—¡Bien por el maestro Bernstein! Pero volviendo a Thomas y a su tatuaje, no creo, como piensa la policía, que se trate de un mensaje.
—¿Qué quiere decir?
—Para mí que no estamos ante el caso narrado por Heródoto. En aquella ocasión, el esclavo tatuado era un correo enviado por Histieo a Aristágoras para que se sublevase contra los persas. Aunque Thomas ha copiado de Heródoto la idea de esconder el mensaje bajo el pelo, creo que su tatuaje es más bien un recordatorio.
—¿Un recordatorio? Pero ¿de qué?
—Del lugar en el que está el manuscrito de la Décima.
—¿Como un mapa del tesoro?
—Probablemente. Es muy posible que esas notas señalen el camino para llegar a la partitura. Thomas podía permitirse el lujo de llevar el mapa encima porque lo tenía oculto y encriptado.
—¿No estamos aventurando demasiadas conjeturas?
—Antes has citado a Bernstein. Déjame que cite yo ahora a otro músico, aunque sea aficionado. Sherlock Holmes, además de tocar el violín en sus ratos libres, solía decirle a Watson: «Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, ha de ser la respuesta correcta».
—Sí, pero también decía que es temerario aventurar hipótesis cuando no se tienen suficientes datos.
—Thomas era muy despistado. De hecho, el día del concierto se dejó la batuta en mi casa. Por otro lado, es de perogrullo que si tienes algo muy importante, de lo que no puedes olvidarte, lo más sensato es apuntarlo. Y tenerlo a mano. ¿Sabes dónde guardo yo el papel con la combinación de mi caja fuerte? En un libro que hay en la estantería del salón de lectura, ¡que es donde tengo la caja fuerte!
—Dígame en qué libro —bromeó Daniel.
—Me temo que lo he olvidado —respondió Marañón—. ¡Por culpa de ese alemán!
—¿Qué alemán?
—Alzheimer.
Marañón dio por terminada su sesión de
fitness
y le pidió a Daniel que le acompañara a la planta superior, donde pensaba ofrecerle un café. Para su asombro, utilizaron un modernísimo ascensor para subir un solo piso.
—Es por si algún día me tuerzo un pie en la cinta de correr —aclaró Marañón a modo de disculpa.
Daniel miró el reloj y su anfitrión interpretó que tenía prisa.
—Si tienes que hacer, podemos continuar la charla otro día.
—No, le he pedido a un colega que dé la clase por mí. Pero como empiezo siempre a esta hora, me queda el reflejo mecánico de consultar el reloj.
Pasaron a un pequeño salón, muy confortable, donde Marañón dejó esperando a su invitado.
—Voy a ducharme y bajo en tres minutos. Pídele a Gisela lo que quieras.
La doncella brasileña apareció como por encanto al oír su nombre en labios del señor y le preguntó qué deseaba tomar. Justo en el momento en que Daniel fue a pedirle una Coca-Cola light sonó su teléfono móvil.
—¿Daniel? Soy Blanca. No sé qué has hecho exactamente pero aquí hay un señor de la policía que quiere hablar contigo.
Olivier Delorme no acudió aquella mañana a la cita con el subinspector Aguilar. Cuando este llegó al hotel, el conserje le entregó una nota en la que el francés le explicaba que había tenido que viajar a París por un asunto profesional urgente y que volvería a ponerse en contacto con él a su regreso, previsto para veinticuatro horas más tarde.
Aguilar aprovechó entonces para volver a hablar con Sophie Luciani, que aunque ya había abandonado su vida de reclusión total en el hotel, aún pasaba gran parte del tiempo en su habitación y fuertemente sedada. El subinspector, que al ver su frágil estado de ánimo decidió molestarla lo menos posible, le comunicó que por decisión judicial, los restos de Thomas no iban a poder ser incinerados, como hubiera sido su deseo, sino que iban a tener que ser inhumados, para el caso de que fueran necesarios nuevos análisis. El policía le mostró una transcripción del tatuaje encontrado en la cabeza de su padre —asunto que no se pudo abordar el día en que acudió al laboratorio, debido a su colapso nervioso—, y Sophie Luciani le aclaró que desconocía por completo la existencia del mismo, así como la manera de desencriptarlo.
Nada más despedirse del policía, la hija de Thomas subió directamente a la habitación de los príncipes Bonaparte para revelarles la existencia de la partitura tatuada.
—Supongo —dijo el príncipe tras escuchar atentamente el relato de Sophie— que la policía no se habrá limitado a mostrarte la transcripción de las notas, sino que te habrá dejado una copia de la misma, por si, a medida que te vas encontrando mejor, se te ocurre algún posible camino que lleve a descifrarlas.
Sophie abrió el bolso, extrajo de él un papel en el que estaban escritas las notas del tatuaje y se lo facilitó a su interlocutor, que lo cogió con desconfianza, como si se tratara de un documento que lo estuviera incriminando. Tras examinarlo superficialmente dijo:
—Lamentablemente, ni yo ni Jeanne sabemos una palabra de música por más que a mí me encante escucharla. Sin embargo, quisiera examinar de cerca esa rueda de Alberti que nos mostraste en tu habitación el otro día.
Sophie le entregó la rueda al príncipe y este la estudió detenidamente durante un rato, haciendo girar los discos en un sentido y en otro, e incluso haciendo fuerza algunas veces para comprobar si podían desmontarse o si encerraban en su interior algún escondrijo.
—No parece que haya ningún resorte oculto —concluyó el príncipe—. ¿Te dijo tu padre si tenía él otra rueda igual?
—Me consta que tenía varias, algunas fabricadas por él, otras compradas a coleccionistas o anticuarios. Ya sabéis que le fascinaban los códigos y los mensajes encriptados. Llevaba años intentando descubrir el secreto de las
Variaciones Enigma
.
—Discúlpanos, Sophie, pero ni Jeanne ni yo tenemos la menor idea de a qué enigma te refieres.
—Las
Variaciones Enigma
es una de las obras más conocidas del compositor británico Edward Elgar. Ya sabéis, el de
Pompa y circunstancia
. Están basadas en dos temas, uno de los cuales no llega a aparecer nunca en la partitura: se trata de una especie de melodía fantasma que nadie ha conseguido identificar jamás. Mi padre me contó hace poco que estaba muy cerca de dar con el tema, un descubrimiento que le hubiera reportado fama en todo el mundo.
—¿Alguna vez intercambiaste mensajes cifrados con tu padre mediante la rueda de Alberti?
—No, nunca. Sin embargo, sí lo he hecho con Olivier. Por puro divertimento, ya sabéis cómo le gusta jugar. Pero eran mensajes triviales.
—¿De dónde sacó él una rueda de Alberti? ¿También se la dio tu padre?
—No, la rueda de Olivier la fabriqué yo, a imagen y semejanza de la mía. Quería tener a alguien con quien probar el código.
—Cuando hablas de que intercambiabas mensajes triviales con Olivier, ¿a qué te refieres exactamente? —preguntó la princesa.
—A cosas cotidianas. La última vez que le mandé un mensaje encriptado fue la noche del concierto, cuando vosotros me dijisteis que no ibais a acudir. Le dije simplemente: «Ven a buscarme».
—¿Y no encuentras extraño que tu padre te regalara una cifra de Alberti sin tener tú a nadie con quien intercambiar mensajes? —preguntó el príncipe.
Sophie le pidió la rueda de madera a su interlocutor y la acarició durante unos instantes.
—Estoy segura de que mi padre me la regaló únicamente porque se trata de un objeto muy hermoso. Mirad qué ricamente labrada está la madera, que además parece bastante antigua.
—Es posible que sea como tú dices —admitió Bonaparte—. Pero teniendo en cuenta que tu padre ha sido asesinado y que tenía un mensaje encriptado en la cabeza, no es descabellado suponer que deseaba que tuvieras la cifra de Alberti para el caso de que se viera en la necesidad de transmitirte algún mensaje en el futuro.
—¿Qué quieres decir?
—Tal vez tu padre intuía, ya cuando te regaló la rueda, que podía ser asesinado y quería dejar abierta la posibilidad de comunicarte algo muy importante de forma segura antes de morir.
Mientras, en casa de Marañón, Daniel Paniagua aguardaba con el teléfono en la mano a que Blanca, la secretaria de Durán, le pusiese al aparato al inspector de policía. Tras unos instantes de incertidumbre, por fin oyó una voz profunda, como de bajo operístico, que le dijo desde el otro lado de la línea:
—¿Señor Paniagua? Soy el inspector Mateos, del Grupo de Homicidios n.° 6. No puedo enseñarle la placa de identificación, pero su secretaria sí ha visto mis credenciales.
En un segundo plano, Daniel pudo oír la voz de Blanca:
—¡Es un policía de verdad, puedes fiarte!
—Me he presentado en su Departamento sin avisar —siguió diciendo el policía— porque estaba seguro de encontrarle aquí. El señor Durán me dijo que pasa usted gran parte del día en la oficina.
—Y es cierto, pero hoy tenía una cita. ¿Qué ocurre?
—Prefiero contárselo en persona, no me importa volver esta tarde. ¿A las cinco le viene bien?
—Sí, por supuesto.
Nada más colgar el teléfono, Daniel oyó los pasos de Marañón detrás de él y al volverse vio que se había vestido de sport, con un polo de color blanco y unos pantalones cortos azules que le llegaban hasta la rodilla.
—Ya estoy contigo. Ven, no estés de pie, siéntate en esa butaca junto a la chimenea.
Daniel obedeció a su anfitrión, que sin embargo permaneció de pie, acodado en la repisa del hogar, mientras encendía un purito cuyo aroma le resultó a Daniel de lo más empalagoso.
—Háblame de ese
Concierto Emperador
—dijo con una sonrisa que sirvió para suavizar el tono autoritario de la voz.
—Normalmente no hubiera tenido problema en reconocer las notas, porque estaban en la tonalidad original.
—Mi bemol, ¿no? Una tonalidad masónica, tres bemoles en la armadura.
Marañón estaba en lo cierto. Los compositores masones, con Mozart a la cabeza, utilizaban a menudo tonalidades con tres alteraciones cuando querían homenajear a su logia o a un miembro distinguido de la misma porque tres es el número mágico de la masonería.
—Es muy probable que se trate de una pieza masónica —dijo Daniel—, por más que no haya constancia de ello. La masonería, así como otras sociedades secretas afines, como los
Illuminati
, estaban perseguidas en Europa a comienzos del siglo XIX y es muy posible que la documentación relativa a la filiación masónica de Beethoven haya sido destruida.
Daniel apartó con la mano el humo que le llegaba del puro de Marañón y continuó:
—En el caso de las notas que había en la cabeza de Thomas, no solo cambia el ritmo, sino que hay unos silencios insertados que no existen en la pieza original. Como si hubieran querido aislar cada bloque de notas con un separador. Eso fue lo que me despistó más.
—¿Qué hay del nombre del concierto? ¿Por qué se llama
Emperador?
—El
Concierto Emperador
se llama en realidad Concierto para piano n.° 5 en mi bemol mayor, op. 73. El sobrenombre
Emperador
no lo ideó Beethoven, y no parece que haga alusión a ningún emperador de la época, ni siquiera a Bonaparte, al que Beethoven estuvo a punto de dedicar la
Heroica
. Aunque el autor del famoso apodo no está nada claro, la mayoría de los historiadores se inclinan por la persona de Johann Baptist Cramer, un virtuoso del piano de origen alemán a quien el maestro consideraba el más grande pianista de la época. El hecho de que Beethoven hubiera aceptado sin rechistar el sobrenombre revela el gran respeto que este debía de profesar a su amigo, ya que rara vez permitía que nadie se entrometiera en los títulos de sus obras.
—Pero ¿cuál es la conexión imperial? —exclamó impaciente Marañón.
—No está clara. Tal vez se deba a la persona a la que estaba dedicado el concierto, el archiduque Rodolfo, hijo del emperador Leopoldo II y hermano menor del emperador Francisco II. Este archiduque, que dicen que fue el único alumno de composición que Beethoven aceptó en su vida, el resto eran alumnos de piano, llegó a cardenal en 1819, y protegió con tal ahínco al genio que este, en agradecimiento, le dedicó catorce de sus composiciones, incluido el Concierto para piano n.° 5.
—También debió de pertenecer a alguna logia, estoy seguro.
—Desde luego le protegió como dicen que se protegen los masones entre sí. En 1809, el archiduque tuvo conocimiento de que Beethoven estaba a punto de aceptar el puesto de maestro de capilla en Kassel. La oferta se la había hecho, precisamente, el hermano pequeño de Napoleón, Jérôme, que estaba de rey en Westfalia. Rodolfo, que quería evitar como fuese la marcha de su admirado amigo, organizó un
lobby
pro Beethoven al que se sumaron el príncipe Lobkowicz y el príncipe Kinsky, y entre todos aseguraron al genio un estipendio anual de cuatro mil florines a cambio de la promesa de que este permanecería en Viena hasta su muerte. Beethoven aceptó, y el archiduque mantuvo su salario vitalicio a pesar de que Kinsky falleció en 1812 a consecuencia de una caída de caballo y Lobkowicz se hundió en la bancarrota como consecuencia de la pavorosa depreciación de la moneda que se había producido en 1811. Pero la simpatía que le tuvo siempre el archiduque Rodolfo al de Bonn no se hizo extensiva a su hermano el emperador, de quien se dice que desconfiaba de toda música, no solo de la de Beethoven, por entender que había en ella algo intrínsecamente revolucionario.
—¿Estás completamente seguro de que el concierto no guarda ninguna relación con Napoleón Bonaparte?
—Yo no he dicho eso. Beethoven estuvo trabajando en el concierto
Emperador
bajo durísimas condiciones, durante el bombardeo con el que las tropas de Napoleón castigaron Viena en 1809. Según un discípulo de Beethoven, este se vio obligado por el fuego de artillería a abandonar temporalmente su domicilio para refugiarse en el sótano de la casa de su hermano, donde permaneció un día entero con una almohada protegiendo su cabeza, para amortiguar el fragor de los cañones, mientras componía el concierto. Viena se rindió a las tropas de Napoleón al día siguiente.
Marañón permaneció en silencio durante largo rato, como si estuviera procesando la información que le acababa de dar Daniel. Luego tiró el puro a la chimenea y dijo:
—Quiero encontrar la partitura de Thomas, Daniel. Si consigues una pista que me lleve hasta su localización puedo compensarte con mucho dinero.
¿
Qué te parece medio millón de euros?