La forja de un rebelde (43 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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¡Anda, gorrión! Ahí tienes un niño con un bollo que quiere darte de comer. ¡Tonto! ¿Por qué corres y te vuelas? Así. Come así. Más cerca de él. Mira cómo se ríe, cogiendo las migas con las puntas de los dedos y queriendo que vengas a ellos a picar. Esa miga más gorda es para que te animes a ir por ella. ¿Es esto la vida, dar por el placer de dar? ¿Coger por el placer de coger?

Se pasean las gentes. Las niñeras con los chicos delante para que no se pierdan, gritándoles cuando se alejan. Los novios pegados a las novias. Las viejas haciendo calceta con sus agujas largas de acero que mueven ágiles con brillos de espadas. Cuando se levantan cojean del reuma, pero ahora hacen correr los dedos como prestidigitadores. Gritan los nietos que cogen paletadas de arena y las vuelcan en el cubo de hojalata, pintado de colores brillantes. ¡Qué triste está ése en el carrito de ruedas de goma, levantando las manos y los pies, queriendo correr, caído en los colchoncitos que no le dejan gatear por la tierra! Ya llora. ¡Idiota, madre idiota! Sácale de ahí, de esa caja de hule negro con ruedas de alambre; tiéndele en el suelo, panza arriba o panza abajo; déjale que arañe la tierra y que coja hormigas con los dedos y que chapotee en el barro y se ensucie la cara con tiznones negruzcos. ¿No ves que llora por eso? Papá enciende un cigarro, lee el periódico:

—¿No puedes hacer callar a ese niño?

—¿Qué quieres que haga yo?

—Dale teta, verás cómo se calla.

Se sienta la señora en la silla de hierro calado que ha sudado perras gordas durante años y saca un pecho. Un pecho flacucho con un pezón negro y largo que desde aquí parece que tiene pelos. No lo quiere el chico. ¡Claro que no lo quiere! Quiere clavar los dedos en el barro y hacer pelotillas de mugre con la palma de la mano. Llora y llora y la madre no le entiende. ¡Bestia! ¡Animal! ¿Por qué le pegas, por qué le zarandeas? «Cállate, cállate. » ¿Y qué? ¿Crees que te entiende? ¡Basta! Le tiendes en el cochecillo como a un saco. Se te ve en la cara que, si pudieras, le tirarías contra el suelo, lejos, como se tira una rana muerta, agarrándola de una pata, estrellándole para no oírle llorar. «Ves cómo eres una estúpida», dice papá, y tiene razón. Pero tú eres tan estúpido como ella.

¿Es esto vivir?

El paseo que bordea el estanque está vacío de gente. Cae el sol y quema la arena. ¿Por qué no bañarse en el sol? ¿Por qué no ir por aquí por donde no marcha nadie? Hay lanchas en el estanque grande con gente remando en ellas, pero el vapor donde los niños van a dar vueltas al cuadrado de agua, está anclado. ¿Anclado? No, atado con unas maromas, ridiculamente anclado. Aquí no hay mareas. Ahora tiene sus banquitos limpios. Cuando se llena de chicos pueden sacar la mano fuera y meterla en el agua sin temor a que les muerda ningún tiburón. Las mamas creen que están en el mar y se marean y se vomitan en sus mantillas negras. El mozo del embarcadero, el que grita los números de las barcas que llevan la media hora del alquiler, las coge del brazo, les da una taza de té, les saca una peseta de propina y presume andando de pie sobre las barcas, sin caerse, como un marino de verdad.

—Ve usted, señora, es sencillo, la costumbre, nada más que la costumbre.

Pero yo soy ya hombre y esto es la vida. Esto, todo esto. Bueno, ¡mejor! ¡Esto es la vida! ¡La vida es así! Un día echaré de comer a los peces o a los gorriones, otro vomitaré en un barco y otro pescaré peces o cazaré pájaros. Sí, señor, hay que gruñir a los niños pequeños para que no lloren. ¿Le dan un coche y llora? Un coche con ruedas de goma. Debía de ser rico el matrimonio aquel. Un día yo tendré un hijo; pero mi mujer no tendrá un pezón tan negro como el de esa mujer. ¿Cómo se puede casar un hombre rico con una mujer que tiene un pezón negro? A lo mejor, la rica es ella y entonces, claro, él tiene razón. ¿Qué importa un pezón negro, si se es rico? Porque lo único que cuenta es ser rico. ¡Ser rico! Esto es vivir.

Pero tal vez no. En la buhardilla no somos ricos, pero somos felices.

¡Hombre! Mira dónde viene el padre Joaquín. Habrá venido a pasear después de la misa. Verdaderamente es un tipo de hombre. Me gustaría ser así: alto, fuerte, cuadrado, como dicen que son todos los vascos. Le sienta bien la sotana, sin tripa, con el pecho abombado. A casi todos los curas, la hilera de botones de la sotana —¿cuántos botones, treinta o cuarenta?— les hace una curva que se hunde bajo la barba y sobresale sobre la tripa en puntos brillantes. A éste no. Le salen en el pecho y se hunden en la tripa, para seguir rectos hacia abajo, hasta las piernas que parecen querer romper la sotana al andar.

No sé quién viene con él. Una señora con un niño de la mano. No está mal el chico. Muy serio para su edad, pero fuerte, mucho más fuerte que yo.

Con mi sombrero en la mano ando al lado del padre Joaquín. La mujer y el niño van detrás de nosotros.

—¿Te paseas, Arturo? , —Sí. Me ha dado uno de mis arrechuchos. Pensaba.

—¿En qué pensabas?

—Psch. No sé. En tonterías. En la vida, en la muerte, en los bichos. Me he reído con un gorrión y con un chico en un cochecito con ruedas de goma. Yo qué sé. Mi madre dice que es el crecimiento. Yo no sé lo que es. Y además...

—¿Además... qué?

—Nada; no. Nada...

Me he puesto colorado. Lo siento en la cara. Pero cómo le digo que me he acostado con una mujer por primera vez en mi vida y que tenía una camisita corta...

El padre Joaquín me pasa la mano sobre la cabeza, como otras veces. Se vuelve a los otros, a la mujer y al niño, tan serios los dos.

—Acercaos —dice.

Coge a la mujer de la mano, tira de ella hacia mí. Coloca su otra mano ancha y grande, con pelitos rubios en los artejos, sobre el hombro del chico y tira de él. Los lleva delante de mí y los tres, ella, el chico y yo, estamos supensos, porque va a pasar algo. Algo tremendo.

—Mi mujer, mi hijo —dice simplemente—. Éste es Arturo.

Seguimos los cuatro a lo largo del estanque, todo el paseo lleno de sol, callados, sin decir una palabra, mirando las aguas cuadradas, para no ver que nos miramos unos a otros. Vamos despacio y el paseo es largo, interminable.

Al final me voy con un saludo torpe, tropezando conmigo mismo. Y no me atrevo a volver la cabeza, para no verlos a los tres mirándose, mirándome.

Capítulo 10

Rebelde

Está todo arreglado. Los cuatro hombres dormiremos aquí, en la vieja buhardilla. Rafael y yo, como otras veces, juntos en mi cama dorada. El tío Luis y Andrés en la cama de matrimonio de mi madre, con sus hierros pintados de verde y sus santos despintados a la cabecera y a los pies, en los dos óvalos de chapa roída de los años y de los insecticidas. Las mujeres, la Concha y mi madre, dormirán en la otra buhardilla, en la de la señora Francisca. La señora Francisca se murió y dejó unas sartenes negras, unos pucheros también negros, un cesto de mimbre con alcahueses, caramelos y bengalas de las que vendía a los chicos de la plaza del Progreso. Como su buhardilla estaba pared por medio de la nuestra, nos quedamos con ella y heredamos: un poco de ropa vieja, los cacharros de guisar, los de vender y un catre con un colchón de lana negra. Nadie se presentó a recoger «la herencia» y convertimos el catre en astillas y repartimos todo lo demás entre la comunidad de las buhardillas.

Rafael y yo dormimos en esta buhardilla. Durante el día sirve de cocina, porque en un rincón, debajo del tejado, hay un hornillo con chimenea. A la vez es el taller de la Concha. Se marchó de casa del doctor Chicote y, no queriendo ser más criada, ha aprendido, pagándoselo, el oficio de planchadora. Siendo la madre lavandera, es fácil tener clientela, y el día se lo pasa con sus planchas calientes en el rincón del tejado, frotando telas sobre una mesa de pino cuadrada, de más de tres metros de largo, que llena el centro de la buhardilla. Las mujeres duermen solas, nosotros también —aunque algunas veces no dormimos en casa, aprovechando la independencia—, y a la vez estamos todos juntos.

En la antigua buhardilla han quedado, además de las dos camas, la mesa redonda que construyó mi padre, los cacharros y las ropas. Toda nuestra riqueza. Hoy, por razones de las dimensiones de las camas, Miguel y yo dormiremos en la antigua buhardilla y las mujeres en la nuestra.

Han venido el tío Luis y Andrés juntos, pero con finalidades distintas: Andrés viene para ir a Toledo a pasar tres días de vacaciones con su hijo Fidel que está allí de seminarista. Elvira, su mujer, se ha quedado en Méntrida, con su pierna supurante, tendida en la cama. El tío Luis ha venido como otras veces, a comprar hierro para hacer herraduras. Hierro en barras, negro, dulce, hierro que no ha probado el fuego desde que salió del crisol. Cuando el tío Luis compra hierro, siempre me recuerda cuando le veía probar el vino: entonces recorría las bodegas subterráneas de Méntrida y con un cacillo sacaba un poco de vino de la tinaja, lo suficiente para mediar el vaso recién lavado. Le miraba al trasluz, bebía un sorbito «para enjuagarse la boca», chascaba la lengua, se callaba, enjugaba el vaso y probaba otra tinaja. De repente cogía el vaso con los dedos y lo metía en la tinaja como si fuera el cacillo, le sacaba lleno hasta los bordes y se lo bebía de un golpe; y otra vez y otra. El dueño del vino le preguntaba:

—¿Qué te parece, Luis?

—Esta tinaja, sangre de Cristo; lo demás puedes tirarlo.

Con el hierro es lo mismo: en los almacenes de la Cava Baja entra agachando su corpachón y pide hierro, simplemente «hierro». Como todos le conocen, le sacan las barras largas de dos y cuatro metros. Las sopesa, les pasa la yema del dedo por encima, las golpea con un nudillo haciéndolas sonar y las deja caer en el montón; hasta que llega a un montón en el que se queda con la barra suspendida en el aire y dice: «¿Cuánto?». Cuando cierra el trato, con sus manos dobla las barras de un dedo de gruesas, hace un atado con ellas y se las lleva al hombro, como si fuera a ir directo de la Cava Baja a Méntrida a forjarlas. A veces, dice palmeando las barras: «¡Oro fino!».

Rafael y yo montamos el tablero intermedio de la mesa, para caber los seis. Mi madre saca uno de sus manteles blancos y prepara la mesa. A las ocho vendrán los dos de sus negocios. Andrés llega cargado de paquetes. Golosinas y ropa para el chico. El tío Luis llega con un solo paquete que empuña como una maza. Golpea con él la mesa y se echa a reír:

—Suena duro, ¿eh?

Quita los papeles y sale un jamón seco, curado, duro como si fuera madera.

—Trae un cuchillo, Leonor.

Lo corta por la mitad, dejando al aire la carne casi morada, de la que saca una tira para cada uno. Mi madre protesta:

—¡Pero, hombre, déjelo para el pueblo!

—Mira, mira, come y calla, que mañana no sabemos lo que va a pasar.

Después se llena un vaso de vino hasta el borde y se lo bebe.

—¡Ahora, a cenar!

El principio de la cena es todo silencios por el hambre que ha despertado la loncha de jamón y por no saber cómo empezar. El tío Luis comienza, encarándose conmigo:

—Bueno, y tú, ¿qué?

—Trabajando.

—Éste ya ha solucionado la vida —dice Andrés—, ha tenido más suerte que mi chico, que tendrá que pasarse nueve años en el seminario.

El tío Luis chasca con los dientes una chuleta, se limpia los labios grasientos con el revés de la mano y se vuelve a Andrés:

—Mira que, si dentro de nueve años, el chico te colgara los hábitos y se marchara detrás de unas faldas, estaría gracioso.

—Si me hace eso el chico, le mato. Después que se ha pasado uno la vida sacrificándose por él, que me colgara los hábitos y se fuera de golfo, sin oficio ni beneficio a los veintiún años, le mataba.

—¡Ta, ta, ta! ¿A qué llamas tú sacrificios? Porque el seminario no te cuesta un céntimo. La carrera se la dan gratis con tal de tener un curita más, porque los necesitan. Y tú te has quitado una boca de casa y ahora tienes hasta ahorros.

—Pero ¿y el sacrificio de separarse de un hijo once años para que pueda ser un hombre?

—¿Para que pueda ser un hombre? ¡Vamos, tú crees que yo soy idiota! Será para que sea un cura, pero no un hombre. Porque los curas, aunque sean hombres, no pueden funcionar como tales. Y eso es lo que has hecho tú. Cuando tu chico sea mayor, será hombre o será cura, pero lo que nunca será es cura y hombre.

—Bueno, Luis, contigo no se puede discutir.

—Claro que no, ¿no ves que yo soy muy bruto? Tan bruto que no me quedo con nada que me haga daño dentro del cuerpo. Yo al pan le llamo pan y al vino, vino.

Para apoyar la frase, rebaña el plato con un migote de pan que le llena la boca y se bebe otro vaso lleno de vino. Después, con el plato limpio, planta los dos codos en la mesa y prosigue:

—Mira: ni ésta —se encara con mi madre— ni tú tenéis razón. Os da la manía de todos los muertos de hambre que queréis que el chico sea un príncipe de la Real Casa. Ahí le tienes —me señala a mí con un dedo—, tan finito, tan guapo, con la cara tan blanca, con su cuello almidonado, su corbata de seda, su traje elegante, con dos pesetas de sueldo, viviendo en una buhardilla y su madre lavando ropa. Le han enseñado a que tenga vergüenza de que su madre es una lavandera.

—Yo no tengo vergüenza de que mi madre sea lavandera —respondo.

—¿Sí? ¿Cuántos amigos tuyos del banco vienen aquí, a casa, de visita?

Me pongo colorado y no contesto.

—¿Lo ves? —le dice a Andrés—. Igual que tú. ¿A que no dice tu chico en el seminario que es el hijo de un albañil, ni tú eres capaz de presentarte en Toledo con la blusa blanca? En Leonor, la cosa tiene excusas porque es una mujer y por otras muchas cosas. Pero tú, que puedes decir que eres tan rico como yo, no tienes perdón de Dios, si es que ese tío existe. A cada uno lo suyo. Mis chicos machacan hierro y cuando sean hombres harán lo que les dé la gana, pero siempre tendrán con qué ganarse el pan sin avergonzarse de ser herreros como su padre. Y para ser ricos, ten por seguro que si no son idiotas, serán más ricos que tú y que tu hijo aunque llegue a canónigo.

—Precisamente, lo que yo no quiero —dice Andrés un poco ronco— es que mi hijo tenga que llevar cubos en una obra, amasar yeso y pintar paredes con cal a pleno sol. Yo lo hago por su bien y algún día me lo agradecerá.

—Y cuando pase una chica guapa y le entren ganas de mujer, se ensuciará en su padre por debajo del hábito.

—Mira, mira, el chico no es tonto y cuando tenga ganas de una mujer se acostará con ella.

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