La escalera del agua (18 page)

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Authors: José Manuel García Marín

Tags: #Histórico

BOOK: La escalera del agua
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En los corredores, en mi celda, en todas partes podía vérseme, cuando no estaba en la cocina, limpiando la plumilla con agua, secándola en un trapo o afilándola, como me enseñaron los teólogos, con papel de lija de gránulo muy fino que encontré en la caseta de herramientas del huerto. Así recuperé muchas que estaban gastadas. En especial, mantenía a la perfección una Soennecken, alemana, que el padre Baltasar me regaló y que mimaba cual si de un magnífico tesoro de la ciencia se tratara, pues el prodigio, común a todas, poco menos que me pasmaba: cómo el fluido discurría por ellas en un delgadísimo hilo y no caía de golpe, o goteaba desde el aire, sino que sólo en contacto con el papel manaban y según se les requería, salvo en mis propios dedos, por los que debía la tinta profesar un incontenible amor.

Gracias a la perseverancia en las tareas, empezaba a leer con bastante desparpajo. El padre Luis me sometió a un examen de lectura ante el superior, que deseaba conocer a qué ritmo avanzaba, si es que lo hacía, o si, por el contrario, era inepto o perezoso.

Antes de que pasaran al refectorium fui reclamado a la sala donde se reunían, y allí, en presencia de todos los frailes, profesores y estudiantes, leí una página completa del libro que eligió el padre Moya, dado que el inteligente guardián rechazó el que traía mi maestro, por si lo hubiese aprendido de memoria. Después me pidió que explicara lo leído, para asegurarse de que entendía lo escrito y no repetía mecánicamente. De súbito, me hizo callar, se levantó y, apretándome cariñosamente contra sí, felicitó al padre Zaragüeta.

—Buen trabajo, padre —y se dirigió a la comunidad—: El alumno, como hemos visto, tiene aptitudes y se aplica, sin ninguna duda. El resultado es que contamos con un analfabeto menos. Pues bien, haremos de nuestro Ángel una persona culta, que sorprenda por sus conocimientos y pueda presentarse ante quien quiera con seguridad y desenvoltura. Para esto es imprescindible que le demos formación —dio frente al padre Luis, para hablarle ya sólo a él—. Usted, padre, ha demostrado que sabe hacerlo. Enséñele ahora gramática, geografía, historia, cálculo, religión y, por supuesto, latín. Más adelante, si continúa siendo del interés de Ángel, agregaremos nuevas materias, como literatura, arte y filosofía. ¿Quién sabe adónde podrá llegar? —Me liberó de su abrazo y, mirándome, decidió alentarme—: Sigue así, eres el más interesado, no te rindas.

El contacto con el basto hábito marrón me pareció, sin embargo, dulce y cálido como ninguna otra cosa, y las palabras del guardián, que me llenaron de orgullo, renovaron mis ansias de aprendizaje.

—Así lo haré, padre —declaré, mientras besaba el cordón franciscano.

Mi maestro me introdujo en las asignaturas gradualmente, porque para aprender la historia, por ejemplo, lo primero era conocer los límites del país, las regiones y sus provincias. El fraile desplegó un mapa de España y comenzó por señalarme, con un puntero, el lugar donde nos encontrábamos y el punto en que nos habíamos conocido, Plasencia. Mi aldea no aparecía, pero sí la comarca. Estimé que España, a la que pertenecíamos, tenía una superficie inmensa, que jamás habría sospechado. Pero el mar, que casi la rodeaba, era todavía mayor y, sin embargo, yo no tenía noticias de su existencia. Constatar todo ese desconocimiento remarcaba mi supina ignorancia, de la que el monje no se escandalizaba. Debió de asumir pronto que se las veía con una mente virgen, como un papel en blanco o una pizarra inmaculada por la tiza.

La voluntad que ponía, a pesar de inquebrantable, a veces se enfrentaba con la dureza de mollera, que alcanzaba a superar a aquélla, y equivocaba provincias, pueblos o cordilleras. En la cocina, fray Baltasar se prestaba a que las repitiera y enmendaba mis yerros con humor.

—No te desanimes, chico, que con ilusión y ganas todo se logra. ¡Basta ver lo que te emociona! —decía, en alusión a las lágrimas que me producía cortar las cebollas, mientras se reía a carcajadas, francas, abiertas, en las que alargaba sin acabamiento la «a» final antes de volver a coger aire, que movían temblorosa su todavía discreta panza, y de las que me contagiaba infaliblemente.

Lo excepcional era ver serio al fraile cocinero. Sólo a la hora del Ángelus callaba. Con las manos metidas en las bocamangas, oraba con total recogimiento, como aislado del mundo; mas, al terminar, recuperaba acto continuo su alegre estado.

Muy generoso al servirme, pues ambos comíamos en la cocina, disfrutaba haciéndome trinar entretanto administraba despacio las cucharadas, tal si cada una fuera la última para, con traviesa mirada, echar otra en mi plato. Como a un niño grande, le gustaba jugar y reírse, e inventaba diabluras, por torturarme, impensables en un monje.

Mientras, por la tarde, preparábamos la cena, cortaba rodajas de chorizo, de salchichón o de lo que pillara, y las dejaba a mi alcance una a una, con trocitos de pan. Yo, que conocía su intención, me las tragaba con el hambre del adolescente con el que siempre anduvo tacaño el alimento. Una tarde cosió un hilo a una de las rodajas y no me la ofreció hasta que me confié con las cuatro anteriores. Cuando acercaba la mano a ella, ésta salió disparada, quedando pendida del borde de la mesa en la que trabajaba, en tanto él explotaba de risa. Mas con lo que no contaba, era que, en mi continuo deambular por la cocina, aprovechara para endilgarle un tremendo pisotón que le hizo aullar de dolor. En éstas entró el guardián, alertado por las carcajadas seguidas de los plañideros aullidos.

—¡Rapaz endiablado…! —gritaba, cuando apareció el superior.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó.

—Nada, padre, que lo pisé sin querer —justifiqué.

Pero los ojos del guardián fueron del cocinero a la rodaja, que se mecía como un péndulo, colgada del hilo, y lo comprendió todo.

—Venga conmigo, padre, que le buscaba para hablar con usted —pretendió disimular delante de mí.

Los dos salieron al pasillo, fuera del refectorium. Yo tuve la osadía de seguirlos, por no perderme la bronca. Escondido, pude espiarles y enterarme de la conversación.

—Dígame, fray Baltasar, ¿cuándo va a echar formalidad? —éste fue a protestar, pero un brusco gesto del prior lo desautorizó—. ¿Usted cree que es buen ejemplo para el muchacho? ¡Es usted fraile, no payaso!

—¿Es más conveniente la seriedad o la tristeza? —inquirió el cocinero—. ¿No debemos estar alegres, de la mañana a la noche, por las obras y las criaturas de Dios?

—No me salga por los cerros de Úbeda y piense en la imagen que se espera de un franciscano. Si nos comportáramos todos como usted, la gente creería que estamos locos. Ande, vaya a la capilla a rezar un rato, a ver si la oración calma sus atolondrados ánimos.

—No volverá a pasar —rezongó el monje, en tanto piadosamente besaba, unos segundos más de lo preciso, el cordón del padre Moya, y se retiraba deprisa a la capilla.

En ese momento, el fraile ecónomo acertaba a pasar por allí.

—¿Qué le pasa a su cordón, padre guardián? —preguntó extrañado—. ¿Lo usa como recordatorio?

El superior observó cómo los extremos habían aparecido atados y con tres nudos más. Levantó los ojos al cielo.

—¡Debí imaginarlo! —exclamó, aproximándose a la ventana del corredor, que daba al huerto. Vagó su mirada por la ladera y, hablando para sí, dijo—: ¡Qué caray, lleva razón! Un monje triste, es un triste monje.

El padre Baltasar era invencible. Seducía su buen humor, tras el que se ocultaban indiscutibles lecciones de espiritualidad y de vida.

En cosa de media hora regresó, hizo un guiño para que comprendiera que nada había pasado entre nosotros y continuamos con los guisos de la cena.

Después de la comida nocturna me complacía asistir al rezo de completas, sin obligación alguna, pues estaba exento por atender la cocina y no pertenecer a la comunidad religiosa, pero lo prefería por no quedarme solo. En cuanto sonaba en el bronce el talán de las cuatro campanadas, me unía a los frailes, con la cara que a mí se me antojaba de más fervor, aunque durante las oraciones pensara en las musarañas. Fue una saludable costumbre que terminó ejerciendo de análisis de la jornada: de lo estudiado, de lo aprendido y de los sucesos del día. Luego, como todos, me iba a la celda, a dormir. Normalmente caía derrotado, pero hubo noches en que se prendían los recuerdos y tardaba en rendirme el sueño. Entonces se me aparecían las figuras de mis padres, mis hermanos, el abuelo y, sobre todo, de mi hermana, la cueva y la infernal escena, que me atosigaba como una pesadilla obsesiva. Esto ocasionaba que me levantara del lecho y diera vueltas por el cuarto, irritado y con los nervios a flor de piel.

Por encarrilar la atención hacia otros rumbos sacaba el talismán, sin resultado. Pero una noche, especialmente angustiado, decidí comparar las estrellas de éste con las de la galería alta y, con el sigilo de un ratón, me interné en la oscuridad de los pasillos.

Desde la residencia, elegí cruzar por la pequeña y curiosa puerta de jambas en esviaje. Los goznes emitieron un breve crujido, agudo pero impreciso, confundible con otros ruidos. La luna llena de octubre me recibió en el claustro, mas su luz no daría para contemplar el artesonado. Las cincuenta y cinco tallas de santos, esculpidas en piedra, vigilaban desde la altura, en los pilares, protegidas sus testas venerables por galanos templetes abovedados. Los perfiles, las bocas y los pliegues de sus mantos, más guarecidos por las tinieblas, parecían escapar del mundo estático en que moraban, removiéndose imperceptiblemente, roto el hieratismo, mas incapaces de resurgir de su palidez cadavérica, que bañaba por igual rostros y ropajes, al rosáceo color de la vida, muertos para la eternidad. Miré las gárgolas desde abajo. Por encima del ángulo más elevado de los arcos conopiales, hacía su guardia la monstruosa mesnada de cancerberos. El infante, el saurio, el león alado, la fantástica quimera, el gato gigante, el lobo, el monje de larga y puntiaguda barba, todos dispuestos a atacar. La luminosidad lunar creaba cúmulos de umbría impenetrable allí donde, con sol, habría sombras, y deformaba aún más aquellas facciones herméticas de inimaginable ferocidad.

La tensión, el miedo que me suscitaban las temibles bestias, desató la audacia. La reacción, similar a la del héroe, insensata, me obligó a zanjar las dudas sobre si estaban vivas. En el jardín recogí una china, del calibre de mi pulgar, y la arrojé contra el lobo que o bien no lo notó o carecía del menor hálito de vida, pues no cesó su impavidez. El canto rebotó con la mala suerte de ir a golpear el tiesto de una de las macetas del patio; lo rompió, y mucha de la tierra se derramó por el suelo. La trastada ya no tenía compostura. Salí despavorido, por si el estropicio hubiera despertado a algún fraile, que bien ligero tenían el sueño, y me acosté asustado.

La pregunta esperaba al único sospechoso, a la mañana siguiente. El padre Zaragüeta, a la hora de las lecciones, abrió el libro de Historia, pasó páginas buscando algo que no encontraba y, distraídamente, me informó:

—Esta noche alguien ha roto una maceta en el patio del claustro. ¿Sabes tú cómo ha sido?

Yo decidí hacer lo propio y respondí desentendido también, aunque el rubor de las mejillas me traicionaba.

—Habrá sido una racha de viento, padre.

—El viento habría tirado la maceta. Es, más bien, producto de un golpe: una patada de alguien que tropezara con ella, o una pedrada.

—¿Ladrones? —apunté con cinismo.

Negó con la cabeza.

Me encogí de hombros.

—Pues… si no han sido ladrones, ni el viento… algún animal; una paloma, por ejemplo —dije, ufano de haber dado con un argumento.

—Duermen a esa hora —afirmó contundente.

—Entonces… ¡debieron de ser las gárgolas! —aventuré a exponer, si bien bajé el tono de voz.

—¿Las gárgolas? —cuestionó, mirándome—. No, un animal. Ahora sé que fue un animal, seguro —inclinó el cuerpo para acercarse y me interpeló—: ¿Sabes quién puede ser más cruel que esas feas estatuas que tan poco te gustan? Yo, yo puedo ser más sanguinario que ellas, si descubro a alguien en el patio a horas en las que nadie debe estar rondando por el claustro.

Levantó el puño cerrado, con la falange del dedo corazón adelantada, para darme un capón. Ignoro si fue porque defendí la cabeza con mi brazo, pero desistió.

No había asomado la nariz fuera del monasterio en los cuatro meses que llevaba en él; por tanto, no conocía más que la cuesta de subida hasta éste y el puente de San Martín, que conduce a ella. La oportunidad de ver alguna calle me la dio el padre Antonio Abad, que necesitaba que alguien le ayudara a recoger una biblioteca privada, entera, para los fondos del convento.

Este fraile era, y es, porque todavía vive, de inteligencia y astucia inusitadas, aparte de la vastísima cultura que orna su interior. Esas particularidades suyas, incomparables en grado con las de nadie que después haya conocido, unidas a un carácter fuerte combinado con la mayor resolución, respetuosa siempre, pero atrevida, le hacían capaz de acometer cualquier empresa, por insuperable que pareciera. Los obstáculos, si existían, estaban para ser salvados.

A los treinta y ocho años que tenía, su pelo, tendente al rubio, estaba invadido de canas. Era de un pueblo de la provincia de Burgos, pasó por conventos de distintas poblaciones, entre ellas Madrid y, cuando llegó a San Juan de los Reyes, se interesó en averiguar qué persona, de sus habitantes, sabía más sobre Toledo. En cuanto obtuvo la información —un ameno y caballeroso historiador— se presentó a él y se hicieron amigos. A partir de entonces, la devoción por los libros, que ambos compartían, fue el centro de la mayoría de sus conversaciones, junto con todo aquello que se refiriera a la historia de Toledo. Además, el toledano revelaba al monje cualquier movimiento de libros que se hiciera en la ciudad, si él mismo no estaba interesado o no podía adquirirlos, a sabiendas de que éste se ocupaba de proveer la biblioteca monástica. A cambio, más de una vez, el franciscano le obsequió con algún ejemplar raro y, por supuesto, antiguo.

Fue como consecuencia de una de esas confidencias, justamente, que se requirieron mis brazos. Un conocido del ilustrado manchego había fallecido recientemente, al año de enviudar. El hijo, único heredero, quería vender la casa del padre a toda costa, pero para ello debía vaciarla de mobiliario y de libros; cosas viejas, según el muy botarate. Se trataba de una respetable biblioteca de más de seis mil volúmenes, bastante valiosa.

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