Tras apoderarse de la nave, Haplo había eliminado la mayor parte de la maquinaria élfica, dejando sólo la bomba de la sentina por si la nave encontraba alguna lluvia torrencial. Los patryn, mediante su magia rúnica, tenían sus propios métodos para disponer de los residuos corporales, métodos muy secretos y reservados (no por pudor, sino por simple supervivencia: como algunos animales entierran sus deposiciones para evitar que su enemigo las rastree).
Por ello, Haplo no se había preocupado gran cosa por el problema de la higiene. Había comprobado que la bomba funcionaba y los humanos y elfos de a bordo podían turnarse en accionarla. Ocupado en sus operaciones matemáticas, no volvió a pensar en el breve diálogo con Aleatha más que para tomar nota mental de poner a todo el mundo a trabajar.
Sus cálculos se vieron interrumpidos por un grito, una exclamación y un coro de voces coléricas. El perro, que dormitaba a su lado, se incorporó de un salto con un gruñido.
—¿Qué sucede ahora? —murmuró Haplo, abandonando el puente para descender a los camarotes de la tripulación.
—Ya no son tus esclavos, ¿entiendes?.
Al entrar en el camarote, el patryn encontró a Roland, vociferante y rojo de ira, frente a una pálida, serena y fría Aleatha. Los pasajeros humanos respaldaban a su salvador. Los elfos estaban en bloque tras Aleatha. Paithan y Rega estaban en medio, cogidos de la mano y con aire perturbado. Por supuesto, al viejo hechicero no se lo veía por ninguna parte, como siempre que surgía un problema.
—¡Vosotros, los humanos, habéis nacido para ser esclavos! ¡No sabéis vivir de otra forma! —replicó un joven elfo, sobrino de la cocinera, un espléndido elfo adulto, alto y fuerte.
Roland se lanzó sobre él con el puño apretado, seguido de otros humanos.
El sobrino de la cocinera respondió al desafío, acompañado de sus hermanos y primos. Paithan se adelantó para tratar de separar al elfo y a Roland, pero recibió un fuerte golpe en la cabeza por parte de un humano que había permanecido con la familia Quindiniar desde niño y que buscaba desde hacía mucho tiempo una oportunidad de desahogar sus frustraciones. Rega, en su intento de ayudar a Paithan, se encontró en medio del tumulto.
La refriega se generalizó, la nave cabeceó violentamente y Haplo masculló un juramento. Advirtió que últimamente lo hacía con mucha frecuencia. Aleatha se había retirado a un lado y observaba la escena con despreocupación, atenta a que no le salpicara la falda alguna gota de sangre.
—¡Basta! —rugió Haplo, metiéndose en la trifulca, agarrando a los contendientes y separándolos con energía. El perro corrió tras él, lanzando gruñidos y dolorosos mordiscos en los tobillos—. ¡Nos vamos a caer!.
No era cierto, pues la magia sostendría la nave pese a todo, pero la idea resultaba sin duda amenazadora y Haplo calculó que pondría fin a las hostilidades.
La pelea cesó a duras penas. Los adversarios se limpiaron la sangre de los labios partidos y de las narices rotas y se miraron unos a otros con odio.
—¿Qué diablos sucede ahora? —exigió saber Haplo.
Todos se pusieron a hablar a la vez. Ante un gesto furioso del patryn, se hizo de nuevo el silencio. Haplo fijó la vista en Roland.
—Muy bien, tú has empezado esto. ¿Qué ha sucedido?.
—Le toca el turno de accionar la bomba de la sentina a la dama —Roland, aún jadeante, se frotó los doloridos músculos abdominales y señaló a Aleatha—, pero se ha negado a hacerlo. Se ha presentado aquí y ha ordenado a uno de nosotros que lo hiciera en su lugar.
—¡Sí! ¡Eso es! —Los humanos, varones y mujeres, asintieron airadamente.
Por un breve y seductor instante, Haplo se imaginó utilizando su magia para abrir el fondo de la quilla de la nave y enviar a aquellas criaturas detestables e irritantes a una vertiginosa caída de cientos de miles de leguas hasta el mundo que habían abandonado.
¿Por qué no lo hacía? Por curiosidad, había dicho el anciano. Sí, sentía curiosidad; tenía ganas de ver dónde quería llevar el hechicero a toda aquella gente, de saber por qué lo hacía. Pero Haplo ya preveía el momento —que se aproximaba rápidamente— en que su curiosidad empezaría a decaer.
Parte de la ira que sentía debía de hacerse patente en su rostro, pues los humanos callaron y retrocedieron un paso ante él. Aleatha, al ver que la mirada de Haplo se centraba en ella, palideció; sin embargo, se mantuvo firme y le devolvió la mirada con gesto de desdén, fría y altiva. Haplo no dijo nada. Alargó la mano, asió por el brazo a la elfa y la obligó a salir del camarote.
Aleatha jadeó, gritó y se resistió. Haplo tiró de ella, arrastrándola por la fuerza. La elfa cayó a cubierta. El patryn la incorporó con brusquedad y siguió arrastrándola.
—¿Adonde la llevas? —exclamó Paithan. En su voz había auténtico miedo. Haplo advirtió por el rabillo del ojo que Roland había perdido el color. A juzgar por su expresión, parecía convencido de que Haplo se disponía a arrojar a Aleatha por la borda.
«Estupendo», pensó el patryn, y continuó la marcha.
Aleatha se quedó pronto sin aliento para seguir gritando; había dejado de debatirse y se concentraba en mantenerse en pie para que no la arrastrara por la cubierta. Haplo descendió por una escalerilla, seguido de cerca por la elfa, y se detuvo entre puentes, en el rincón oscuro, pequeño y maloliente donde se encontraba la bomba de la sentina de la nave. El patryn obligó a entrar a Aleatha y ésta fue a darse de bruces contra el aparato.
—¡Perro! —Dijo al animal, que había seguido a su amo o se había materializado junto a él—. ¡Vigila!.
El perro se echó, obediente, con la cabeza ladeada y los ojos en la mujer.
Aleatha estaba muy pálida y lanzó una mirada de odio a Haplo tras una maraña de cabello desordenado.
—¡No lo haré! —masculló, y se apartó un paso de la bomba.
El perro lanzó un ronco gruñido.
Aleatha lo miró, titubeó y dio otro paso.
El animal se puso a cuatro patas y el gruñido aumentó en intensidad.
Aleatha siguió observando al animal y apretó los labios. Echándose el cabello hacia atrás, pasó ante Haplo y se dirigió al pasadizo de salida.
El perro salvó de un salto la distancia que los separaba y se plantó frente a la mujer. Su gruñido retumbó por toda la nave. Aleatha retrocedió rápidamente, tropezó con la falda y estuvo a punto de caer.
—¡Dile que pare! —Le gritó a Haplo—. ¡Me va a matar!.
—No, no lo hará —respondió el patryn con frialdad, señalando la bomba—. Mientras no dejes de trabajar...
Tragándose la rabia, Aleatha lanzó a Haplo una mirada que quería ser un puñal y se volvió de espaldas al perro y al patryn. Con la cabeza muy alta, se acercó al aparato. Agarró la manivela con ambas manos, blancas y delicadas, y empezó a bombear, arriba y abajo. Haplo se asomó a una portilla y comprobó que, por el costado del casco, surgía un reguero de aguas pestilentes que se pulverizaba en la atmósfera debajo de la nave.
—¡Perro, quieto! ¡Vigila! —ordenó al can, y se marchó.
El perro se echó vigilante y alerta, sin apartar los ojos de Aleatha.
Cuando emergió de la cubierta inferior, Haplo encontró a la mayoría de los mensch reunida en lo alto de la escalera, esperándolo.
—Volved a vuestros asuntos —les ordenó cuando llegó a su altura. Esperó a que se marcharan y regresó al puente para continuar sus intentos de determinar su posición.
Roland se frotó la mano dolorida, lesionada al lanzar un buen derechazo al elfo. Intentó convencerse de que Aleatha sólo había obtenido su merecido, que así aprendería, que no le iría mal trabajar un poco. Cuando se descubrió en el pasadizo que llevaba al cuartito de la bomba, se llamó estúpido.
Al llegar a la escotilla, hizo una pausa y observó la escena en silencio. El perro estaba tendido en la cubierta, con el hocico entre las patas y los ojos fijos en Aleatha. La elfa hizo una pausa en su esfuerzo, se estiró y se dobló hacia atrás para intentar aliviar la rigidez y el dolor de su espalda, nada acostumbrada a los trabajos duros. La orgullosa cabeza de la muchacha colgaba ahora, abatida, mientras se secaba el sudor de la frente y se miraba la palma de las manos. Roland recordó, más vividamente de lo que esperaba, la delicada suavidad de aquellas manos menudas y las imaginó sangrando y en carne viva. Aleatha se secó de nuevo el rostro, esta vez enjugando unas lágrimas.
—Ven, deja que termine yo —se ofreció Roland con voz áspera, pasando por encima del perro de una zancada.
Aleatha se volvió y le plantó cara. Para desconcierto de Roland, la elfa lo mantuvo a distancia con los brazos estirados; luego volvió a accionar la bomba con toda la rapidez que le permitía el cansancio de sus brazos doloridos y el intenso escozor de sus palmas despellejadas.
Roland la miró con furia.
—¡Maldita sea, mujer! ¡Sólo intento ayudarte!.
—¡No quiero tu ayuda! —Aleatha se quitó el cabello de la cara y las lágrimas de los ojos.
Roland quiso dar media vuelta, salir de allí y dejarla dedicada a su tarea. Sí, iba a darse la vuelta y marcharse. Ahora mismo se iría...
... Y se encontró pasando el brazo en torno a la esbelta cintura de la elfa y besando sus labios. Fue un beso salado, con sabor a sudor y a lágrimas, pero los labios de la mujer se mostraron cálidos y receptivos y su cuerpo se entregó a él; Aleatha era pura ternura, con su cabello fragante y su piel suave... todo ello levemente impregnado del hedor pestilente de la sentina.
El perro se sentó a dos patas con una expresión de ligero desconcierto y volvió la cabeza buscando a su amo. ¿Qué se suponía que debía hacer, ante aquello?.
Roland retrocedió soltando a Aleatha, que se tambaleó ligeramente al quedarse sin apoyo.
—¡Eres la muchacha más obstinada, egoísta e irritante que he conocido en mi vida! ¡Espero que te pudras aquí abajo! —dijo el humano con voz fría. Después, girando en redondo, se alejó.
Aleatha lo vio alejarse, boquiabierta y con una mirada de asombro. El perro, perplejo, se echó de nuevo sobre los tablones para rascarse.
Finalmente, Haplo casi había encontrado una respuesta. Había improvisado un tosco teodolito que utilizaba como puntos de referencia comunes la posición estacionaria de los cuatro soles y la luz brillante que constituía su destino. Comprobando diariamente las posiciones de las demás estrellas visibles en el cielo, el patryn observó que parecían cambiar de posición en relación con la
Estrella de Dragón.
Tales variaciones eran debidas al movimiento de la nave, y la coherencia de las mediciones lo llevó a plantear un modelo de desconcertante simetría. Se estaban aproximando a la estrella, de eso no había ninguna duda. De hecho, parecía...
El patryn comprobó de nuevo los cálculos. Sí, tenía sentido. Empezaba a entender; empezaba a comprender muchas cosas. Si estaba en lo cierto, sus pasajeros no iban a poder evitar la sorpresa cuando...
—Discúlpame, Haplo...
Cuando alzó la vista, molesto por la interrupción, encontró a Paithan y a Rega en la escotilla del puente, junto con el anciano hechicero. Por supuesto, ahora que el problema estaba resuelto, Zifnab había reaparecido.
—¿Qué quieres? Date prisa... —murmuró Haplo.
—Verás..., nosotros... Rega y yo... queremos casarnos.
—Felicidades.
—Pensamos que serviría para unir a los pueblos, ¿entiendes?.
—A mí me parece más probable que el anuncio desencadene otro alboroto, pero eso es cosa vuestra.
Con aspecto algo mohíno, Rega dirigió una mirada dubitativa a Paithan. El elfo suspiró profundamente y continuó:
—Queremos que tú celebres la ceremonia.
—¿Que yo qué? —Haplo no podía dar crédito a sus oídos.
—Según las leyes antiguas —intervino Zifnab—, un capitán de barco puede celebrar matrimonios en alta mar.
—¿Las leyes antiguas de quién? Y no estamos en ningún mar.
—¡Vaya...! Debo reconocer que no estoy seguro de los términos precisos de esa ley y que...
—Ya tenéis al viejo. —El patryn señaló al hechicero—. Que lo haga él.
—Yo no soy sacerdote —protestó Zifnab, indignado—. Querían que tomara los hábitos, pero me negué. La partida necesitaba un curandero, me dijeron. ¡Ja! Unos combatientes con el cerebro de un picaporte atacan algo veinte veces su tamaño, con un millón de puentes de impacto, ¡y esperan que
yo
les saque la cabeza de la caja torácica! Yo soy un hechicero. Y tengo el hechizo más maravilloso. Si pudiera recordar cómo era... ¡Bola ocho! No, no era eso. Incendios..., no sé qué de incendios. ¡Extintor de incendios! Alarma de humos. No, no es eso. Pero me parece que me estoy acercando bastante...
—¡Sacadle del puente! —Haplo volvió al trabajo.
Paithan y Rega se adelantaron al anciano. El elfo puso su mano con cautela en el brazo tatuado del patryn.
—¿Lo harás? ¿Nos casarás?.
—Yo no sé nada de ceremonias de boda élficas.
—No tiene por qué ser élfica, ni tampoco humana. De hecho, será mejor si no es ninguna de las dos. De este modo nadie se enfurecerá.
—Sin duda, tu pueblo tendrá algún tipo de ceremonias —apuntó Rega—. A nosotros nos bastaría...
... Haplo no echó en falta a la mujer.
Los corredores del Laberinto eran gente solitaria que se fiaba de su rapidez y de su fuerza, de su ingenio y de su astucia, para alcanzar su objetivo. Los ocupantes confiaban en su número. Estos, reunidos en tribus nómadas, se movían por el Laberinto a paso más lento, siguiendo a menudo las rutas exploradas por los corredores. Unos y otros se respetaban: los corredores representaban el conocimiento; los ocupantes, un breve instante de seguridad y estabilidad.
Haplo entró en el campamento de los ocupantes por la tarde, tres semanas después de que la mujer lo dejara. El jefe salió a recibirlo a su llegada, que había sido anunciada por los exploradores del grupo. El jefe era anciano, con cabellos y barba grisáceos; los tatuajes de sus manos nudosas resultaban prácticamente indescifrables. No obstante, su porte era erguido, sin señales de vejez. Tenía el vientre plano y los músculos de brazos y piernas abultados y bien definidos. El anciano juntó las manos, con los reveses tatuados hacia fuera, y se llevó los pulgares a la frente. El círculo quedó cerrado.
—Bienvenido, corredor.
Haplo hizo el mismo gesto y se obligó a sostener la mirada del jefe del asentamiento. Hacer otra cosa sería considerado un insulto; tal vez resultaría incluso peligroso, pues podría dar la impresión de que estaba calculando el número de miembros del grupo.