Daniel hizo una pausa, para dejar que los alumnos, que le escuchaban en silencio reverente, fueran asimilando nombres y conceptos y luego dijo:
—Como veo que os interesa la relación entre música y mensajes codificados, me toca hablar ahora de Alberti. ¿Sabéis a quién me refiero?
—
¿La arboleda perdida?
—preguntó María—.
¿Marinero en Tierra?
—Gracias, María, pero evidentemente, no me refería al poeta gaditano sino a Leone Battista Alberti. ¿Nunca habéis leído nada acerca de él?
—¿Nos puede proporcionar bibliografía sobre él? —preguntó un alumno.
—Por supuesto, Alberti es clave cuando se estudian las relaciones entre la música y la criptografía. Encontraréis su biografía en las
Vidas
de Giorgio Vasari. Reíos vosotros de Leonardo da Vinci y su famoso y novelesco código. Alberti, que es infinitamente menos conocido que Leonardo, sumaba todavía más habilidades y talentos que su paisano: era pintor, poeta, lingüista, filósofo, criptógrafo, arquitecto y, lo que más nos afecta a nosotros, músico. En pleno siglo XV, inventó una rueda —Daniel dibujó como mejor supo una rueda de Alberti en la pizarra—, aparato que pasó a ser conocido como la «Cifra de Alberti», que consistía en dos ruedas concéntricas que se podían girar a voluntad para hacer corresponder las letras y números de arriba con los signos de abajo. El que encriptaba el mensaje, mediante este sencillo código de sustitución, no tenía más que hacerle saber al destinatario en qué posición debían estar las ruedas para poder leer correctamente el texto. En el caso que he dibujado en la pizarra, por ejemplo, dada la posición de las ruedas, si yo quisiera filtrar a uno de vosotros de manera secreta, un mensaje cualquiera, como por ejemplo…
—El lugar y la hora de una cita —se apresuró a decir María.
—Eso puede valer. Vamos a poner como lugar…
—Hontanares. Me refiero a la cafetería —aclaró la alumna.
—Muy bien. Y la hora…
—A las catorce —volvió a decir la chica, haciendo enrojecer a Paniagua, que escribió en la pizarra los doce caracteres que le había suministrado esta, pero cifrándolos con la rueda de Alberti.
—Pero el código Alberti es un código de letras —objetó el barítono que había entonado momentos antes el motivo de Bach—. ¿Qué tiene que ver con los mensajes disfrazados de música?
—Para poder encriptar mensajes complejos disfrazados como si fueran una partitura solo nos haría falta crear una rueda de Alberti —y fabricar una es tan sencillo que la puede hacer cualquiera con solo dos discos de cartón— en la que las casillas de la rueda más pequeña sean notas musicales. Yo mismo quizá diseñe una esta misma tarde para tratar de resolver un pequeño acertijo que me han planteado hace menos de veinticuatro horas.
Mientras tanto, en Viena, el guía ciego Jake Malinak, que todavía tenía el costado derecho muy dolorido por el reciente batacazo contra el entarimado de madera, conversaba con un detective de la policía federal austríaca, la
Bundespolizei
, en el despacho de Otto Werner, que también se hallaba presente.
Sobre la mesa del subdirector de la Escuela Española de Equitación había una carta que, a juzgar por el color y la calidad del papel, debía de tener por lo menos doscientos años. El texto decía:
Es aconsejable que sigamos sin vernos por un tiempo.
Te echo de menos.
Tuyo: Ludwig
—La carta es auténtica, la han examinado a conciencia en el laboratorio de la policía. Y la firma coincide con la de Ludwig van Beethoven —expuso el detective.
—Entonces, Jake —dijo Werner—, puedes decir que has tenido la caída más afortunada de tu vida. Nada menos que una carta de Beethoven a una de sus amantes:
—¿Cómo y dónde encontró la carta exactamente, señor Malinak?
—Me dirigía hacia la puerta, tras haber tenido una conversación de índole profesional con el señor Werner, cuando tropecé con uno de los listones del entarimado de madera, que debía de estar desclavado, porque lo pude desprender del suelo con facilidad.
El doctor Werner señaló al policía el lugar exacto al que estaba haciendo referencia el guía, y el detective se acercó a inspeccionar el suelo, poniéndose en cuclillas.
—Al meter la mano bajo los tablones, para ver la profundidad del agujero que yo había dejado al descubierto al tropezar, palpé entre los rastreles sobre los que descansa el entarimado, y encontré la carta.
Werner se acercó al policía y le dijo:
—Este suelo debe de ser de principios de siglo XIX. Y la escuela es más antigua todavía, data de 1735.
—Veo que el tablón aún sigue suelto —respondió el detective mientras lo desprendía totalmente del suelo y lo dejaba apoyado contra la pared.
—Hemos dejado las cosas tal cual, por si la policía quería echar un vistazo.
El detective permaneció casi un minuto en silencio, inspeccionando los huecos entre los rastreles con ayuda de una linterna de bolsillo que había sacado de la americana, y por fin habló:
—Hay dos cosas que me llaman la atención, señor Werner. La primera es que este tablón ha sido desclavado a propósito y recientemente. ¿Puede ver la huella que dejaron las tenazas en la madera al hacer palanca para sacar el clavo?
—Sí, se aprecia perfectamente.
—¿Tiene idea de quién puede haberlo hecho?
—No, señor. Pero me extrañaría mucho que hubiese sido alguien de la Escuela.
—¿Es fácil entrar en estas dependencias?
—Muy fácil. Como aquí también tengo la oficina, dejo la puerta abierta durante el día, ya que estoy continuamente entrando y saliendo.
—¿Y por la noche?
—La cierro siempre por dentro.
—Luego no es difícil deducir que quien entró aquí y desclavó el tablón lo hizo en horario, digamos, público. ¿A qué hora son las exhibiciones?
—Por la tarde. Pero por la mañana los turistas pueden asistir a los ensayos y contratar una breve visita guiada por la Escuela.
—¿Están incluidas las dependencias del veterinario en esas visitas?
—No, señor —dijo Malinak—. Pero ahora que recuerdo, hace unos días, un tipo que iba en un grupo me preguntó que adónde conducía la puerta de entrada a estas oficinas.
—¿Recuerda su aspecto?
El policía cayó en la cuenta un segundo después de haber hecho la pregunta de que estaba hablando con una persona ciega y pidió disculpas:
—Lo siento mucho, es deformación profesional. Observarán también que el tablón con el que tropezó el señor Malinak es un tablón marcado. Hay una muesca en la esquina, mucho más antigua que la de las tenazas, que puede ser una letra B.
—Antes ha dicho que había dos cosas que le habían llamado la atención, detective —dijo Werner—. ¿Cuál es la otra? ¿Se trata de esa otra muesca en forma de B?
—No, aún hay más. Si se acerca y mira la solera sobre la que descansan los rastreles, verá que hay una zona perfectamente rectangular, del tamaño de un cuaderno grande, que está más clara que el resto.
—¿Y a qué lo atribuye usted?
—Evidentemente, había otro objeto bajo el entarimado, además de la carta que encontró el señor Malinak, que ha sido sustraído.
Cuando Daniel llegó a su ansiada cita con Marañón, le abrió la puerta una doncella brasileña, que en vez de conducirle hasta un salón, como habría sido lo normal, le llevó hasta el gimnasio que el excéntrico millonario utilizaba para ponerse en forma. Este saludó a Daniel hablándole al galope desde una cinta de correr de última generación, que estaba funcionando a gran velocidad. Su estado aeróbico debía de ser excelente, porque a pesar del notable esfuerzo físico que estaba realizando, apenas jadeaba al hablar.
—Hola, Daniel, perdona que te reciba en el gimnasio, pero he tenido una discusión con la bruja de mi mujer esta mañana y me ha sido imposible terminar mi tabla de ejercicios, así que en estos momentos intento recuperar el tiempo perdido. ¿Cómo andas tú de forma?
—Procuro hacer jogging siempre que puedo.
—Debo darte la enhorabuena. Ya me he enterado de que has reconocido a qué pieza pertenecen las notas que se hizo tatuar Thomas en la cabeza: el concierto
Emperador
de Beethoven.
—Pues cómo vuelan las noticias.
—Yo me entero de las cosas a veces incluso antes de que ocurran. Quería una charla contigo porque en mi doble condición de aficionado a la música y a los secretos estoy enormemente interesado en la solución de este enigma.
La cinta de correr, que estaba programada para detenerse de manera automática después del ejercicio, dejó de rodar bajo los pies de Marañón y este, tras un instante de vacilación, en el que su cuerpo se acostumbró al estado de reposo, se secó el sudor de la cara con una toalla y a continuación le dio la mano a Daniel de una manera muy particular, tocando con su pulgar el nudillo superior de su dedo índice. Daniel no dijo nada, pero advirtió que el millonario llevaba en esa mano un anillo con sello muy particular, y como este se dio cuenta de que le había llamado la atención, se lo quitó del dedo para que pudiera observarlo de cerca.
—Esto es el escudo del antiguo reino de Escocia. A diferencia de Beethoven, del que espero que hablemos largo y tendido esta mañana, yo sí procedo de noble estirpe. Mi madre se apellida Stuart. ¿Puedes leer el lema de nuestro clan? «Nadie me hiere impunemente». O lo que es lo mismo, el que me la hace, me la paga, «
Nemo me impune lacessit
».
—En ese caso, confío en no tenerle nunca como enemigo —expresó Daniel con una sonrisa que en el fondo solo intentaba disimular su ansiedad.
—Al contrario, tú y yo vamos a convertirnos en muy buenos amigos. Acompáñame a la zona de musculación mientras me vas contando cosas del
Concierto Emperador
.
—Yo encantado —dijo Daniel—, aunque la verdad es que también quiero pedirle algo.
—Hay pocas cosas que no pueda hacer por un amigo, si me lo propongo. ¿Qué necesitas?
—¿Me puede usted facilitar una partitura o una grabación del concierto que dio Thomas antes de morir?
Marañón, que se había agachado a coger un par de mancuernas, se incorporó inmediatamente y miró fijamente a Daniel, como si estuviera intentando adivinarle el pensamiento.
—¿Es por interés musicológico?
—¿Qué quiere decir?
—Durán me ha contado que estás escribiendo un ensayo sobre Beethoven.
Daniel no estaba seguro de si debía confiarle sus sospechas sobre el concierto a Marañón y empezó a divagar.
—La verdad es que la de Thomas es una reconstrucción muy interesante. Y también bastante arriesgada, claro, porque partía de un material original mucho más escaso que otros de sus colegas. Estoy hablando de Derick Cooke, que terminó la Décima de Mahler, o de Wolfgang Graeser, que hizo lo propio con
El arte de la fuga
de Bach. También está el interesantísimo trabajo de Glazunov, que terminó la Tercera de Borodin.
Marañón le escuchaba en silencio, mientras hacía sus ejercicios de pesas, aunque Daniel se dio cuenta, por la expresión socarrona de su interlocutor, que había gato encerrado en la conversación.
—Ahora hablaremos de la originalidad del trabajo de Thomas —dijo por fin el millonario, con un cierto retintín en la voz—. Pero antes quiero contestar a tu pregunta: no, no tengo la partitura del concierto y como Thomas me pidió expresamente que no se grabara y yo le di mi palabra, tampoco te puedo facilitar una grabación.
—Eso sí que es un contratiempo —se quejó Daniel, un poco abatido—. ¿Qué quería saber del concierto
Emperador?
Marañón parecía no haber escuchado la pregunta, porque lo siguiente que dijo fue:
—Daniel, yo no pude ver la partitura de Thomas pero sí conozco los cincuenta fragmentos de Beethoven de los que partió para reconstruir el primer movimiento. Además del hecho indiscutible de que no hay manera de saber si estaban todos destinados a la misma sinfonía, algunos no son mucho más que simples garabatos, anémicos pentagramas en los que no está escrita ni la clave, ni la armadura con la tonalidad, ni el compás.
—Ya he dicho que, precisamente por eso, el trabajo de Thomas me parece muy meritorio.
—¡El trabajo de Thomas es una farsa! —replicó Marañón, levantando la voz—. Un compositor mediocre no puede llegar a alcanzar resultados tan sublimes como los de la otra noche, partiendo solo de un puñado de bocetos.
En vez de depositar con suavidad las mancuernas en el suelo, Marañón las dejó caer con gran estrépito, como si de repente hubiera caído presa de un violento ataque de cólera. Después, se sentó en un banco de abdominales.
—Lo que Thomas tocó aquí el otro día era el primer movimiento auténtico de la Décima Sinfonía de Beethoven.
—¿Se lo dijo él abiertamente?
—No, por supuesto. Él mantuvo hasta el final que la mayor parte de la música había salido de su magín. Pero, además de haber hecho mis averiguaciones sobre los fiascos de Thomas como compositor, que fueron tan sonados como sus éxitos como musicólogo y director de orquesta, mi instinto me falla pocas veces: la música era íntegramente de Beethoven. Yo no suelo emocionarme fácilmente, pero la otra noche fue mágica. Nos embrujó a todos, ¿no estás de acuerdo?
—Totalmente. Y debo confesarle que yo también he llegado al mismo convencimiento en lo tocante a la originalidad de la obra.
—¡Pero si acabas de decirme que se trata de una reconstrucción muy encomiable!
—Lo he dicho porque no me atrevía a expresar abiertamente mis sospechas, ya que no puedo demostrarlo. Necesitaría la partitura o la grabación del concierto para estar seguro.
—Estamos en
petit comité
, hombre. ¿A ti qué es lo que te ha llevado a sospechar que la música era de Beethoven?
—Decía el maestro Leonard Bernstein que la música de Beethoven es tan especial porque posee lo que él llama «el sentido de la inevitabilidad». Se trata de esa sensación que se despierta en el oyente de que cada frase musical solo puede dar paso a la siguiente, y solo a esa, de que cada disonancia ha de resolverse en un acorde concreto y solamente en ese. Beethoven siempre fue un compositor extremadamente preocupado por la economía de medios, obsesionado por eliminar de sus composiciones cualquier pasaje superfluo. Eso es sin duda lo que produce la «inevitabilidad» en su música, la sensación que tiene el oyente de que todos y cada uno de los elementos de la composición son imprescindibles. Pues bien, la sinfonía de la otra noche estaba dentro de esta categoría.