El sirviente no había exagerado en modo alguno lo laberíntico del recorrido, pues la mansión estaba llena de tramos de escaleras y de rampas que tan pronto subían como volvían a bajar, de manera aparentemente arbitraria, creando gran variedad de pequeñas alturas y rellanos cuya función no acababa de explicarse Daniel.
—A don Jesús le encanta que las casas tengan lo que él llama ritmo visual —dijo de improviso su lazarillo, que pareció tener poderes de adivinación del pensamiento.
Tras muchos vericuetos, llegaron por fin hasta la puerta del improvisado camerino y el sirviente, que sentía que había cumplido ya con su misión, hizo ademán de retirarse.
—¡Espere! —le dijo Daniel—. No se vaya. ¿Cómo salgo yo de aquí cuando termine?
—No se preocupe, caballero. Yo estaré al tanto.
Y señaló hacia un punto concreto del techo del largo pasillo en que se hallaban, en el que Daniel creyó vislumbrar el inquietante ojo de una cámara de infrarrojos.
Daniel llamó con dos golpes secos a la puerta y esta se abrió tan de inmediato que se sobresaltó. Era como si la persona que estaba al otro lado, que no era otra que Ronald Thomas, hubiera permanecido alerta, con la mano en el pomo, para abrir la hoja de golpe en cuanto llamaran.
El músico vestía aún la casaca decimonónica que había lucido durante el concierto.
—Hola —dijo Daniel tendiéndole una mano que Thomas no llegó a estrechar—. Me llamo Daniel Paniagua y soy musicólogo. Quisiera felicitarle por el magnífico concierto que nos acaba de ofrecer.
—Muchas gracias —dijo Thomas en un tono de voz neutro, que no dejaba traslucir emoción alguna. Su actitud distaba mucho de la desenvuelta jovialidad que había exhibido antes del concierto. El músico no hizo el más mínimo gesto de querer franquearle la entrada, por lo que Daniel ni siquiera se atrevió a intentarlo y se resignó a hablarle desde el pasillo.
A pesar de que la hoja de la puerta no estaba abierta del todo y de que el cuerpo de Thomas obstaculizaba su visión del interior, Daniel pudo constatar que en el camerino no había nadie, a excepción del artista, hecho que llamó poderosamente su atención. Habitualmente, y más tras un concierto tan extraordinario como aquel, los admiradores abarrotan hasta tal punto esta clase de estancias que resulta más difícil abrirse paso entre la gente que avanzar por el interior de la selva amazónica sin estar pertrechado de machete.
—Disculpe que no le invite a pasar —dijo Thomas, que parecía tener la cabeza en otro lugar—. No es buen momento.
Desde que le abriera la puerta, el músico no había dejado de rodearse el cuello con la mano, como si algo le oprimiera la garganta.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó Daniel, al recordar las vacilaciones que había tenido en el podio.
—Sí, perfectamente. Es solo una leve sequedad en la garganta. Me ocurre siempre, los días de concierto. Tendría que haber pedido que pusieran aquí dentro algunas plantas. Eso siempre alivia.
—De hecho —dijo Daniel, encantado de poder alardear un poco de sus conocimientos ante semejante eminencia— camerino en inglés se dice
green room
precisamente por eso. Desde los tiempos de Shakespeare, era costumbre que los actores llenasen sus aposentos teatrales de plantas y arbustos porque la humedad que desprendían era beneficiosa para sus voces.
—En otra ocasión me encantará discutir con usted sobre el teatro isabelino —repuso Thomas, que, ahora sí, había cambiado su actitud ausente por otra de franca irritación—. Tiene usted que disculparme.
Entonces Daniel hizo algo que jamás hubiera pensado que haría, que fue interponer su pie entre la hoja y la jamba de la puerta para impedir que Thomas se la cerrara en la narices. Antes de que este pudiera emitir protesta alguna, Daniel insistió:
—¡Si me concediera tan solo cinco minutos para hablar de la sinfonía!
Thomas le fulminó el pie con la mirada y Daniel pensó que se iba a librar de él con un empujón, por lo que su sorpresa fue mayúscula cuando dijo:
—Está bien. Solo cinco minutos.
En el momento mismo en que Thomas se iba a hacer a un lado para facilitarle la entrada, sonó el móvil del músico, que este extrajo de la casaca y atendió inmediatamente. Daniel no llegó a escuchar ni un solo retazo de conversación, porque Thomas se retiró a la esquina opuesta del camerino y se dirigió todo el rato en un susurro a su misterioso interlocutor, con el fin de proteger la privacidad de su diálogo.
Este fue breve, aunque tuvo el gran inconveniente para Daniel de que hizo que Thomas cambiara súbitamente de opinión respecto a la entrevista.
—Lo siento, pero no puedo concederle ni cinco minutos. Me reclaman con urgencia en otro lugar —se excusó.
Y empujando suavemente con la mano a Daniel hasta el pasillo, dio por definitivamente zanjado aquel abrupto encuentro.
Cuando Daniel salió por fin de la residencia de Jesús Marañón diluviaba de tal manera que optó por no regresar a casa en moto y trató de parar un taxi. Pero precisamente a causa de la lluvia, los taxis estaban solicitadísimos y eso le obligó a tener que utilizar una complicada combinación de metro y autobús que provocó que llegara a su domicilio pasadas las doce de la noche, calado hasta los huesos.
Al ir a meter la llave en la cerradura del portal se dio cuenta de que en el umbral había una maleta y al agacharse a leer la etiqueta, comprobó con preocupación que era de Alicia. Miró a un lado y a otro de la acera, pero no vio a nadie. Incluso gritó varias veces su nombre, confiando en que se hubiera guarecido en algún escaparate cercano, desde el que pudiera oírle, pero al cabo de cuatro o cinco «¡Alicia!», se levantó bruscamente la persiana de un segundo piso desde el que un tipo con aspecto de transportista y con el torso al aire gritó enojado:
—¡Queremos dormir!
Daniel sacó entonces su móvil y comprobó con horror que estaba apagado. Lo había desconectado para que no sonara durante el concierto y luego, debido a la emoción de la velada, se había olvidado de volverlo a conectar. Al devolver a la vida al pequeño artilugio, leyó en la pantalla que tenía no menos de ocho llamadas perdidas de su novia. Estaba a punto de marcar su número cuando, justo delante de su portal, se detuvo, con un frenazo espectacular, como si fuera la policía llegando a la escena del crimen, un Volkswagen escarabajo de color rojo del que bajó de un salto su amigo Humberto.
—¿Y Alicia? —preguntó con preocupación—. Me ha llamado hace media hora diciendo que estaba sola y sin llaves, en plena calle y a medianoche.
—¿No habéis ido a buscarla? —exclamó Daniel al borde del ataque de pánico.
—Te dejé un mensaje en el buzón diciendo que no podíamos ir ni Cristina ni yo.
—¡No lo he oído! ¡Me va a matar!
Daniel se percató súbitamente de una figura femenina que venía en su dirección caminando por la acera de enfrente. A pesar de la oscuridad, tardó menos de dos segundos en reconocer la larga cabellera rizada de su novia.
—¿De dónde vienes? —preguntó Daniel en cuanto Alicia cruzó la calle para reunirse con él.
—De buscar cambio para la cabina telefónica. No sabes las veces que te he llamado esta tarde, hasta me he quedado sin batería en el móvil y todo. ¿Qué ha pasado?
—Ha sido un malentendido —terció Humberto—. Daniel pensaba que iría yo a buscarte al aeropuerto.
—¿Cómo dejas la maleta sola ahí en el portal? —dijo Daniel, que quería desviar la atención de sí mismo para no tener que admitir que, durante varias horas, había olvidado por completo no solamente la llegada de su novia al aeropuerto, sino incluso su mera existencia.
—¿Qué querías que hiciese? No podía ir a buscar cambio, casi a ocho manzanas de aquí, arrastrando una maleta que pesa un quintal. ¿Por qué no has venido tú a recogerme?
Al intuir que se podía desencadenar una fuerte discusión de pareja entre Alicia y Daniel, y teniendo en cuenta además lo avanzado de la hora, Humberto decidió que lo más prudente era desaparecer del mapa.
—Bueno, pareja —dijo antes de subir a su Volkswagen—. Mañana hablamos.
Al quedarse sola con Daniel, esta se sintió libre para expresar la indignación que le había producido verse abandonada en plena calle y dijo:
—Como no me digas que se te ha muerto un familiar, cualquier otra excusa no me vale.
—No se ha muerto nadie, Alicia. Me habían invitado a un concierto muy importante al que no podía dejar de ir. La Décima Sinfonía de Beethoven.
Alicia no le dejó terminar la frase, sino que le interrumpió diciendo:
—Luego hablaremos de eso. Ahora lo que tienes que saber es que, en este momento, hay una cosa muchísimo más importante que el maldito Beethoven y todas sus sinfonías juntas.
—No entiendo. ¿Qué puede haber en el mundo más importante que Beethoven?
—Me he quedado embarazada.
Viena, la mañana posterior al concierto
Jake Malinak, el único guía turístico invidente de la Escuela Española de Equitación —y probablemente de toda Viena— le estaba explicando al grupo de visitantes que le habían confiado aquella mañana las generalidades más importantes del centro:
—Esta escuela de equitación es la más antigua del mundo. Se fundó en 1572 con caballos andaluces, los más renombrados de Europa. Aquí la doma clásica se practica en su forma más pura y apenas se ha alterado desde el Renacimiento.
Uno de los turistas le interrumpió para preguntar:
—Perdone, ¿es cierto que los caballos nacen negros y luego se vuelven blancos?
Malinak sonrió porque esa cuestión parecía intrigar a todo el mundo.
—El dato es correcto, caballero. ¿Cuántos de ustedes han visto la película
Marea Roja
, en la que se enfrentan Gene Hackman y Denzel Washington a bordo de un submarino nuclear?
Se irguieron varias manos en el grupo.
—Aunque no las pueda ver, sé que muchos tienen sus manos levantadas, porque esa película la están pasando continuamente por televisión. Ya pueden bajar los brazos, señoras y señores.
»Recordarán que en
Marea Roja
, Denzel Washington, que la última vez que pude verle era de color, le restriega a Gene Hackman el hecho de que aunque los lipizanos son blancos, cuando nacen son negros como el azabache y tardan ocho largos años en adquirir el blanco grisáceo que lucen en la escuela. A decir verdad, también hay muchos que nacen bayos, o sea, pardo-rojizos, con lo que si Denzel Washington hubiera sido indio, también habría podido jorobar al capitán.
El turista que había formulado la primera pregunta debía de sentirse ya portavoz del grupo porque volvió a intervenir.
—Gene Hackman también pierde una apuesta en la película al asegurar que los lipizanos son originarios de Portugal.
—En realidad, ni siquiera son españoles, sino árabes, lo que pasó es que el caballo árabe se convirtió luego en el andaluz. Cuando los Habsburgo, que reinaron en España durante muchos años, se enamoraron de estos animales y los llevaron a Viena, los cruzaron con los caballos del Karst, una raza que se conocía desde hacía siglos por su resistencia y robustez. Es decir, que la pequeña joya que es el lipizano, y digo pequeña porque mide 1,60 desde la cruz, es el resultado del mestizaje entre un aristócrata —el caballo andaluz— y un campesino —el caballo del Karst.
Una mujer japonesa se desentendió por unos instantes de las explicaciones del guía para tratar de sacar algunas fotos de la gran sala de exhibiciones. El ruido del obturador no pasó desapercibido para Malinak.
—Lo siento, no está permitido tomar fotografías ni filmar en vídeo, aunque con mucho gusto les aclararé todo lo que quieran saber de este lugar en el que estamos ahora, al que llamamos la Escuela de Invierno, por estar completamente a cubierto. Hasta 1920 esto fue un picadero privado, para aristócratas vieneses, y a partir de esa fecha las representaciones fueron abiertas al público. Además de exhibiciones ecuestres, bajo este techo color marfil, que cubre una auténtica obra de arte de carpintería interior, han tenido lugar importantes eventos históricos: Georg Friedrich Händel y Beethoven estrenaron aquí algunas de sus obras más importantes.
—¿Beethoven? Si se rumorea que odiaba los caballos —dijo un hombre de unos cincuenta y cinco años, muy alto y desgarbado, pero con aspecto de buena persona, que se había aproximado subrepticiamente al grupo de turistas.
—Hola, Otto —dijo Malinak dirigiéndose al recién llegado con gran familiaridad—. Les presento al subdirector y veterinario jefe de la Escuela, el señor Otto Werner. Desprecia a Beethoven porque él ama a los caballos y parece ser, en efecto, que a Beethoven estos animales no le hacían una gracia excesiva. ¿Qué te trae por aquí, Otto?
El doctor Werner agarró del brazo al guía ciego y lo apartó del grupo, para poder hablarle sin ser escuchado por los turistas.
—¿A qué hora terminas aquí?
—Tengo otro grupo a la una y luego ya he acabado en la Escuela, pero pensaba irme a Baden después de comer. Toca Alfred Brendel en el Museo Beethoven que hay en la calle Rathausgasse, ¿por qué?
—Quiero hablar contigo de un asunto que me preocupa.
—Si es muy urgente, anulo lo del concierto.
—No, por favor. Lo que pasa es que yo mañana tengo que viajar a Piber, porque hay un semental enfermo, y tampoco quería demorarlo demasiado.
—¿No me puedes adelantar nada?
—Prefiero que lo hablemos con calma, en mi despacho, y no aquí en presencia de tantos turistas. Hacemos una cosa: voy a pedir tu horario de trabajo y yo te busco cuando sepa positivamente que no estás ocupado con ningún grupo.
Cuando Malinak oyó alejarse al doctor Werner, se volvió a su grupo de visitantes y preguntó:
—¿Dónde estábamos?
—Nos decía que Beethoven estrenó aquí varias obras.
—Ah, sí, Beethoven. ¿Sabían que en 1814, cuando ya estaba prácticamente sordo, dirigió en esta sala un gigantesco concierto en el que participaron más de setecientos músicos?
—¿Dígame?
—Daniel Paniagua, llevo llamándote un buen rato. ¿Por qué no coges el teléfono?
A pesar de que estaba aún más dormido que despierto, reconoció inmediatamente la voz de Durán. Ni siquiera conseguía recordar la última vez que el director del Departamento le había telefoneado a su domicilio, así que todos los dispositivos de alarma de su cerebro estallaron en un funesto unísono.