga. ¿Es esto la vida? ¿Quitarse la comida unos a otros? ¿Comerse unos a otros?

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