La excursión a Tindari (17 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La excursión a Tindari
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—Sigo sin comprender por qué tenemos que perder tanto tiempo. Sobre las cintas en venta en el mercado, tanto de películas normales como porno, no se puede volver a grabar.

—En eso te equivocas. Basta manipular el casete de una determinada manera, me lo explicó tiempo atrás Nicolò Zito. Mira, puede que Sanfilippo recurriera a este sistema: coge la cinta de una película, supongamos que «Cleopatra», la pasa por espacio de un cuarto de hora, pulsa el «stop» y después empieza a grabarle encima lo que quiere. ¿Qué ocurre? Que un extraño introduce la cinta en el vídeo, cree que es la película «Cleopatra», la para, la quita y pone otra. Pero allí es justamente donde se encuentra lo que busca. ¿Está claro?

—Bastante —dijo Mimì—. Lo suficiente para que comprenda que tengo que ver todas las cintas. Y, aun recurriendo al avance rápido, va a ser un proceso muy largo.

—Ármate de paciencia —dijo Montalbano.

Se puso los zapatos, se ató los cordones y se puso la chaqueta.

—¿Por qué te vistes?

—Porque me voy a casa. Aquí te quedas tú. Por lo demás, ya tienes cierta idea de quién es la mujer, eres el único que puede reconocerla. Si la encuentras en alguna de estas cintas, y yo estoy seguro de que la encontrarás, llámame a la hora que sea. Que te diviertas.

Abandonó la habitación sin que Mimì hubiera abierto la boca.

Mientras bajaba a pie la escalera, oyó puertas que se abrían discretamente en los distintos pisos: los inquilinos de Via Cavour 44 estaban a la espera de que saliera la fogosa mujer que había follado con el comisario. Perderían la noche.

Por la calle no había ni un alma. Un gato salió de un portal y le dirigió un maullido a modo de saludo. Montalbano le correspondió con un «Hola, ¿qué tal?». Le cayó bien al gato y éste lo acompañó a lo largo de dos manzanas. Después dio media vuelta y se fue. El aire nocturno le estaba haciendo pasar la somnolencia. Tenía el coche aparcado delante de la comisaría. Un rayo de luz se filtraba por debajo de la puerta cerrada. Llamó al timbre, y le abrió Catarella.

—¿Qué ocurre,
dottori
? ¿Necesita algo?

—¿Estabas durmiendo?

Junto a la entrada estaban la centralita y un minúsculo cuarto con un catre, en el que se podía tumbar el agente que estaba de guardia.

—No,
dottori
, estaba resolviendo un crucigrama.

—¿Ese en el que llevas dos meses trabajando?

—No, señor, aquél ya lo resolví. Es otro nuevo.

Montalbano entró en su despacho. Sobre el escritorio había un paquete. Lo abrió. Contenía las fotografías de la excursión a Tindari.

Empezó a examinarlas. Todas mostraban rostros sonrientes, lo normal en una expedición de aquella clase. Unos rostros que él ya conocía por haberlos visto en la comisaría. Los únicos que no sonreían eran los señores Griffo, de los cuales sólo había dos fotografías. En la primera, él aparecía con la cabeza medio vuelta hacia atrás, mirando a través de la luneta posterior. Ella, en cambio, miraba fijamente a la cámara con expresión atontada. En la segunda, ella mantenía la cabeza inclinada y no se le veía la cara, y esta vez era él quien miraba fijamente hacia delante con ojos apagados.

Montalbano volvió a examinar la primera fotografía. Después empezó a rebuscar en los cajones con gestos cada vez más rápidos a medida que no encontraba lo que estaba buscando.

—¡Catarella!

Catarella se presentó de inmediato.

—¿Tienes una lupa?

—¿Eso que hace ver las cosas más grandes?

—Eso.

—A lo mejor Fazio tiene una en su cajón.

Regresó sosteniéndola en alto con aire triunfal.

—Ya la tengo,
dottori
.

El automóvil fotografiado a través de la luneta posterior era un Punto. Como uno de los dos automóviles de Nenè Sanfilippo. Se veía la matrícula pero ni con la lupa consiguió Montalbano leer los números y las letras. Quizá era inútil hacerse ilusiones, ¿cuántos Punto debían de circular por Italia?

Se guardó la lupa en el bolsillo, saludó a Catarella y subió al coche. Ahora sentía la necesidad de echar una buena cabezadita.

Once

Apenas durmió, pues la cabezadita consistió en tres horas escasas de dar vueltas en la cama con las sábanas enrolladas a su alrededor como si fuera una momia. De vez en cuando encendía la luz y echaba un vistazo a las fotografías que había dejado encima de la mesita de noche, como si pudiera producirse el milagro de que su vista recuperara de golpe la agudeza y le permitiera descifrar el número de la matrícula del Punto que circulaba detrás del autocar. Su olfato le decía como si fuera un perro de caza en un matojo de sorgo, que allí estaba escondida la llave que le permitiría abrir la puerta adecuada. La llamada que recibió a las seis fue como una liberación. Tenía que ser Mimì. Cogió el teléfono.

—¿Lo he despertado,
dottore
?

No era Mimì sino Fazio.

—No, Fazio, no te preocupes. ¿Te has confesado?

—Sí, señor comisario. Me impuso la habitual penitencia: cinco avemarías y tres padrenuestros.

—¿Os habéis puesto de acuerdo?

—Sí, señor. Está todo confirmado. Se hará al anochecer. Por lo tanto, nosotros nos tenemos que reunir...

—Espera, Fazio, no hables por teléfono. Nos vemos en la comisaría sobre las once.

Pensó que Mimì debía de estar perdiendo el sueño con las cintas de Nenè Sanfilippo. Mejor sería que él se fuera también a dormir unas horitas. El asunto que deberían afrontar al anochecer no se podía tomar a la ligera: convenía que todos se encontraran en condiciones inmejorables. Pero lo malo era que no tenía el número de Nenè Sanfilippo. Llamar a Catarella e intentar que éste se lo facilitara, pues seguro que en la comisaría el número tenía que estar en alguna parte, ni soñarlo. Fazio debía de saberlo. Estaba regresando a su casa y lo había llamado con el móvil. Pero él no tenía el número del móvil de Fazio. ¡Y el número de Sanfilippo seguro que no figuraba en la guía telefónica de Vigàta! La abrió con desgana y con la misma desgana la consultó. Allí estaba. ¿Por qué será que, cuando uno busca un número, siempre parte de la premisa de que no estará en la guía? Mimì contestó al quinto timbrazo.

—¿Diga? ¿Quién es?

Mimì había contestado en voz baja y tono cauteloso. Debía de haber pensado que una llamada a aquella hora sólo podía ser de un amigo de Sanfilippo. El muy cabrón de Montalbano le siguió la corriente. Sabía cambiar de voz de maravilla, y adoptó un juvenil tono provocador.

—No, dime tú quién eres, capullo.

—Primero dime quién eres tú.

Mimì no lo había reconocido.

—Quiero hablar con Nenè. Pásamelo.

—No está en casa. Pero me lo puedes decir a mí y yo...

—Si Nenè no está en casa, eso quiere decir que está Mimì.

Montalbano oyó toda una sarta de maldiciones seguida de la voz de Augello, que finalmente lo había reconocido.

—Sólo a un chalado como tú se le puede ocurrir la idea de ponerse a gastar bromitas por teléfono a las seis de la mañana. Pero ¿cómo es posible que estés de humor para eso? ¿Por qué no vas a que te vea un médico?

—¿Has encontrado algo?

—Nada. Si hubiera encontrado algo, te habría llamado, ¿no?

Augello aún estaba enfadado por la broma.

—Oye, Mimì, puesto que esta noche tenemos que hacer una cosa muy importante, he pensado que es mejor que lo dejes y te vayas a descansar.

—¿Qué tenemos que hacer esta noche?

—Después te lo digo. Nos vemos en la comisaría sobre las tres de la tarde. ¿Te parece bien?

—Pues sí, me parece bien. Porque la verdad es que, a fuerza de mirar estas cintas, me están entrando ganas de hacerme monje trapense. Vamos a hacer una cosa. Veo otras dos y me voy a casa.

El comisario colgó el teléfono y marcó el número de su despacho.

—¿Diga? ¿Diga? ¡Aquí la comisaría! ¿Quién me llama?

—Soy Montalbano.

—¿En persona personalmente?

—Sí. Dime una cosa, Catarè. Me parece recordar que tú tienes un amigo en la Policía Científica de Montelusa.

—Sí,
dottori
. Cicco de Cicco. Es uno muy alto, napolitano, en el sentido de que es de Salerno, una persona tremendamente divertida. Imagínese usted que un buen día me llama y me dice que...

Como no le parara enseguida los pies, aquél era capaz de contarle la vida y milagros de su amigo Cicco de Cicco.

—Oye, Catarè, la historia me la contarás después. ¿A qué hora suele ir al despacho?

—De Cicco llega al despacho allá a las nueve. Digamos dentro de un par de horas.

—Este De Cicco es el del departamento fotográfico, ¿verdad?

—Sí,
dottori
.

—Tendrías que hacerme un favor: telefonear a De Cicco y ponerte de acuerdo con él. Esta mañana le tienes que llevar una...

—No se la puedo llevar,
dottori
.

—¿Por qué?

—Si usía quiere, yo la cosa se la llevo de todos modos, pero De Cicco de seguro segurísimo que esta mañana no estará. Me lo dijo De Cicco personalmente anoche cuando me llamó.

—¿Dónde está?

—En Montelusa. En la Jefatura Superior. Pero están todos reunidos.

—¿Qué tienen que hacer?

—El señor jefe superior ha hecho venir de Roma a un gran crimininilólogo que les tiene que dar una lección.

—¿Una lección?

—Sí,
dottori
. De Cicco me ha dicho que la lección será sobre lo que tienen que hacer si por casualidad tienen que hacer un pipí.

Montalbano se quedó de una pieza.

—¡Pero qué me dices, Catarè!

—Se lo juro,
dottori
.

En aquel momento, el comisario experimentó un repentino relámpago de comprensión.

—Catarè, no es un pipí sino, en todo caso, un pepea, PPA. Que significa «probable perfil del agresor». ¿Has entendido?

—No,
dottori
. Pero ¿qué tengo que llevarle a De Cicco?

—Una fotografía. Necesitaba que me hiciera unas ampliaciones.

En el otro extremo de la línea hubo una pausa.

—Oye, Catarè, ¿estás ahí?

—Sí,
dottori
, no me he movido. Sigo aquí. Estoy pensando.

Transcurrieron tres minutos largos.

—Mire,
dottori
, que, si usted me trae la foto, yo voy y la «esconio».

—¿Y por qué quieres escoñarme la foto? ¿O es que quieres escoñarme a mí?

—No,
dottori
, no quiero «esconiarlo» a usted sino la fotografía.

—A ver si lo entiendo, Catarè. ¿Te refieres acaso al ordenador?

—Sí,
dottori
. Y si no la «esconio» yo, porque se necesita un «esconiador» auténticamente bueno, se la llevo a un amigo de confianza.

—De acuerdo, gracias. Nos vemos dentro de poco.

Colgó, e inmediatamente sonó el teléfono.

—¡Eureka! ¡Eureka!

Era Mimì Augello, exultante.

—He acertado de lleno, Salvo. Espérame. Dentro de un cuarto de hora estoy contigo. ¿Funciona tu vídeo?

—Sí. Pero no hace falta que me lo enseñes, Mimì. Tú ya sabes que estas cosas porno me ponen de mal humor y me aburren.

—Pero es que esto no es material porno, Salvo.

Colgó, e inmediatamente sonó el teléfono.

—¡Por fin!

Era Livia. Sin embargo, aquel «¡Por fin!» no se había pronunciado con alegría, sino con absoluta frialdad. La aguja del barómetro personal de Montalbano empezó a oscilar hacia la indicación de «temporal».

—¡Livia! ¡Qué agradable sorpresa!

—¿Estás seguro de que es tan agradable?

—¿Y por qué no tendría que serlo?

—Porque hace un montón de días que no tengo noticias tuyas. ¡Que no te dignas hacerme una llamada! Yo te he telefoneado una y otra vez, pero nunca estás en casa.

—Me podías haber llamado al despacho.

—Salvo, ya sabes que no me gusta llamarte allí. Para tener noticias tuyas, ¿sabes qué he hecho?

—No. Dímelo.

—He comprado el «Giornale di Sicilia». ¿Lo has leído?

—No. ¿Qué dice?

—Que estás bregando nada menos que con tres muertes: la de un anciano matrimonio y la de un veinteañero. El periodista dejaba entrever que no sabes por dónde vas. En resumen, que estás de capa caída.

Eso podía ser su salvación. Decir que era un desgraciado superado por los tiempos, sin pleno uso de sus facultades mentales. De esa manera, Livia se calmaría y hasta quizá lo compadecería.

—¡Ay, Livia querida, cuánta verdad hay en eso! Creo que estoy envejeciendo, que mi cerebro ya no es el mismo de antes...

—No, Salvo, tranquilízate. Tu cerebro es el de siempre. Y ahora mismo me lo estás demostrando con esta interpretación de pésimo actor. ¿Quieres que te hagan mimitos? No voy a caer en la trampa, ¿sabes? Te conozco demasiado bien. Llámame. Cuando te sobre tiempo, claro.

Y colgó. ¿Cómo era posible que todas sus conversaciones telefónicas con Livia terminaran en una discusión? No podían seguir así, tendrían que encontrar una solución sin falta.

Se fue a la cocina, llenó la cafetera y la puso sobre el fuego. Mientras esperaba, abrió la cristalera y salió a la galería. Un día que reconfortaba el corazón. Colores claros y cálidos, mar perezoso. Aspiró una profunda bocanada de aire, y en aquel momento sonó de nuevo el teléfono.

—¿Diga? ¿Diga?

No hubo respuesta, pero el teléfono volvió a sonar. ¿Cómo era posible si lo tenía descolgado? Entonces lo comprendió: no era el teléfono sino el timbre de la puerta.

Era Mimì Augello, más rápido que un piloto de fórmula 1. Estaba en la puerta sin decidirse a entrar, sonriendo de oreja a oreja. Sostenía en la mano un videocasete y lo agitaba bajo las narices del comisario.

—¿Tú viste «La huida», aquella película que...?

—Sí, la vi.

—¿Y te gustó?

—Bastante.

—Esta versión es mejor.

—Mimì, ¿entras de una vez? Acompáñame a la cocina que el café ya está listo.

Llenó una taza para él y otra para Mimì, que lo había seguido.

—Vamos allá —dijo Augello.

Había apurado el contenido de la taza de un solo trago, quemándose seguramente la garganta, pero tenía demasiada prisa, estaba deseando mostrarle a Montalbano lo que había descubierto y, sobre todo, ufanarse de su intuición. Introdujo la cinta tan emocionado que no se dio cuenta de que la estaba colocando al revés. Después de unos veinte minutos de «La huida», que Mimì hizo pasar con avance rápido, había otros cinco borrados, sólo se veían unos puntitos blancos que saltaban y se oía el sonido, que chirriaba. Mimì lo quitó del todo.

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