Read La escalera del agua Online

Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

La escalera del agua (16 page)

BOOK: La escalera del agua
2.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Como aún quedaban horas para la cena, al padre Luis se le antojó pasear por la población y me invitó a ir con él. Mientras nos aproximábamos al centro me contaba la trascendencia histórica del pueblo, entre la que destacó el nacimiento del autor de La Celestina, que ensalzó como una obra fundamental de la literatura española. Yo apenas entendía nada, claro. Años después he repetido, en numerosas ocasiones, esta visita, y siempre tuve, en La Puebla, sensación de afinidad, así como de placer al contemplar su plaza porticada, sustentada sobre columnas de granito. Asimismo con el palacio de los condes de Montalbán, que se comunica con la iglesia de Nuestra Señora de la Paz a través de un arco, el Arco de Palacio, sobre el que se levanta un pasadizo cerrado, con balcón. Por aquí la señora condesa, según me relató el sacerdote, pasaba para sentarse tras una celosía, con jabalcones, adosada al interior de la parroquia en el muro oeste, muy por encima de la altura de los fieles, y desde allí seguía la misa. Para no mezclarse con el pueblo, deduje, y no ser contaminada de la vulgaridad plebeya.

Regresamos poco después de vísperas, pues a él, por estar de viaje, lo habían eximido de rezos en comunidad, me reveló el fraile. Así supe que tenían dividido el tiempo de día y de noche, con toques de campanas que diferenciaban uno de otro.

El guardián esperaba al padre Luis. Al entrar le hizo una seña para que se acercara solo, y cuchichearon un rato, dirigiéndome miradas. Yo no les quitaba ojo, a unos metros de distancia. Imaginé que de nuevo discutían sobre la posesión de los libros, mas me equivocaba. Al cabo, aquél le dio a éste lo que me pareció un hatillo. Más tarde me enteré de que las lamentables condiciones de mis pantalones, sucios y remendados hasta la saciedad, no habían pasado inadvertidas a la escrutadora observación del superior, y me proporcionaba unos que, si bien eran usados y algo grandes para mi talla, gozaban de mejor estado.

Me cambié de pantalones en la celda que me destinaron para esa noche, teniendo buen cuidado con la bolsita de tela que contenía el talismán y que, hasta el momento, todavía no había examinado. Ya lo haría en el otro monasterio cuando, acogido a la hospitalidad de los monjes, estuviera a solas. Si es que me admitían. Los otros los tiré por recomendación del padre Zaragüeta, que me prometió una muda completa.

El desasosiego que me procuraba el cúmulo de novedades me perturbaba para tener un descanso profundo, pero eso no sirvió de impedimenta suficiente para que reaccionara con rapidez en cuanto escuché el golpeteo de nudillos en la madera de la puerta. Oímos las tres campanadas de prima cuando salíamos de La Puebla por el camino de Toledo, al despuntar la aurora.

Este último tramo de mi éxodo era el de menor extensión, pero el calor se hacía insoportable conforme avanzaba la mañana. Por fin, aquel veintiuno de junio, a las dos de la tarde, pisábamos el extremo meridional del puente de San Martín, bajo la sombra de la puerta que lo guarda, cuya torre de piedra ofrece diez o doce segundos de frescor antes de recorrer su calzada, expuesta a un sol inclemente, abrasador. No obstante, quedé boquiabierto, embobado, ante la visión de Toledo y del propio puente, hasta el punto que, haciendo caso omiso del fuego que ardía en mi cabeza, me asomé por el apartadero, para ver los cinco ojos que cuenta y los tajamares, agudos divisores de la corriente, con que la rompe y defiende sus pilares.

El fraile me vigilaba como quien se halla con una criatura recién salida del bosque, que a cualquier cosa reputa de portentosa. No andaba equivocado, excepto que el puente de San Martín no es cualquier cosa, como no lo es nada en Toledo.

Cruzamos el arco del otro lado y ascendimos la cuesta de San Martín. Dejamos a la izquierda la Puerta del Cambrón y enfilamos, a la derecha, la última subida hasta el monasterio. Entonces apareció ante mí aquel soberbio edificio, macizo, con aquellas agujas que apuntaban derechas al cielo. Tan colosal, que la candidez me impulsó a preguntarle:

—Padre, ¿esto es obra de Dios?

Me observó, indeciso; primero a mí y, enseguida, al templo, yo diría que emocionado. Acaso la sencillez de espíritu y la ignorancia de los más elementales conocimientos descubra puertas o intersticios que los prejuicios velan. Quizá, desnuda nuestra mente, libre de prevenciones, la visión de conjunto, en determinadas condiciones, sea reveladora de matices, de detalles que debieran sumarse a los que el cultivado considera. La mirada inocente, sospechosa de estupidez, puede aportar ángulos nuevos no contemplados que no merecen repudiarse apresuradamente sin dedicarles un tiempo de reflexión.

—Es comprometido responder a eso —replicó, pensativo, el padre Luis—. Dios, directamente, no fue. Pero… ¿quién nos dice que no se obedeció una orden suya? De lo que puedo darte fe es de que desde dentro nos comunicamos con Él.

Me detuve un momento. No comprendía qué objetivo tendrían unas cadenas colgadas en su portada que, por lo demás, no armonizaban con el resto de la fachada.

—Bien, vamos —dijo el monje—. Estás a punto de entrar en San Juan de los Reyes o San Juan ante Portam Latinam.

Como era lógico, entramos por el lateral que da al monasterio, dejando fuera a las bestias, que descargamos previamente. De ninguna manera se dejaría el franciscano los libros en la calle. Dentro del portal llamó a un timbre y salió a recibirnos un estudiante, de los que llaman teólogos y han de estudiar cuatro años bajo la supervisión de los frailes profesores, tengan la preparación que tengan y vinieren de donde fuese. El teólogo, bastante joven y de tez excesivamente pálida, que contrastaba con el negro de su cuidada barba, se encargó de llevarse a los animales, a los que introdujo por otra puerta, y los encaminó al huerto. Nosotros dos recorrimos un largo pasillo, donde había un buen número de celdas. Llegados a la altura de un pequeño oratorio, determinó él que le aguardase allí, mientras hablaba con el padre guardián.

Me senté, pero yo sabía que en aquellos instantes se dirimía mi futuro. Al menos, al amparo de la orden, mi existencia, aunque dura, podría ser provechosa; mas, si no se consentía mi estancia… ¡no quería ni pensarlo! Los nervios me carcomían y sentía desmandarse el corazón. Una talla, a la izquierda del frontal, reclamó mi atención. Era un fraile, de cara entre bondadosa y severa, que me miraba. Por insólito que fuera, aquellos ojos, que parecían decirme que no había que temerle a la vida, consiguieron aquietar los disparatados latidos.

En realidad no llegarían a diez minutos los que pasé en la capilla, cuando el padre Zaragüeta requirió mi presencia en el corredor. A su lado estaba el padre guardián, a quien fui a besar la mano y que, con gesto natural, me ofreció el cordón del hábito en su lugar.

—Bueno, padre —le decía el superior a éste—, le acompaño al refectorium y continuaremos en él nuestra charla mientras come. Le hemos dejado un plato de comida caliente. Al muchacho haré que le preparen algo de la despensa y podrá comer en la cocina.

Les seguí por el pasillo y la escalera hasta la planta baja, donde se encontraba el refectorium, contiguo a la cocina. El guardián se dirigió a ella, mientras el padre Luis se sentaba a la mesa, donde un plato tapado con otro y cubierto con una servilleta, para mantener la temperatura lo más posible, le esperaba en su lugar.

El padre Francisco Moya, el superior, dio instrucciones al cocinero, el padre Baltasar Burgos, para que mitigara mi hambre. Éste se dispuso a hacerme un bocadillo con lo primero que halló en la despensa, una tripa de salchichón que troceó con sus manos gordezuelas y que fue depositando en el bollo abierto. Olí la apetecible grasa del embutido al primer corte que hizo, y mi boca se inundó. Los blancos puntos del tocino dejaron su huella de pringue en el delgado y bien vaciado cuchillo. Di tal dentellada, cuando el cocinero terminó, que estuve en un tris de atragantarme. Luché con el bocado hasta dominarlo, en tanto veía el huerto desde el ventanal. El fraile no me quitaba la vista de encima, con sus ojos azules, plácidos y como prontos a la risa. Me ofreció un vaso de agua y acto seguido volvió al fregoteo de platos en el que debía de andar cuando llegué.

Yo aparentaba estar concentrado en el bocadillo, pero no despegaba la oreja de la conversación que se desarrollaba en el comedor.

—Padre, comprenda que no sabemos nada de él —decía el guardián—. ¿Quién sabe si se ha escapado de su casa o es un malhechor?

—Padre Moya, nadie que tenga prisa por huir lo hace con un borrico cargado de leña. Por otra parte, ¿qué clase de malhechor puede ser éste, de catorce años? Yo más bien creo que es un desgraciado, al que podemos socorrer a cambio de su trabajo.

—Hay mucha gente desgraciada y no nos la traemos a casa. Esto es una orden religiosa y no un hospicio. ¿Cómo le ha convencido? Dígamelo. Usted es un hombre inteligente.

—A él ni se le hubiera ocurrido convencerme. La idea es mía, lo confieso. Pero… ¿no necesitábamos alguien que ayudara al padre Baltasar? Pues aquí lo tenemos.

—¡Eso! —saltó el superior—, y si mañana viene a prenderlo la Guardia Civil, ¿qué le decimos al comandante?, ¿en qué situación nos pone?

—¡No me venga con historias, coño! Le repito que tiene catorce años, ¿qué crimen ha podido cometer?

Yo miraba por entre el quicio y la puerta, en descuido del cocinero.

—¡Qué tozudo y qué malas pulgas tiene, padre! Cómo se conoce que es usted navarrico, ¡por Dios!

El padre Zaragüeta alzó la nariz aguileña y suspiró de impaciencia.

—Pero si es que está claro. Es sólo un muchacho muerto de hambre, que puede colaborar en las faenas del monasterio. En la cocina, en la iglesia, en el huerto, incluso cederá el asno para nuestro uso, estoy seguro, a cambio de comida, ropa e instrucción.

—¿Instrucción? —preguntó el guardián—. ¿Quién le va a dar instrucción?

—Pues… yo había pensado en usted, padre —mintió—. ¿Quién mejor?

—¡Sólo faltaba eso! Me trae usted nuevas obligaciones, como si no tuviera ya bastantes. ¡Olvídelo!

—Está bien, usted gana… Si me autoriza, me haré cargo yo.

—¡Por supuesto que lo hará usted!

—¿Quiere decir que lo admitimos? —preguntó. Pero, sin dar oportunidad a responderle, añadió—: Lo celebro, nadie sabe si no despertaremos en él la vocación.

El padre Moya cayó en ese instante en que había sido envuelto en una ingenua celada. Se puso en pie e intimidó al otro con el dedo índice varias veces, antes de advertirle:

—Esta noche puede pasarla aquí, pero mañana expondré el caso a mi consejo. No cante victoria todavía. ¡Ah!, y me reza dos rosarios, ¡por malhablado! ¡Parece mentira que sea religioso! —rezongó, saliendo del refectorium.

Entré en el comedor a tiempo para ver cómo el astuto fraile mudaba la expresión divertida a la más rancia seriedad, por mantener, ante mí, la compostura.

—Padre Luis, tengo que agradecerle… —comencé, pero me lo impidió a voz en grito.

—¡Cállate, Ángel! ¿Has estado escuchando conversaciones ajenas? ¡Esa costumbre es de mala educación! Pero, bueno —simuló calmarse—, ya no tiene remedio. Y no me agradezcas nada, que aún falta el visto bueno del consejo. Ahora vamos a buscarte una celda para esta noche, y mañana Dios dirá.

Se levantó y suponiendo que yo le iba detrás, se echó a andar con ese caminar suyo que era una mezcla de decisión y pasos de hombre analítico, que parecía poner los pies, no obstante enérgicos, de modo que no le pisaran los pensamientos.

En un extremo del corredor había una de las pequeñas habitaciones desocupada. Sacó la ropa de cama de un mueble bajo y entre los dos compusimos el lecho, con sus indicaciones. Cuando ya estaba listo, me aleccionó en el uso de los grifos, del baño y de la cisterna y dejó una toalla limpia junto al lavabo. De los interruptores de la luz ya había tomado yo nota en la posada de Plasencia.

—Vamos a dar una vuelta por el monasterio, para que te orientes —me dijo—. Mañana te llevaré a la iglesia y al claustro.

Creía que nos íbamos, mas de improviso se sentó en una de las dos sillas con que contaba la celda, fijó en mí sus ojos de rapaz con gravedad y me preguntó:

—No nos oye nadie —me avisó—. Dime, pero con absoluta franqueza, ¿estás seguro de que tu corazón desea vivir aquí? —y agregó—: ¿Tienes miedo?

Yo estaba de pie frente a él. Pocos centímetros le sacaba aun estando sentado. Intuí que su pregunta sólo contenía interés y preocupación por mí.

—Estoy seguro, padre. Sí que tengo un poco de miedo, pero estando cerca de usted siento menos.

—No tienes que temer nada, créeme. Pero no te avergüences, yo también lo tendría.

Se incorporó de la silla, me dio dos golpecitos cariñosos en el hombro y me sacudió el pelo con la mano.

—Has de bañarte, puñetero, tienes polvo en la cabeza. Lo mejor será afeitártela, que la tendrás comida de piojos.

—Lo que mande, padre.

El consejo del guardián concedió su aprobación, aunque éste dispuso que debería ocupar una celda cercana a la suya, por tenerme bien fiscalizado. Así que, mientras sentado en una banqueta en mitad del huerto el cocinero me rasuraba la cabeza, la limpiadora trasladaba lo indispensable de un cuarto a otro y se calentaba agua, en una gran olla, para bañarme a continuación.

Cuando el padre Baltasar acabó sus funciones de barbero, me condujo a mi nueva celda y me hizo permanecer en ella hasta su vuelta, en que reaparecería con mi mentor, pues querían cerciorarse de que me emplearía con ardor en la tarea de arrancarme toda la roña. La olla emanaba vapores que empañaban, a pesar del calor que ya hacía, el espejo del cuarto de baño. Sin embargo, tras esconder la bolsita del talismán, me asomé a él para contemplar mi nuevo aspecto. Era corriente, entonces, ver muchachos con el cráneo rapado, generalmente huérfanos, por lo que no llamaría yo la atención especialmente.

Ese mismo día, limpio como una patena y con ropa vieja, que consiguió el superior de no sé qué señoras piadosas, comencé mi labor de pinche en la cocina. Fregaba, secaba pucheros, cacerolas, o cortaba carne en trocitos para echar a los garbanzos, en tanto escuchaba las explicaciones del fraile cocinero y sus socarronas chirigotas, pues el afable monje gozaba de tan buen humor que eran frecuentes las carcajadas alrededor de la hornilla. Tenía, aun usando delantal, el hábito repartido de lamparones; pero a él no le importaba y se defendía declarando, ante quien fuese, que las manchas de un cocinero son sus condecoraciones.

BOOK: La escalera del agua
2.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hercules by Bernard Evslin
Sacred Ground by Barbara Wood
Courageous by Randy Alcorn
The Goblin War by Hilari Bell
Unsoul'd by Barry Lyga
Slide Down on Me by Lissa Matthews