Nuestro propósito con este libro es abrirle los ojos y descubrirle las razones que hay detrás de este estancamiento general. Y lo asumimos a sabiendas de que podemos pasar injustamente a la historia como «los que hicieron chistes con las cacas». Ya le sucedió al difunto don Camilo, que un martes tonto de Dios sabe qué año y qué mes afirmó que podía absorber agua por el culo. Y lo hizo con la misma seriedad y la misma convicción que mostró recogiendo el premio Nobel años después. Y como la memoria es caprichosa y obscena, se lo recuerda más por su espíritu gamberro que por el espíritu de la colmena. Por lo tanto, el resultado de lo que de aquí en adelante se encontrará es la conclusión de un estudio minucioso de las causas que han llevado al ser humano a estar atascado, así como las consecuencias que acarrea el estreñimiento en su vida. Ya quisieran esos señores de las cumbres mundiales, los de los auriculares, solucionar este tema tan preocupante. Y entendemos que una vez al año es bonito rememorar la torre de Babel, juntando a personas que a duras penas si se entienden. Sin embargo, no estaría mal que parte del esfuerzo lo centraran en hablar del tema que nos ocupa, y que a buen seguro sufren en esa maratón de almuerzos institucionales. De momento, que alguien le diga al señor de Trinidad y Tobago que deje de mandar plátanos al mundo civilizado-estreñido.
Breve inciso: tiene narices invitar a un señor de Trinidad y Tobago a una cumbre mundial para que arrime el hombro. Todavía no han conocido en aquel país la locomotora a vapor y ya les están pidiendo que reciclen la mierda de león para hacer gasolina. Como para no reírse.
Estamos estreñidos porque vivimos en la cultura de la acumulación, la de coger y no soltar, la del «todos queremos más», por eso nuestro cuerpo tampoco suelta lo que tiene, sólo coge. No nos deshacemos de las cosas que nos sobran para poder avanzar en lo nuevo, no desechamos nada y damos vueltas y más vueltas a lo que tenemos. En resumen, no fluimos. Ejemplo de ello es que hoy en día casi nadie compraría una casa sin trastero, ese lugar infame donde entran las cosas y sólo salen el día de la mudanza. Asumimos sin rebelarnos que una parte de la jodida hipoteca está destinada a pagar un cuartucho en el que descansan eternamente nuestras colecciones de cromos de la infancia y la ropa de cuando había invierno. No nos extrañemos entonces si el intestino grueso se comporta como el trastero de nuestra vida, que se llena de cosas inservibles. Si entendemos esto, entenderemos por qué el mundo está como está y podremos buscar soluciones a la falta de fluidez intestinal.
El inodoro, el trono de toda la vida, se ha quedado relegado a una pieza de museo en muchas familias. Una de las más ilustres, la familia real inglesa, tiene una curiosa colección de tapas de váter, síntoma notorio de que en Buckingham Pala-ce tampoco «van bien» aunque los ingleses hagan gala de la conocida puntualidad de su pueblo. Después de todo, aunque Gran Bretaña no quisiera entrar en la Unión Europea y renegara del euro, al final tenemos más en común de lo que creemos. A ver si no va a ser el euro lo que nos une a los europeos. Por decirlo de otra manera: ¿por qué cree que a los turcos se les dificulta tanto la entrada al mercado común?
Breve inciso: en el mundo de la informática hemos conquistado ya los mil gigas, la banda ancha y el ADSL de alta velocidad, pero la maquinaria de nuestro cuerpo sigue funcionando como aquellas viejas computadoras de bombillas de colores que salían en las películas de ciencia ficción de la década de los setenta.
Retrocedamos hasta la única época de la vida en la que no te tienes que plantear si eres feliz o no: la primera infancia. La digestión completa todas sus fases sin interrupciones de ningún tipo, porque es algo mecánico de lo que el niño no se tiene que preocupar. Bastante tiene la criatura con que le pongan la teta en el morro a la hora exacta. El alma cándida es capaz de estar jugando con el sonajero o con la barba de su padre y plantar un pastelón sin pestañear ni soltar el juguete o la paterna mata de pelo.
El bebé se parece a los animales, que nunca cambian de actividad cuando cagan: un herbívoro puede estar rumiando forraje y soltando lastre por la popa al mismo tiempo. Tal es la escasa importancia que le da al asunto el reino animal, que aunque tengan los ojos en las sienes y ángulo de visión de 180 grados jamás mirarán hacia atrás en ese momento íntimo. El camaleón, como buen presumido, se preocupa de cambiar de color, de comprobar si se ha camuflado bien, y no le preocupa lo más mínimo si lo que sale por detrás se mimetiza con el paisaje. Por el contrario, aquí estamos los humanos aguardando con ansia qué nos deparará la suerte cada vez que entramos al baño después de un letargo intestinal agudo.
Ni los animales ni los bebés están estreñidos, porque no se ocupan del tema, viven felices, mirando siempre hacia delante en la vida, con optimismo y sencillez, tomando lo nuevo y dejando lo viejo. Saben que
eso
se hace sólo, cae por su propio peso.
Hasta la fecha a ningún pastor se le ha perdido el rebaño de ovejas; aunque se hubiera quedado dormido sobre su zurrón, siempre dejarán el campo lleno de cacahuetes de chocolate. Con las vacas ocurre igual: pueden no dar leche una temporada o estar tristes porque les han pintado de violeta para rodar un anuncio, pero siempre se deshacen de lo sobrante sin ninguna dificultad. Eso explica que sea mucho más difícil encontrar a un montañero desaparecido que a una vaca. Este herbívoro tarda en cagar lo que «el tema» tarda en llegar al suelo, ni más ni menos. Se precipita con tanta rapidez que no se puede ni cronometrar a mano. Sí, la velocidad de caída del pastel supera la fuerza de la gravedad de Newton. Está claro que fue una manzana lo que cayó en la cabeza al físico inglés.
Otra evidencia de la despreocupación de la fauna animal en temas postreros es que la forma y la textura de sus deposiciones siempre son las mismas. Las ovejas cagan conguitos, sean de raza lacha, churra o merina, y por todos es conocida la famosa
ensaimada
de la vaca. Que mira que da alegría pasear por el campo y encontrarse una. Y no tendría por qué, pero proyectamos nuestro problema del estreñimiento en el animal cuando a él ni le va ni le viene, ni va a ser más feliz ese día por haber plantado una plasta en condiciones. Del mismo modo que nos alegramos exageradamente ante la primera caquita de nuestros hijos. La festejamos, la olemos, la enseñamos a toda la familia, algunos valientes hasta le hacen los honores, pudiendo incluso llegar a la cata. ¿Es normal esta veneración al primer desecho sólido? ¿Indica cordura que nos alegremos más de la primera mierda que del nacimiento del niño? A pesar de ser importante la primera evacuación, creemos que hay un exceso de alegría en la celebración. Es la muestra palpable de que el tema nos obsesiona hasta tal punto que sufrimos una alteración en los principios y los valores.
Breve inciso: podemos afirmar que lo del sabor a mantequilla es mentira.
Ya estamos en condiciones de asegurar, que el estreñido no nace, se hace. La pregunta es cuándo y cómo. ¿Qué le sucede al niño para que un buen día se pare y mire hacia atrás? ¿Qué ocurre para que desaparezcan la alegría y la naturalidad propias de la infancia? ¿Por qué esa maquinaria autónoma se hace pesada de repente?
El punto de inflexión está en el día al que al bebé humano le quitan el pañal y se lo cambian por un váter portátil de plexiglás. Con la aparición del orinal el niño no puede hacer vida normal, es decir, cagar a lo vaca, sino que lo obligan a tener un momento y un lugar concretos para deshacerse de lo inservible. Ese cruel movimiento hace que el niño reflexione, se ocupe de algo que venía haciendo sin darse cuenta desde que nació hasta la fecha. ¡Entonces es cuando estamos despertando al estreñido!
INTENTE HACEr uNA regresióN eN este preciso iNstANte, bucee eN su MeMoriA y, si tieNe eL VALor suficieNte, reVíVAse eN eL eNcueNtro coN eL MaLdito oriNAL. Si se Le coNtrAe eL eStóMAgo y Le sobrevieNe uN AtAque de pÁNico, No se Asuste: estArÁ enfreNtÁNdose AL trAuMA. |
Además, la aparición del trono de PVC coincide con el periodo de los purés, el pollo y la ternera, que empiezan a trabajar dentro del cuerpo del nene formando unas realidades más contundentes que los mantequillosos residuos de la lactancia. La celulosa y los cierres adhesivos tienen un límite y ya no aguantan con la misma elegancia esa inocente despreocupación de la criatura. La caquita pasa de la noche a la mañana a llamarse por su nombre y a oler como la del cuñado Leandro. Nos han hecho adultos sin pedirnos permiso. Estamos abocados al orinal. Aunque tengamos la piel de melocotón y rosquillas en los muslos nos vamos pareciendo más a ese señor de la barba de lo que creemos. El orinal nos mata la ilusión que compartíamos con la vaca que ríe. Ya puede ese cubículo de plástico estar rematado con la cara del pato Donald y cuatro patas que tener a toda la familia delante esperando a que cagues es una tortura. Para colmo, siempre estará tu tía la soltera enseñándote una piruleta enorme que no te dará hasta que «no te portes», como si fueras la foca del circo, pero tú, sin cobrar entrada. La seriedad, las expectativas, la carga emocional que se añade al acto de cagar son lo que nos empieza a hacer estreñidos.
El mecanismo que funcionaba de manera libre ahora tiene que fichar y se convierte en el centro de nuestra vida. Si nuestros progenitores tenían ansia por ver qué rasgos familiares habíamos sacado cuando nacimos, ahora quieren que nos parezcamos a ellos en lo fisiológico. No van a dejar que tengamos una visión diferente de la vida. Hay que seguir la tradición.
El día que nuestros padres —siempre con la sana intención de educarnos civilizadamente— nos quitan el paquete nos hacen estreñidos y adictos a las piruletas de nuestra tía la soltera, nuestro primer camello. Es como si nos instalaran en el cerebro el programa Atasco. Y éste no hay que renovarlo cada año: se actualizará diariamente sin preguntitas estilo Windows: «¿Desea seguir estreñido hoy también? Sí, no, cancelar». Hemos domesticado el tránsito intestinal, hemos integrado el cronómetro a la digestión.
No tan deprisa, amigo lector. Es una conclusión lógica, claro que sí; el problema es cómo hacerlo sin trastocar el orden de los hogares. Para su avezado conocimiento tenemos que informarle de que este experimento ya se realizó, y con resultados cuando menos curiosos. Se le conoce como el Proyecto Michigan.
A principios de la década de 1950 una incipiente NASA ya empezaba a tomar conciencia del grave problema que se avecinaba. Tenían más claro cómo subir a la Luna que cómo acudir con regularidad al
planeta retrete
. La posguerra había ido bien y a la sociedad estadounidense le llegaba la abundancia, la misma que no le salía en igual medida. El atasco era latente. Europa también empezaba a distanciar las visitas al cuarto de las baldosas y, por otra parte, ni se planteaba lo de subir a la Luna. Y antes de que la antigua URSS se percatara del desastre intestinal había que buscar una solución. Se celebraron innumerables reuniones secretas entre expertos de los dos continentes que dieron lugar al Proyecto Michigan. Se eligieron al azar diez bebés de todo el mundo estreñido y se los educó bajo el mismo techo y sin la presión del orinal. Los niños cagaron libremente durante años sin ser conscientes de que lo estaban haciendo. La casa reunía las condiciones ideales para asumir el libre albedrío en el defeque: docenas de limpiadores seguían día y noche a las
mangas pasteleras andantes
con palas recogedoras. Con el transcurso de los años fueron los propios niños los que pidieron un recipiente para depositar sus heces, unos a los siete años, otros más tarde, incluso se cree que algunos siguen cagando a lo vaca.
Vamos a dejar que usted juzgue por sí mismo y decida si el experimento funciona o no. Le vamos a desvelar los nombres de aquellos niños cagones:
—Bill Gates (creador del imperio Microsoft)
—Michael Jackson (el pequeño de los Jacksons Five)
—Alicia Koplowitz (a quien nunca veremos comer un bocata de calamares)
—Madonna (cantante que nunca saldrá al balcón con el Papa)
—El dueño de Zara (Amando Prada)
—El dueño de Ikea (un sueco rubio que se llama Ingvar Kamprad)
—Cher (una señora que ha vivido más años anestesiada quedespierta)
—Paul McCartney (el dueño de los Beatles)
—Silvio Berlusconi (el dueño de Italia, entre otras cosas)
—José Luis Moreno (el dueño de la sonrisa natural)
No cabe ninguna duda de que los niños crecieron sin conocer límites a nivel material, todos han resultado ser millonarios y emprendedores, posiblemente en exceso. Desconocemos los otros factores que influyeron en esta inclinación un tanto excesiva hacia el mundo empresarial: la alimentación a la que estaban sometidos, la música que escuchaban, el nombre de los cuidadores y la distribución de las literas —¿con quién compartiría habitación José Luis Moreno para acabar hablando con muñecos?—. La única conclusión certera que se nos antoja es que, si a un niño se lo libera de la tortura del orinal, no tendrá que preocuparse nunca de términos como: euribor y TAE.
Es el momento de realizar el primer test para ver si estamos en sintonía. Le proponemos que saque el fisonomista que lleva dentro e indique cuántas de las doce caras que aparecen dibujadas en la siguiente página corresponderían a un estreñido.