La escalera del agua (10 page)

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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

BOOK: La escalera del agua
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A la chica, la figura y el aspecto curtido de Alonso, unidos a la mirada de fascinación que le dedicaba al hallarla, le atraían más a medida que transcurría el tiempo. Hasta que un buen día, al crepúsculo, de vuelta con las cabras, él le propuso pasear entre los centenarios castaños de la ladera y ella notó un revoloteo en la sangre y un vacío desconocido después, cuando el muchacho se marchó con las retinas incendiadas y en sus tímpanos trinaba la risa de María. Ya eran presos, sólo libres el uno junto al otro.

La comezón por la lenta cadencia de las horas se les hacía intolerable; mas, el júbilo del encuentro, cuando él devolvía los animales al corral y volaban divididos a reunirse bajo las peñas, era un alborozo de retoños, una embestida de potrancos; la pujanza, retirado el portillo, del primer raudal fluyendo, desbocado, por la pendiente de la acequia; un embravecido asalto de ternura.

No obstante la efervescencia amorosa, los padres no apreciaron mudanzas en la conducta de María, si bien, a la madre, le extrañaron las risitas que, como una bobalicona, les destinaba a las gallinas, pero lo atribuía a chifladuras de juventud. Erraba.

Al abrigo de los vientos, en el roquedal con aromas de castaño, melojo y romero, ermita del idilio frisada de musgo y alcatifada de helechos, Alonso y María resolvieron que el pastorcillo la pediría en matrimonio.

El padre se opuso. Quería mejor partido para su hija que la indudable estrechez que le depararía casarse con aquel cabrerillo de zurrón y pies deshechos. El chico parpadeaba desconcertado y suplicaba una oportunidad para probarle la rectitud de sus intenciones. Rafael Monforte, inclinado a creer que Alonso husmeaba la herencia de María, desoyó cuantos ruegos éste le hizo y, prohibiéndole volver a su casa, le pagó el jornal y lo despidió.

El joven, atribulado, enceguecido con el atisbo de un porvenir que, sin ella, estaba poblado de nubarrones renegridos, fue en pos de su amada, que lo esperaba en el canchal, ilusionada.

Cuando la novia escuchó la fatal respuesta de su progenitor, titubeó un segundo, pálida; pero, de súbito, una llamarada que debía provenir de las honduras de su alma arreboló las galanas mejillas.

—Si me amas, ráptame esta noche, aquí estaré —dijo de repente—. Si no vienes, me despeñaré en lo más alto de la sierra —amenazó, con una frialdad que erizó el vello del pobre Alonso, al que no le cupo más que asentir.

Compelido por el audaz desafío de María y por sus propios anhelos, el enamorado se estimó exhortado por los cielos a no ser menos osado que ella e impedir el suicidio de su adorada.

Mucho antes de la hora acordada, desvelado e impaciente, Alonso ya estaba en el paraje. María apareció acompañada por el ruido de un leve resbalar de pedrezuelas. Tocada con el pañuelo de fino bordado, uno de los picos le caía sobre la frente y, tras una vuelta por el cuello, el resto del lienzo se derramaba, amplio, por los hombros. Era ahí donde se percibían nítidos los motivos vegetales y animales, todo muy colorido, y en los pescuezos de éstos el obligado collarín, pues dictaba la tradición de la sierra que, como el Libro prohibía la representación de seres vivos, las figuras reproducidas, aves, de ordinario, debían tener las cabezas cortadas y, por ende, estar muertas —que de difuntos no decía nada—, y vueltas a pegar, sujetas por las gargantillas.

Bien es verdad que, desde hacía decenios, nadie, que se supiera, seguía sin tapujos las leyes de ese libro sagrado, sino las de la nueva doctrina; pero algunas cosas, por temor o prudencia, había que respetarlas, que incontables son los demonios y no es aconsejable tentarlos. Por esto, mejor es sumar precauciones unas con otras, vengan de la parte que vengan. Con más motivo, lanzados a una azarosa fuga.

María, consecuente, se llevó consigo las cadenillas de plata con amuletos con que engalanaban el «traje de Vistas» las novias serranas, todas de su madre, con excepción del «corazón de novia», no hereditario, sino que debía ser regalado por el padre a la desposada, se colgó la del cuerno para el mal de ojo, la trucha articulada, símbolo de fertilidad, la «pata de la bestia», protectora indestructible contra el poder de las brujas, y cuatro o cinco más, con las que, pensaba ella, sería menos vulnerable. Hasta la medalla de su Virgen morena, preservadora de daños y valedora ante la Providencia.

Alonso fue a besarla, mas la muchacha le agarró una mano y arrastró de él ladera abajo. Ya se darían arrumacos en lugar y condición más apropiados. Una mujer enérgica, coligió el pastor, buena defensora de su hogar y excelente madre para sus hijos.

La noche les acompañó. El firmamento estaba limpio y la luna paliaba las tinieblas. Alonso encontró pronto las veredas que les llevarían al otro lado de la sierra, al sur, donde él había apacentado, en ocasiones, a los animales. Atravesaron barrancos y riscos, orillaron torrenteras, por terrenos pizarrosos, salvajes, cencidos.

De improviso, una ronca llamada, entre lastimera y ceñuda, surgida a menos de tres pasos de la pareja, les paró en seco. Alonso se volvió en su dirección. Dos ojos fosforescentes le miraban con firmeza, inmóviles. Aún avanzaron dos cuartas, saliendo de la fronda de matojos de recio tallo. La luz de la luna perfiló la peluda estampa. Era un lince, con las características vellosidades, tiesas como pinceles, en las orejas, y las patillas de la cara que rebasaban la barbilla, por abajo, unos centímetros. El cabrero dedujo que tendría unos ocho años, por la longitud de adulto de esos mechones. La borla de la corta cola se mecía, lo que indicaba excitación. Estaba listo para atacar. Una rareza, porque solían escapar o esconderse. Tal vez defendía a la hembra y su camada, que tendrían la madriguera próxima en exceso.

Alonso sintió la mano de María aferrarse a su brazo, percibió su miedo y, con un movimiento pausado, se interpuso. Él también era un macho y ampararía a su hembra. Apretó el corto cayado e inició una lenta maniobra de retirada hacia atrás. El hermoso felino se contrajo alerta, lo que produjo que se pegara unos milímetros al suelo, abrió las fauces, bufó y luego las entrecerró con ligera indiferencia. Ésa era la señal. Los humanos recularon. Había ganado él. Se aseguró de que huían, siguiéndoles con la mirada. Después paseó la lengua por el hocico, se dio un lametazo en el abultado pecho y se volvió, majestuoso, para adentrarse en la espesura, con los suyos.

Jadeando por el sofoco del sorpresivo episodio, continuaron cautelosos su travesía de colinas. En breve les asistiría la aurora y se internarían en una región más áspera, pero que él conocía. Alonso paladeaba el íntimo orgullo de haber sabido proteger a su amada, al escudarla con su propio cuerpo, frente a la fiera. Ella, de sentirse cobijada en él.

Los cenicientos restos de la hoguera humeaban al clarear el día. El campo olía a tizón y leña quemada, con un tufo picante que se incrustaba en la nariz, se adhería al olfato y enrojecía los ojos, llorosos de la irritación; a rescoldos, a las boñigas de las bestias y a tierra, mojada todavía por las lluvias y el rocío de la mañana.

Arrebujados en las mantas, los hombres habían pasado la noche al sereno, arrimados al calor de la lumbre pero, sobrepuestos al anquilosamiento que padecían sus cuerpos, tenían a los animales, cargados los unos y con los arreos de tirar los otros, listos para partir. Sólo dentro de los carros permanecía la pesada atmósfera de letargo y aire viciado, en la que aún dormitaban los infantiles viajeros, porque las mujeres trajinaban, madrugadoras, al unísono con sus compañeros.

Gerónimo reparó en que las contadas nubes que persistían iban siendo barridas por el viento. No llovería más, aunque los caminos tardarían en secarse y, por tanto, seguirían enfangados durante semanas. Cuando se evaporara el agua se tornarían más intransitables, porque se endurecerían los profundos huecos formados por las huellas de las caballerías y las roderas, con el peligro que suponen para tobillos y ruedas.

Antonio Crespo y Nicolás Cerezo esperaban la orden de marcha subidos a los pescantes. El respetado guía se fijó en Cecilio, quien, aún con el brazo en cabestrillo, parecía menos incómodo. Los emplastos de Francisca habían surtido sus efectos terapéuticos. Dio una voz de aviso, pero los carros no se movieron, demasiado clavados en el lodo por el peso de toda la noche, hasta el segundo tirón, dado en el punto en que los látigos resonaron en el aire.

Como ya había despejado, las mujeres caminaron para aliviar a las mulas. Charlaban entre ellas —mientras salvaban terrones y charcos— de niños, de enfermedades, de maridos, comidas o trajines, para desembocar, persistentes, en lo que ocupaba sus cabezas y sus corazones y que no entendían: el injusto castigo, aquel indiscriminado destierro de infelices. Si, por lo que contaban, años hacía que se habían apoderado de las fincas y de las casas familiares, allá en Granada, ¿qué más querían?

Benita Talavera, la esposa del carpintero, Luis Molina, se repetía a sí misma y a María Ribera, la de Pedro Crespo, la ingenua pero lógica pregunta. Aunque unida a todas, se sentía identificada a esta última más que con las otras, porque ambas tenían tres hijos y coincidían en las edades. Además, María era una mujer fuerte, de físico y de ánimo. No había más que verla remangarse y meterse en faena como si de un fornido varón se tratara. En cuanto advertía algún signo de debilidad en Benita, la cogía con sus manos grandes y la apretaba contra sí, como una hermana o una madre. Así, en realidad, se portaba con cada una, prodigándoles su calor y ánimo bajo la mirada aprobadora de los abuelos. Ella, en cambio, era tan pobre de espíritu como su endeble cuerpo revelaba. Pero ¿se ceñiría a ese papel para siempre? Aquellas familias habían contado con la suya para formar un bloque indivisible con un destino común, el que resultase. Debía corresponder, estaba persuadida. No era vigorosa, como María, mas sí inteligente, sensible y le gustaba observar. Echó una ojeada al grupo. Su marido iba junto al segundo carro, a su altura, pero a la derecha de los animales, sujetando la jáquima del principal, y detrás de él, Isabel Moreno. En cabeza, Gerónimo, seguido por Pedro Crespo, a cuyo asno habían atizado con las testuces en la grupa y recibido sendas coces en represalia, la nerviosa mula y el burro de los hermanos Cerezo, que flanqueaban a las bestias. A continuación de éstos, Francisco y su nieto y, justo tras ellos, Josefa, callada, a buen seguro derrotada por la lucha y las noches pasadas en blanco, velando las fiebres de Gonzalito; a su espalda, Teresa, que no sostenía su alma, y Francisca, que disfrutaba de una fortaleza que, a su edad, era una incógnita impenetrable. Por último, Antonia Ortiz, sola, taciturna, que las precedía a ellas dos. Se les notaba el caminar pesado, indolente, con las ropas sucias y desmadejadas, casi harapos, secadas sobre los cuerpos. Parecían una partida de espectros atormentados. Porque lo que los distinguía de arrieros o trashumantes, que también marchaban con apuros y miserias, lo que convertía en inhumano el viaje, radicaba en la atrocidad de la causa.

Ese dolor, ese, no tenía cura más que con las compensaciones que les procurara la vida, pero otros sí podrían mitigarse con su auxilio. Francisca poseía ciertas nociones en cuanto a remedios elaborados a base de hierbas. Podría aprender, incluso ampliar esos conocimientos, y erigirse ella en el lenitivo de los padecimientos de aquellos que ahora se constituían como una gran familia. Ésa iba a ser su desinteresada aportación a la comunidad. Y Luis consentiría, sin la menor duda.

Benita apreció los renovados bríos con que el objetivo trazado la dotaba. Quizá la idea había germinado por la curiosidad que, en su niñez, le infundían el personaje y todo lo que rodeaba a la extravagante herbolera del Postigo de San Ginés, recalcitrante soltera en plena madurez, que se decía venida del pueblo más alto de La Alpujarra granadina, donde moraba el silencio de las nieves; la ranciedad que exhalaba la casona, atemperada por el característico olor de las plantas medicinales, o la propia puerta de cuarterones, abierta de día, oscura, tachonada de clavos anchos y redondeados, con su aldabón de bronce, una garra de águila que aprisionaba una piña maciza, al que a ella le apasionaba acariciar, pero con prevención, por si las descomunales uñas metálicas soltaban la piña y atrapaban su tierna manita. Allí podía pasarse horas, pendiente del trasiego de gente que entraba y salía: recolectores, asiduos, compradores o mandaderos del médico.

Pues bien, zanjado; si atinaban con un rincón de paz, ése sería su oficio. Renunciaría a su carácter pusilánime y desecharía ensoñaciones, para emplearse con tenacidad en el aprendizaje.

María la miró. Su instinto le avisaba de que algo nuevo pergeñaba Benita, pero los niños demandaban sus cuidados. El pequeño Pedro enrabiaba a la menor, Isabel, arrojándole pellas de barro, y María, la intermedia de sus hijos, iba medio descalza. Tendría que sentarla en el pescante con Antonio Crespo, el abuelo, y pedirle a éste que le fabricara unas alpargatas de esparto. Ahora el momento exigía acallar a los propios y a los ajenos. Se disponían a atravesar una localidad, al parecer mediana, y no facilitaba las cosas el escándalo.

Los hombres y mujeres de la vecindad estaban en el campo a esa hora, el mediodía; no obstante, los que quedaban, intrigados por la aparición del silencioso desfile, se asomaban a las ventanas o se paraban en la calle a verlo, con el descaro peculiar e innato de los aldeanos, más inocente que suspicaz, mas inquietante para los acongojados integrantes de la caravana.

Pero serían éstos los que quedaran boquiabiertos cuando, dejada atrás la población, divisaron dos figuras que descendían un talud: un pastor sin rebaño, en unión de una moza de porte tan estrambótico que podría equipararse al de una recién casada, por los ropajes que vestía y la profusión de colgantes con que se acicalaba.

Había que admitir que encontrar una emperifollada novia en mitad de inhóspitos parajes, y de la mano de un mísero cabrerillo que, además, carecía de la más triste oveja, entrañaba hallarse ante el colmo de lo disparatado. Claro que, para Alonso Valle y María Monforte, pues ellos eran los aparecidos, la inopinada visión de las carretas, más los jumentos, la acémila y las dos cabras —inadvertidas hasta que una de ellas baló—, escoltadas por aquella caterva de mendigos enfangados, componía un cuadro irreal, poco tranquilizador. María, por sí o por no, retuvo entre sus dedos la «pata de la bestia».

La inaudita pareja y la estrafalaria partida se escrutaron. Unos y otros se habían detenido por la mutua sorpresa. Gerónimo, que los conceptuó rápidamente como un par de inofensivos jóvenes lunáticos, se dirigió a Alonso:

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