Se produjo otra tremenda explosión, y un siniestro crujido de angustia del castigado casco. La habitación se enderezó por sí sola, y una rápida corriente de agua penetró por la puerta y empezó a serpentear a través de la alfombra como si estuviera buscando a alguien. Bond se puso en pie y tomó la pistola de los dedos de Stromberg. Aunque el hombre acababa de morir, sus dedos tenían ya una frialdad reptiliana.
Bond salió precipitadamente por la puerta gritando el nombre de Anya. El agua era ya una amenazadora marea que envolvía sus piernas. Pudo verla espumeando y burbujeando mientras manaba de una de las escalerillas situadas en el corredor. Un gigantesco calamar pasó por su lado, y luego tres angelotes. ¿Qué demonios estaba sucediendo? Luego se dio cuenta. ¡El acuario! Los depósitos debían de haberse reventado. ¡Oh, Dios, si Anya estaba allí! No habría esperanza. Gritó otra vez y luchó contra la corriente. El corredor se dividía y un raíl metálico corría por el techo. De él colgaba la forma familiar de un electroimán, probablemente usado para mover las mercancías y el equipo pesado.
Bond se agachó para pasar por debajo del cable, y al enderezarse se encontró con una sombra que bloqueaba su camino. Una sombra que correspondía a la siniestra figura de Tiburón. La enorme cabeza irregular arañaba el techo del corredor. Los labios estaban separados en una espeluznante sonrisa de bienvenida. También las piernas, del tamaño de dos troncos de árbol, estaban separadas a ambos lados de la corriente, como el Coloso de Rodas. Bond alzó su arma para disparar, pero su lacerado brazo fue demasiado lento. Tiburón le agarró la mano y la estrelló contra la pared, destrozando sus nudillos como un puñado de nueces. Bond gritó de dolor y alzó su rodilla con toda la fuerza que la desesperación y la furia pudieron proporcionarle. Tiburón gruñó; extendiendo su mano contra la cara de Bond lo proyectó contra la corriente. Bond dio varios traspiés hacia atrás luchando por mantenerse en pie. Lo que vendría ahora serían los dientes. Tiburón estaba ya desnudándolos, enrollando sus labios hacia atrás, y alzando ligeramente la cabeza de manera que uno podía ver las desagradables cavernas negras de las ventanillas de la nariz.
Los doloridos brazos de Bond arañaron el metal, y en su desesperación encontró finalmente algo a lo que agarrarse. Logró salir de la corriente, descubriendo que lo que aferraba era una pequeña caja de control, conectada a unos alambres que a la vez lo estaban con el raíl del techo. Tiburón se movía pesada pero implacablemente, caminando contra la creciente furia de la corriente. Ahora, el imán colgaba como un cebo ante los horribles dientes de metal. La imagen pareció explotar dentro del traqueteado cerebro de Bond. Olvidando su dolor, alargó su destrozada mano contra el interruptor de contacto de la caja de control.
El imán se abalanzó como un rayo hacia la boca de Tiburón, y se aferró, zumbando, a sus dientes. Tiburón parecía un niño malformado chupando un enorme pezón. Luego una expresión de sorpresa se extendió por los torpes rasgos. Una gigantesca mano se extendió para dar un manotazo al ofensivo objeto, como si se tratara de una mosca impertinente. Bond apretó el segundo interruptor y el alambre se tensó y empezó a arrastrar a Tiburón hacia atrás contra la corriente. Ahora, ambas manos estaban tirando del imán, y Tiburón daba vueltas furiosamente como un pez en el anzuelo. Mientras Bond miraba con fascinado horror, un implacable triángulo pasó como un rayo por detrás del afligido gigante. Una enorme fuerza gris se proyectó a través de la furiosa corriente de agua y dos filas de blancos dientes se cerraron en torno a la machacada carne. Obscenos sonidos brotaron a través de la barrera de dientes aprisionados, y una oleada de sangre salió proyectada contra el pecho de Bond. Como un hombre que despertara de una pesadilla, se dio la vuelta y dejó que la corriente lo llevara lejos del espantoso espectáculo de la muerte. La imagen del ojillo rojo brillando con demoníaca determinación lo perseguía como una furia vengadora.
—¡Anya!
Bond gritó para oír su voz y saber que todavía estaba vivo. La corriente le llevó en torno a una esquina, y el agua se arremolinó al chocar contra una pared de metal. Bond se aferró a la barandilla de una escalera, y logró salir de la corriente. La estructura estaba escorando en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y empezaba a pandearse. Gruñía y daba sacudidas como si sufriera agonías de muerte. Frente a Bond, una puerta se abrió de golpe con un ruido metálico. Una esbelta mano apareció rodeándola.
—¡Anya!
Bond se lanzó hacia delante, agarrándose a los ángulos de la pared y la cubierta. La cabeza y los hombros reconocieron a Bond, y entonces se endurecieron como si se hubieran congelado.
—Anya.
Trató de tranquilizarla con el sonido de su voz. Debía de estar en estado de shock. Dios sabe lo que le habrían hecho. Luego una pistola apareció en la mano de la muchacha. El cañón apuntó hacia el escorado techo, y luego lentamente fue bajando hasta apuntar al corazón de Bond. El dedo empezó a tensarse alrededor del gatillo.
«Cuando esta misión haya terminado, Sergei será vengado y tú morirás». Las palabras acudieron a la mente de Bond con espeluznante claridad. No obstante, siguió avanzando.
—Anya, dame esa arma.
Extendió su mano. El cañón empezó a temblar. Bond cerró sus dedos en torno a él mientras mantenía fija la mirada en los ojos de la muchacha. Ésta parpadeó como si despertara de una pesadilla. El corredor retumbaba como si dos gigantescas manos estuvieran estrujándolo. Bond tomó el arma con los inertes dedos, y apretó a Anya contra su pecho. Pudo oír a su corazón latir como el de un pájaro.
—Disponemos sólo de algunos segundos para salir de este lugar. Sígueme.
La tomó de la mano y la arrastró tras de él cuando una amenazadora columna de agua se precipitaba contra sus pies.
Ahora el movimiento descendente era terroríficamente perceptible. El estómago se alzaba y las piernas colgaban sin peso. El corazón de Bond latía apresuradamente y el pánico empezó a correr por su cuerpo. ¿Cómo, en nombre del Cielo, podía escapar uno de aquella tumba inundada? Las paredes estaban inclinadas ya de tal suerte que se habían convertido en el techo. Bond cayó de rodillas, el agua chocó contra su mejilla. Pronto llegaría a sus hombros, su cabeza, y luego ¿qué? ¿Cuántos minutos de danza inútil antes de que el cuerpo flotara libremente con la barriga hacia arriba, y piernas y brazos colgaran como los de algún insecto exhausto? Bond alzó su cabeza por encima del torrente y sujetó con fuerza la mano de Anya. Hacia babor había una puerta abombada, que se abría unos dos metros por encima de la inclinada cubierta. A un metro de su parte inferior había una pequeña placa. Unas mágicas palabras estaban escritas en cuatro lenguas: ESCOTILLA DE ESCAPE.
Bond alcanzó y empujó la pesada palanca de metal. A medida que la puerta se abría, era necesario meter la cabeza por la cavidad para mantenerla fuera del agua. Arrastró a Anya detrás de sí, y empezó a meterse dentro del estrecho y acolchado esferoide. El agua corría a sus pies y golpeaba contra la inclinada puerta haciendo imposible cerrarla. Anya se unió a él, y juntos se inclinaron en la furiosa corriente, luchando por salar sus vidas. La torturada nave sufrió una sacudida en su última espiral descendente, y, en ese instante, la puerta quedó momentáneamente libre de agua. El destrozado brazo de Bond tiró de ella para cerrarla. Anya hizo girar los pernos de seguridad. La corriente furiosa golpeaba vengativamente contra el cierre.
Bond agarró la palanca, y la apretó hacia abajo. Se oyó un chirrido, una ruptura, un tirón, luego una repentina sensación de flotar en el espacio. Y luego, lo más hermoso de todo, una sensación de ascender. Un movimiento hacia el cielo, como el de una flor arrastrada por el sol.
—¡James!
Bond sintió que los brazos de Anya le rodeaban, y entonces cayó en la inconsciencia.
El desayuno era la comida del día favorita de Bond, y desde que se suponía que estaba recuperándose —¡odiada palabra!—, Bond sacaba resueltamente el mejor provecho de él. Dos grandes y cargadas tazas de café sin azúcar. Medio litro de jugo de naranja natural, recién exprimida y con un par de pipas errantes que certificaban lo inmaculado de su origen. Dos huevos fritos y tres gruesas lonchas de bacon irlandés. Cuando las lonchas ya no eran más que tres cortezas serpentinas, pasaba a las tostadas. Dos rebanadas generosamente untadas con mantequilla Normandy decantada en un tarro de plata que Bond recordaba vagamente como un regalo de bautizo.
Bond se sacó una migaja de una esquina de la boca, y se disponía a llamar a May, su estimada ama de llaves escocesa, cuando ésta apareció sin anunciarse.
—Perdóneme, S —la «S» era el diminutivo que May empleaba a regañadientes para decir señor—. Hay un caballero, marino, que quiere verlo. Creo que es americano.
La ligera nota de desaprobación de la voz de May no excluía totalmente la simpatía por el hombre.
Bond se sintió mejor inmediatamente.
—¿El capitán Carter? —preguntó, pero recordar nombres no era la cualidad más notable de May—. Dígale que pase enseguida.
Segundos más tarde, Carter entró a grandes zancadas y le estrechó la mano vigorosamente. Su cara aparecía arrugada en una auténtica sonrisa de satisfacción.
—Encantado de verlo, James. Siento aparecer a esta hora, pero voy con el tiempo contado. He tenido que llamar a la Embajada, y luego vuelvo por avión a los Estados Unidos. ¿Cómo está usted?
Bond extendió su pitillera a Carter, y luego colocó un Morlands entre sus propios labios.
—Estoy aquí puramente bajo falsos pretextos, o quizás indebidamente. Hace días que estoy curado. Creo que mis superiores están tratando de mantenerme encarcelado en mi propia casa mientras se preguntan que van a hacer conmigo.
La cara de Carter se tornó seria.
—Quiero expresarle… ¡Demonios! Quiero decir, expresar cuan desgraciado me sentí por lanzar aquellos torpedos contra su trasero. Vi que la cosa se estaba escapando y…
Bond levantó una mano para frenarlo.
—Yo habría hecho lo mismo en su lugar, probablemente antes. De todas maneras, si usted no hubiera desobedecido las órdenes y nos hubiera pescado del mar, probablemente yo no estaría aquí ahora. Cuando era niño, me indujeron a creer que era la Caballería de los Estados Unidos la que siempre llegaba en el último momento. Hoy estoy transfiriendo mi devoción a la Marina.
Carter aceptó la mano extendida de Bond y la estrechó calurosamente.
—Gracias. Espero que volveremos a trabajar juntos alguna vez. Oh, lo olvidaba —sus ojos despidieron destellos—. Había una muchacha rondando frente a la puerta delantera cuando yo llegué. Creo que desea verlo.
—¿Cree usted que yo desearía verla a ella? —preguntó Bond.
Carter pretendió considerar la pregunta y luego asintió con la cabeza.
—Me parece que cabe esta posibilidad.
Levantó una mano hasta su sien y se marchó.
Bond se puso de pie, sintiendo una creciente sensación de excitación por todo su cuerpo. ¿Se estaba volviendo estúpido? ¿Sería posible? Alguien entró en la habitación a su espalda, y el se volvió, esperando ver a May.
Era Anya. Llevaba un vestido de lana largo hasta los tobillos, así como un gran maletín de viaje de suave piel. Su cara seguía siendo tan hermosa como él recordaba. Quizá más aún. Su cabello cepillado negligentemente hacia atrás a partir de los altos pómulos, la nariz delicadamente respingona, la boca con su expresión sensual. Y, en torno a aquellos ojos de un azul intenso, rematados por largas pestañas, esa cualidad maravillosa de astuta inocencia. Dejó su bolsa en el suelo, y lo miró de hito en hito.
—He venido a cuidar de ti.
Bond la miró cariñosamente.
—Pero yo no necesito que cuiden de mí. Estoy perfectamente. Justo en este momento, me siento mejor que nunca. De todas maneras, ya tengo un ama de llaves para hacerlo.
—¿Esa mujer con severo uniforme negro que se estaba poniendo el sombrero para ir a la compra cuando yo llegué?
Bond sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Posee un certificado estatal de enfermera de primera clase?
Bond dejó descansar sus manos sobre los esbeltos hombros de Anya.
—Ahora que lo mencionamos, me parece que sí lo tiene. Dulce, querida Anya. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué pasa con Rusia? ¿Qué pasa con tu trabajo?
Ella lo miró y sus labios temblaron.
—Digamos que estoy de vacaciones. Ya te lo contaré más tarde, mucho más tarde.
Empezó a desabrocharse su vestido.
—De acuerdo —las ventanillas de la nariz de Bond se ensancharon—. Creo que sabes la clase de tratamiento que necesito. Voy a afeitarme. Cuando vuelva, espero encontrarte en la cama.
Se fue al baño, y consiguió afeitarse sin cortarse. Al regresar, Anya estaba en la cama con sólo una sábana cubriéndole la cintura. Sus esbeltos y hermosos pechos se curvaron hacia él en actitud invitadora. Sus largos dedos descansaban sobre los muslos. Le miró a los ojos como excusándose.
—James, no eres el primer hombre que hace el amor conmigo.
El duro y desnudo cuerpo de Bond se acercó a la cama, y los dedos se cerraron en torno a la sábana.
—Querida mía —dijo—, eso está por ver.
Y cayó sobre ella como un halcón.
CHRISTOPHER WOOD (1935, Londres). Novelista y guionista inglés conocido por la serie de novelas y películas
Confesiones
, que escribe bajo el seudónimo de Timothy Lea. En 1977 escribe el guión de la película
La espía que me amó
, que posteriormente novelizaría. Dos años después repite la experiencia con
Moonraker
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