Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Cuando comencé a trabajar en la oficina, María era la menos atractiva de las cuatro mecanógrafas. Tenía entonces diecisiete años, ojos y cabellos negros y un cuerpo huesudo lleno de ángulos. Su piel aceitunada tenía el aspecto de sucia, el cuello era un pescuezo flaco y largo, el pecho liso. Como compensación era vivaracha y activa, rápida de comprensión. Su educación no era particularmente buena, pero mejor que la de las otras, sus entendederas claras, y como tipista muy buena. La escogí como mi secretaria y trabajábamos muy bien juntos.
La cara de María estaba ligeramente picada por la viruela, lo que la hacía completamente infeliz y consciente de su defecto en todo momento. Cuando yo comencé a contarle las dificultades de mi matrimonio y mis esperanzas de encontrar aún «la mujer», comenzó a encontrar consuelo para sus defectos, porque yo le explicaba que no pensaba tanto en la belleza física como en el mutuo entendimiento, la armonía entre dos, la fusión. En aquel tiempo no me daba cuenta de que lo que estaba haciendo era seducir a la muchacha. La cara de María le negaba el homenaje del piropo y no tenía contacto con hombres más que conmigo. Supongo que yo tenía para ella la clase de fascinación que los hombres maduros y «experimentados» tienen tan frecuentemente para las muchachas jóvenes. Lentamente fue creciendo nuestra intimidad. Y durante estos años, la muchacha huesuda se transformó en una mujer plena con un cuerpo hermoso. Inevitablemente, terminamos en una relación íntima puesto que yo necesitaba alguien a quien pudiera dar cariño y que entendiera mi lenguaje. La comunidad de trabajo y su deseo ardiente de satisfacerme en todo se convirtieron en un sustituto del amor.
Eramos discretos en nuestras relaciones, pero no tratábamos de escondernos. Eran un secreto a voces. En la verdadera tradición matrimonial española, donde la mujer no se preocupaba mucho de que su marido tenga «un asunto» mientras no le absorba para siempre o mientras no se produzcan hijos ilegítimos, no tuve grandes dificultades con Aurelia. Ella no sentía que su posición estuviera amenazada por la existencia de María y todo quedó reducido a unas discusiones agrias de vez en cuando. Tampoco existían dificultades por parte de la familia de María. Vivía con su madre, un hermano y una hermana, ambos más jóvenes. La madre sabía nuestras relaciones, pero las ignoraba silenciosamente, yo creo, porque consideraba que María era una muchacha que nunca podría casarse y que por ello tenía derecho a sacar de la vida el mejor partido que pudiera.
Al principio habíamos acordado que ambos quedábamos en completa libertad, pero al cabo de seis años de relación se había desarrollado entre nosotros una intimidad estrecha. Por mi parte, aun no pudiendo decir que estaba enamorado, estos seis años me habían dado alegría.
Ahora ya no estaba contento más: y ella tampoco.
Un sábado por la mañana, María me preguntó:
—¿Te vas esta tarde a Novés?
—Claro, como siempre.
—Ya estoy harta de este arreglo. Cada domingo me quedo sola y me aburro. Mi hermana se va con sus amigas y yo no puedo salir con ellas,
—No veo por qué no.
—La mayoría de los domingos se van al baile. Si voy, tengo que bailar, porque todo el mundo sabe que sé y me gusta y no puedo pretender que no sé o no quiero.
—Bueno, y ¿qué más quieres? Si te gusta, vete al baile y baila todo lo que quieras, ya sabes que no me da celos. Pero no me puedo quedar aquí los domingos y al fin y al cabo estamos juntos toda la semana. Por otra parte, al principio ya habíamos discutido esto y estábamos conformes.
María insistió en que me quedara en Madrid. No quería que me quedara todos los domingos, pero sí de vez en cuando y particularmente aquel domingo. Me dio la sensación de que tenía algo en la mente y por último mandé un aviso a Novés que no podía ir.
La noche del sábado nos fuimos juntos al teatro. María mostraba mucho más interés en los detalles de la vida en Novés y en discutir la actitud y comportamiento de mi mujer que en el espectáculo. El domingo acordamos marcharnos de campo y nos fuimos ai Escorial. Cuando estábamos tumbados en la hierba, confrontados con la mole gigante de las montañas que rodean al monasterio, María dijo de repente:
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?
—¿Sobre qué? —La pregunta me había cogido por sorpresa y no había provocado ninguna asociación mental, aunque habíamos discutido varias veces durante el día mis relaciones matrimoniales.
—Sobre Aurelia.
—Tú querrás decir qué puedo hacer. Lo único que puedo hacer es divorciarme, pero no veo por qué. Para los chicos sería malo, porque estarían peor que estando yo y a mí tampoco me beneficiaría mucho. Tendría que irme a vivir de huésped o quedarme para siempre en casa de mi hermano. Viviría peor y me costaría más caro. Todavía valdría la pena si hubiera encontrado «la mujer».
Lo dije sin pensar y mucho menos sin querer herirla. Había hablado espontáneamente, como habíamos hablado durante años, sobre mis problemas. María me miró y tenía los ojos arrasados en lágrimas:
—Entonces, yo no significo nada para ti...
—Pero, chiquilla, nuestro caso es completamente distinto.
—Claro que es diferente. Para ti un pasatiempo y para mí una puerta cerrada. —Y se echó a llorar amargamente.
—Pero ¿qué es lo que quieres que haga? ¿Divorciarme e irme a vivir contigo? ¿O que nos casemos?
Se limpió las lágrimas y se echó a reír:
—Pues claro, tonto.
—Pero ¿no ves que no puede ser? Ahora todo el mundo nos tolera y cierra los ojos. Si nos fuéramos a vivir juntos te tratarían como una zorra. Si nos casáramos te tratarían como la mujer que ha seducido a un hombre casado y ha destruido una familia. Ni aun los tuyos estarían conformes, creo.
—No te preocupes de todas esas cosas. Yo soy mayor de edad y puedo hacer lo que me dé la gana. Si no es más que eso, deja a la gente que diga lo que quiera. A mí no me importa.
—Pero me importa a mí.
—¡Ves cómo no me quieres!
La conversación degeneró en una discusión hueca y falsa, repetida al infinito. El regreso de la excursión lo hicimos con un humor antagónico. Comprendía perfectamente la actitud de María y sus esperanzas, pero no tenía intenciones de realizarlas. Un divorcio seguido de un nuevo hogar con o sin el requisito previo de un matrimonio, no suponía más que el cambio de una mujer por otra, con el futuro abierto a más chicos y al aburrimiento de la vida de casado sin amor. María era perfecta mientras trabajara conmigo y simpatizara con mis disgustos y problemas personales; era perfecta como un consuelo. Todo desaparecería con un matrimonio. Perdería la secretaria y el oyente cariñoso.
Indudablemente mi actitud era fría y egoísta. Me daba cuenta de ello y me producía un escalofrío en la boca del estómago. Me daba disgusto mi actitud y a la vez resentía la de ella. Había roto nuestro compromiso. Sí, ella tenía razón a su manera, pero al mismo tiempo yo creía que la plena razón estaba de mi parte. No era, simplemente, como si ella quisiera tener su hombre; no, era que había llegado a la convicción de que su cariño hacia mí me haría feliz aunque yo no estuviera enamorado, porque me sabía lleno de afección para ella y que ya yo no tenía esperanza de encontrar jamás la mujer de quien yo hablaba y con quien yo soñaba. Al fin y al cabo, ella sabía muy bien que yo tenía treinta y ocho años, una edad en la cual un hombre comienza a ser fatalista o escéptico en cuestiones de amor.
Aún no era un escéptico, ni tampoco quería desprenderme de ella o explotarla fríamente. Habíamos pasado un buen tiempo juntos, pero sabía que el cambiarlo por una vida de convivencia destruiría nuestra amistad y nuestro cariño, que habían nacido de la soledad, para convertirse en soledad a su vez.
Terminamos nuestra discusión pero el aire quedó tenso entre los dos. María no repitió su demanda, pero intensificó sus atenciones conmigo hasta los detalles más mínimos. Quería mostrarme que era una mujer perfecta no sólo como amante sino también como ama de su casa. Su táctica era equivocada: yo no tenía ningún interés en vivir con una buena ama de casa; lo único que conseguía era irritarme y aburrirme. Me divertía, y a la vez me enfurecía, el ver cómo María tendía a comportarse como si fuéramos una pareja feliz de burgueses. A menudo íbamos a bailar a un cabaret nocturno, pero ahora María comenzaba a oponerse afirmando que debíamos obrar más discretamente.
—Si alguien nos ve aquí, van a creer que hay algo más detrás de ello.
—Pero chiquita, no se iban a creer más que la verdad.
—Pero yo no quiero que la gente crea que soy una de esas mujeres. Yo te quiero exactamente como si fueras mi marido.
Hacia fines de 1935 estaba en un estado de desesperación e irritabilidad agudas. Evitaba el contacto con ambas mujeres y no podía escapar de ninguna. Por aquella época comenzó la campaña electoral para las elecciones próximas, y durante algunas semanas el excitamiento de las masas y el conocimiento de lo que estaba en juego borraron de mi mente todos mis problemas privados.
Cuando el primer ministro Chapaprieta presentó el presupuesto a las Cortes, las derechas comenzaron una obstrucción sistemática. Chapaprieta tuvo que dimitir. El presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora —alias el Botas—, era un viejo zorro en política, un cacique de Andalucía que durante la monarquía se había mantenido en el poder manejando a su antojo las elecciones en su distrito, y que en las últimas convulsiones del reinado de Alfonso XIII se había pasado al partido republicano con armas y bagajes. La dimisión de Chapaprieta ponía en peligro la posición del presidente. Gil Robles mantenía la mayoría en las Cortes y el presidente tendría que recurrir a él para formar gobierno. Y no era que Alcalá Zamora fuera opuesto a un gobierno católico y de derechas, siendo él mismo un católico militante, sino que prefería convertirse él en el Dollfuss de España a cederle este honor a Gil Robles. Por otra parte, Gil Robles había intentado ejercer presión sobre Alcalá Zamora, un hecho que el viejo cacique no podía perdonar ni olvidar.
El presidente confió el encargo de formar gobierno a Portela Valladares, un republicano independiente, siendo la idea que usaría todos los recursos del poder gubernamental para preparar unas elecciones en favor de un centro moderado —el grupo que Alcalá Zamora quería representar—, y el cual podría así convertirse en una fuerza política dentro de las Cortes, en cuyas manos estaría decidir la mayoría de votos en una u otra dirección en cada debate parlamentario.
Pero el truco era muy viejo y estaba desacreditado. Se había usado con éxito para mantener la monarquía desde 1860. Pero ya el país había dejado de ser indiferente a la política y estaba en plena efervescencia, profundamente dividido en dos campos opuestos. El juego de Alcalá Zamora no tenía la más pequeña probabilidad de éxito y en realidad nunca se planteó. Tan pronto como Pórtela Vallares presentó su nuevo gabinete se encontró atacado por ambas, derechas e izquierdas, y tuvo que dimitir. En diciembre de 1935 Alcalá Zamora disolvió las Cortes y anunció la fecha del 16 de febrero de 1936 para celebrar las nuevas elecciones. Hubo que restablecer los plenos derechos constitucionales de los ciudadanos y comenzó la batalla de propaganda. Las derechas izaron la bandera del anticomunismo y comenzaron a aterrorizar a los futuros electores con visiones horribles de lo que sería ei país en caso de una victoria de las izquierdas. Predecían el caos y dieron colorido a sus predicciones multiplicando los incidentes callejeros provocativos. Los partidos de la izquierda formaron un bloque electoral. La lista de candidatos comprendía todos los matices, desde los simples republicanos hasta anarquistas; enfocaron su propaganda sobre las atrocidades que se habían cometido con los prisioneros de izquierda después del levantamiento de Asturias y la petición de una amnistía general.
Al mismo tiempo, sin embargo, las disensiones entre los partidos de izquierda se agravaron. Su prensa dedicaba al menos tanto espacio en atacarse mutuamente como en atacar a las derechas. Cada uno de ellos tenía miedo de un golpe de Estado fascista y voceaba este miedo, proclamando a la vez su tipo particular de revolución como la única solución posible. Largo Caballero aceptó el título de «Lenin de España» y el apoyo de los comunistas. Su grupo dijo a las masas que una victoria de las elecciones no sería la victoria de un Estado democrático—burgués, sino de un Estado revolucionario. Los anarquistas anunciaron también la victoria inminente de un Estado revolucionario, no a imitación de la Rusia soviética, sino basado en los ideales libertarios. Después de los años del bienio negro aquello era como una intoxicación. La válvula de seguridad había saltado y cada simple individuo estaba hundido en discusión y en tomar parte activa en la propaganda de sus ideas.
Yo me mezclé en la batalla en Novés.
Elíseo me recibió con un grito de bienvenida cuando entré en el casino de los pobres.
—Le estábamos esperando. Hemos decidido prepararnos para las elecciones y queremos montar un comité electoral.
—Me parece una buena idea.
—Pero es que queremos que sea usted quien lo organice; nosotros no entendemos de estas cosas y lo queremos hacer bien. Heliodoro y su pandilla ya lo tienen todo organizado. Están prometiendo a la gente todo lo que hay bajo el sol y a la vez amenazándoles, si no se comportan como ellos quieren. Y el hambre es mala consejera. Nosotros no podemos hacer nada, pero como usted tiene amigos en Madrid, si nos ayuda vamos a hacer nuestros mítines y nuestra propaganda. En fin, usted ya sabe lo que quiero decir.
Mis raíces estaban en Madrid y no en Novés, pero al mismo tiempo no podía rehusar el tomar parte activa en lo que yo creía iba a ser un momento decisivo para España y para nuestras esperanzas socialistas. Aquella gente necesitaba alguien que no se dejara intimidar por el cabo de la Guardia Civil o a quien no se pudiera entrampillar en maniobras sucias; alguien que les salvara de cometer tonterías o ilegalidades, dando así una ocasión a los contrarios. Al mismo tiempo se me ocurrió que el sumergirme en las elecciones me proporcionaría una satisfacción y un entretenimiento y me mantendría alejado de las dos mujeres. También vi, instantáneamente, que una victoria de la derecha y hasta posiblemente una victoria de la izquierda significaba tener que abandonar el pueblo inmediatamente. Pero, de todas formas, Novés estaba terminado para mí. Acepté la tarea.