Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Después de comer vienen la Concha y Rafael. La Concha está sirviendo en casa del doctor Chicote, Rafael está de chico en una tienda de la calle de Atocha. Como es además día 2, traen la paga. Ayer cobré yo. Sobre la mesa, mi madre pone todos los cuartos y empieza a hacer cuentas y montoncitos; ¡poco dinero hay! Los cinco duros míos, seis de Rafael, ocho de la Concha. Total, noventa y cinco pesetas.
—Nueve pesetas para el recibo de la casa. Dos pesetas para Pascuala.
Las once pesetas quedan en un montoncito. Éste es el dinero más sagrado para mi madre: pagar la casa.
—Cinco pesetas para la Sociedad.
Por estas cinco pesetas tenemos todos derecho a médico, botica y entierro.
—Diez pesetas para pagar la colada.
Mi madre se interrumpe y empieza a contar con los dedos sus deudas. Al final hace otro montoncito de catorce pesetas. Nosotros tres la miramos sin decir nada, esperando que acabe de disminuir el montón grande. Por último dice:
—Nos queda esto hasta el día 8 que cobre yo en el laboratorio.
Quedan treinta y una pesetas. Entonces empezamos nosotros. La Concha la primera:
—Yo necesito ropa. Un corsé, una camisa y unas medias.
—No eres tú nadie —exclama Rafael—. Yo necesito calzado y una blusa.
—Y yo zapatos —digo.
—Claro, el señorito necesita zapatos. Tiene dos pares ya, pero necesita otro.
—Claro, dos pares pero son de color y no puedo llevarlos con el luto de la tía.
—Te los tiñes.
—¡Eso! ¿Y tú presumiendo de tetitas con el corsé?
Nos enzarzamos los tres de palabras. Mi madre pretende calmarnos sin conseguirlo. Al final saca de su bolsillo una peseta, la une al montón y hace tres montoncitos de ocho pesetas cada uno. Y uno más para ella.
—¡Bueno! No hay más.
Rafael se embolsa sus ocho pesetas. La Concha se queda con ellas en la mano.
—¿Qué hago yo con esto?
—Mira —dice mi madre—, sacas unas pesetas del Monte y compras lo que te haga falta.
Los tres tenemos una libreta de ahorros en el Monte de Piedad y esto siempre es motivo de discusión. Rafael y yo la tenemos de una vez que nos dieron premios en el colegio. Pero no se puede sacar el dinero hasta que seamos mayores de edad. La Concha abrió una cuando empezó a trabajar y es la única que puede sacar los cuartos cuando quiere. Mi libreta tiene ya más de mil pesetas con los ingresos que fue haciendo el tío José. La de Rafael tiene más de quinientas y la de la Concha, durante los primeros años que trabajó, como no se necesitaba su sueldo, subió a cerca de mil quinientas pesetas. Después, cada vez que en casa ha habido apuros se ha recurrido a su cartilla y a estas fechas tiene doscientas o trescientas pesetas nada más. Así que cada vez que se habla de tocar su cartilla, se pone hecha una fiera.
—¡Para eso se pasa una la vida trabajando! Para luego no poderse comprar lo que le hace falta. Pues no hay derecho. Ellos tienen sus cuartos bien seguros y yo tengo que hacer frente a todo. Desde la muerte del tío José no se ha hecho más que sacar dinero de mi cartilla para que ése sea un señorito chupatintas: y yo, mientras, fregando platos.
—¡Eso es envidia! —exclamo yo.
—¿Envidia? ¿De quién? ¿De ti? Si vas a ser más desgraciado que ninguno. Nosotros somos pobres y no nos da vergüenza. ¡Los hijos de la señora Leonor la lavandera! Pero tú eres el señorito que te da vergüenza decir que tu madre lava en el río y que vives en una buhardilla. ¿A que sí? Yo he traído aquí, a casa, a mis compañeras y a mis amigas, porque a mí no me da vergüenza que vengan a casa. Pero tú, ¿cuándo has traído a un amigo? ¿Un señorito del banco, a que sepan que vives en una buhardilla y que tu madre lava ropa?
Por lo mismo que tiene razón, me pongo furioso. Claro es , que en el Crédit no saben que soy hijo de una lavandera y que vivo en una buhardilla. Tal vez me echaran a la calle. Allí no quieren pobres. Se exige ir bien vestido y tener una casa decente. Las familias de los empleados son personas que visten con sombrero y gabán. ¡Estaría bonito que se presentaran allí la Concha con su traje de criada de casa grande, Rafael con su blusa de tendero, mi madre con un pañuelo a la cabeza y su delantal! Pero esto no lo comprende la Concha. Cuando hablo, tratando de hacerla ver el porvenir que me espera cuando sea un empleado que gane mucho dinero y mi madre no baje al río y tengamos una casa con su lámpara de comedor en medio y luz eléctrica, se ríe en mis narices, me sacude por los hombros y me chilla:
—¡Idiota! Lo que serás tú es un muerto de hambre toda tu vida. Un chupatintas. Un señorito de pan pringado. —Se ríe a carcajadas. De pronto se pone seria y me grita—: ¡Un esclavo de cuello duro! ¡Eso es lo que vas a ser!
Y me vuelve la espalda, se sienta en una silla y se echa a llorar.
Rafael y yo vamos a la calle. Compramos una cajetilla de cincuenta y encendemos un pitillo. Tomamos café y una copa de coñac. Cogemos el tranvía y nos vamos a Cuatro Caminos a merendar cordero asado y beber vino tinto. Cuando volvemos a casa, nos hemos gastado las dieciséis pesetas de los dos. Rafael me dice:
—No importa. Tengo las propinas y mañana le pediré al amo un duro, pero no le digas nada a madre.
Al día siguiente, cuando me levanto por la mañana para ir al Crédit, la madre, que me ha cepillado la ropa, como todos los días, me da dos pesetas.
—Toma, para que lleves algo, por si tienes un compromiso.
No me pregunta qué he hecho de las ocho pesetas del domingo. Y bajo avergonzado las escaleras de casa.
Futuro
Tengo ansia de algo. ¿De qué? No lo sé. Ansia de correr, de saltar, de tirar piedras, de trepar a los árboles. De sentarme en una sombra y mirar, mirar, sin pensar en nada. Mirar a lo lejos. Llenarme la cabeza de campo. Llenármela de aquellos grupos de árboles, casi una mancha negra de puro verde, que se ve a lo lejos. Llenármela de amarillo, de aquellas praderas del Pardo que dicen utiliza el Rey de España para experimentar cultivos. Entre ellas hay un cuadrado árido y en medio un pozo artesiano que hace brincar el agua a diez metros. Llenarme esta cabeza mía de nieve y de piedras, de la nieve y de la piedra que se ven al fondo en la sierra de Guadarrama. Encerrarme en la buhardilla, solo, mi madre en el río o no importa dónde. Dar la vuelta a la llave para que no venga la señora Pascuala y me vea sin hacer nada. Llenarme la cabeza de nada.
Me meto entre los pinos de la Moncloa. Los pinos están en cuestas rápidas y sus agujas han tapizado el suelo. Las gentes prefieren el parque del Oeste, jardín inglés de hierba recortada y arena fina. Parece que cuidan la hierba barberos con máquinas de cortar el pelo, gigantes que rapan la tierra y le dejan patillas. Le han sacado la raya en medio: un riachuelo con lecho de cemento y bordes de trozos de roca llenos de agujeros como esponjas petrificadas; con cascadas que son escalones de escalera. El arroyo salta en los escalones y se ríe de las gentes que le miran estúpidamente desde lo alto —alto de dos metros— de los puentecillos rústicos. Una mamá dice a su niño que se asoma al barandal de palos cruzados: «Niño, no te asomes, te puedes caer y ahogarte». ¡Y hay diez centímetros de agua! De la mamá se ríe el niño, que quisiera mojarse los pies en el arroyo, se ríe el arroyo y se ríen los peces. El niño ve en el arroyo un caudal de agua donde chapotear y revolcarse, alargando la mano a los pececillos dormidos, a estos pececillos imbéciles del Retiro que han trasplantado al arroyo. Tan tontos que no se atreven a seguir la corriente y marcharse río abajo al Manzanares, porque tienen miedo al agua. Tan tontos que se quedan en cada piso del riachuelo, girando en el cuadrado de cemento y comiendo las migas de pan que caen desde los puentecillos. La madre tiene visiones de Niágara desbordante: «Niño, te vas a ahogar». Se ríen el niño y el arroyo, pero al final se enfadan, porque quisieran jugar juntos.
Odio el parque del Oeste. Le odio. Le odio sus praderitas simétricas. Odio sus paseítos estrechos de arena y de piedrecitas pequeñas, redondas, con las que juegan las chicas a los cantillos. Odio las casitas rústicas, los puentecillos falsos de madera, las márgenes de roca, de cara feroz que yo podría arrancar y tirar al arroyo. Odio el arroyito, barnizada de cemento su tripa, con su fuente de origen, una boca de hierro fundido con un letrero en relieve que dice: «Canal de Isabel II».
Más allá está la Moncloa. Campo libre. Crece la hierba y las ortigas entre ella. Hay barrancos y fuentes, manantiales que tienen por caño una teja que debió clavar allí en la tierra algún pastor, y que ya los años y el agua han tapizado de verde, de un terciopelo verde donde al beber se hunden los labios. Hay fuentes donde el agua salta de la piedra como un borbotón de puchero que hierve. Donde hay que beber haciendo cuenco con la mano y sorbiendo el caldo del puchero de la tierra. Hay fuentes que son hoyos planos como un cristal. En el fondo sudan agua, el sudor de la tierra. Y el sudor desborda y sale del borde del hoyo y sigue entre la hierba, perdido, sin que nadie lo vea. Cuando se bebe en estos hoyos, la tierra se ofende y sus posos suben y manchan el cristal con el amarillo del cieno. Cuando dejas de beber se calma poco a poco y el cristal reaparece.
Hay un árbol aquí y otro allá. Millares de árboles sueltos. Unos en lo alto de los cerros con el cuerpo torcido a fuerza de aguantar el soplo del viento. Otros rectos y fuertes. Otros en el fondo de ba—rrancos, agarradas sus raíces a las cuestas para no caerse, sacando sus dedos fuera de la tierra, para hincar sus uñas en ellas. Hay matojos que son brazadas de especias que llenan el aire de olor. Y hay la alfombra de agujas de pino blanda y escurridiza donde da placer sentarse, tumbarse, revolcarse. La suela de mis alpargatas es de cáñamo y el cáñamo se pule con las agujas de los pinos. Desde lo alto de la cuesta, como sobre patines, se desliza uno, escurriéndose sobre las agujas de los pinos, y corre cuesta abajo hasta que pierde el equilibrio y se sienta en las agujas que se clavan en las posaderas. Los pinos se ríen, tú también, y riéndote te frotas. Y te quedas allí, donde has caído, sentado entre los pinos de corteza acuarteronada. Los domingos, cuando salgo de casa a las seis de la mañana, tomo un café puro en la Puerta del Sol, donde hay un café que no cierra ni de día ni de noche. El café que me dan, negro, espeso, sabe a juerga. En el café se reúnen gentes distintas a las gentes que se ven durante el día en Madrid. Primero los juerguistas. Los hay borrachos de toda una noche de vino, con la boca seca y el cerebro febril de no dormir: «Un café puro, sin azúcar», dicen. Los hay serenos, apresurados. Han dormido con una mujer toda la noche y van a casa con los ojos hinchados de sueño y de fatiga. Tienen que lavarse de prisa y corriendo, cepillarse la ropa, rehacer el nudo de la corbata y marcharse a la oficina o al taller. Después, profesionales: el sereno, el repartidor de telegramas, el camarero, el vendedor de periódicos, el barrendero. Se beben el café y la copita de coñac o de aguardiente barato para «matar el gusanillo». Después, nosotros, los madrugadores. Muchos que van a coger un tren y llegan con sus maletas o se apean del coche que queda en la puerta para calentarse el cuerpo. Con ellos suelen llegar viejecitas, asustadas del viaje y de este Madrid de madrugada, que se beben su café a sorbitos porque quema, mirando impacientes el reloj. Otros que vienen en pandillas, chicos y chicas de mi edad o poco más. Van al Retiro, a la Moncloa, al parque del Oeste, a jugar y a pasar el día. Son novios y novias principiantes. Se beben el café, empujándose, gastándose bromas, riéndose de los borrachos muertos de sueño. Vienen frescos de acostarse temprano, la cara lavada. Los chicos empujan a las chicas contra el mostrador y se les ven las ganas de estrujarlas allí mismo. Los menos son los solitarios, que son viejos o niños casi hombres, como yo.
Los viejos se irán despacio calle de Alcalá arriba hasta el Retiro, se sentarán en un banco y mirarán a los jóvenes jugar como bestezuelas libres. Hablarán con otro de su quinta y recordarán sus tiempos de juventud. O tejerán palabras con alguna viejecilla sola, que, como ellos, va a mirar divertirse a los jóvenes, a gozar con ello y a murmurar.
Los semihombres, seminiños, como yo, nos vamos más lejos: a los pinos de la Moncloa, con un paquetito en el bolsillo que es la merienda de media mañana, la tortilla de dos huevos en un panecillo, la chuleta empanada. Con una botella pequeña que cabe en el bolsillo de dentro de la americana y que contiene un vasito de vino para después; un libro en otro bolsillo para leer bajo los pinos. Luego, no leemos. Miramos. Miramos las bandadas de jóvenes que saltan, corren y se persiguen detrás de los árboles. Quisiéramos estar allí con ellos, besar y que nos besaran; pero nos da vergüenza. Y los despreciamos desde lo alto del trono de nuestro pino y de nuestro libro. Todavía no nos admite esta sociedad de chicos jóvenes. Los viejos sí; nos dan consejos, nos acarician la cabeza. Pero ¡los jóvenes! Los jóvenes se ríen de nosotros. Ellos nos llaman «mocosos», ellas nos rechazan porque somos «crios»; o bien nos acogen maternalmente y nos besuquean como falsas madres, para ponerse excitadas ellas, porque los jóvenes no las quieren y no quedamos más que nosotros, los semihombres, los seminiños.
Como no se puede leer con estas imágenes que turban, hay que pensar. Los domingos, en la Moncloa, me dedico a pensar. A veces odio tanto el pensar que al domingo siguiente no voy a la Moncloa. Bajo al colegio, busco al padre Joaquín y no sé qué decirle. Después, poco a poco, comienzo a hablar y todos los domingos repletos de ideas y de pensamientos se vuelcan allí. A veces se ríe el padre de las cosas que le cuento. A veces me manda callar y entonces coge el oboe. Suben las palomas del corral y vienen los pájaros del tejado del colegio. Me manda callar cuando le hablo de mujeres; entonces se pone a tocar como si tuviera rabia, hasta que con los chillidos del oboe y los de los pájaros se calma. Cuando le hablo de la madre, escucha y escucha, horas enteras. Un día ha sa—cado de un cajón un retrato, el retrato de su madre. Una vasca nariguda, tiesa y seca, con un pañuelo anudado en punta de la cabeza. Detrás, el padre, más alto que ella, también seco, grande, con ojos chicos, un azadón bajo la mano derecha. Al fondo, una casita con un balcón corrido a lo largo de la pared.
—Ahora tienen una casona —me ha dicho. Después ha mirado la celda llena de libros y de pájaros, con el atril estirado como un esqueleto al sol; ha mirado como si le faltara algo.