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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (23 page)

BOOK: La Edad De Oro
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El milenio había llegado. La decisión era inminente. Si ganaba la medalla de oro por su universo, habría un caudal de invitaciones, comuniones, ovaciones. Los anfitriones le enviarían regalos y compondrían alabanzas sólo por el privilegio de ser vistos con ella; también los publicistas, para que el público viera qué servicios de qué marca prefería ella.

Quizá se transformara en una auténtica tejesueños, no sólo una soñadora.

Y quizá su esposo perdiera ese aire desdeñoso que adoptaba al hablar de quienes gozaban de los frutos de la Ecumene Dorada sin contribuir a cultivarlos. «Toda la historia ha trabajado para crear nuestra bonita utopía, decía siempre, así que no es el momento de que la raza humana se tome vacaciones. No queremos que gane la entropía.»

Dafne temía que él pensara en ella al decir esto. Quizá, si ganaba la medalla de oro, ese temor se disiparía. Quizás el futuro estuviera más claro para ella.

También se había prometido decidir, antes del final del milenio, si tendría hijos con Faetón. Si volvía a una actividad profesional, esa decisión también podría ser más fácil.

Dafne se levantó, y su túnica de seda susurró sobre sus rodillas y tobillos. Con razón se había ocultado a sí misma este recuerdo. Sus nervios no habrían soportado la alegre tensión de la espera, la inquietud de los minutos y los días mientras se aproximaba el concurso.

Había rutinas de la Mansión Roja para controlar esas emociones, o reemplazar el miedo por la esperanza; pero ahora que ella era Gris Plata, tenía que hacer esas cosas a mano, por así decirlo. El protocolo Gris Plata no permitía la reorganización artificial de estados de ánimo; la edición de memoria, en cambio, era aceptable. El hombre antiguo olvidaba cosas continuamente, así que los celadores Gris Plata no podían atacar el ejercicio de un defecto tan tradicional.

Haciendo susurrar la túnica, pasó de la cámara a su recámara diurna.

Y, como estaba presente y despierta en el mundo real, tuvo que tomarse tiempo para hacer las cosas, un paso por vez, lo cual habría sido más fácil y más sencillo aun en un paisaje onírico Gris Plata estricto. Morosamente se puso su disfraz de mascarada (para la buena suerte, se vistió como un autor favorito de su infancia), programó su cabello, consultó el estado del tiempo para adaptar su piel. La mente Ayesha se había acordado de llamar a un carruaje con tiempo suficiente para llevar a Dafne al palacio Onírocon (Dafne se había olvidado, pues esto se debía hacer en el mundo real, sin respaldos ni reinicios).

El carruaje se detuvo en la rotonda que estaba frente a la recámara diurna. Era un vehículo liviano y abierto, con buenos amortiguadores, con ruedas esbeltas y leves como quitasoles. La carretera aún irradiaba el calor del ensamblaje; evidentemente Aureliano preveía más tráfico en este lado del parque, y había creado una carretera nueva de la noche a la mañana. Un viejo amigo arrastraba el carruaje.

—¡Maestrict! —exclamó Dafne, corriendo para abrazar el pescuezo del caballo—. ¿Cómo estás? Creí que ahora trabajabas para el Parlamento, para el señor Habrán o Harán.

—Se llama Han, Dafne. Kshatimanyu Han. Es el primer ministro —respondió el caballo—. Y no tengo mucho que hacer durante la mascarada. El Parlamento no está en sesiones, y aun cuando lo está, lo único que hace es discutir sobre cuánta propiedad intelectual entra en dominio público bajo la doctrina del usufructo equitativo, o qué salario debería cobrar el pobre capitán Atkins.

—¿Quién es Atkins? —Dafne acarició la nariz de Maestrict y envió un remoto de Ayesha a la vivipiscina para generar un terrón de azúcar.

—Oh… un resabio de los viejos tiempos. Realiza ciertas tareas que no están permitidas a los sofotecs. Tenemos suerte, porque acabamos de encontrar un pequeño misterio para que lo pueda resolver. Quizá sólo sea una travesura típica de la mascarada.

—¡Bien! ¡Una aventura!

—No es una aventura, en realidad. Parece que algunas mentes maestras neptunianas están preparando un arma mental para borrar o enloquecer a ciertos sofotecs de alto nivel. Estamos tratando de averiguar dónde está el arma, o si es una falsa alarma para asustarnos.

Estas palabras impresionaron poco a Dafne. Le resultaba tan difícil imaginar la muerte de los sofotecs fundacionales como imaginar que el Sol entrara en nova. Pensaba que las inteligencias mecánicas eran capaces de anticipar todo peligro concebible.

—Bien —dijo—. Es hora de que las cosas se meneen un poco por aquí. Dulce.

El caballo movió las orejas.

—¿Cómo dices? Me gustas mucho, pero no sé si tenemos tanta confianza…

—¡No, bobo! —rió Dafne, echando la cabeza hacia atrás—. Sólo te ofrecía un poco de azúcar. Aquí tienes.

—Ah, gracias. Entendí muy bien qué querías decirme, por supuesto. Ejem. Súbete. ¿Adonde vamos?

—¡Al palacio de los Señores del Sueño! ¡En marcha! ¡Y no des tregua a los caballos!

—Cielos, espero que me des tregua a mí.

—¡Hoy compito en el Onírocon!

—¡Vaya! No sabía que era tan importante. ¡Mira esto! —Maestrict corcoveó y pateó el suelo, ensanchando los belfos y achatando las orejas. Lanzó un relincho y echó a correr.

Dafne chilló de deleite y aferró el pasamano del oscilante carruaje.

Algunas personas que paseaban por el parque aplaudieron cuando el carruaje de Dafne pasó tronando como un bólido, y varios publicaron comentarios en el canal público inmediato, alabando la autenticidad y gracilidad del corcel.

En el mismo canal, Maestrict publicó:

—Parece que a todos les gustan aún los caballos, Dafne. Nunca pasaremos de moda. ¿Alguna vez pensaste en volver al arte ecuestre? Nadie diseña un caballo cuarto de milla como tú. ¡Mira mi magnífico cuerpo! —Echó la crin al viento mientras galopaba.

Era lo mismo que siempre decía su esposo. Pero ya no había mercado para los caballos. El arte de cabalgar, como moda entre los anacronistas y románticos, se había olvidado ochenta años atrás.

—¡Vaya, Maestrict! —respondió Dafne, gritando por encima del ruido de las ruedas—. Me gustas mucho, pero no sé si tenemos tanta confianza…

Maestrict, avergonzado o complacido, agachó la cabeza y galopó aún más deprisa.

El Onírocon era el edificio más simple y burdo en la historia de la arquitectura de la Estética Objetiva. El techo era una losa chata y cuadrada, de más de un kilómetro de lado, que flotaba sobre el suelo sin soporte visible. Debajo, un recinto sin paredes rodeaba una vivipiscina redonda y grande de escasa profundidad.

Un arquitecto posterior había modificado el plan, añadiendo un círculo de dólmenes, semejante a Stonehenge, alrededor de la piscina. En caso de tiempo inclemente, el techo flotante podía descender hasta apoyarse en los dólmenes, y se podían proyectar películas protectoras entre las columnas para formar paredes provisionales.

Un segmento de alta prioridad de la mente sofotec Aureliano estaba presente, por medio de un maniquí disfrazado de Comus, con una vara mágica en una mano y un cristal en la otra. Dafne ignoraba que este concurso hubiera atraído tanta atención.

Comus era un personaje de una obra de Milton (poeta lineal, Segunda Era). Hijo de Baco, dios del vino, y de la hechicera Circe, usaba los dones de sus divinos padres para arrastrar a los hombres al desenfreno, transformándolos mágicamente en brutos y bestias. Su magia sólo fallaba ante las vírgenes puras. Dafne pensaba que era sumamente gracioso que Aureliano escogiera esta autoimagen.

Todos los competidores estaban físicamente presentes; sólo podrían usar equipo estándar de atención y memoria para promulgar sus simulaciones. El juicio se basaría en cuatro criterios: coherencia interna, relevancia externa, congruencia y popularidad.

Dafne se alegró de saber que el factor «relevancia» tendría menos peso del que le habían dado los jueces semifinalistas. Al parecer, la Estética Consensuada se estaba relajando, permitiendo el arte por el arte. Como el mundo feérico de Dafne no tenía nada que ver con la vida real ni con los problemas modernos, eso era un alivio. Pero también se daba mayor peso a la coherencia interna, su faceta más débil. Su universo era aristotélico en ciertos aspectos (por ejemplo, tenía una atmósfera que llegaba hasta un firmamento de cristal) pero tenía un nivel napoleónico de tecnología, como el mongolfier, y aeronaves primitivas que ella había incluido porque le parecían majestuosas y románticas.

Este año, la popularidad se determinaría con un método nuevo.

Los que participaban en el sueño estarían bajo amnesia plena, creyéndose personajes de los universos de los tejesueños, aunque sus emociones y estructuras profundas permanecerían intactas. Tras una inspección de los jueces, se permitiría cierta cantidad de memoria artificial para que asimilaran el idioma, la historia y las costumbres. Pero se les permitiría oír rumores y mitos de los otros universos, reencarnarse y emigrar. La emigración sería libre y abierta; «votarían con los pies», como decía Aureliano. El que quitara más gente a sus rivales ganaría la competencia de popularidad.

Los competidores, con trajes brillantes, penachos y colores de piel chillones, algunos con cuerpo humano, otros con formas multicéfalas Armónicas que databan del Período de Reagrupamiento de la Cuarta Era, formaban un círculo alrededor de la vivipiscina, esperando la señal de Aureliano. Todos se quitaron la ropa y bajaron desnudos al agua.

Dafne se sumergió. Sus pulmones modificados extraían oxígeno del entorno. Los ensambladores microscópicos construían contactos con las interfaces nerviosas que ella llevaba bajo la piel. Mientras se internaba en el espacio onírico profundo, Dafne sintió ese momento de agradable terror en que su personalidad se le escurría.

Un instante después ya no era Dafne, sino la diosa reina de su universo. Su mente, asistida por el interfaz sofotec, se expandió hasta abarcar cada aspecto y elemento de su realidad, hasta que pudo contar los cabellos de cada cabeza de sus personajes; y ni siquiera un gorrión inventado caía sin que ella pudiera insertar su trayectoria en la trama de destinos de su argumento.

Los jugadores entraron en línea. Era estremecedor —aun la Dafne diosa sentía el estremecimiento— ver que sus personajes cobraban vida en el millón de dramas que ella urdía simultáneamente. Porque, en lo profundo, la diosa sabía que esta vida era falsa, ilusoria, y que la vida de estos personajes terminaría con el fin del drama, y que sus memorias serian reabsorbidas por las personas que los representaban.

A veces, en estos juegos, un personaje planteaba ciertos interrogantes, expresaba pensamientos originales, se definía y adquiría consciencia, con pensamientos independientes de la mente del actor que lo representaba.

En el soporte onírico había salvaguardas para impedir que esto ocurriera; y, si ocurría, había aún más salvaguardas para impedir que la personalidad recién nacida fuera asesinada involuntariamente al despertar el actor del cual surgía.

(Ante la ley, esos actores eran a los personajes emancipados lo que un padre a un hijo, y tenían el deber ineludible de cuidar del hijo hasta que tuviera edad suficiente para apañárselas por su cuenta y ganar lo suficiente para alquilar el espacio informático donde vivía, o bien para comprar un cuerpo físico en el cual pudiera descargar sus mámenos.)

El sueño de Dafne cobró vida, y el concurso comenzó. Su universo era un juguete enjoyado que giraba como un planetario bajo sus manos, y las tramas por donde discurrían sus personajes estaban tejidas con cien mil hebras de color.

Durante las primeras cuatro horas del concurso, transcurrieron cuarenta oniroaños en su universo. La mayoría de sus dramas trataban sobre cosas sencillas: damiselas que intentaban elegir sabiamente al casarse; la tentación de la infidelidad; malentendidos, discordias y reconciliaciones; o un giro sorprendente cuando el hombre que todos condenaban como villano resultaba ser el amor verdadero de la muchacha. Había pocas aventuras, salvo por el ocasional naufragio o secuestro turco (en general destinado a unir a los amantes que habían reñido, más que a mostrar los peligros o la valentía del mundo antiguo). Había insinuaciones de que la guerra con Napoleón, o los magos dragones de Persia, podía reanudarse, pero esto se hacía habitualmente para llevar a jóvenes soldados al extranjero, en medio de congojas y promesas de fidelidad, no para retratar las guerras. Dafne odiaba las historias de guerra, especialmente aquéllas donde herían a los caballos de los oficiales de caballería.

Poca acción y aventuras, pero había bodas. Muchas bodas.

En la sexta hora de competencia, habían pasado media docena de décadas de vida onírica. Dafne figuraba en trigésimo quinto lugar, obteniendo una puntuación relativamente baja por su falta de realismo. Un universo hecho de música diatónica iba primero, desplegando un vasto drama en el que partituras inteligentes recorrían un universo de batutas y descubrían nuevas armonías, adecuándose, no sin dolor, a una sinfonía del tamaño del cosmos. La diosa Dafne se irritó: ese tejesueños permitía que sus actores hicieran todo el trabajo. Bien, ella también sabía jugar de ese modo.

La diosa Dafne relajó su mano en el telar del destino, y dejó que las tramas siguieran su destino natural. Permitió que el sofotec explorase desenlaces más realistas, y eliminó restricciones sobre los tipos de personaje, para darles mayor autonomía.

Los acontecimientos cobraron nuevos rumbos, y Dafne debió lidiar con un millón de enredos. Todo, o casi todo, se desmadró. Líneas ferroviarias, fábricas y buques de vapor surgieron en su paisaje bucólico, y de pronto sus héroes no eran gallardos oficiales de los granaderos de la reina, ni severos aristócratas en frías mansiones que necesitaban que el amor de una mujer derritiera sus helados corazones. Todas sus heroínas se enamoraban de un nuevo tipo de hombre… jóvenes inventores con un sueño, reyes del acero y magnates del petróleo, hombres que habían amasado su propia fortuna: pensadores, realizadores, gente influyente. Los mismos hombres que habían sido los villanos codiciosos en las primeras partes de su trabajo. ¿Qué estaba pasando?

Dafne la diosa vio las señales de advertencia de un subjuez, recordándole que ella había iniciado sus tramas como narraciones románticas, así que perdería puntos en coherencia si pasaba a otro género dramático. Ignoró la advertencia. Estando en el puesto treinta y uno, ¿qué podía perder? Un momento. ¿Treinta y uno? ¿Había avanzado cuatro puestos?

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