El anciano hechicero no aparecía por ninguna parte,
Haplo prestó atención a las conversaciones que se desarrollaban en torno a él y observó la expresión de los rostros de los mensch.
En primer lugar, vio alegría. El viaje había terminado y habían alcanzado la estrella sin incidencias. En segundo lugar, detectó alivio. Junglas de lujuriante follaje, lagos y mares parecidos a los de su mundo de procedencia.
La nave se acercó más. Entre los mensch se produjo un temblor de desconcierto y Haplo observó sus entrecejos fruncidos, sus labios entreabiertos. Se inclinaron más cerca de la ventana, hasta aplastar la cara contra el cristal con los ojos desorbitados.
Por fin, se daban cuenta.
Paithan regresó al puente. Un delicado color carmesí bañaba las pálidas mejillas del elfo, quien señaló la ventana.
—¿Qué sucede? ¡Este vuelve a ser nuestro mundo!.
—Y ahí tenéis vuestra estrella —dijo Haplo.
De los mil y un tonos de verde del musgo y la jungla emanaba una luz brillante, deslumbrante, blanca y pulsante; una luz que lastimaba los ojos. Era realmente como mirar al sol. Pero no era un sol, no era una estrella. Poco a poco, la luz empezó a apagarse y difuminarse bajo la mirada de los viajeros. Una sombra cruzó su superficie y cuando, finalmente, la hubo cubierto casi por completo, desde la nave pudieron distinguir la fuente de la luz.
—¡Una ciudad! —murmuró Haplo en su propia lengua, asombrado. No sólo era una ciudad, sino que había algo familiar en ella.
La luz se apagó por completo y la ciudad desapareció en la oscuridad.
—¿Qué es eso? —inquirió Paithan con voz ronca.
Haplo se encogió de hombros, irritado por la interrupción. Necesitaba pensar, necesitaba inspeccionar más de cerca aquel lugar.
—Yo sólo soy el piloto. ¿Por qué no le preguntas al hechicero?.
El elfo dirigió una mirada de suspicacia al patryn. Haplo no hizo caso y se concentró en el vuelo de la nave.
—Buscaré una zona despejada para posarnos.
—Quizá no deberíamos hacerlo. Puede que haya titanes...
Era una posibilidad. Haplo tendría que afrontarla cuando llegara el momento.
—Vamos a tomar tierra —declaró rotundamente.
Paithan suspiró y volvió a mirar por la ventana.
—¡Nuestro propio mundo! —musitó con amargura. Colocó las manos sobre el cristal, se apoyó en él y contempló los árboles y el paisaje cubierto de musgo que parecía alzarse para atraparlos y derribarlos—. ¿Cómo ha podido suceder una cosa así? ¡Después de un viaje tan largo! ¿Acaso nos hemos desviado del rumbo y hemos estado volando en círculos?.
—Tú viste la estrella brillando en el cielo. Volamos hacia ella rectos como una flecha, directamente hacia ella. Ve a preguntarle a Zifnab; que te explique él lo sucedido.
—Sí, tienes razón. Iré a preguntarle al viejo. —El elfo tenía la expresión tensa, torva, resuelta.
Haplo advirtió que el cuerpo del dragón, visible al otro lado de la ventana, se contraía provocando una sacudida en la nave. Un ojo encarnado y furioso miró por la ventana unos instantes y a continuación, de pronto, el cuerpo del enorme animal soltó la nave.
El casco se estremeció y la nave dragón escoró precariamente. Haplo se agarró a la piedra de gobierno para no perder el equilibrio. La embarcación voladora se enderezó y siguió navegando gracilmente hacia el suelo, liberada de un gran peso.
El dragón había desaparecido. Mientras miraba hacia abajo en busca de un lugar donde posarse, Haplo creyó ver fugazmente un enorme cuerpo verde sumergiéndose en la jungla, pero en aquel momento estaba demasiado preocupado con sus propios problemas para fijarse en el lugar exacto. La jungla era tupida y enmarañada y las extensiones de musgo escaseaban. Haplo estudió la superficie bajo la nave, tratando de ver algo en la extraña oscuridad que parecía emanar de la ciudad, como si ésta hubiera tendido una sombra gigantesca sobre la tierra.
Sin embargo, tal cosa era imposible. Para crear la noche, deberían haber desaparecido los soles, pero éstos seguían encima de ellos, en sus posiciones fijas, inmutables. Su luz brillaba sobre la
Estrella de Dragón,
se reflejaba en sus alas y penetraba por la ventana. Debajo de la nave, en cambio, reinaba la oscuridad.
Escuchó unas airadas acusaciones, un chillido de protesta y una exclamación de dolor. Era el viejo hechicero. Haplo sonrió y se encogió de hombros. Había localizado un área despejada, suficiente para la nave, en las inmediaciones de la ciudad pero no demasiado cerca.
El patryn hizo descender la
Estrella de Dragón.
Las ramas de los árboles que se alzaban hacia ella se quebraron con un ruido seco y las hojas barrieron la ventana. La quilla de la nave tocó el musgo. El impacto, a juzgar por los gritos, hizo caer al suelo a todos los mensch.
Haplo escrutó la oscuridad, negra como el betún.
Habían llegado a la estrella.
Mentalmente, Haplo había tomado nota de la situación de la ciudad antes de que la nave se posara, para determinar la dirección que debería tomar para llegar a ella. Dándose toda la prisa posible, sin atreverse a encender luz alguna, hizo un hato con un poco de comida y llenó de agua un odre. Cuando estuvo preparado, lanzó un cauto silbido. El perro se incorporó de un brinco y cruzó el puente hasta colocarse junto a su amo.
El patryn avanzó sigilosamente hasta la escotilla de entrada al puente y escuchó con atención. Los únicos sonidos que oyó fueron las voces asustadas procedentes de los camarotes de los mensch. En el pasadizo no se oía respirar a nadie; no parecía haber espías. Tampoco esperaba que los hubiera. Las tinieblas habían engullido toda la nave y habían provocado en la mayoría de los pasajeros, que jamás habían vivido tal fenómeno, una reacción que iba de la rabia al terror. De momento, los mensch daban rienda suelta a su miedo y a su ira gritándole al viejo, pero no tardarían mucho en irrumpir en el puente para exigirle explicaciones, respuestas, soluciones.
Para exigirle la salvación.
Con movimientos silenciosos, Haplo cruzó el puente hasta el mamparo del casco. Dejó la bolsa en el suelo y colocó las manos sobre las cuadernas de madera. Las runas de su piel empezaron a despedir su fulgor rojo y azul y unas llamas corrieron por sus dedos, extendiéndose a la madera. Los tablones emitieron un leve resplandor y empezaron a disolverse lentamente, dejando un hueco suficiente para permitirle el paso.
Haplo cargó al hombro las provisiones y salió a la planicie de musgo donde se había posado. El perro saltó tras él, pegado a los talones de su dueño. Detrás de ellos, el resplandor rojo y azul que envolvía el casco se difuminó y la madera volvió a su forma original.
El patryn cruzó rápidamente el descampado de musgo, perdiéndose en la oscuridad. Escuchó gritos coléricos en dos idiomas, humano y elfo. Las palabras eran distintas, pero su sentido era el mismo: muerte al hechicero. Haplo sonrió. Los mensch parecían haber encontrado por fin algo que los uniera.
—¡Haplo, hemos...! ¿Haplo? —Paithan entró a tientas en el puente y se detuvo en seco. El resplandor de las runas iba difuminándose lentamente y, a su luz, comprobó que el puente estaba vacío.
Roland irrumpió en la escotilla y apartó al elfo de un empujón.
—¡Haplo, hemos decidido deshacernos del hechicero y dejar esta...! ¿Haplo? ¿Dónde está? —El humano se volvió y lanzó una mirada acusatoria a Paithan.
—No me he desembarazado de él, si es eso lo que piensas —replicó el elfo—. Se ha ido... y el perro, también.
—¡Lo sabía! ¡Haplo y Zifnab están juntos en esto! ¡Nos han traído con engaños a este lugar espantoso! ¡Te dejaste embaucar por ese par!.
—Habrías podido quedarte en Equilan. Estoy seguro de que los titanes habrían estado encantados de recibirte. —Frustrado, furioso, presa de la extraña sensación de que, en cierto modo, todo aquello era culpa suya, Paithan contempló con aire lúgubre las runas que emitían su leve resplandor sobre las cuadernas de madera—. Evidentemente, así es cómo lo ha hecho. Empleando su magia. Me gustaría saber quién y qué es.
—¡Le sacaremos la respuesta!.
La luz azulada bañó con un parpadeo los puños apretados de Roland y sus facciones adustas. Paithan observó al humano y se rió.
—¡... Si volvemos a verlo! ¡Si alguna vez volvemos a ver
algo!
Esto es peor que los túneles de los enanos.
—¿Paithan? ¿Roland? —dijo la voz de Rega.
—Por aquí, hermana.
Rega entró a tientas en el puente y se agarró a la mano extendida de Roland.
—¿Se lo habéis dicho? ¿Nos vamos de aquí?.
—Haplo no está. Se ha ido.
—¡Y nos ha dejado aquí... en la oscuridad!.
—Rega, tranquilízate...
El fulgor de los signos mágicos iba apagándose. Los tres apenas se distinguían entre ellos bajo el leve resplandor azul que bajaba de intensidad, mantenía brevemente su parpadeo y volvía a perder potencia. La luz mágica se reflejaba en los ojos hundidos y asustados de los presentes y realzaba sus labios apretados, tensos de temor.
Paithan y Roland apartaron la vista para no enfrentarse abiertamente, pero se lanzaron breves y furtivas miradas de suspicacia.
—El hechicero dice que esta oscuridad pasará dentro de medio ciclo —murmuró por fin el elfo, desafiante y a la defensiva.
—¡Por supuesto! ¡Y también decía que íbamos a un mundo nuevo! —Replicó Roland—. Vamos, Rega, deja que te lleve de vuelta a...
—¡Paithan! —La voz frenética de Aleatha rasgó la oscuridad. La elfa penetró precipitadamente en el puente y se agarró a su hermano en el mismo instante en que la luz de los signos mágicos se apagaba, dejándolos a ciegas.
—¡Paithan! ¡Padre se ha ido! ¡Y el hechicero, también!.
Los cuatro estaban en las proximidades de la nave, observando la jungla. La luz había vuelto, la extraña oscuridad había desaparecido y se distinguía fácilmente el camino que alguien —Lenthan, Zifnab, Haplo o los tres— había tomado. El filo de una espada de madera había cortado lianas y enredaderas y sobre el suelo de musgo yacían inertes varias enormes hojas de durnau, segadas de los tallos.
Aleatha se retorcía las manos.
—¡Es todo culpa mía! Nada más llegar a este lugar horrible, padre empezó a parlotear sin parar. Que si madre estaba aquí, que dónde estaba, que por qué esperábamos tanto... ¡No callaba y yo... le grité! ¡No podía soportarlo más, Paithan! ¡Lo dejé solo!.
—No llores, Thea. No es culpa tuya. Debería haberme quedado con él. Debería haberlo sabido. Iré a buscarlo.
—Voy contigo.
Paithan inició una negativa, pero, al ver la cara pálida y surcada de lágrimas de su hermana, cambió de idea y asintió con gesto cansado.
—Está bien. No te preocupes, Thea. No puede haber ido muy lejos. Será mejor que vayas a buscar agua.
Aleatha volvió a la nave apretando el paso. Paithan se acercó a Roland, que estaba inspeccionando meticulosamente las lindes de la espesura en busca de huellas. Rega, tensa y pesarosa, estaba de pie junto a su hermano. Sus ojos buscaron los de Paithan, pero el elfo se negó a cruzar una mirada.
—¿Encuentras algo?.
—Ni rastro.
—Haplo y Zifnab deben de haber huido juntos, pero ¿por qué llevarse a mi padre?.
Roland se incorporó y miró a su alrededor.
—No lo sé, pero no me gusta. Este sitio tiene algo extraño. ¡Pensaba que la jungla cerca de Thurn era cerrada, pero, comparada con ésta, era un jardín real!.
Zarzas enmarañadas y ramas de árboles se entretejían y amontonaban en tal abundancia que podrían haber formado el techo de una choza gigantesca. Una luz grisácea, mortecina, pugnaba por atravesar la vegetación. La atmósfera era húmeda y sofocante, impregnada de olores a podredumbre y descomposición. Hacía un calor intenso y, aunque una selva como aquélla debería de estar rebosante de vida, Roland no podía captar el menor sonido pese a escuchar con atención. El silencio podía ser de sorpresa ante la presencia de la nave, pero también podía deberse a algo mucho más siniestro.
—No sé qué piensas tú, elfo, pero yo no quiero quedarme aquí un momento más de lo necesario.
—Creo que todos estamos de acuerdo en eso —respondió Paithan.
Roland lo miró entrecerrando los ojos y preguntó:
—¿Qué hay del dragón?.
—También ha desaparecido.
—¡Confía en ello!.
—No sé qué podemos hacer al respecto, si no aparece. —Paithan movió la cabeza. Estaba cansado y disgustado.
—Nosotros dos iremos contigo. —Rega tenía el rostro empapado en sudor y sus mojados cabellos se le adherían a la piel. Estaba temblando.
—No es necesario.
—¡Claro que sí! —Replicó Roland con frialdad—. Por lo que sé, tú y el viejo y ese mago de los tatuajes estáis juntos en este asunto. No quiero que vueles también, dejándonos plantados.
Paithan palideció de ira y sus ojos echaron chispas. Abrió la boca para replicar, pero captó la mirada suplicante de Rega y cerró los labios a tiempo de contener sus palabras.
—Haced lo que queráis —murmuró con un encogimiento de hombros, y se alejó en dirección a la nave para esperar a su hermana.
Aleatha emergió de la nave arrastrando un odre de agua. Las faldas, en otro tiempo ligeras y vaporosas, colgaban ahora lacias y hechas trizas en torno a su esbelta figura. Se había atado el chal de la cocinera en torno a los hombros, pero llevaba los brazos desnudos. Roland observó sus pies marfileños cubiertos con unas zapatillas finas y gastadas y comentó:
—¡No puedes meterte en la jungla vestida de esta manera!.
Vio que los ojos de la mujer escrutaban las sombras que se espesaban en torno a los árboles y las enredaderas que se retorcían como serpientes sobre el suelo de musgo. Con la barbilla muy erguida, sus manos se retorcieron sobre el asa de cuero del odre, agarrándolo con energía.
—No recuerdo haber pedido tu opinión, humano.
—¡Furcia estúpida! —masculló él. La elfa tenía coraje, eso debía reconocerlo. Se la veía asustada, pero dispuesta a ir de todos modos. Roland sacó la espada y cargó contra la maleza, descargando furiosos tajos contra las enredaderas y las hojas acorazonadas que parecían la materialización misma de su admiración y su deseo por la enloquecedora muchacha.
—Rega, ¿vienes?.
La humana titubeó y volvió la cabeza hacia Paithan. El elfo la miró y sacudió la cabeza. «¿Es que no lo entiendes?», le decía el gesto. «Nuestro amor ha sido un error. Todo ha sido un terrible error.»