La fiesta del chivo (23 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Locuras de la juventud, Lucindita —se ríe Urania, cogiéndole la mano—. Pero, ya ves, se me pasó y aquí me tienes.

—¿Seguro que no eres un fantasma? —su prima toma distancia para mirarla, menea la cabeza incrédula—. ¿Por qué llegar así, sin avisar? Hubiéramos ido al aeropuerto.

—Quería darles la sorpresa —miente Urania—. Lo decidí de un momento a otro. Fue un impulso. Metí cuatro cosas en la maleta y tomé el avión.

—En la familia, estábamos seguras que más nunca volverías —se pone seria Lucinda—. El tío Agustín, también. Él sufrió mucho, tengo que decírtelo. Que no quisieras hablar con él, que no le contestaras el teléfono. Se desesperaba, le lloraba a mi mamá. Nunca se consoló de que lo trataras así. Perdona, no sé por qué te digo esto, no quiero entrometerme en tu vida, prima. Es por la confianza que siempre te tuve. Cuéntame de ti. ¿Vives en New York, cierto? Te va muy bien, ya sé. Te hemos seguido los pasos, eres una leyenda en la familia. ¿Trabajas en un estudio muy importante, verdad?

—Bueno, hay firmas de abogados más grandes que la nuestra.

—A mí no me extraña que hayas triunfado en Estados Unidos —exclama Lucinda, y Urania advierte una nota ácida en la voz de su prima—. Desde chiquita se veía venir, por lo inteligente y estudiosa. Lo decían la superiora, sister Helen Claire, sister Francis, sister Susana y, sobre todo, la que te engreía tanto, sister Mary: Uranita Cabral, un Einstein con faldas.

Urania se echa a reír. No tanto por lo que dice su prima, sino por la manera como lo dice: con facundia y sabrosura, hablando con boca, Ojos, manos y todo el cuerpo a la vez, con ese regusto y alegría del hablar dominicano. Algo que descubrió, por contraste, hacía treinta y cinco años, al llegar a Adrian, Michigan, a la Siena Heights University de las Dominican Nuns, donde, de la noche a la mañana, se vio rodeada de gente que sólo hablaba inglés.

—Cuando te fuiste, sin siquiera despedirte de mí, casi me muero de pena —dice su prima, con nostalgia por aquellos tiempos idos—. Nadie entendía nada, en la familia. ¡Pero, qué es esto! ¡Uranita a Estados Unidos sin decir adiós! Nos comíamos a preguntas al tío, pero también parecía en la luna. «Las monjas le ofrecieron una beca, no podía perder la ocasión.» Nadie se lo creía.

—Fue así, Lucindita —Urania mira a su padre, que está otra vez inmóvil y atento, escuchándolas—. Se presentó la oportunidad de ir a estudiar en Michigan y ni tonta, la aproveché.

—Eso lo entiendo —reincide su prima—. Y que te merecías esa beca. ¿Pero, por qué partir como huyendo? ¿Por qué romper con tu familia, con tu padre, con tu país?

—Yo fui siempre un poco loca, Lucindita. Eso sí, aunque no les escribiera, los recordaba mucho. En especial, a ti.

Mentira. No echaste de menos a nadie, ni siquiera a Lucinda, la prima condiscípula, la confidente y cómplice de travesuras. A ella también querías olvidarla, como a Manolita, la tía Adelina y tu padre, a esta ciudad y a este país, en esos primeros meses en la lejana Adrian, en aquel primoroso campus de pulcros jardines, con begonias, tulipanes, magnolias, arriates de rosales y altos pinos cuya fragancia oleajinosa llegaba hasta el cuartito que compartiste el primer año con cuatro compañeras, entre ellas Alina, la negrita de Georgia, tu primera amiga en ese nuevo mundo, tan distinto del de tus primeros catorce años. ¿Sabían las dominicas de Adrian por qué habías salido «huyendo», gracias a sister Mary, la directora de estudios del Santo Domingo? Tenían que saberlo. Si sister Mary no las hubiera puesto en antecedentes no te habrían dado aquella beca, de esa manera precipitada. Las sisters fueron un modelo de discreción, pues, en los cuatro años que Urania pasó en la Siena Heights University, jamás hizo alguna de ellas la menor alusión a la historia que laceraba tu memoria. Por lo demás, no se arrepintieron de haber sido tan generosas: fuiste la primera graduada de esa universidad en ser aceptada en Harvard y en recibirse con honores en la más prestigiosa universidad del mundo. ¡Adrian, Michigan! Cuántos años sin volver allí. Ya no sería aquella provinciana ciudad de granjeros que se encerraban en sus casas al ponerse el sol y dejaban las calles desiertas, de familias cuyo horizonte terminaba en esos pueblecitos vecinos que parecían gemelos —Clinton y Chelsea— y cuya máxima diversión era asistir en Manchester a la famosa feria del pollo a la parrilla. Una ciudad limpia Adrian, bonita, sobre todo en invierno, cuando la nieve ocultaba las rectas callecitas —donde se podía patinar y esquiar— bajo aquellos algodones blancos con los que los niños hacían monigotes y que mirabas caer del cielo, hechizada, y donde hubieras muerto de amargura, acaso de aburrimiento, si no te hubieras dedicado con tanta furia a estudiar.

Su prima no para de hablar.

—Poquito después, mataron a Trujillo y vinieron las calamidades. ¿Sabes que los caliés entraron al colegio? Golpearon a las sísters, a sister Helen Claire le llenaron la cara de moretones y arañazos, y mataron a Badulaque, el pastor alemán. Por poco no nos queman la casa también a nosotros por el parentesco con tu papá. Decían que el tío Agustín te mandó a Estados Unidos adivinando lo que iba a ocurrir.

—Bueno, también, él quiso alejarme de aquí —la interrumpe Urania—. Aunque había caído en desgracia, sabía que los antitrujillistas le tomarían cuentas.

—También eso lo entiendo —musita Lucinda—. Pero no, que no quisieras saber más de nosotros.

—Como siempre tuviste buen corazón, apuesto que no me guardas rencor —se ríe Urania—. ¿Cierto, muchacha?

—Claro que no —asiente su prima—. Si supieras cuánto le rogué a mi papá para que me mandara a Estados Unidos. Contigo, a la Siena Heights University. Lo había convencido, creo, cuando la debacle. Todo el mundo empezó a atacarnos, a decir mentiras horribles de la familia, solo por ser mi madre hermana de un trujillista. Nadie se acordaba que al final Trujillo trató a tu papá como a un perro. Tuviste suerte de no estar aquí en esos meses, Uranita. Vivíamos muertos de miedo. No sé cómo se libró el tío Agustín de que le quemaran esta casa. Pero, varias veces la apedrearon.

La interrumpe un toquecito en la puerta.

—No quería interrumpir —la enfermera señala al inválido—. Pero, ya es la hora.

Urania la mira sin entender.

—De hacer sus necesidades —le explica Lucinda, echando un vistazo a la bacinica—. Es puntualito como un reloj. Qué suerte, yo vivo con problemas de estómago, comiendo ciruelas secas. Los nervios, dicen. Bueno, vamos a la sala) entonces.

Mientras bajan la escalera, vuelve a Urania el recuerdo de aquellos meses y años de Adrian, de la severa biblioteca con vitrales, al costado de la capilla y contigua al refectorio, donde pasaba la mayor parte del tiempo, cuando no estaba en clases y seminarios. Estudiando, leyendo, borroneando cuadernos, ensayos, resumiendo libros, de esa manera metódica, intensa, reconcentrada, que tanto apreciaban en ella los maestros y que algunas compañeras admiraban, y a otras enfurecía. No era el deseo de aprender, de triunfar, lo que te confinaba en la biblioteca, sino de marearte, intoxicarte, perderte en esas materias —ciencias o letras, daba igual— para no pensar, para ahuyentar los recuerdos dominicanos.

—Pero, si estás en traje de deporte —advierte Lucinda, cuando ya están en la sala, junto a la ventana que da al jardín—. No me digas que has hecho aeróbics esta mañana.

—Fui a correr por el Malecón. Y, al regresar al hotel, los pies me trajeron hasta aqu’í, así como estoy. Desde que llegué, hace un par de días, dudaba si venir a verlo o no. Si sería una impresión muy grande para él. Pero, ni me ha reconocido.

—Te ha reconocido muy bien —su prima cruza las piernas y saca de su bolso un paquete de cigarrillos y un encendedor—. No puede hablar, pero se da cuenta de quién entra, y entiende todo. Manolita y yo venimos a verlo casi a diario. Mi mamá no puede, desde que se rompió la cadera. Si fallamos un día, al siguiente nos pone mala cara.

Se queda mirando a Urania de tal modo que ésta anticipa: «Otra sarta de reproches». ¿No te da pena que tu padre esté pasando sus últimos años abandonado, en manos de una enfermera, visitado sólo por dos sobrinas? ¿No te corresponde estar a su lado, darle cariño? ¿Crees que con pasarle una pensión has cumplido? Todo eso está en los ojos saltones de Lucinda. Pero, no se atreve a decirlo. Ofrece a Urania un cigarrillo y, al rechazarlo ésta, exclama:

—No fumas, por supuesto. Me lo imaginaba, viviendo en Estados Unidos. Hay una psicosis contra el tabaco allá. —Sí, una verdadera psicosis —reconoce Urania. En el bufete también han prohibido fumar. No me importa, nunca fumé.

—La muchacha perfecta —se ríe Lucindita—. Oye tú, mujer, en confianza ¿tuviste algún vicio, tú? ¿Alguna vez has hecho una de esas locuritas que hace todo el mundo?

—Algunas —se ríe Urania—. Pero, no se pueden contar.

Mientras conversa con su prima, examina la salita. Los muebles son los mismos, lo delata su decrepitud; el sillón tiene una pata rota y una cuña de madera lo sostiene; el forro, deshilachado, con huecos, ha perdido el color, que, recuerda Urania, era rojo pálido, rojo corcho de vino. Peor que los muebles están las paredes: manchas de humedad por doquier y en muchas partes asoman pedazos de muro. Las cortinas han desaparecido, allí están todavía la barra de madera y los anillos de que colgaban.

—Te impresiona lo pobrecita que se ve tu casa echa una bocanada de humo su prima—. La nuestra, igual, Urania. La familia se fue a pique con la muerte de Trujillo, ésa es la verdad. A mi papá lo echaron de La Tabacalera y nunca volvió a encontrar un puesto. Por ser cuñado de tu padre, sólo por eso. En fin, el tío lo pasó peor. Lo investigaron, lo acusaron de todo, le abrieron juicios. A él, que había caído en desgracia con Trujillo. No pudieron probarle nada, pero su vida se fue a pique, también. Menos mal que te va bien y puedes ayudarlo. En la familia, nadie podría. Todos andamos a tres dobles y un repique. ¡Pobre tío Agustín! Él no fue como tantos que se acomodaron. Él, por decente, se arruinó.

Urania la escucha, grave, sus ojos animan a Lucinda a seguir, pero su mente está en Michigan, en la Siena Heights University, reviviendo aquellos cuatro años de obsesivo, salvador estudio. Las únicas cartas que leía y contestaba eran las de sister Mary. Afectuosas, discretas, jamás mencionaban aquello, aunque, si sister Mary lo hubiera hecho —ella, la única persona a la que Urania se había confiado, la que tuvo la luminosa solución de sacarla de allí y mandarla a Adrian, la que conminó al senador Cabral a aceptarla no se hubiera enojado. ¿Hubiera sido un alivio desahogarse de cuando en cuando en una carta a sister Mary de ese fantasma que nunca le dio tregua?

Sister Mary le contaba del colegio, los grandes sucesos, los meses turbulentos que siguieron al asesinato de Trujillo, la partida de Ramfis y de toda la familia, los cambios de gobierno, las violencias callejeras, los desórdenes, se interesaba por sus estudios, la felicitaba por sus logros académicos.

—¿Cómo es que nunca te casaste, chica? —Lucindita la mira desvistiéndola—. No sería falta de oportunidades. Todavía estás muy bien. Perdona, pero, ya tú sabes, las dominicanas somos curiosas.

—La verdad, no sé por qué —se encoge de hombros Urania—. Tal vez, falta de tiempo, prima. He estado siempre demasiado ocupada; primero estudiando y luego trabajando. Me he acostumbrado a vivir sola y no podría compartir mi vida con un hombre.

Se oye hablar y no se cree lo que dice. Lucinda, en cambio, no pone en duda sus palabras.

—Has hecho bien, muchacha —se entristece—. ¿De que me sirvió a mí casarme, a ver? El sinvergüenza de Pedro me abandonó con dos niñitas. Se mudó un día y más nunca me mandó un chele. He tenido que criar dos niñas haciendo las cosas más aburridas, alquilar casas, vender flores, dar clases a choferes, que son fresquísimos, no te imaginas. Como no estudié, era lo único que encontraba. Quién como tu, prima. Tienes una profesión y te ganas la vida en la capital del mundo con un trabajo interesante. Mejor que no te casaras. Pero, tendrás tus aventuras ¿no?

Urania siente fuego en las mejillas y su sonrojo hace soltar la risa a Lucinda:

—Aja, ajá, cómo te has puesto. ¡Tienes un amante! cuéntame. ¿Es rico? ¿Bien parecido? ¿Gringo o latino?

—Un caballero con las sienes plateadas, muy distinguido —inventa Urania—. Casado y con hijos. Nos vemos los fines de semana, si no estoy de viaje. Una relación agradable y sin compromiso.

—¡Qué envidia, muchacha! —palmotea Lucinda—. Es mi sueño. Un viejo rico y distinguido. Tendré que ir a buscármelo a New York, aquí todos los viejos son una calamidad: gordísimos y en la prángana.

En Adrian, no pudo dejar de ir algunas veces a fiestas, salir de excursión con muchachos y muchachas, simular que flirteaba con algún pecosito hijo de granjeros que le hablaba de caballos o de audaces escaladas a las montañas nevadas en el invierno, pero regresaba tan exhausta al dormitoryo por todo lo que debía fingir durante aquellas diversiones que buscaba pretextos para evitarlas. Llegó a tener un repertorio de excusas: exámenes, trabajos, visitas, malestares, plazos perentorios para entregar los papers. En los años de Harvard, no recordaba haber ido a una fiesta o a bares ni haber bailado una sola vez.

—A Manolita también le fue pésimo en su matrimonio. No porque su marido fuera mujeriego, como el mío. Cocuyo (bueno, se llama Esteban) no mata una mosca. Pero es un inútil, lo echan de todos los empleos. Ahora tiene un empleíto en uno de esos hoteles que han construido en Punta Canas, para turistas. Gana un sueldo miserable y mi hermana apenas lo ve una o dos veces al mes. ¿Un matrimonio, eso?

—¿Te acuerdas de Rosalía Perdomo? —la interrumpe Urania.

—¿Rosalía Perdomo? —Lucinda busca, entrecerrando los ojos—. La verdad, no… ¡Ah, claro! ¿Rosalía, la del lío con Ramfis Trujillo? Más nunca se la vio por aquí. La mandarían al extranjero.

El ingreso de Urania a Harvard fue celebrado en la Siena Heights University como un acontecimiento. Hasta ser aceptada allí, ella no se había dado cuenta del prestigio que tenía esa universidad en Estados Unidos, y la manera reverente con que todos se referían a quienes se habían graduado, estudiaban o enseñaban allí. Ocurrió de la manera más natural; si se lo hubiera propuesto, no hubiera resultado tan fácil. Estaba en el último año. La directora vocacional, luego de felicitarla por sus estudios, le preguntó qué planes profesionales tenía, y Urania le respondió: «Me gusta la abogacía». «Una carrera en la que se gana mucho dinero», repuso la doctora Dorothy Sallison. Pero Urania acababa de decir «abogacía» porque fue lo primero que se le vino a la boca, hubiera podido decir Medicina, Economía o Biología. Nunca habías pensado en tu futuro, Urania; vivías tan paralizada con el pasado, que no se te ocurría pensar en lo que tenías por delante. La doctora Sallison examinó con ella diversas opciones y optaron por cuatro universidades prestigiosas: Yale, Notre Dame, Chicago y Stanford. Uno o dos días después de llenar las solicitudes, la doctora Sallison la llamó: «¿Por qué no Harvard, también? No se pierde nada». Urania recuerda los viajes para las entrevistas, las noches en los albergues religiosos que le conseguían las madres dominicas. Y la alegría de la doctora Sallison, de las religiosas y compañeros de promoción al ir llegando las respuestas de las universidades, incluida Harvard, aceptándola. Le prepararon una fiesta en la que tuvo que bailar.

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