—Será mejor que vayamos a Marinella en dos coches —dijo Ingrid al salir de la
trattoria
—. He de regresar temprano a Montelusa, tengo un compromiso.
La espalda del comisario estaba mucho mejor. Mientras le cambiaba el vendaje, Ingrid le dijo:
—Estoy un poco desconcertada.
—¿Por la llamada?
—Sí. Verás...
—Después, ya hablaremos de eso después —dijo el comisario.
Estaba disfrutando de la sensación de frescor que le producía la pomada que le estaba aplicando Ingrid en la piel. Y le gustaba, ¿por qué no reconocerlo?, que las manos de la mujer le estuvieran prácticamente acariciando la espalda, los brazos y el pecho. En determinado momento, se dio cuenta de que mantenía los ojos cerrados y estaba a punto de ponerse a ronronear como un gato.
—Ya he terminado —dijo Ingrid.
—Vamos a la galería. ¿Te apetece un whisky?
Ingrid aceptó. Se pasaron un rato contemplando el mar en silencio. Después fue el comisario quien empezó.
—¿Cómo se te ocurrió llamarla?
—Pues no sé, fue un impulso repentino mientras buscaba la tarjeta para anotarte su número.
—Muy bien, habla.
—En cuanto le he dicho que era yo, me ha parecido que se asustaba. Me ha preguntado si había ocurrido algo. Y yo me he sentido incómoda. He dudado de si se habría enterado del asesinato de su amante. Por otra parte, ella nunca me había dicho su nombre. Le he contestado que no había ocurrido nada, que simplemente quería tener noticias suyas. Entonces me ha dicho que permanecería mucho tiempo lejos. Y se ha echado a llorar.
—¿Te ha explicado por qué tenía que mantenerse alejada?
—Sí. Te cuento los datos en orden, ella me los ha contado fragmentariamente y desordenados: una noche, Vanja, sabiendo que su marido no está en la ciudad y permanecerá ausente unos cuantos días, se lleva a su amante, como tantas otras veces había hecho, a la mansión de las cercanías de Santolì. Mientras dormían, alguien que había entrado en el dormitorio los despertó. Era el doctor Ingrò. «Entonces es verdad», murmuró. Vanja dice que su marido y el chico se miraron largo rato. Después el doctor dijo: «Ven conmigo.» Y fue hacia el salón. Sin decir nada, el chico se vistió y se reunió con el doctor. Lo que más impresionó a mi amiga fue que... en resumidas cuentas, tuvo la sensación de que los dos ya se conocían. Y muy bien, por cierto.
—Espera un momento. ¿Sabes cómo se conocieron Vanja y Nenè Sanfilippo?
—Sí, me lo dijo cuando le pregunté si estaba enamorada, antes de irse. Se conocieron casualmente en un bar de Montelusa.
—¿Sanfilippo sabía con quién está casada tu amiga?
—Sí, se lo había dicho Vanja.
—Sigue.
—Después, el marido y Nenè... Al llegar a este punto del relato, Vanja me dijo: «Se llama Nenè»... Volvieron al dormitorio y...
—¿Dijo exactamente «se llama»? ¿Utilizó el tiempo presente?
—Sí. Y yo también he observado el detalle. Aún no sabe que su amante ha sido asesinado. Te estaba diciendo que los dos regresaron al dormitorio, y Nenè, mirando al suelo, murmuró que su relación había sido un grave error, que la culpa había sido suya y que ya no se volverían a ver nunca más. Y se fue. Lo mismo hizo Ingrò poco después sin decir ni una sola palabra. Vanja no sabía qué hacer. Estaba como decepcionada por la actitud de Nenè. Decidió quedarse en la casa. A última hora de la mañana del día siguiente, el doctor volvió. Le dijo a Vanja que tenía que regresar inmediatamente a Montelusa y hacer las maletas. Su billete para Bucarest ya estaba listo. Mandaría que la acompañaran en coche al aeropuerto de Catania al amanecer. Por la noche, cuando se quedó sola en casa, Vanja trató de telefonear a Nenè, pero no lo pudo localizar. A la mañana siguiente, se fue. Y justificó su partida ante las amigas con la excusa del padre enfermo. Me dijo que aquella tarde, cuando el marido fue a decirle que tenía que irse, no parecía resentido, ofendido o amargado, sino preocupado. Ayer, el doctor la llamó y le aconsejó que permaneciera el mayor tiempo posible lejos de aquí. Y no quiso decirle por qué. Eso es todo.
—Pero tú, ¿por qué estás confusa?
—¿Por qué? ¿Acaso, a tu juicio, éste es el comportamiento normal de un marido que sorprende en su propia casa a su mujer en la cama con otro?
—¡Pero si tú misma me has dicho que ya no se querían!
—¿Y también te parece normal el comportamiento del chico? ¿Desde cuándo vosotros, los sicilianos, os habéis vuelto más suecos que los suecos?
—Mira, Ingrid, probablemente Vanja tiene razón al decir que Ingrò y Sanfilippo se conocían... El chico era un experto técnico en informática y en la clínica de Montelusa tiene que haber un montón de ordenadores. Cuando al principio Nenè inicia su relación con Vanja, no sabe que es la mujer del doctor Ingrò. Cuando se entera, quizá porque ella misma se lo dice, es demasiado tarde, ya están muy enamorados el uno del otro. ¡Todo está muy claro!
—No sé —dijo Ingrid en tono vacilante.
—Mira: el chico dice que ha cometido un error. Y tiene razón, porque seguro que pierde el trabajo. Y el médico aleja a la mujer porque teme las habladurías, las consecuencias... Supongamos que los dos toman la precipitada e imprudente decisión de fugarse... mejor evitar las ocasiones.
Por la mirada que Ingrid le dirigió, Montalbano comprendió que sus explicaciones no la habían convencido. Pero, siendo ella como era, no hizo más preguntas.
Cuando Ingrid se fue, Montalbano permaneció sentado en la galería. Los pesqueros estaban abandonando el puerto para iniciar la faena nocturna. No quería pensar en nada. De repente, oyó muy cerca un armonioso sonido. Alguien estaba silbando. ¿Quién? Miró a su alrededor. No había nadie. ¡Era él! ¡Era él el que estaba silbando! En cuanto fue consciente de su acto, ya no pudo volver a hacerlo. Por consiguiente, tenía algunos momentos como de desdoblamiento, en los cuales incluso sabía silbar. Le entraron ganas de reír.
«Doctor Jekyll y míster Hyde —murmuró—. Doctor Jekyll y míster Hyde. Doctor Jekyll y míster Hyde.»
A la tercera vez, ya no sonreía. Muy al contrario, se había puesto muy serio. Tenía la frente un poco sudada.
Se llenó un vaso de whisky solo.
—
Dottori
! ¡Ah,
dottori
! —dijo Catarella corriendo a su encuentro—. ¡Desde ayer le tengo que entregar en persona personalmente una carta que me dio el abogado Guttadauro que me dijo que se la tenía que entregar en persona personalmente!
Se la sacó del bolsillo y se la entregó. Montalbano la abrió.
Distinguido señor comisario, la persona que usted sabe, mi cliente y amigo, había manifestado su intención de escribirle una carta para ofrecerle el testimonio de su más rendida admiración. Después cambió de parecer y me rogó que le dijera que lo llamará. Acepte, señor comisario, mis más cordiales saludos.
Suyo,
Guttadauro
La rompió en trocitos y entró en el despacho de Augello. Mimì estaba sentado al escritorio.
—Estoy escribiendo el informe.
—Mándalo al carajo —dijo Montalbano.
—¿Qué ocurre? —preguntó, alarmado, Mimì—. Tienes una cara que no me convence.
—¿Me has traído la novela?
—¿La de Sanfilippo? Sí.
Señaló un sobre que había encima del escritorio. El comisario lo cogió y se lo colocó bajo el brazo.
—Pero ¿qué te ocurre? —insistió en preguntar Augello.
El comisario no contestó.
—Yo regreso a Marinella. No me llaméis. Volveré a la comisaría hacia la medianoche. Y os quiero a todos aquí.
En cuanto salió de la comisaría, todo el deseo que tenía de correr a encerrarse en Marinella para ponerse a leer le pasó de golpe, tal como a veces hace el viento, que en determinado momento arranca los árboles de cuajo y, al siguiente, desaparece como si jamás hubiera existido. Subió al coche y se dirigió al puerto. Al llegar allí, se detuvo y bajó con el sobre. La verdad era que le faltaba valor, temía encontrar en las palabras de Nenè Sanfilippo la confirmación de la idea que le había pasado por la cabeza después de que Ingrid se fuera. Llegó paseando sin darse cuenta al pie del faro y se sentó en la roca plana. A lo mejor, era el olor del musgo, la pelusilla verde que hay en la parte inferior de las rocas, la que está en contacto con el agua del mar. Consultó el reloj: aún le quedaba una hora larga de luz y, de haber querido, hubiera podido empezar a leer allí mismo. Pero aún no se sentía con ánimos, le faltaba valor. ¿Y si, al final, el escrito de Sanfilippo resultara ser una solemne chorrada, la fantasía estreñida de un aficionado que pretende escribir una novela sólo porque en la escuela primaria le habían enseñado a hacer palotes? Que ahora, entre otras cosas, ya no enseñaban a hacer. Y eso era otra señal de que él ya tenía sus buenos añitos. Pero sostener en la mano aquellas páginas sin tomar una decisión en uno u otro sentido, le producía una sensación de angustia, una especie de escozor en la piel. Quizá sería mejor que se fuera a Marinella y se pusiera a leer en la galería. Allí también podría respirar el aire del mar.
Comprendió al primer vistazo que Nenè Sanfilippo, para ocultar lo que realmente tenía que decir, había recurrido al mismo sistema utilizado para la filmación de Vanja desnuda. Allí la cinta empezaba después de unos veinte minutos de «La huida»; aquí, en cambio, las primeras páginas habían sido copiadas de una célebre novela: «Yo, robot» de Asimov.
Montalbano tardó dos horas en leerla por entero y, a medida que se acercaba al final e iba comprendiendo cada vez con más claridad lo que Nenè Sanfilippo contaba, la mano se le iba yendo cada vez con más frecuencia hacia la botella de whisky.
La novela no tenía un final, quedaba interrumpida en mitad de una frase. Pero lo que él había leído le había bastado y sobrado. Desde la boca del estómago, un fuerte acceso de náuseas le atenazó la garganta. Corrió al cuarto de baño sin apenas poder contenerse, se arrodilló delante de la taza del escusado y empezó a vomitar. Vomitó el whisky que acababa de beberse, vomitó la comida de aquel día, la del anterior y la del otro, y le pareció, ahora con la sudada cabeza ya enteramente metida dentro de la taza mientras un fuerte dolor le martirizaba los costados, que estaba vomitando interminablemente todo el tiempo de su vida y que iba retrocediendo progresivamente hasta llegar a las papillas que le daban en su infancia, y, cuando se hubo deshecho también de la leche de su madre, siguió vomitando amargo veneno, hiel y puro odio reconcentrado.
Consiguió levantarse agarrándose al lavabo, pero las piernas a duras penas lo sostenían. Seguro que le estaba subiendo la fiebre. Colocó la cabeza bajo el grifo abierto.
«Demasiado viejo para este oficio.»
Se tumbó en la cama y cerró los ojos.
* * *
Permaneció tumbado muy poco rato. Se levantó, le daba vueltas la cabeza, pero la ciega furia que lo había asaltado se estaba transformando ahora en una lúcida determinación. Llamó al despacho.
—¿Diga? ¿Diga? Esto sería la comisaría de...
—Catarè, soy Montalbano. Pásame al subcomisario Augello, si está.
Estaba.
—Dime, Salvo.
—Escúchame con atención, Mimì: ahora mismo tú y Fazio cogéis un coche, no de servicio, por el amor de Dios, y os vais por la parte de Santolì. Quiero saber si la mansión del doctor Ignazio Ingrò está vigilada.
—¿Por quién?
—Mimì, no hagas preguntas. Si está vigilada, no lo está por nosotros, naturalmente. Tenéis que encontrar el medio de averiguar si el doctor está solo o en compañía de alguien. Os podéis tomar todo el tiempo que haga falta para estar seguros de lo que veáis. Había convocado a los hombres para la medianoche. Contraorden, ya no es necesario. Cuando terminéis en Santolì, deja libre también a Fazio y ven aquí a Marinella a contarme cómo está la situación.
Colgó y sonó el teléfono. Era Livia.
—¿Cómo es posible que a esta hora ya estés en casa? —le preguntó.
Estaba contenta, más que contenta, felizmente asombrada.
—Y tú, si sabes que a esta hora no estoy nunca en casa, ¿por qué me has llamado?
Había contestado a una pregunta con otra pregunta porque necesitaba ganar tiempo; de lo contrario, conociéndolo como lo conocía, Livia se habría dado cuenta de que había algo en él que no marchaba.
—¿Sabes, Salvo?, hace más o menos una hora que me ocurre una cosa muy rara. Jamás me había ocurrido o, mejor dicho, jamás con tanta intensidad. Es muy difícil de explicar.
Ahora era Livia la que estaba ganando tiempo.
—Pero tú inténtalo.
—Bueno, es como si estuviera ahí.
—Perdona, pero no...
—Tienes razón. Verás, al entrar en casa, no he visto mi comedor sino el tuyo, el de Marinella. No, no es eso exactamente, era mi comedor, claro, pero simultáneamente también el tuyo.
—Como ocurre en los sueños.
—Sí, algo parecido. Y, a partir de ese momento, he notado una especie de desdoblamiento. Estoy en Boccadasse y, al mismo tiempo, estoy contigo en Marinella. Es... es precioso. Te he llamado porque estaba segura de que te encontraría.
Para no ceder a la turbación, Montalbano trató de tomárselo a broma.
—Lo que ocurre es que sientes curiosidad.
—¿Por qué?
—Por cómo es mi casa.
—Pero si... —replicó Livia.
Y dejó la frase sin terminar. Acababa de recordar el juego que él le había propuesto: volver a hacerse novios y empezarlo todo de nuevo por el principio.
—Me gustaría conocerla.
—¿Por qué no vienes?
No había conseguido controlar el tono y le había salido una pregunta de verdad. Y Livia lo notó.
—¿Qué ocurre, Salvo?
—Nada. Un momento de mal humor. Un caso muy feo.
—¿De veras quieres que vaya?
—Sí.
—Mañana por la tarde cojo el avión. Te quiero.
Tenía que pasar el rato mientras esperaba la llegada de Mimì. No le apetecía comer, a pesar de que se había vaciado de todo lo que pudiera haber en su interior. Su mano, casi independientemente de la voluntad, cogió un libro de la estantería. Leyó el título: «El agente secreto», de Conrad. Recordaba que le había gustado, y mucho, pero no le venía a la mente nada más. A menudo le ocurría que, cuando leía las primeras líneas o el final de una novela, su memoria abría un pequeño compartimiento del cual surgían personajes, situaciones, frases. «Al salir por la mañana, el señor Verloc dejaba nominalmente la tienda al cuidado de su cuñado.» Así empezaba, pero aquellas palabras no le dijeron nada. «Y caminaba, inesperado y mortal, como una peste en la calle abarrotada de gente.» Eran las últimas palabras, y le dijeron demasiado. Le vino a la memoria una frase del libro: «Ninguna compasión por nada, ni siquiera por sí mismos, y la muerte puesta finalmente al servicio del género humano...» Se apresuró a volver a dejar el libro en su sitio. No, la mano no había actuado independientemente de su pensamiento, había sido guiada, de forma inconsciente, claro, por él mismo, por lo que tenía dentro. Se sentó en el sillón y encendió el televisor. La primera imagen que vio fue la de unos prisioneros de un campo de concentración, no de los tiempos de Hitler, sino de hoy. En algún lugar del mundo que no se sabía cuál era, pues los rostros de los que sufren el horror son todos iguales. Lo apagó. Salió a la galería, se pasó un rato contemplando el mar y tratando de acompasar su respiración al ritmo del oleaje.