—¡No sucede nada! ¡Déjame en paz! —Rega alzó la vista hacia los árboles oscuros y retorcidos, se rodeó el cuerpo con los brazos y se estremeció visiblemente—. Éste no es un lugar demasiado romántico, ¿sabes? —añadió en voz baja.
—¡Vamos, hermanita! —Insistió Roland con una sonrisa—. Tú harías el amor en una pocilga, si el hombre te pagara lo suficiente.
Rega le soltó un bofetón. El golpe fue duro y preciso. Roland la miró perplejo, al tiempo que se llevaba la mano a la mejilla dolorida.
—¿Por qué has hecho eso? Sólo lo decía como un cumplido...
Rega dio media vuelta sobre los talones y abandonó el claro de bosque. Al llegar al lindero de la espesura, se volvió a medias nuevamente y le arrojó un objeto al elfo.
—Toma, ponte esto en las rozaduras.
«Tienes razón», se dijo a sí misma mientras se adentraba en la jungla para poder echarse a llorar sin que la vieran. «Dejaré las cosas tal como están. Entregaremos las armas, él se marchará y así terminará todo. Yo le sonreiré y le haré bromas y no le daré a entender en ningún momento que significa para mí nada más que un coqueteo...»
Paithan, cogido por sorpresa, pudo agarrar el frasco justo a tiempo de evitar que se estrellara contra el suelo. Luego, vio desaparecer a Rega en la espesura y la oyó abrirse paso entre los arbustos.
—¡Mujeres! —masculló Roland, frotándose la mejilla dolorida y meneando la cabeza. Transportó el odre del agua hasta el elfo y lo depositó a sus pies—. Debe de tener el período.
Paithan se sonrojó intensamente y lanzó una mirada de disgusto al humano. Roland le guiñó el ojo.
—¿Qué sucede, Quin? ¿He dicho algo inconveniente?.
—En mi tierra, los varones no hablamos nunca de estas cosas —contestó el elfo.
—¿Ah, no? —Roland volvió la cabeza en dirección al lugar por el que había desaparecido Rega; después, miró de nuevo al elfo y su sonrisa se ensanchó—. Supongo que, en tu tierra, son muchas las cosas que no hacen los varones.
El acceso de furia de Paithan se convirtió en un sentimiento de culpabilidad. ¿Los habría visto juntos? ¿Sería aquélla su manera de hacérselo saber, de advertirle que tuviera las manos quietas?.
El elfo tuvo que tragarse el insulto, por el bien de Rega. Se acomodó en el suelo y empezó a aplicarse el ungüento sobre las palmas de las manos, despellejadas y ensangrentadas. Cuando la pócima pardusca tocó la carne viva y las terminaciones nerviosas al descubierto, Paithan no pudo evitar una mueca de dolor. Sin embargo, acogió este dolor con satisfacción; al menos, era preferible al que roía su corazón.
Paithan se había divertido con las ligeras insinuaciones de Rega durante el primer par de ciclos de trayecto hasta que, de pronto, se había dado cuenta de que estaba deleitándose demasiado con aquellas muestras de coquetería. Con excesiva frecuencia, se descubría admirando con gran atención el movimiento de los músculos de sus piernas bien torneadas, el cálido fulgor de una llama en sus ojos pardos, el gesto de pasarse la lengua por sus labios teñidos de jugo de bayas cuando la humana estaba sumida en profundos pensamientos.
La segunda noche de viaje, cuando Rega y Roland habían llevado sus mantas al otro extremo del claro de bosque y se habían acostado uno al lado del otro bajo la luz mortecina de la hora de la lluvia, Paithan había notado que se le revolvían las tripas de celos. No importaba que nunca los sorprendiera besándose o siquiera acariciándose con afecto. De hecho, la pareja se trataba con una despreocupada familiaridad que resultaba desconcertante, incluso entre esposos. Luego, el cuarto ciclo de marcha, había llegado a la conclusión de que Roland —pese a ser un tipo bastante agradable para lo que cabía esperar de un humano— no apreciaba el tesoro que tenía por mujer.
Paithan se sintió a gusto con aquel descubrimiento, pues le proporcionaba una excusa para dejar que crecieran y florecieran sus sentimientos por la humana, cuando sabía perfectamente que debería haberlos arrancado de raíz. En los ciclos transcurridos, la planta había florecido por completo y los zarcillos se enroscaban ahora en torno a su corazón. Demasiado tarde, se dio cuenta del daño que había causado... a ambos.
Rega lo amaba. Estaba seguro de ello: lo había notado en el temblor de su cuerpo y lo había visto en aquella única y breve mirada que la humana le había dirigido. Pero Paithan, cuyo corazón debería estar dando saltos de alegría, se sentía embotado de doliente desesperación. ¡Qué locura! ¡Qué estúpida locura! Sí, claro, podía obtener de ella unos momentos de placer, como había hecho con tantas mujeres humanas. Las amaba y, a continuación, las dejaba. Ellas no esperaban nada más, no
querían
nada más. Y él tampoco. Hasta aquel momento.
Pero, ¿qué deseaba? ¿Una relación que los apartaría de sus respectivas vidas? ¿Una relación contemplada con aversión por ambos mundos? ¿Una relación que no les daría nada, ni siquiera hijos? ¿Una relación que, en poco tiempo, llegaría a un amargo e inevitable final?.
«No», se dijo. «De una cosa así no puede salir nada bueno. Me marcharé. Volveré a casa. Les regalaré los tyros. Calandra se pondrá furiosa conmigo de todos modos, así que lo mismo da si es por una causa o por otra. Me iré ahora mismo. En este mismo instante.»
Pero continuó sentado en el claro, aplicándose el ungüento con gesto ausente. Creyó oír un llanto a lo lejos y, aunque trató de no prestar atención al sonido, llegó un momento en que no pudo seguir soportándolo.
—Creo que oigo llorar a tu esposa —dijo a Roland—. Tal vez algo anda mal.
—¿Rega llorando? —Roland dejó de alimentar a los tyros y lo miró con expresión divertida—. No; debe de haber sido algún pájaro. Rega no llora nunca; no derramó una lágrima ni siquiera cuando la hirieron en una pelea con raztares. ¿Has visto alguna vez la cicatriz? La lleva aquí, en el muslo izquierdo...
Paithan se puso en pie y se internó en la jungla, en dirección contraria a la que había tomado Rega.
Roland siguió al elfo por el rabillo del ojo hasta que desapareció y, a continuación, empezó a tararear una canción obscena que por aquel entonces corría de boca en boca por las tabernas.
—Se ha enamorado de ella como un adolescente inexperto —confió a los tyros—. Rega se lo está tomando con más calma de lo habitual, pero supongo que sabe lo que se trae entre manos. Al fin y al cabo, el tipo es un elfo. En cualquier caso, el sexo es el sexo. Los bebés elfos deben venir de alguna parte y no creo que sea del aire. En cambio, las mujeres elfas... ¡Puaj! Son pura piel y huesos; es como si uno se llevara a la cama un palo. No me extraña que el pobre Quin vaya detrás de Rega con la lengua fuera. Sólo es cuestión de tiempo. Un par de ciclos más y terminaré por pillarle con los pantalones bajados. Entonces le ajustaremos las cuentas al elfo. Aunque será una lástima... —reflexionó Roland. Arrojó el odre del agua al suelo, apoyó la espalda en un árbol con gesto de cansancio y se estiró para aliviar la rigidez de sus músculos—. El tipo empieza a caerme bien.
EL REINO DE LOS ENANOS,
THURN
Amantes de la oscuridad, las cavidades y los túneles, los enanos de Pryan no construían sus ciudades en las copas de los árboles, como los elfos, ni en las planicies de musgo, como hacían los humanos. Los enanos se abrían camino hacia abajo a través de la sombría vegetación, buscando la tierra y la roca que eran su herencia, aunque ésta no era más que un vago recuerdo de un tiempo pasado en otro mundo.
El reino de Thurn era una enorme caverna de vegetación. Los enanos vivían y trabajaban en casas y talleres tallados como nichos en los troncos de gigantescos árboles chimenea, así llamados porque su madera no ardía fácilmente y el humo de las hogueras de los enanos podía ascender a través de unos conductos naturales que los troncos tenían en el centro. Ramas y raíces formaban calles y caminos iluminados con antorchas de llama vacilante. Elfos y humanos vivían en un día perpetuo. Los enanos vivían en una noche sin fin, una noche que amaban y consideraban una bendición, pero que Drugar temía que estuviera a punto de hacerse permanente.
El enano recibió el mensaje de su rey durante la hora de comer. El hecho de que llegara precisamente entonces le dio una idea de la importancia de su contenido, pues la hora de la comida era un momento en que uno debía prestar plena y total atención a alimentarse y al importantísimo proceso digestivo posterior. Durante la ingestión de los alimentos estaba prohibido hablar y, en la hora siguiente, sólo se trataban temas agradables para evitar que los jugos estomacales se volvieran agrios y provocaran trastornos gástricos.
El mensajero real se disculpó profusamente por distraer a Drugar de la comida, pero añadió que el asunto era muy urgente. Drugar saltó de su silla, volcando los vasos y platos de barro y haciendo que su viejo criado gruñera y predijera cosas terribles para el estómago del joven enano.
Drugar, que tuvo la lúgubre sensación de saber el propósito de la llamada, estuvo a punto de replicarle que los enanos podían darse por afortunados si todas sus preocupaciones se reducían a una mala digestión. Sin embargo, guardó silencio. Entre los enanos, los viejos eran tratados con respeto.
La casa de su padre en el tronco estaba contigua a la suya y Drugar no tuvo que andar mucho. Cubrió la distancia a la carrera pero al llegar a la puerta se detuvo. De pronto, le daba miedo entrar; se resistía a oír lo que tenía el deber de conocer. De pie en la oscuridad, mientras acariciaba la piedra rúnica que llevaba en torno al cuello, suplicó al Uno Enano que le diera valor y, tras exhalar un profundo suspiro, abrió la puerta y penetró en la estancia.
La casa de su padre era exactamente igual a la suya, que a su vez era idéntica a las demás viviendas de los enanos de Thurn. La madera del árbol había sido alisada y pulida hasta adquirir un cálido tono amarillento. El suelo era plano y las paredes se alzaban hasta formar un techo en arco. El mobiliario era muy sencillo. Ser el rey no proporcionaba ningún privilegio especial, sólo más responsabilidades. El rey era la cabeza del Uno Enano y, aunque la cabeza pensaba por el cuerpo, no era desde luego más importante para éste que, por ejemplo, el corazón o el estómago (el órgano más importante, en opinión de muchos enanos).
Drugar encontró a su padre sentado a la mesa, con los platos medio llenos a un lado. Tenía en la mano un pedazo de corteza cuyo lado liso estaba profusamente cubierto con las letras enérgicas y angulosas de la escritura de los enanos.
—¿De qué se trata, padre?.
—Se acercan los gigantes —dijo el viejo enano. Drugar era fruto de un matrimonio tardío de su padre. Su madre, aunque mantenía relaciones muy cordiales con el progenitor de Drugar, tenía casa propia como era costumbre entre las enanas cuando sus hijos alcanzaban la madurez—. Los exploradores los han visto. Los gigantes han barrido Kasnar: la gente, las ciudades, todo. Y vienen hacia aquí.
—Quizá los detenga el mar —apuntó Drugar.
—Sí, el mar los detendrá, pero no por mucho tiempo —continuó el viejo enano—. Los exploradores dicen que no son hábiles con las herramientas. Las pocas que tienen las utilizan para destruir, no para crear. No se les ocurrirá construir naves. Pero darán un rodeo y vendrán por tierra.
—Tal vez se den la vuelta. Puede que sólo quisieran adueñarse de Kasnar.
Drugar pronunció lo anterior por pura esperanza, no por convencimiento. Y una vez salieron de sus labios las palabras, comprendió que incluso esa esperanza era vana.
—No se han adueñado de Kasnar —replicó su padre con un suspiro abrumado—. Lo han destruido. Por completo. Su objetivo no es conquistar, sino destruir.
—Entonces, padre, ya sabes qué debemos hacer. Tenemos que hacer oídos sordos a esos estúpidos que dicen que los gigantes son nuestros hermanos. Tenemos que fortificar la ciudad y armar a nuestro pueblo. Escucha, padre. —Drugar se inclinó hacia el anciano y bajó la voz, aunque en la casa del monarca no había nadie más—. Me he puesto en contacto con un traficante de armas humano. ¡Arcos y ballestas elfos! ¡Serán nuestros!.
El viejo enano miró a su hijo y en el fondo de sus ojos, hasta aquel momento oscuros y carentes de brillo, se encendió una llama.
—¡Excelente! —Alargó el brazo y posó sus dedos nudosos sobre la fuerte mano de su hijo—. Eres atrevido y rápido de pensamiento, Drugar. Serás un buen rey. Pero no creo que las armas lleguen a tiempo —añadió, meneando la cabeza y mesándose la barba de color gris acero que le cubría casi hasta la rodilla.
—¡Será mejor que sí, o alguien va a pagarlo! —gruñó Drugar.
El joven se incorporó y empezó a pasear por la pequeña estancia a oscuras, construida muy por debajo de las llanuras de musgo, lo más lejos posible del sol.
—Pondré en acción al ejército...
—No —dijo el anciano.
—Padre, no seas terco...
—¡Y tú no seas kadak!
{23}
—El viejo monarca levantó el bastón, nudoso y retorcido como sus propios brazos y piernas, y apuntó con él a su hijo—. He dicho que serías un buen rey. Y no me cabría duda si... supieras dominar tu fuego. La llama de tus pensamientos arde limpia y se eleva muy alto pero, en lugar de mantener el fuego reposado, dejas que prenda y lance llamaradas sin control.
Drugar frunció sus pobladas cejas y se le ensombreció la expresión. El fuego del que hablaba su padre ardía en su interior, calentando palabras mordaces. Drugar luchó contra su temperamento: las palabras le laceraban los labios, pero logró contenerlas tras ellos. Amaba y respetaba a su padre, aunque consideraba que el anciano estaba derrumbándose bajo aquel golpe terrible.