Después, con la nariz, el paladar y la garganta invadidos por el maravilloso aroma del
risotto
, ambos enmudecieron según lo acordado.
Reanudaron la conversación mientras esperaban las lubinas. La que empezó a hablar de los Griffo fue precisamente Beatrice.
—Estos dos señores que han desaparecido...
—Perdone, si usted estaba en Palermo, ¿cómo ha podido enterarse de que...?
—Anoche me llamó el director de la Sirio. Me dijo que usted había convocado a todos los participantes en la excursión.
—Muy bien, siga.
—Yo tengo que llevar obligatoriamente un muestrario. Si el autocar está al completo, el muestrario, que es muy voluminoso, dos cajas muy grandes, lo guardo en el portamaletas. Si, por el contrario, el autocar no va lleno, lo dejo en la última fila, la de los cinco asientos. Coloco las cajas en los dos asientos más alejados de la portezuela, para no obstaculizar la subida o bajada de los pasajeros. Pues bien, los señores Griffo fueron a sentarse precisamente en la última fila.
—¿Qué asientos, de los tres restantes, ocupaban?
—Él se sentó en el del centro, que está delante del pasillo. Su mujer se sentó a su lado. El asiento libre era el que estaba más cerca de la portezuela. Cuando yo llegué sobre las siete y media...
—¿Con el muestrario?
—No, el muestrario ya lo había colocado la víspera en el autocar un empleado de la Sirio. El mismo empleado acude a recogerlo cuando regresamos a Vigàta.
—Siga.
—Cuando los vi sentados justo donde estaban las cajas, les señalé que podían elegir otros asientos mejores, puesto que el autocar aún estaba casi vacío y no se hacían reservas. Les expliqué que, para mostrar los artículos, tendría que ir arriba y abajo y los molestaría. Ella ni siquiera me miró, mantenía la mirada fija hacia delante, y pensé que estaba sorda. Él, en cambio, daba la impresión de estar preocupado, mejor dicho, no preocupado sino en tensión. Me contestó que yo podía hacer lo que quisiera, pero que ellos preferían quedarse allí. Hacia la mitad del viaje, tuve que empezar mi trabajo y lo obligué a levantarse. ¿Y sabe usted lo que hizo? Empujó con el trasero el de su mujer y ésta se pasó al asiento que quedaba libre junto a la portezuela. Y él se desplazó hacia ella. De esta manera, pude sacar mi sartén. Pero, en cuanto me situé de espaldas al conductor, con el micrófono en una mano y la sartén en la otra, los Griffo regresaron a sus asientos de antes.
Sonrió.
—Cuando adopto esa posición, me siento muy ridícula... Y, sin embargo, hay un pasajero habitual, el
cavaliere
Mistretta, que ha obligado a su mujer a comprar tres baterías de cocina completas. ¿Se da usted cuenta? ¡Está enamorado de mí, y no le digo qué miradas le lanza su mujer! A cada comprador le regalamos un reloj parlante, de esos que los inmigrantes ilegales que venden baratijas por las calles ofrecen por diez mil liras. Y a todos los viajeros les regalamos un bolígrafo con el nombre de la empresa grabado. Pues los Griffo no lo quisieron.
Llegaron las lubinas y se hizo nuevamente el silencio.
—¿Quiere fruta? ¿Un café? —preguntó Montalbano cuando, por desgracia, de las lubinas ya no quedaban más que las raspas y las cabezas.
—No, me gusta conservar el sabor del mar —contestó Beatrice.
No sólo gemela sino también hermana siamesa.
—En resumen, señor comisario, en el transcurso de toda la venta, estuve mirando de vez en cuando a los Griffo. Permanecían inmóviles como estatuas, sólo que él se volvía algunas veces a mirar hacia atrás a través de la luneta. Como si temiera que algún automóvil estuviera siguiendo el autocar.
—O lo contrario. Para cerciorarse de que un automóvil determinado aún estaba siguiéndolo —dijo el comisario.
—Puede ser. No comieron con nosotros en Tindari. Cuando bajamos, los dejamos todavía sentados. Cuando volvimos a subir, los encontramos allí. Durante el viaje de vuelta, no bajaron ni siquiera en la parada del café con leche. Pero de una cosa estoy segura: fue él, el señor Griffo, el que quiso que paráramos en el bar
trattoria
Paradiso. Faltaba muy poco para llegar y el conductor quería seguir adelante. Él protestó. Y entonces bajaron casi todos. Yo me quedé en el autocar. Después, el conductor hizo sonar el claxon, los pasajeros subieron y el autocar se puso nuevamente en marcha.
—¿Está segura de que los Griffo también subieron?
—Eso no se lo puedo asegurar. Durante la parada, yo me puse a escuchar música con el
walkman
, llevaba los auriculares puestos. Mantenía los ojos cerrados. En resumen, me entró sueño. Y, cuando abrí los ojos en Vigàta, casi todos los pasajeros ya habían bajado.
—Por consiguiente, es posible que los Griffo ya estuvieran caminando hacia su casa.
Beatrice abrió la boca como para decir algo, pero la volvió a cerrar.
—Adelante, lo que sea; a veces, lo que a usted le puede parecer una tontería, a mí me puede ser útil —dijo el comisario.
—De acuerdo. Cuando subió el empleado de la empresa para recoger el muestrario, yo lo ayudé. Cuando tiraba de la primera caja hacia mí, apoyé la mano en el asiento en el que hasta hacía muy poco rato hubiera tenido que estar sentado el señor Griffo. Estaba frío. A mi juicio, aquellos dos no volvieron a subir al autocar después de la parada en el bar Paradiso.
Calogero les llevó la cuenta, Montalbano pagó, Beatrice se levantó y el comisario hizo lo propio con una pizca de tristeza: la chica era una auténtica maravilla de Dios, pero no había nada que hacer, todo tendría que terminar allí.
—La acompaño —dijo Montalbano.
—Tengo coche —contestó Beatrice.
Y, en aquel instante, hizo su aparición Mimì Augello. Vio a Montalbano, se encaminó hacia él y, de repente, se detuvo en seco con los ojos muy abiertos, como si hubiera pasado aquel ángel que, según la creencia popular, dice «amén» y todos se quedan paralizados tal como están. Evidentemente, había visto a Beatrice. Después dio súbitamente media vuelta para irse.
—¿Me buscabas? —le preguntó el comisario, obligándolo a detenerse.
—Sí.
—Entonces ¿por qué te ibas?
—No quería molestar.
—Pero ¿qué molestia, Mimì? Ven. Señorita, le presento a mi subcomisario, el señor Augello. La señorita Beatrice Dileo, que el domingo pasado tuvo ocasión de viajar con los Griffo y me ha contado unas cosas muy interesantes.
Mimì sólo sabía que los Griffo habían desaparecido, no sabía nada de las investigaciones, pero mantenía los ojos clavados en la chica y no conseguía abrir la boca.
Fue entonces cuando el Demonio, el de la D mayúscula, se materializó al lado de Montalbano. Invisible para todos menos para el comisario, mostraba su aspecto tradicional: piel peluda, pezuñas de macho cabrío, rabo y cuernos cortos. El comisario notó que su ardiente y sulfuroso aliento le quemaba la oreja izquierda.
—Haz que se conozcan mejor —le ordenó el Demonio.
Y Montalbano se inclinó ante su voluntad.
—¿Tiene cinco minutos? —le preguntó con una sonrisa a Beatrice.
—Sí. Tengo toda la tarde libre.
—Y tú, Mimì, ¿ya has comido?
—To... to... todavía no.
—Pues entonces siéntate en mi silla y pide algo mientras la señorita te cuenta lo de los Griffo. Por desgracia, yo tengo que atender un asunto urgente. Nos vemos más tarde en la comisaría, Mimì. Gracias una vez más, señorita Dileo.
Beatrice volvió a sentarse y Mimì se dejó caer rígidamente en la silla como si llevara puesta una armadura medieval. Todavía no lograba comprender cómo era posible que hubiera recibido aquella gracia divina, pero la guinda había sido la insólita amabilidad de Montalbano, que abandonó la
trattoria
canturreando. Había arrojado una semilla. Si el terreno era fértil (y él no dudaba de la fertilidad del terreno de Mimì), la semilla germinaría. Y entonces, adiós a Rebeca o como se llamara, adiós a la petición de traslado.
—Disculpe, comisario, pero ¿no le parece que ha sido usted un pelín canalla? —preguntó indignada la voz de la conciencia de Montalbano a su propietario.
—¡Uf, menuda lata! —fue la respuesta.
Delante del café Caviglione, su propietario, Arturo, estaba tomando el sol, apoyado en la jamba de la puerta. Vestía como un pordiosero, chaqueta y pantalones raídos y llenos de manchas, a pesar de los cuatro o cinco mil millones de liras que había ganado prestando dinero a usura. Era un tacaño miembro de una familia de tacaños legendarios. Una vez le había mostrado al comisario un cartel amarillento y cubierto de cagadas de mosca que su abuelo, a principios de siglo, tenía puesto en el local: «Quien se siente a una mesita tiene que consumir forzosamente por lo menos un vaso de agua. Un vaso de agua cuesta dos céntimos.»
—Comisario, ¿se toma un café?
Entraron.
—¡Un café para el comisario! —ordenó Arturo al camarero mientras introducía en la caja el dinero que Montalbano se había sacado del bolsillo. El día en que Arturo decidiera regalar una miga de pan, se produciría sin duda un cataclismo que habría hecho las delicias de Nostradamus.
—¿Qué hay, Artù?
—Quería hablarle del asunto de los Griffo. Yo los conozco porque en verano cada domingo por la noche se sientan a una mesa, siempre solos, y piden dos buenas consumiciones: un helado de
cassata
para él y uno de avellana con nata para ella. Yo aquella mañana los vi.
—¿Qué mañana?
—La mañana que se fueron a Tindari. Los autocares tienen la terminal un poco más adelante, en la plaza. Yo abro a las seis, minuto más, minuto menos. Pues bien, los Griffo ya estaban aquí afuera, delante de la persiana metálica. Y el autocar tenía que salir a las siete, ¡imagínese!
—¿Bebieron o comieron algo?
—Un bollo caliente por barba, que me trajeron de la panadería diez minutos después. El autocar llegó a las seis y media. El conductor, que se llama Filippu, entró y pidió un café. Entonces, el señor Griffo se le acercó y le preguntó si podían sentarse en el autocar. Filippu les contestó que sí, y entonces ellos salieron sin darme siquiera los buenos días. A lo mejor tenían miedo de perder el autocar.
—¿Eso es todo?
—Pues sí.
—Oye, Artù, ¿tú conocías al chico al que pegaron un tiro?
—¿A Nenè Sanfilippo? Hasta hace dos años venía habitualmente a jugar al billar. Después lo hacía muy raras veces. Y sólo de noche.
—¿Cómo que de noche?
—Comisario, yo cierro a la una. Él venía de vez en cuando y compraba algunas botellas de whisky, ginebra o cosas así. Venía en coche y casi siempre llevaba dentro a una chica.
—¿Tuviste ocasión de conocer a alguna de ellas?
—No, señor. A lo mejor las traía desde Palermo o desde Montelusa, sabría él de dónde coño las traía.
Al llegar a la puerta de la comisaría, no se sintió con ánimos para entrar. En el escritorio lo esperaba un montón de papeles para firmar y, sólo de pensarlo, le empezó a doler el brazo derecho. Comprobó que tenía en el bolsillo suficientes cigarrillos, subió de nuevo al coche y se dirigió hacia Montelusa. A medio camino entre los dos pueblos, había un sendero campestre escondido detrás de un cartel publicitario que conducía a una ruinosa casita rústica, junto a la cual crecía un enorme acebuche, un olivo silvestre que debía de tener doscientos años. Parecía un árbol falso, de teatro, nacido de la fantasía de un Gustavo Doré, una posible ilustración del Infierno dantesco. Las ramas más bajas estaban retorcidas y se arrastraban por el suelo; por mucho que lo intentaban, no conseguían elevarse hacia el cielo y, en determinado momento de su avance, lo pensaban mejor y decidían volver atrás, hacia el tronco, describiendo una especie de codo o, en algunos casos, un auténtico nudo. Pero, poco después, cambiaban de idea y regresaban atrás, como asustadas ante la contemplación del poderoso tronco, agujereado, requemado y arrugado por los años. Y, al volver atrás, las ramas seguían una dirección distinta de la anterior. Eran en todo y por todo semejantes a serpientes venenosas, pitones, boas, anacondas, repentinamente metamorfoseadas en ramas de olivo. Parecían desesperarse y angustiarse por aquel hechizo que las había congelado, «confitado» hubiera dicho el poeta Eugenio Montale, en una eternidad de trágica fuga imposible. A las ramas de en medio, tras haber recorrido un metro escaso de distancia, enseguida les entraba la duda y no sabían si dirigirse hacia arriba o bien inclinarse hacia la tierra para reunirse con las raíces.
Cuando no le apetecía el aire del mar, Montalbano sustituía el paseo por el muelle de levante por una visita al olivo silvestre. Sentado a horcajadas en una de las ramas bajas, encendía un cigarrillo y empezaba a reflexionar acerca de cuestiones sin resolver.
Había descubierto que, de manera misteriosa, el enmarañamiento, el retorcimiento, la contorsión, la superposición, en resumen, el laberinto de las ramas reflejaba de forma casi mimética lo que ocurría en el interior de su cabeza, el entrelazamiento de las hipótesis, la superposición de los razonamientos. Y cuando alguna suposición le parecía a primera vista excesivamente arriesgada y precipitada, la contemplación de una rama que seguía un trazado todavía más arriesgado que su pensamiento lo tranquilizaba y lo ayudaba a seguir adelante.
Rodeado de hojas verdes y plateadas, era capaz de permanecer varias horas estático, con una inmovilidad sólo interrumpida de vez en cuando por los movimientos indispensables para encender un cigarrillo, que se fumaba sin quitárselo de la boca, o para apagar cuidadosamente la colilla, restregándola contra el tacón del zapato. Permanecía tan inmóvil que las hormigas se le subían encima sin que él las molestara, se le introducían entre el cabello y le recorrían las manos y la frente. En cuanto bajaba de la rama, se tenía que sacudir concienzudamente el traje y, entonces, junto con las hormigas, caía a veces alguna arañita o una mariquita de la buena suerte.
* * *
Sentado en la rama, se planteó una pregunta fundamental para el camino que deberían seguir las investigaciones: ¿existía algún nexo entre la desaparición de los dos viejecitos y el asesinato del muchacho?
Levantando los ojos y la cabeza para que le entrara mejor la primera calada de cigarrillo, el comisario se dio cuenta de que una rama del olivo seguía un camino imposible, con ángulos, curvas cerradas y saltos hacia delante y hacia atrás que, en determinado momento, le conferían el aspecto de un viejo radiador de calefacción de tres elementos.