Con esto resultaba implícita la conformidad de Alonso con regresar a la sierra de la Alberca; sin embargo, optó por ser más expresivo.
—Preferiría vivir entre vosotros, que nos tratáis como si fuéramos de vuestra familia y nos habéis defendido como tal, pero comprended que no quiera separar a ella de la suya por mal que a mí me vaya —explicó, aludiendo a los modales de su futuro suegro.
—Haces lo que debes —interrumpió Francisco, viendo que la emoción le jugaba al cabrerillo una mala pasada.
—Aquí nos tienes —dijo Nicolás.
Gerónimo echó una última mirada de aviso al Jineta y al herido, que entendieron a la perfección. Jamás pondrían los pies en aquellos parajes, sino a costa de sus vidas.
Teresa Oliva, entretanto, había hecho un hatillo con el traje albercano de novia que le entregó a María.
La despedida no estuvo, en efusividad, a la altura del afecto que habían tomado a la joven pareja, pues Francisco quería que aquellos hombres abandonaran el lugar cuanto antes; pero, ya próximos a desaparecer por la primera curva, Benita no pudo aguantarse y gritó:
—¡Que seáis felices!
María Monforte se giró, desde lo alto de la mula de su padre, para saludar con la mano. A esa distancia no se percibía el brillo acuoso de sus ojos.
El responsable de los moriscos rompió la inmovilidad del grupo.
—¡Las chozas nos reclaman!
Cecilio y él procedían a colocar las piedras medianas cuando el primero se enderezó para confesarle:
—Sin tu pronta actuación me habría malherido o muerto el endiablado jaque —expuso, oprimiéndole cariñosamente el hombro.
—Cierto, mas también lo es que, como anunciaste, hemos corrido un riesgo innecesario.
—Los muchachos lo valían —aseguró sonriente.
—Eso sí —admitió Gerónimo, continuando con el trabajo.
Las paredes progresaron a buena velocidad, robustas y bien perpendiculares al suelo, por la constancia en la aplicación de guías y plomadas a que el capataz las sometía. En una semana alcanzaron la altura, de poco más de tres codos, prevista para la primera planta. Asimismo, dejaron terminado el vano de la puerta, sobre el que plantaron el cargadero, un grueso tronco de encina que Luis Molina tornó en rústico paralelepípedo, a fuerza de hachearlo con la azuela.
Los extremos de las doce vigas empleadas, distanciadas entre sí trece pulgadas, fueron embutidos en los muros hasta la mitad de su grosor y sellados desde el exterior con sendas piedras.
Al acabar la siguiente semana, encajaron las vigas del piso superior con la misma técnica. Después adosaron transversalmente las alfajías a las traviesas, atándolas con tiras de corteza verde, para crear, de este modo, la consistente armadura que recibiría la pizarra, fragmentada en espesas láminas, que la recubriría por completo. Entre las lajas y las alfajías insertaron una capa muy tupida de ramaje, con objeto de que les sirviera de protección contra el frío y el calor. La altura de este piso era mayor que la del inferior. En la parte más baja, pues el tejado tenía una inclinación de alrededor de un quince por ciento, se podían calcular algo más de tres codos y un tercio. Gerónimo insistió en emplazar aleros en el frente y en el muro trasero, por mejor defensa de los aguaceros. El de la fachada, más amplio, llegaba a proteger parcialmente la única ventana de la choza.
Los peldaños de la pobre escalera, de tierra apisonada y cantos, con troncos de ramas para los bordes, no disonaban de lo rudimentario de la propia cabaña, que no poseía chimenea ni tosco cañón para conducir el humo, y debía éste colarse por el ventano o los huecos que, entre las piedras, buenamente hallara.
Por la duración de la obra, quince días en total, estimaron que necesitaban dos meses más para edificar las otras cuatro. A treinta y uno de enero, como estaban, significaba que podrían habitar las cinco chozas a primeros de abril, siempre que las condiciones no variaran. Una cuantiosa lluvia o un viento demasiado impetuoso postergarían la ansiada hora en que las familias podrían disfrutar de independencia.
La fecha aún contenía otro mensaje: que el plazo del rey había expirado y, felizmente, no se les hostigaba. Aunque, en el caso de reconocerles como moriscos, serían juzgados en rebeldía; acreedores, en consecuencia, de las penas impuestas por el monarca.
Al concluir la segunda casucha, las mujeres y niños, que habían sido hacinados en la primera, se repartieron por ambas. Con este régimen se organizaron hasta coronar la última, momento en que cada cual ocupó, con su parentela, la que, por sorteo, a pesar de la semejanza de las cinco, le adjudicó el azar.
Habían culminado dos meses y medio de trabajo intenso, en el que las mujeres se tuvieron que hacer cargo de guisar los alimentos que ellas mismas conquistaban a la naturaleza, mientras los hombres consagraban sus fuerzas a crear las sencillas moradas. La urgencia las trocó en hábiles maestras en el arte de poner toda clase de trampas a perdices y conejos, y en pescar barbos o carpas del río. Cuando las capturas no daban para saciar la perenne gazuza, echaban mano de verduras, tubérculos o de las castañas recolectadas en invierno, para la socorrida sopa.
Por hambre, pensaron, adelgazaba María Ribera, antes tan fuerte y ahora siempre tan cansada, que tardaba más que ninguna en apostar o dar repaso a las trampas. Lo único que no se le veía tan flaco era el cuello, extrañamente más hinchado en la parte anterior a medida que corrían las semanas.
A la anochecida de un día de mayo, transmutada en alquería lo que fue campamento, dormidas las gallinas, las cabras y demás animales a buen recaudo, y engullido el parvo sustento, Gerónimo anunció a sus hijos, Francisco y Teresa, que el abuelo iba a contarles algo; en adelante, un secreto que debían ocultar. Pero también un legado para sus descendientes, el relato de la historia familiar, de su tradición. En resumen, la clave de su identidad.
El abuelo se levantó del escabel en que se hallaba sentado, paseó, como era su costumbre, con los pulgares en el cinto de cuero, y comenzó la narración: «Hace más de un siglo, nuestros antepasados vivían felices en un reino que se llamaba Granada, en el que habían nacido tanto ellos como sus padres, en una sucesión casi infinita hasta llegar…».
Horas, sólo horas antes, don Agustín Ruiz de Fuentencalada y don Gabriel de Guzmán, alcaldes del cabildo hermandino, mandaron liberar al preso Francisco Brabo para que presentara su título de cuadrillero en la sala capitular. El escribano, Antonio Velasco de Arriaza, hizo trizas el documento delante de todos los presentes y le exigió una fianza, a la que aquél se allanó, si no quería pasar otra temporada entre rejas. Con ese gesto del escribano, el corrupto Brabo quedaba expulsado para siempre de la Santa Hermandad.
De ello no se tuvo noticia en la alquería, ni el caso guardaba relación con lo sucedido a ellos con el hermandino, ni nadie se volvió a acordar de él. Si los árboles murmullaron, se debió sólo al viento que los balanceaba; y si se escuchó aullar a los lobos, fue de hambre que tenían… como todos en el valle.
Siglo XX
Aún era noche cerrada cuando yo ya estaba en la puerta de la iglesia de San Pedro, a la espera del padre Zaragüeta.
Dejé que el burro, suelto, mordiera la seca hierba que nacía entre los guijarros, para aproximarme al arco de la portada que se apreciaba en la penumbra. Cualquier cosa me maravillaba, tan pocas había visto. Hoy la habría admirado igual, porque lo merece; pero, entonces, no entendía que una construcción de esa magnitud pudiera ser realizada por el hombre. Además de emplear materiales pesados, que ya era mérito, quienes hicieran aquel arco se exigieron la perfección y, no conformándose, se permitieron aderezarlo con adornos, como juzgué los canecillos, también de piedra.
Montado a horcajadas en un mulo zaino, el fraile atravesó las tinieblas hasta que pude verlo. Le asomaban unos pantalones oscuros, preparados para el trance, pues el hábito, aunque largo, en tal postura se le alzaba más arriba de media pierna. Al aspirar el cigarrillo, la punta incandescente se reflejó en los cristales de sus gafas y le iluminó la cara por un instante.
—¡Buenos días! —saludó, cuando se apartó el pitillo de la boca—. ¿Has desayunado?
—Buenos días, padre —saludé a mi vez—. Todavía no he comido nada.
—Me lo figuraba —dijo, y de uno de los serones sacó una fiambrera metálica, me tendió un trozo de chorizo y, de la talega, una buena porción de pan. Después me apremió—: Sube al borrico, que nos queda mucha carretera por delante.
Seguimos la calle Sol y cruzamos la puerta del mismo nombre, en la muralla.
—¿Sabes? —comentó cuando perdíamos de vista la población—. Me alegro de que vengas al monasterio. Por poco que el plan que tengo para ti salga bien —me animó—, tendrás la ocasión de hacerte un hombre de provecho. Si Dios lo quiere… y tú perseveras.
—Sí, padre.
Desconocía lo que significaba ser un «hombre de provecho», ni «perseverar», pero lo deduje. De lo que no había duda era de que me alejaba más y más de mis padres y mis hermanos; de la alquería; de los gruñidos, que ahora añoraba, de la vieja Clementina; de la risa explosiva e inocente de Isidoro. La suma de todo ello constituía, para mí, la imagen de la infancia, la protección y el afecto, de los que quedaba desposeído.
El mulo nos rebasó al burro y a mí. En el otro serón conjeturé que había guardado los libros que el religioso fue a buscar a Plasencia, por el cuidado con que estaban recogidos, bajo una lona impermeable. Era evidente que les dispensaba un gran valor.
El franciscano, parco conversador, de vez en cuando se dirigía a mí, pero más para comunicarme particularidades del camino o para anunciarme el nombre de los lugares por los que pasábamos, como hizo al cruzar el puente sobre el río Tiétar, que para emprender un diálogo.
Únicamente, mientras paramos a comer, a mediodía, me preguntó si, al encontrarnos de madrugada, miraba la fachada del templo por simple curiosidad, a causa de que hallara algo extraño, o porque me gustaba. Al responderle que lo hacía porque me deslumbraba y que tuviera en cuenta que jamás había contemplado obras semejantes, se congratuló de que le concediese mérito al arte, que eso revelaba un espíritu sensible, aunque estuviera por cultivar, y que en Toledo me sorprendería.
Ya no volvimos a hablar hasta que entramos, a media tarde, en Navalmoral de la Mata, donde le aguardaba el párroco de San Andrés; una iglesia, esta, de sólida estampa que, según refirió, mandó construir un obispo de Plasencia cuatrocientos años antes.
El cura tenía preparada una habitación para el monje, en el hogar parroquial, pero como a mí no me esperaba, hube de alojarme en la casa de una vieja beata que creyó que acudía al monasterio a tomar los hábitos, lo que pesó positivamente en su comportamiento. Pícaramente, no la saqué de su error, y se desvivió por que en el cuarto no faltara detalle para mi bienestar. No obstante, los tres cenamos en la casa del párroco, quien se sumergió de inmediato en una apología, no exenta en absoluto de razón, sobre el interés artístico de su iglesia de San Andrés, a lo que el fraile asentía pacientemente. Yo callaba y comía, sabedor de mi ignorancia, hasta que el sacerdote sacó a colación el reloj de sol. No dije palabra, mas mi cara de incredulidad fue decisiva para que el buen hombre se ofreciera a enseñármelo.
En la fachada principal señaló una semicircunferencia, situada en el segundo contrafuerte. Nos explicó que, con anterioridad a su ubicación en la iglesia, en el siglo XVI, estuvo junto a una antigua posada que daba al Camino Real, y que los viajeros se detenían allí para consultar la hora y seguir su camino o descansar. Después se entretuvo en precisarme cada uno de los componentes del reloj: el limbo, el gnomon, también llamado estilo… y cómo la sombra proyectada por este último, sobre las líneas horarias grabadas en aquél, determina la hora.
—¿Y de noche, padre? —pregunté ingenuamente.
El párroco me miró, por si le tomaba el pelo, en tanto el franciscano reía abiertamente. Cuando se convenció de que la pregunta sólo estaba motivada por mi rusticidad, accedió a responder.
—Sin sol no sirve para nada, hijo. Había entonces otros relojes: de arena, de agua, algunos mecánicos; pero éste, como su nombre indica, únicamente puede consultarse con iluminación solar.
Fuera por lo que fuese, el cura ya no insistió en mostrarnos el interior del templo y ambos me acompañaron a casa de Rosario, la anciana que me hospedaba, a la que dieron instrucciones para que me despertara antes de rayar el alba. En el trayecto, al padre Zaragüeta no se le borró la sonrisa socarrona que tenía dibujada en el rostro.
La amable beata me acechaba con un vaso de leche caliente y no consintió en separarse de mí hasta que me lo tomé. En la habitación, y seguramente en toda la casa, la humedad rezumaba en las oscurecidas paredes, tal vez por efecto de aguas subterráneas, y de ellas se desprendía un intenso olor; pero, sobre aquella mullida cama y con el estómago lleno, me sentía en un palacio.
La jornada siguiente fue muy penosa, por prolongada, pues nuestra meta era alcanzar Talavera de la Reina. Igualmente, pernoctamos a expensas de un párroco. Más que un pueblo, era una ciudad, por habitantes y por extensión, porque tardamos bastante en atravesarla al marcharnos. El monje me documentaba sobre la importancia de sus ferias de ganado y de la artística cerámica que en los alfares talaveranos se fabricaba, sin saber que yo andaba distraído pensando en que de allí, hacía siglos, habían partido las familias que fundaron mi humilde alquería.
El viaje a la ciudad imperial se me hacía interminable; aunque esta etapa, hasta La Puebla de Montalbán, era más corta que la anterior. Pasamos Cebolla y Carpio de Tajo. El descubrimiento de pueblos y monumentos aplacaba, a pesar de todo, la congoja que la lejanía y el continuo camino me provocaban. Había visto un castillo, a las afueras de Cebolla, que el franciscano denominó de Villalba, y que tenía tantos siglos que me perdí en las cuentas, pero que si allí estaba, dijo, era por defender una calzada tan antigua como la fortificación y que discurría paralela al río. La orografía, las tierras, tenían una textura y una tonalidad diferentes que declaraban su fertilidad, acaso por los múltiples afluentes que la atravesaban para ir a fundirse con el Tajo.
Fueron los franciscanos los que, en La Puebla, nos dieron asilo en el convento que aún tiene allí la Orden. Tanta importancia le había dado a su monasterio el padre Luis Zaragüeta que creí que dependían éstos de los toledanos, mas no era así: los ocho o diez frailes que conté debían su obediencia a Madrid. Sin embargo, cuando mi circunspecto monje pidió unos libros para la biblioteca de San Juan de los Reyes, en nombre del padre Antonio Abad, el archivero, se subordinaron a los deseos de éste y le entregaron las obras requeridas. Con protestas, desde luego, pero se sometieron cuando les fue advertido que, en caso contrario, sería el bibliotecario en persona quien iría por ellos.