Eran las ocho y cuarto cuando el automóvil llegó a la comisaría, aminoró la marcha para aparcar, lo pensó mejor y siguió adelante para dirigirse a Via Cavour. La portera lo miró con malos ojos y ni siquiera lo saludó; acababa de fregar el suelo del vestíbulo y ahora los zapatos del comisario lo ensuciarían todo. Davide Griffo estaba algo menos pálido, se había recuperado un poco. No se sorprendió de ver a Montalbano, y enseguida le ofreció una taza de café recién hecho.
—¿Ha encontrado algo?
—Nada —contestó Griffo—. Y eso que he mirado por todas partes. No está la libreta de ahorro, no hay ningún escrito que explique la procedencia de los dos millones mensuales que recibía mi padre.
—Señor Griffo, necesito que usted me ayude a recordar.
—Estoy a su disposición.
—Creo que usted me dijo que su padre no tenía parientes cercanos.
—Es cierto. Tenía un hermano, ya no recuerdo cómo se llamaba, que murió bajo los bombardeos americanos del cuarenta y tres.
—Su madre, en cambio, sí los tenía.
—Exactamente un hermano y una hermana. El hermano, el tío Mario, vive en Comiso y tiene un hijo que trabaja en Sydney. ¿Recuerda que hablamos de ello? Usted me preguntó si...
—Lo recuerdo —lo cortó el comisario.
—La hermana, la tía Giuliana, vivía en Trapani, donde ejercía de maestra. Era soltera, jamás se quiso casar. Pero ni mi madre ni el tío Mario mantenían tratos con ella. A pesar de que, en los últimos tiempos, se había reconciliado un poco con mamá, hasta el punto de que mis padres fueron a verla dos días antes de que muriera. Permanecieron en Trapani casi una semana.
—¿Sabe por qué razón su madre y su tío estaban enemistados con la tal Giuliana?
—Al morir, el abuelo y la abuela dejaron casi todo lo poco que tenían a esta hija, con lo que prácticamente desheredó a los otros dos.
—¿Le dijo su madre alguna vez cuál había sido la causa de...?
—Algo me comentó. Al parecer, los abuelos se habían sentido abandonados por ella y tío Mario. Pero, verá usted, mi madre se casó muy joven, y tío Mario se fue a trabajar fuera de casa cuando todavía no había cumplido los dieciséis años. Sólo tía Giuliana se quedó con los padres. Nada más morir los abuelos (la abuela murió primero), tía Giuliana vendió lo que tenía aquí y pidió el traslado a Trapani.
—¿Cuándo murió?
—No se lo puedo decir exactamente. Hace por lo menos dos años.
—¿Sabe dónde vivía en Trapani?
—No. Aquí en casa no he encontrado nada que se refiriera a tía Giuliana. Sin embargo, sé que la casa de Trapani era de su propiedad, la había comprado.
—Sólo una cosa más: el apellido de soltera de su madre.
—Di Stefano. Margherita di Stefano.
Eso era lo bueno de Davide Griffo: era generoso en las respuestas y tacaño en las preguntas.
Dos millones al mes. Más o menos lo que ganaba un pequeño empleado en la cumbre de su carrera. Pero Alfonso Griffo estaba jubilado desde hacía tiempo y vivía de la pensión, de la suya y de la de su mujer. O, mejor dicho, había vivido, pues, desde hacía un par de años, recibía una ayuda considerable. Dos millones mensuales. Desde otro punto de vista, una cantidad irrisoria. Por ejemplo, en caso de que se tratara de un chantaje sistemático. Y, además, por muy aferrado que estuviera a la lira, a Alfonso Griffo, por cobardía o por falta de fantasía, jamás se le hubiera ocurrido la idea de un chantaje. Admitiendo que no tuviera escrúpulos morales. Dos millones al mes. ¿Para actuar de testaferro, según la hipótesis que él había formulado en un primer momento? Sin embargo, por regla general, un testaferro lo cobra todo de golpe o participa en los beneficios, no cobra a plazos mensuales. Dos millones al mes. En cierto sentido, la exigüidad de la suma complicaba las cosas. A pesar de que la regularidad de los pagos constituía un indicio. El comisario estaba empezando a hacerse una idea. Pero había una coincidencia que lo intrigaba.
Se detuvo delante del Ayuntamiento y subió a la oficina del registro civil. Conocía al responsable, el señor Crisafulli.
—Necesito una información.
—Dígame, señor comisario.
—Si una persona que ha nacido en Vigàta fallece en otro lugar, ¿su defunción se comunica aquí?
—Hay una disposición a este respecto —contestó evasivamente el señor Crisafulli.
—¿Y se cumple?
—Por regla general sí. Pero hace falta tiempo. Ya sabe usted cómo van estas cosas. Sin embargo, debo decirle que, si la defunción se produce en el extranjero, ya no hay ni que hablar. A no ser que algún familiar se encargue personalmente de...
—No, la persona que me interesa murió en Trapani.
—¿Cuándo?
—Hace más de dos años.
—¿Cómo se llamaba?
—Giuliana di Stefano.
—Vamos a verlo ahora mismo.
El señor Crisafulli lo consultó en un ordenador que dominaba un rincón de la sala, y levantó los ojos para mirar a Montalbano.
—Consta que murió en Trapani el seis de mayo de mil novecientos noventa y siete.
—¿Dice dónde vivía?
—No. Pero, si quiere, en cuestión de cinco minutos lo podré averiguar.
Y aquí el señor Crisafulli hizo una cosa muy rara: fue hasta su escritorio, abrió un cajón, sacó una petaca, la destapó, bebió un trago, volvió a enroscar el tapón y dejó la petaca a la vista. Después regresó al ordenador. Puesto que el cenicero de la mesa estaba lleno de colillas de cigarro puro cuyo olor impregnaba toda la sala, el comisario encendió un cigarrillo. Lo acababa de apagar cuando el responsable del registro le dijo con un hilillo de voz:
—Lo he encontrado. Vivía en Via Libertà doce.
¿Estaba indispuesto? Montalbano se lo quería preguntar, pero no le dio tiempo. El señor Crisafulli regresó corriendo al escritorio, cogió la petaca y bebió otro trago.
—Es coñac —explicó—. Me jubilo dentro de dos meses.
El comisario lo miró con expresión inquisitiva, sin comprender la relación.
—Soy un empleado chapado a la antigua —explicó el otro— y, cada vez que hago una gestión con tanta rapidez y no como antes, que tardaba varios meses, me entra vértigo.
Empleó dos horas y media en llegar a la Via Libertà de Trapani. El número 12 correspondía a un edificio de tres plantas, rodeado por un pequeño jardín muy bien cuidado. Davide Griffo le había explicado que tía Giuliana se había comprado el piso donde vivía. Pero quizá a su muerte el apartamento se había vendido a personas que ni siquiera la conocían y el dinero habría ido a parar con toda certeza a alguna obra benéfica. Junto a la verja cerrada había un portero electrónico con sólo tres nombres. Debían de ser unos pisos bastante grandes. Llamó al de arriba, que correspondía a «Cavallaro». Contestó una voz femenina.
—¿Sí?
—Disculpe, señora. Necesito una información acerca de la difunta señorita Giuliana di Stefano.
—Llame al segundo piso, el de en medio.
La tarjeta que figuraba al lado del timbre de en medio decía «Baeri».
—¡Pero, bueno, qué prisa tenemos! ¿Quién es? —preguntó otra voz femenina, esta vez de anciana, cuando el comisario ya había perdido las esperanzas, pues había llamado tres veces sin obtener respuesta.
—Me llamo Montalbano.
—¿Y qué quiere?
—Quisiera preguntarle una cosa acerca de la señorita Giuliana di Stefano.
—Pregunte.
—¿Así, a través del telefonillo?
—¿Por qué, es algo muy largo?
—Bueno, sería mejor que...
—Ahora le abro —dijo la voz de la anciana—. Y usted hará lo que yo le diga. En cuanto se abra la verja, usted entra y se detiene en mitad del caminito de la entrada. Si no lo hace, no le abriré el portal.
—Muy bien —dijo el comisario, resignado.
Se detuvo en mitad del caminito de la entrada sin saber qué hacer. Después vio que se abrían los postigos de un balcón y aparecía una vieja con moño vestida de negro, con unos prismáticos en la mano. Se los acercó a los ojos y lo estudió con atención mientras él se ruborizaba inexplicablemente, como si estuviera desnudo. La vieja volvió a entrar, cerró los postigos, y al poco rato se oyó el «clic» metálico del portal que se abría. No había ascensor, naturalmente. La puerta del segundo piso en la cual figuraba el apellido de «Baeri» estaba cerrada. ¿Qué otro examen tendría que superar?
—¿Cómo me ha dicho que se llama?
—Montalbano.
—¿Y a qué se dedica?
Como le dijera que era comisario, le daba un ataque.
—Soy funcionario del Ministerio.
—¿Tiene algún documento?
—Sí.
—Deslícelo por debajo de la puerta.
Con más paciencia que un santo, el comisario así lo hizo. Transcurrieron cinco minutos de silencio absoluto.
—Ahora le abro —dijo la vieja.
Sólo entonces el comisario observó horrorizado que la puerta tenía cuatro cerraduras. Y seguramente en la parte interior debía de haber un pestillo y una cadena. Al cabo de unos diez minutos de ruidos diversos, la puerta se abrió y Montalbano pudo entrar en casa Baeri. La mujer lo hizo pasar a un espacioso salón con pesados muebles oscuros.
—Yo me llamo Assunta Baeri —dijo la vieja—, y del documento se deduce que usted pertenece a la policía.
—Exactamente.
—De lo cual me congratulo —dijo con ironía la señora (¿o señorita?) Baeri.
Montalbano no rechistó.
—¡Los ladrones y los asesinos hacen lo que les da la gana, y la policía, con la excusa de mantener el orden, se va a los campos de fútbol a ver el partido! ¡O le hace de guardaespaldas al senador Ardolì, que no lo necesita; basta con que uno lo mire a la cara para que se muera del susto!
—Señora, yo...
—Señorita.
—Señorita Baeri, he venido a molestarla para hablar de la señorita Giuliana di Stefano. ¿Este piso era suyo?
—Sí, señor.
—¿Usted se lo compró a ella?
¡Menuda frase le había salido! Inmediatamente rectificó.
—... ¿a la difunta?
—¡Yo no compré nada! ¡La difunta, como usted la llama, me lo dejó en su testamento! Vivía con ella desde hacía treinta y dos años. Yo pagaba incluso el alquiler. Poco, pero lo pagaba.
—¿Dejó otras cosas?
—¡Entonces usted no es de la policía sino de Hacienda! Sí, señor, me dejó otro piso, pero muy pequeño. Lo tengo alquilado.
—¿Y a los demás? ¿Les dejó algo a los demás?
—¿Quiénes son los demás?
—Bueno, no sé, algún familiar...
—A su hermana, con quien había hecho las paces tras pasarse años sin hablar con ella, le dejó una cosita de nada.
—¿Sabe usted qué era esa cosita?
—¡Pues claro que lo sé! El testamento lo hizo en mi presencia y tengo incluso una copia. A su hermana le dejó un establo y una sarma, sólo un pequeño recuerdo.
Montalbano se quedó estupefacto. ¿Se podía dejar la roña en herencia? Las siguientes palabras de la señorita Baeri aclararon el equívoco.
—No, mucho menos que eso. ¿Usted sabe a cuántos metros cuadrados corresponde una sarma de tierra?
—La verdad es que no lo sé —dijo el comisario, recuperándose del susto.
—Cuando se fue de Vigàta para venir aquí, Giuliana no consiguió vender ni el establo ni la tierra que, al parecer, no es llana. Y, cuando hizo testamento, decidió dejarle estas cosas a su hermana. Tienen muy poco valor.
—¿Usted sabe dónde está exactamente el establo?
—No.
—Pero en el testamento lo tiene que especificar. Y usted me ha dicho que conserva una copia.
—¡Virgen santa! ¿Qué quiere, que me ponga a buscarlo?
—Si fuera posible...
La vieja se levantó murmurando, abandonó la habitación y regresó al cabo de menos de un minuto. Sabía muy bien dónde guardaba la copia del testamento. Se la entregó de mala gana. Montalbano le echó un vistazo y, al final, encontró lo que le interesaba.
En el documento, el establo se calificaba de «edificio rústico de una sola habitación»; según las medidas que se indicaban, un dado de cuatro metros de lado. Rodeado de mil setecientos metros cuadrados de terreno. Poca cosa, tal como había dicho la señorita Baeri. El edificio se levantaba en un lugar llamado El Moro.
—Le doy las gracias y le ruego me disculpe la molestia —dijo cortésmente Montalbano mientras se levantaba.
—¿Por qué le interesa el establo? —preguntó la vieja levantándose a su vez.
Montalbano dudó, tenía que encontrar una buena excusa. Pero la señorita Baeri añadió:
—Se lo pregunto porque es la segunda persona que se interesa por el establo.
El comisario volvió a sentarse y la señorita Baeri imitó su ejemplo.
—¿Cuándo fue?
—Al día siguiente del entierro de la pobre Giuliana, cuando su hermana y su marido aún estaban aquí. Dormían en la habitación del fondo.
—Explíqueme cómo ocurrió.
—Se me había olvidado por completo, pero me ha vuelto a venir a la memoria ahora que hemos hablado de ella. Pues bien, al día siguiente del entierro, casi a la hora de comer, sonó el teléfono y yo me puse al aparato. Era un hombre, me dijo que estaba interesado en el establo y el terreno. Yo le pregunté si se había enterado de que la pobre Giuliana había muerto y él me contestó que no. Me preguntó con quién podía hablar del asunto. Entonces le pasé al marido de Margherita, puesto que ella era la heredera.
—¿Oyó lo que dijeron?
—No, salí de la habitación.
—El que llamó, ¿le dijo cómo se llamaba?
—Puede que me lo dijera, pero ya no me acuerdo.
—Después, en su presencia, ¿el señor Alfonso le comentó a su mujer la llamada?
—Cuando entró en la cocina y Margherita le preguntó con quién había hablado, él le contestó que con uno de Vigàta que vivía en su mismo edificio. Y no añadió nada más.
¡Albricias! Montalbano se levantó de un salto.
—Tengo que irme, muchas gracias y disculpe —dijo, encaminándose hacia la puerta.
—Tengo una curiosidad —dijo la señorita Baeri, siguiéndolo—. ¿Por qué no le pregunta estas cosas a Alfonso?
—¿Qué Alfonso? —dijo Montalbano, que ya había abierto la puerta.
—¿Cómo que qué Alfonso? El marido de Margherita.
¡Santo cielo! ¡Ésa no se había enterado de los asesinatos! No debía de mirar la televisión ni leer los periódicos.
—Se las preguntaré —le aseguró el comisario, ya en la escalera.
Detuvo el coche en la primera cabina telefónica que encontró, bajó, entró y observó una lucecita roja intermitente. El teléfono no funcionaba. Vio otra cabina: el teléfono también estaba averiado.