Con los hombros hundidos, Rega siguió a su hermano. Paithan suspiró y se volvió hacia su hermana.
—El humano tiene razón, ¿sabes? Podría ser peligroso y...
—Voy en busca de padre —replicó Aleatha y, por el brillo de sus ojos y el gesto de la cabeza, ligeramente ladeada, su hermano comprendió que era inútil discutir. Tomó el odre de sus manos y se lo colgó al hombro. Después, los dos se adentraron en la espesura, avanzando a toda prisa, como si trataran de correr más que su miedo.
Drugar se quedó en la escotilla, sacando filo a su puñal contra la madera. Los pesados enanos eran torpes acechando a sus presas y Drugar sabía que no tenía ninguna posibilidad de acercarse furtivamente a nadie, de modo que se proponía dejar a sus víctimas una buena ventaja antes de ir tras ellas.
EN ALGÚN LUGAR SOBRE PRYAN
—¡Tenía razón! ¡Es la misma! ¿Qué significa todo esto?.
Ante Haplo se alzaba una ciudad hecha de luz de estrellas. Al menos, ésa era la impresión que le produjo hasta que estuvo más cerca. Su radiante belleza era increíble. El patryn no habría aceptado como real lo que veían sus ojos, habría temido que fuera un desvarío de su mente, desquiciada después de haber pasado su Señor sabía cuánto tiempo entre los mensch, de no ser porque ya conocía lo que tenía ante sí.
Pero no lo había visto allí, sino en el Nexo.
No obstante, había una diferencia. Una salvedad que Haplo consideró irónicamente tétrica. La ciudad del Nexo era oscura: una estrella, tal vez, cuya luz se había apagado. O que no había llegado a nacer.
—¿Qué opinas tú, perro? —Murmuró, acariciando la cabeza del animal—. Es idéntica, ¿verdad? Absolutamente idéntica.
La ciudad estaba edificada muy por encima de la jungla, tras una enorme muralla que se alzaba más arriba que la copa más alta. En el mismo centro, en equilibrio sobre una cúpula de arcos de mármol, surgía una inmensa torre de cristal sobre pilares. La aguja que remataba la torre debía de ser uno de los puntos más elevados de aquel mundo, pensó Haplo levantando la vista. Aquella torre central era el punto en que la luz irradiaba con más brillo. El fulgor era tal que el patryn apenas podía mirar hacia él. Allí, en la torre, la luz estaba deliberadamente concentrada para enviarla hacia el cielo.
—Como la luz de un faro —indicó al perro—. Pero ¿a quién o a qué se supone que guía?.
El animal miró a su alrededor, inquieto, sin mostrar el menor interés. Notaba un escozor en el pelaje del cuello y alzó la pata trasera para rascarse, pero decidió que quizás el problema no era el picor; no sabía cuál podía ser, pero notaba que había alguno. Emitió un gañido y Haplo le dio unas palmaditas para que guardara silencio.
La torre central estaba enmarcada por otras cuatro, no tan altas pero idénticas a la primera, que arrancaban de la plataforma que sostenía la cúpula. A un nivel inferior, se alzaban otras ocho torres iguales. Detrás de esas últimas se sucedían ocho enormes terrazas de mármol escalonadas. A imitación de las terrazas de tierra que sin duda les habían servido de modelo, las inmensas plataformas sostenían edificios y viviendas. Finalmente, a cada extremo de la muralla de defensa se levantaba otra torre rematada con su correspondiente aguja. Si aquella ciudad seguía el mismo trazado que la del Nexo, y Haplo no tenía ninguna razón para pensar lo contrario, habría cuatro de esas torres, situada cada una en un punto cardinal.
Haplo continuó la marcha por la jungla, con el perro trotando junto a sus tobillos. Los dos avanzaban ágilmente y en silencio entre la enmarañada maleza, sin dejar otro rastro de su paso que el leve resplandor, que se desvanecía enseguida, de las runas en la vegetación.
Y entonces, bruscamente, la jungla se terminó como si alguien la hubiera cubierto de tierra. Delante de Haplo, bañado por el radiante sol, se distinguía un camino tallado entre ásperas peñas. A cubierto entre las sombras de los árboles, el patryn se inclinó hacia adelante y puso la mano en la piedra. Era real, sólida, de tacto rugoso y calentada por el sol; no se trataba de ningún espejismo, como había sospechado en un principio.
—Una montaña. Han construido la ciudad en la cima de una montaña —murmuró. Alzó la cabeza y observó el camino que serpenteaba entre las rocas. La calzada era llana y despejada, y quien la recorriera quedaría irremediablemente expuesto a la vista de quien montara guardia en las murallas de la ciudad.
Haplo tomó un trago de agua, dio de beber al perro y observó la urbe, concentrado y meditabundo. Recordó las toscas viviendas de los mensch, construidas en madera y colgadas de los árboles.
—No hay duda —murmuró—. Esto es obra de los sartán. Y tal vez sigan ahí, todavía. Puede que vayamos al encuentro de un par de miles de nuestros ancestrales enemigos.
Se agachó y examinó el camino, aunque sabía que era en vano. El viento que soplaba con un lúgubre ulular entre los peñascos se habría llevado cualquier rastro de huellas de gente. Haplo sacó las vendas que había guardado en un bolsillo y empezó a enrollarlas lenta y metódicamente en torno a sus manos.
—Aunque no creo que esto nos sirva de mucho —comentó al perro, el cual pareció inquieto ante tal perspectiva—. En Ariano, ese sartán que se hacía llamar Albert no tardó en descubrirnos. Claro que en esa ocasión fuimos muy descuidados, ¿verdad, muchacho? —El animal no parecía compartir su opinión, pero decidió no discutir—. Aquí, estaremos más alerta.
El patryn se colgó el odre al hombro, dejó atrás la selva y se encaminó hacia la senda salpicada de piedras que serpenteaba entre los peñascos, bordeada de unos pocos pinos ralos que se agarraban con tenacidad a las cunetas. Entornando los ojos bajo el fulgor del sol, tomó la calzada.
—Sólo somos un par de viajeros, ¿verdad, muchacho? Un par de caminantes... que han visto su luz.
—Eres muy amable al acompañarme —declaró Lenthan Quindiniar.
—Vamos, vamos. Sobra el comentario —respondió Zifnab.
—No creo que hubiera podido conseguirlo solo. Tienes una manera de moverte por la jungla realmente admirable. Es casi como si los árboles se apartaran de tu paso al verte llegar.
—Más bien es como si salieran
huyendo
al verlo —tronó una voz lejana bajo la planicie de musgo.
—¡No empecemos! —gruñó Zifnab, dirigiendo una mirada colérica hacia el suelo al tiempo que descargaba un enérgico pisotón.
—Tengo un hambre terrible.
—Ahora, no. Vuelve dentro de una hora.
—¡Hum...! —Algo de gran tamaño se alejó culebreando entre la maleza.
—¿Era el dragón? —Preguntó Lenthan con tono de cierta preocupación—. No le hará daño a mi esposa, ¿verdad? Si se la encuentra, podría...
—No, no —respondió el hechicero, mirando a su alrededor—. Lo tengo bajo mi control. No hay nada que temer. Absolutamente nada. Por cierto, no te habrás fijado en qué dirección tomaba, ¿verdad? No es que importe mucho... —El viejo hechicero asintió con la cabeza, moviendo la barba—. Bajo mi control. Sí. Absolutamente. —Acompañó sus palabras con una furtiva mirada a su espalda.
El hechicero humano y el viejo elfo se sentaron a descansar en las ramas de un viejo árbol cubierto de musgo que se alzaba en un claro del bosque fresco y umbrío, al abrigo del ardiente sol.
—Y gracias por traerme a esta estrella. Te lo agradezco de veras —continuó Lenthan, y miró a su alrededor con plácida satisfacción, apoyando las manos en las rodillas y contemplando los árboles y las enredaderas y las sombras fugaces—. ¿Crees que nos queda mucho para encontrarla? Me siento bastante fatigado.
Zifnab miró a Lenthan y le dirigió una suave sonrisa. Cuando contestó, su voz se había dulcificado.
—Ya no está lejos, amigo mío. —El hechicero dio unas palmaditas en la mano lechosa y avejentada del elfo—. No está lejos. De hecho, creo que no es preciso que viajemos más. Me parece que ella vendrá a nuestro encuentro.
—¡Maravilloso! —Una oleada de color inundó las pálidas mejillas de Lenthan. Se puso en pie y su mirada buscó con ansia en la espesura, pero casi de inmediato volvió a sentarse. El color desapareció otra vez de sus mejillas, que recuperaron su habitual tono ceniciento y cerúleo. El elfo buscó aire con un jadeo y Zifnab le pasó el brazo en torno a los hombros, ofreciéndole sostén y consuelo.
Lenthan emitió un suspiro tembloroso y ensayó una sonrisa.
—No debería haberme incorporado tan deprisa. Me ha entrado un mareo terrible. —Hizo una pausa y añadió—: Creo que me estoy muriendo.
Zifnab volvió a darle unas palmaditas en el revés de la mano.
—Vamos, vamos, camarada. No es necesario que saques conclusiones precipitadas. Es otro de tus accesos de debilidad, eso es todo. Pronto pasará...
—No, por favor, no me mientas. —Lenthan le dirigió una desvaída sonrisa—. Estoy preparado. He estado muy solo, ¿sabes? Muy solo.
El hechicero se secó las lágrimas con la punta de la barba.
—No volverás a sentirte solo, amigo mío. Nunca más.
Lenthan asintió; luego, suspiró.
—Es que me siento muy débil y necesitaré todas mis fuerzas para viajar con ella cuando llegue. ¿Te... importaría mucho que me apoyara en tu hombro? Será sólo un momento, hasta que todo deje de dar vueltas.
—Sé cómo te sientes —dijo Zifnab—. El condenado suelo no se queda quieto como cuando uno era joven. Para mí, mucha culpa de ello la tiene la tecnología moderna. Los reactores nucleares.
El hechicero se acomodó contra el grueso tronco del árbol y el elfo apoyó la cabeza en su hombro. Zifnab continuó comentando algo acerca de los quarks. A Lenthan le agradó el sonido de la voz del anciano, aunque no prestó atención a sus palabras. Con una sonrisa en los labios y la mirada fija en las sombras, aguardó pacientemente la llegada de su esposa.
—Y bien, ¿qué hacemos ahora? —Roland dirigió una mirada furiosa a Aleatha y señaló con un gesto las aguas oscuras que les impedían el paso—. Te dije que ella no debería haber venido, elfo. Tendremos que dejarla atrás.
—¡Nadie me va a dejar atrás! —replicó Aleatha, pero dejó que los demás pasaran delante, cuidando de no acercarse demasiado a la charca oscura y pestilente. Habló en elfo, pero había entendido al humano. Aunque elfos y humanos se habían pasado la travesía en la nave peleándose, al menos eso les había servido para aprender a insultarse en el idioma del otro.
—Tal vez exista algún vado —apuntó Paithan.
—Aunque lo haya, nos llevará días abrirnos paso entre la jungla hasta dar con él. —Rega se secó el sudor de la frente y añadió—: No sé cómo pueden avanzar tan deprisa entre esta maraña.
—Mediante la magia —murmuró Roland—. Y, probablemente, esa misma magia los ha transportado sobre estas aguas infectas. En cambio, a nosotros no va a ayudarnos. Tendremos que rodearlas o cruzarlas a nado.
—¡A nado! —Aleatha dio un paso atrás con un escalofrío.
Roland no dijo nada, pero le dirigió una mirada... y sus ojos lo dijeron todo: Niña mimada, engreída...
Aleatha se apartó los cabellos de la cara y, antes de que Paithan pudiera detenerla, echó a correr y se metió en la charca.
Se hundió hasta media pierna y la superficie del agua se rizó en ligeras ondas aceitosas. De pronto, una silueta sinuosa cortó las ondas, deslizándose rápidamente por la superficie hacia la elfa.
—¡Una serpiente! —gritó Roland, al tiempo que se lanzaba a la charca y se colocaba delante de Aleatha, dando furiosos zarpazos en el agua con su raztar.
Paithan arrastró a su hermana a la orilla mientras Roland seguía luchando frenéticamente, batiendo el agua con sus golpes. Al perder de vista a su presa, se detuvo y miró a su alrededor.
—¿Dónde se ha metido? ¿La habéis visto?.
—Creo que ha escapado por allí, hacia los juncos. —Rega señaló el lugar.
Sin desviar un momento la atención y con el raztar preparado, Roland exclamó, dirigiéndose a Aleatha:
—¡Idiota! ¡Has estado a punto de matarte! —La rabia casi le impedía hablar.
Aleatha se volvió, temblando bajo las ropas mojadas. Su cara tenía una palidez mortal, pero su mirada era desafiante.
—¡No vais a... dejarme atrás! —Murmuró, venciendo a duras penas el castañeteo de dientes—. ¡Si vosotros podéis cruzar... yo también!.
—¡Nosotros llevamos botas y ropas de cuero! ¡Tenemos alguna posibilidad...! ¡Ah!, ¿de qué sirve discutir? —Roland agarró a Aleatha y la tomó en brazos mientras ella gemía y farfullaba.
—¡Suéltame! —Aleatha se resistió, agitándose y dando puntapiés. Sin darse cuenta, sin pensarlo, estaba utilizando el idioma de los humanos.
—Todavía no. Cuando lleguemos al centro de la charca —murmuró Roland, chapoteando en el agua.
Aleatha contempló las negras aguas, recordó lo que acababa de suceder y se estremeció. Sus brazos rodearon el cuello del hombre, y se cerraron con fuerza.
—No lo harías, ¿verdad? —murmuró, agarrándose con desesperación.
Roland contempló su rostro, tan próximo. Los ojos púrpura de la elfa, desorbitados de terror, eran oscuros como el vino y mucho más embriagadores. Sus cabellos al viento se mecían en torno al humano, produciéndole un cosquilleo. Su cuerpo, cálido y tembloroso, apenas le pesaba en los brazos. Una oleada de amor lo traspasó, le hizo bullir la sangre, más dolorosa que el veneno de cualquier serpiente.
—No —respondió, y la voz se le quebró al pasar por el doliente nudo de deseo que le atenazaba la garganta. Sus manos estrecharon a Aleatha con más fuerza.