La espada y el corcel (17 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: La espada y el corcel
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Los enemigos se aproximaban en gran número viniendo de todas direcciones, y Corum oyó el temible chirriar de los carros de guerra de los Fhoi Myore y comprendió que Balahr y Goim y los demás debían de estar muy cerca, y que en cuanto los Fhoi Myore hubieran dado con ellos estarían condenados a perecer, pero ya podía ver los borrosos contornos del primer gran círculo de piedra de Craig Dôn, aquellos inmensos pilares de piedra sin desbastar que estaban coronados por dinteles de piedra casi tan largos como altos eran los monolitos que los sostenían.

Ver el gran Lugar de Poder tan cerca dio a Corum las energías que necesitaba para obligar a su caballo a que se abriera paso por entre los Guerreros de los Pinos de rostro verdoso que se lanzaban contra él, y le permitió lanzar tajos y mandobles a un lado y a otro haciendo que
Traidora
derramase chorros de sangre parecida a savia que impregnaron la atmósfera con el hedor asfixiante de los pinares. Vio a Goffanon acosado por una jauría de sabuesos blancos y vio cómo el enano sidhi hincaba una rodilla en el suelo, echaba la cabeza hacia atrás y rugía su desafío con su ensordecedor vozarrón, y Corum se lanzó sobre la jauría rajando una garganta aquí y un vientre allá, dando el tiempo suficiente a Goffanon para que se levantara y entrara tambaleándose en el santuario del primer círculo, donde se quedó inmóvil jadeando con la espalda apoyada en un pilar de granito. Un instante después Corum también entró en el círculo y se halló a salvo, y en cuanto hubieron transcurrido unos segundos Ilbrec y Jhary se reunieron con ellos y todos estaban dentro del círculo, mirándose los unos a los otros sin poder creer que siguieran con vida.

–¡Ahora les tenemos atrapados a todos! –oyeron gritar al príncipe Gaynor más allá de los confines del círculo de piedra–. ¡Morirán de hambre tal como están muriendo los otros!

Pero las voces melancólicas y retumbantes de los Fhoi Myore parecían contener una sombra de preocupación y el ulular de los Sabuesos de Kerenos estaba impregnado por una extraña vacilación, y los ghoolegh y los guerreros de los pinos contemplaron a los cuatro camaradas con cauteloso respeto.

–¡Ahora los mabden se reagruparán y te expulsarán para siempre, Gaynor! –le gritó Corum a su viejo enemigo, su hermano en el destino.

–¿Estás seguro de que te seguirán, Corum? –replicó Gaynor con burlona diversión–. ¿Crees que lo harán después de que te volvieras contra ellos? No, amigo mío, me parece que descubrirás que ni siquiera desean dirigirte la palabra, por mucho que ya casi estén muertos y tú seas su única esperanza...

–Conozco la treta de Calatin y sé lo que hizo para destruir la moral de los mabden. Se lo explicaré todo a Amergin.

Gaynor no volvió a replicarle con palabras, pero su carcajada hirió más profundamente a Corum de lo que hubiese podido hacerlo la más mordaz de las contestaciones.

Los cuatro héroes avanzaron lentamente bajo las arcadas de los círculos de piedra y dejaron atrás a los heridos, los muertos y los que habían perdido la razón, y a hombres que lloraban y a hombres que tenían los ojos clavados en el vacío sin ver nada en él, y siguieron avanzando hasta llegar al círculo central en el que se habían alzado unas cuantas tiendas, y donde chisporroteaban unas cuantas hogueras y hombres vestidos con armaduras rotas y pieles desgarradas se acurrucaban temblando junto a sus maltrechos estandartes de batalla mientras esperaban la muerte.

Amergin, esbelto, frágil y lleno de orgullo, estaba inmóvil junto al altar de piedra de Craig Dôn sobre el que había yacido después de que Corum rescatara al Archidruida de su cautiverio en Caer Llud. Cuando alzó la mirada y reconoció a los cuatro recién llegados, Amergin tenía una mano enguantada posada sobre el altar y su rostro estaba muy serio, pero no les dijo nada.

Un instante después otra figura apareció detrás del Gran Rey. Era una mujer cuya cabellera pelirroja le llegaba hasta más abajo de los hombros. Llevaba una corona en la cabeza y una gruesa cota de mallas que ocultaba su cuerpo desde la garganta hasta los tobillos, y un gran cinturón ceñido con una hebilla de bronce le rodeaba la cintura y una capa de piel cubría su espalda; y sus ojos llenos de desprecio ardieron con un terrible fulgor verde mientras contemplaba a Corum, y la mujer era Medhbh.

Corum dio un paso hacia ella.

–Medhbh, he traído conmigo... –murmuró.

Pero cuando habló la voz de Medhbh era aún más fría que la neblina de los Fhoi Myore, y Corum la vio erguirse ante él con la mano sobre la empuñadura dorada de su espada.

–Mannach ha muerto –dijo Medhbh–. Ahora soy la reina Medhbh. Soy la reina Medhbh y guío al pueblo de los Tuha-na-Cremm Croich. Bajo nuestro Gran Rey Amergin, guío a todos los mabden..., a todos aquellos que todavía no han perecido como resultado de tu monstruosa traición.

–No os he traicionado –dijo Corum–. Fuisteis engañados por Calatin.

–Todos te vimos, Corum... –empezó a decir Amergin en voz baja y suave.

–Lo que visteis era un sustituto... Visteis a un karach creado por Calatin con el propósito de haceros creer que me había convertido en un traidor.

–Es verdad, Amergin –dijo Ilbrec–. Todos nosotros vimos al karach en Ynys Scaith.

Amergin se llevó una mano a la sien. Resultaba obvio que incluso un movimiento tan pequeño le había exigido un gran esfuerzo, y el Gran Rey suspiró.

–Entonces debemos celebrar un juicio, pues así lo exigen las costumbres de los mabden –dijo.

–¿Un juicio? –Medhbh sonrió–. ¿En este momento? –Le dio la espalda a Corum–. Sus mismos actos han demostrado que es culpable. Ahora cuenta mentiras increíbles, y cree que la derrota nos ha dejado tan aturdidos que las creeremos.

–Luchamos por nuestras creencias, reina Medhbh –dijo Amergin–, y luchamos tanto por ellas como lo hacemos por nuestras vidas. Debemos seguir gobernando nuestras acciones de acuerdo con esas creencias. Si no lo hacemos, entonces ya no nos queda ninguna justificación para vivir... Interroguemos con justicia a estas gentes, y escuchemos las respuestas que nos dan antes de determinar si son inocentes o culpables.

Medhbh encogió sus hermosos hombros, y entonces Corum conoció la agonía y supo que amaba a Medhbh más de lo que nunca la había amado antes.

–Acabaremos encontrando culpable a Corum –dijo Medhbh–, y entonces tendré el placer de dictar sentencia.

Segundo capítulo

El Corcel Amarillo

Apenas había un hombre o mujer que fuera capaz de mantenerse en pie sin ayuda. Los rostros flacos, quemados por el frío y medio muertos de hambre contemplaron a Corum, y a pesar de que eran rostros familiares Corum no vio ninguna simpatía en ellos. Todos le tenían por un traidor que había cambiado de bando y le culpaban de las enormes pérdidas que habían sufrido en Caer Llud. Más allá del séptimo círculo de piedras, el círculo exterior, los remolinos de aquella neblina que no tenía ningún lugar en el orden de la naturaleza seguían girando lentamente, y las lúgubres voces de los Fhoi Myore atronaban creando un sinfín de ecos, y los Sabuesos de Kerenos no paraban de aullar ni un solo instante.

Y así comenzó el juicio de Corum.

–Quizá cometí un error yendo a buscar aliados a Ynys Scaith –empezó diciendo Corum–, y en consecuencia soy culpable de haber tomado una decisión equivocada. Pero soy inocente de todo lo demás.

Morkyan de las Dos Sonrisas, que sólo había sufrido heridas leves en la batalla de Caer Llud, frunció el ceño uniendo sus negras cejas y se acarició el bigote. Su cicatriz era una línea blanca sobre su piel cetrina.

–Te vimos –dijo Morkyan–. Te vimos cabalgando al lado del príncipe Gaynor, con el hechicero Calatin, con ese otro traidor llamado Goffanon... Todos cabalgasteis juntos al frente de los guerreros de los pinos, los ghoolegh y los Sabuesos de Kerenos para guiarlos contra nosotros. Te vi matar a Grynion Jinete-del-Buey y a una de las dos hermanas. Mataste a Cahleen, hija de Mugan el Blanco, y oí decir que también habías sido responsable directo de la muerte de Phadrac-de-la-Cañada-de-Lyth, a quien atrajiste hacia su muerte cuando él creía que aún luchabas en nuestro bando...

Hisak, apodado Ladrón de Sol, quien había ayudado a Goffanon a forjar la espada de Corum, dejó escapar un gruñido desde donde estaba sentado con la espalda apoyada en el altar, la pierna izquierda entablillada.

–Vi cómo matabas a muchos de los nuestros, Corum –dijo–. Todos te vimos.

–Y yo os repito que no fue a mí a quien visteis –insistió Corum–. Hemos venido a ayudaros. Hemos pasado todo este tiempo en Ynys Scaith, y estuvimos bajo los efectos de una ilusión mágica que nos hizo creer que habían transcurrido unas cuantas horas cuando en realidad habían pasado meses...

Medhbh soltó una carcajada áspera y enronquecida.

–¡Un cuento de viejas! ¡No podemos creer en mentiras tan infantiles!

–Hisak, ¿te acuerdas de la espada que blandía el que se supone que era yo? –preguntó Corum dirigiéndose a Hisak–. ¿Acaso era esta espada?

Y Corum desenvainó su hoja color de luna, y una extraña luz pálida palpitó en ella.

–¿Era esta espada, Hisak?

Hisak meneó la cabeza.

–Pues claro que no era ésta. Yo habría reconocido esta espada... ¿Acaso no estuve presente en la ceremonia?

–Estuviste presente en ella. Y si yo tuviera una espada de semejante poder, ¿acaso no la habría utilizado en la batalla?

–Probablemente... –admitió Hisak.

–¡Y mirad! –Corum alzó su mano de plata–. ¿Qué metal es éste?

–Es plata, naturalmente.

–¡Cierto! ¡Es plata! Y el otro... ¿Tenía el karach una mano de plata?

–Ahora recuerdo que la mano no parecía ser exactamente de plata –dijo Amergin frunciendo el ceño–. No, era más bien como una falsa plata...

–¡Porque la plata es letal para el sustituto! –exclamó Ilbrec–. ¡Todos lo sabemos!

–Esto no es más que un complejo engaño –dijo Medhbh, pero ya no estaba tan segura de sus acusaciones.

–Pero ¿dónde se encuentra ese sustituto ahora? –preguntó Morkyan de las Dos Sonrisas–. ¿Por qué uno se desvanece y aparece el otro? Si viéramos juntos a los dos, se nos podría convencer con mucha más facilidad.

–El amo del karach ha muerto –dijo Corum–. Goffanon acabó con él. El karach se llevó a Calatin al mar, y eso fue lo último que vimos de ambos. Ya hemos luchado con este sustituto.

La mirada de Corum fue de un rostro cansado a otro y vio que sus expresiones estaban cambiando. La mayoría estaba preparada para escucharle, y eso ya era algo.

–¿Y por qué habéis vuelto cuando sabíais que nuestra situación era desesperada? – preguntó Medhbh, echando hacia atrás su larga melena rojiza.

–¿Estás preguntando qué podíamos ganar ayudándoos? ¿Es eso lo que quieres decir en realidad? –preguntó Jhary-a-Conel.

Hisak señaló con un dedo a Jhary.

–Te vi, y tú también cabalgabas al lado de Calatin –dijo–, Ilbrec es el único que no se ha aliado de manera evidente con nuestros enemigos.

–Volvimos porque hemos conseguido obtener aquello que nos llevó a Ynys Scaith y os hemos traído ayuda –dijo Corum.

–¿Ayuda? –Amergin clavó la mirada en el rostro de Corum–. ¿De la clase que comentamos?

–Exactamente de esa clase. –Corum señaló el gato blanco y negro y la arqueta de bronce y oro–. Aquí está...

–No ha adoptado la forma que esperaba ver –dijo Amergin.

–Y también hemos traído esto... –Ilbrec estaba sacando algo de una de sus alforjas de mimbre–. Sin duda fue llevado a Ynys Scaith por algún navío que acabó naufragando en su orilla, y lo reconocí de inmediato.

Y mostró la vieja silla de montar polvorienta y llena de grietas que había encontrado en la playa.

Amergin dejó escapar un suspiro de sorpresa y extendió las manos hacia la silla de montar.

–La reconozco. Es el último de nuestros tesoros que faltaba por encontrar, aparte del Collar y el Caldero, que siguen estando en Caer Llud.

–Cierto –dijo Ilbrec–, y sin duda conoceréis la profecía que va unida a esta silla de montar...

–No recuerdo ninguna profecía clara –dijo Amergin–. Nunca llegué a entender cuál podía ser la razón de que una silla de montar tan vieja y tan evidentemente inútil estuviera incluida entre nuestros tesoros.

–Es la silla de Laegaire –dijo Ilbrec–. Laegaire era mi tío, y murió en la última de las Nueve Contiendas. Era medio mortal, como recordaréis...

–Y cabalgaba sobre la grupa del
Corcel Amarillo
–dijo Amergin–, el cual sólo podía ser montado por alguien que fuese puro de espíritu y que luchara en defensa de una causa justa. Entonces, ésa es la razón por la que esta silla ha sido preservada junto con el resto de nuestros tesoros...

–Sí, ésa es la razón; pero no he hablado de todo esto meramente para que nos ayudara a entretenernos un rato –siguió diciendo Ilbrec–. Sé cómo llamar al
Corcel Amarillo
, y gracias a ese conocimiento quizá tenga en mis manos el medio de probaros que Corum no miente. Dejad que llame al Corcel, y dejad después que Corum intente montarlo. Si le acepta, entonces sabréis que Corum es puro de espíritu y que lucha en defensa de una causa justa..., vuestra causa.

Amergin miró a sus compañeros.

–Me parece justo –dijo el Gran Rey. Sólo Medhbh mostró cierta reluctancia a aceptar la decisión de Amergin.

–Podría ser un truco de hechicería –dijo.

–Si lo es, lo sabré enseguida –dijo Amergin–. Soy Amergin. No olvides eso, reina Medhbh.

Y Medhbh aceptó la reprimenda de su Gran Rey y guardó silencio.

–Que se despeje un espacio alrededor del altar –dijo Ilbrec.

Después llevó con mucho cuidado y delicadeza la silla de montar hasta la gran losa de piedra y la colocó encima de ella. Todos se alejaron del altar retrocediendo hasta los primeros círculos de monolitos, y observaron en silencio cómo Ilbrec alzaba su cabeza dorada hacia el frío cielo y extendía sus enormes brazos de manera que la poca luz que había en Craig Dôn arrancó reflejos a sus brazaletes de oro rojo, y Corum se sintió repentinamente impresionado una vez más por el poder que emanaba de aquel noble dios de bárbaro aspecto, el hijo de Manannan.

Y después Ilbrec empezó a cantar:

En nueve grandes batallas luchó Laegaire.

Era pequeño, mas su bravura era inmensa.

Ningún sidhi luchó mejor y ninguno luchó con más astucia

por la causa de los mabden.

Laegaire era su nombre, de honor imperecedero.

Famoso por su humildad, cabalgó sobre el
Corcel Amarillo
,

y guió la carga en Slieve Gullion

aunque eran pocos los guerreros que quedaban.

La batalla se ganó, pero la jabalina de Goim le había encontrado

y Laegaire yacía sobre el rojo calor de su sangre.

Su cabeza sobre la silla, muriendo con la muerte de un guerrero,

mientras su caballo amarillo lloraba.

Muy pocos quedaban para oír a quién nombró su heredero,

poniendo por testigos el roble y el aliso,

y les dijo que sólo había poseído la vida y su corcel y que daba de buena gana su vida a los mabden.

Al
Corcel Amarillo
le dio la libertad,

imponiéndole una sola condición:

Si volvía la amenaza de la Vieja Noche, debía regresar

y a un campeón puro servir para la causa de los mabden.

Y así, agonizando, dijo Laegaire a sus testigos que tomaran su silla,

recuerdo de su noble juramento

y les dijo que quien en ella se sentara demostraría ser puro

y que el
Corcel Amarillo
así sabría reconocerle.

Se apacienta el Corcel en los campos del verano,

esperando al heredero de Laegaire.

Ahora le llamamos en nombre de Laegaire

para que vuelva a cabalgar contra la Vieja Noche.

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