Mientras bajaban por la Währinger Strasse, camino del Hofburg, Beethoven le fue contando al pequeño Gehrard los proyectos musicales en los que andaba metido, pues al igual que esas malabaristas chinas capaces de hacer maravillas con una docena de platos a la vez, también él solía trabajar simultáneamente en un sinfín de proyectos.
—¡Tengo una nueva sinfonía entre manos! ¿No te llevó tu padre hace un par de años al estreno de mi Novena?
El pequeño le dijo que no con la cabeza.
—¡Mal hecho! Fue un éxito absoluto, y eso me ha animado a obsequiar a los vieneses con una décima sinfonía. ¿Quieres saber cómo es el tema principal?
Beethoven se detuvo en mitad de la acera haciendo caso omiso del hecho de que estorbaba al resto de los viandantes y berreó, más que cantó, para Gehrard los primeros compases de su nueva obra. Al ver que el niño sonreía, Beethoven comprendió que había debido de desafinar enormemente a causa de su sordera y optó por extraer de uno de los bolsillos de su casaca su cuaderno de bocetos, en el que el músico escribía las ideas musicales que se le iban ocurriendo en mitad de sus caminatas. Lo abrió por una de sus páginas y le mostró al pequeño, que leía perfectamente música desde los seis años, los bocetos de su nueva obra. El muchacho los estudió con gran concentración durante un rato, y luego le devolvió el cuaderno de bocetos a su dueño. Era evidente, por la expresión de júbilo en su rostro, que lo que había visto le había impresionado.
Niño y adulto reemprendieron la marcha y Beethoven fue revelando algunos detalles más de su nuevo trabajo:
—En la Novena no metí el coro hasta el último movimiento, pero en esta, quiero darle más protagonismo y puede que entre ya desde el segundo movimiento. Así me evitaré además que los cantantes protesten por tener que estar de pie en el escenario durante tanto tiempo sin hacer nada. Además, emulando al viejo Bach, que compuso un concierto para cuatro claves, yo quiero meter cuatro pianos en el
scherzo
. ¿Qué digo cuatro? ¡Voy a meter por lo menos ocho!
El pequeño Gehrard, que se había quedado con el cuaderno de conversación de Beethoven por si tenía que hacerle más preguntas, le tiró de la casaca para hacer que se detuviera y escribió:
—¿Me dejarás montar a Fidelio?
—Por supuesto —accedió el músico—. Pero antes tendremos que asegurarnos de que está bien educado y que sabe cómo hay que tratar a los niños. Créeme, yo me he caído un par de veces de un caballo y no es una experiencia que esté deseando repetir.
• • •
Mientras tanto, a poca distancia de allí, don Leandro de Casas y Trujillo, jefe del equipo de veterinarios de la Escuela Española de Equitación en Viena terminaba de auscultar a Incitato II, uno de los treinta lipizanos que formaban parte de la división de honor de la renombrada institución. Su jinete, François Robichon de la Guerinière, nieto del legendario jinete del mismo nombre que en 1733 había revolucionado la cría y el adiestramiento de caballos con su libro É
cole de Cavalerie
, supo por la expresión de su cara que el diagnóstico iba a ser el que él tanto temía:
—Es un cólico. Hay que ponerle en tratamiento desde ahora mismo.
El jinete palmeó dulcemente el cuello del caballo y dijo:
—Sabía que era un cólico. Llevaba dos días sin terminarse la comida y no hacía más que mirarse la tripa e intentar golpeársela con el morro.
—Ha debido de darle demasiada agua después de algún entrenamiento. ¿Cuántas veces tengo que deciros que si mimáis en exceso a estos caballos, son ellos mismos los que salen perdiendo?
Robichon tragó saliva y con expresión culpable preguntó al doctor:
—¿Se pondrá bien?
Don Leandro sonrió de forma tranquilizadora:
—¡Pues claro que se pondrá bien! Gracias, en parte, a que me conozco de memoria el libro de tu abuelo, y sé lo que hay que hacer en estos casos. Le voy a dar un antiespasmódico, un analgésico para evitar que se revuelque, y por supuesto, ni alimento ni bebida hasta nueva orden. ¿Me he expresado con claridad?
—Sí, don Leandro —respondió el jinete, adoptando la actitud de un pecador al que el confesor estuviera imponiendo la penitencia.
—Mira que si te sorprendo pululando por aquí, para darle agua o un terrón de azúcar, te arranco todos los botones de la guerrera. Y no pongas esa cara, hombre, a cualquiera le puede pasar. Estos bichos tienen treinta y cinco metros de intestino, es normal que sea su parte más vulnerable. Si a eso se suma que, debido al estómago tan reducido que tienen, apenas digieren los alimentos, comprenderás que sean propensos a todo tipo de trastornos intestinales. Son animales de mírame y no me toques.
—¿De qué?
—Es una expresión española. Se dice de alguien que es muy sensible.
—
Ah, bon
—dijo el francés, satisfecho—. ¿Está Beatriz en casa?
—Sí, está. Pero no te aconsejo que te acerques a ella.
El jinete se quedó perplejo, ya que no había habido en las últimas palabras de su interlocutor un tono agresivo o amenazador, sino más bien paternalista.
—¿Por qué no debo acercarme a su hija? —preguntó.
Don Leandro miró en todas direcciones como para asegurarse de que nadie les estaba escuchando, y luego le susurró algo al oído. Antes siquiera de que François pudiera reaccionar a las explicaciones que le estaba dando el veterinario, fueron interrumpidos por el mozo que se encargaba de mantener en perfecto estado la gran superficie de arena del picadero cubierto de la Escuela. Magníficamente decorado por el arquitecto barroco Joseph Emanuel Fischer von Erlach entre 1729 y 1735, en un principio el recinto había sido concebido para ofrecer a los jóvenes aristócratas la oportunidad de recibir allí clases de equitación. Ahora era el escenario de las fabulosas exhibiciones ecuestres que, tres veces a la semana, se ofrecían al selecto público vienés y a los viajeros que acudían de todas partes de Europa para contemplarlas.
—Disculpe, don Leandro —dijo el mozo—. Hay un hombre en la puerta que pregunta por usted. Es ese músico loco, Ludwig van Beethoven.
Como si hubiera reconocido el nombre del músico y estuviera al tanto de la fama que le precedía, Incitato II relinchó inquieto al escuchar el nombre de Beethoven. Al médico, en cambio, se le iluminó el rostro.
—¿Beethoven en la Escuela? ¿Y no ha dicho qué quería?
—No, herr De Casas. Solo sé que viene acompañado por un niño.
—Está bien, hazlos pasar. Inmediatamente.
Robichon quiso ampliar la información que le había empezado a dar el veterinario, pero este le despachó con una celeridad rayana en la descortesía.
—En cuanto a Beatriz…
—Luego, luego, François. Y recuerda: ni agua ni alimentos a Incitato hasta que yo, expresamente, te dé autorización.
Y tras estas palabras, mozo, jinete y médico abandonaron las cuadras de la Escuela.
• • •
—¿Qué quiere usted hacer exactamente con el caballo, herr Beethoven, y dónde se encuentra estabulado en la actualidad? —interrogó don Leandro una vez que hubo acomodado al músico y al niño en su despacho.
El veterinario, que se había quedado viudo recientemente, era la única persona al servicio de la Escuela de Equitación que, por expreso deseo del emperador, tenía su residencia en una de las alas del Hofburg. Lo que pretendía con ello era que, en caso de cualquier problema sanitario con alguno de los caballos, estos recibieran atención médica de manera inmediata. Los lipizanos eran criaturas extraordinarias, que requerían un costoso adiestramiento que se prolongaba durante años y recibían unos cuidados tan esmerados que para sí los hubieran querido la mayoría de los habitantes de la ciudad. Las dependencias del médico constaban de cinco habitaciones: dos dormitorios, destinados a él mismo y a su única hija, una joven de veintitrés años que estudiaba composición en el Conservatorio de Viena, una cocina, una zona para la servidumbre y el estudio en el que don Leandro había recibido a Beethoven y a su joven acompañante.
El pequeño Gehrard sacó de su bolsillo el cuaderno de conversación del compositor y se lo entregó a don Leandro.
—Tiene usted que escribir ahí todo lo que quiera decirle a herr Beethoven, porque está como una tapia —aclaró el pequeño.
Tras leer la pregunta escrita en el cuaderno, el músico le hizo saber a su interlocutor que el caballo aún se encontraba estabulado en la finca de su amigo Von Breuning, a unos cuarenta kilómetros de Viena, y que deseaba encontrar cuidado y alojamiento asequibles en un lugar más cercano.
—Pero tampoco quiero que el pobre animal sufra un trato vejatorio —aclaró el músico—. Entre otras cosas porque el pequeño Gehrard no me lo permitiría.
—¿Piensa usted hacer un uso frecuente del caballo? —preguntó el veterinario por el sistema de la libreta.
—A mi edad, y perdóneme el chiste fácil, estoy ya para pocos trotes —respondió el músico con una sonrisa melancólica.
Don Leandro escuchó impertérrito una letanía de quejas de Beethoven sobre su precaria salud y luego escribió en la libreta:
—¿Ha oído hablar de la hipoterapia?
Beethoven negó con la cabeza.
El veterinario le explicó que la hipoterapia era un revolucionario tratamiento basado en el aprovechamiento del movimiento del caballo para la estimulación de los músculos y las articulaciones del paciente.
—Mis problemas, doctor, son sobre todo abdominales —le aclaró el compositor.
—Sí, pero me acaba de decir que, como consecuencia de su mala salud, su estado de ánimo no es siempre el más apropiado para la composición.
—Eso es cierto. Hay días, en que, literalmente, me encuentro tan deprimido que no tengo fuerzas ni para darle una pequeña clase de armonía al pequeño Gehrard.
Este se había levantado de la silla hacía unos momentos y curioseaba, con la falta de pudor que solo pueden permitirse los niños, entre los distintos objetos y grabados, casi todos relacionados con la hípica, que había diseminados por el estudio.
—La hipoterapia, herr Beethoven —continuó el veterinario—, puede ayudarle a mejorar su estado anímico de forma sorprendente. Esto a su vez reforzará su sistema inmunológico y será menos propenso a esos catarros intestinales que tanto le atormentan.
—Pero ¿de qué modo? —preguntó el compositor, que siempre había acabado con dolor de cóccix después de los pocos paseos a caballo que había dado en su vida.
—Lo primero que habría que hacer es enseñarle a montar. De eso nos podemos encargar cualquiera aquí en la Escuela. Pero una vez que se encuentre usted suelto con el animal, ya verá como mejora su estado físico y psíquico en general. El caballo, al trote, transmite al jinete un total de ciento diez movimientos diferentes por minuto; en consecuencia no hay ni un solo músculo ni zona corporal, desde el cóccix hasta la cabeza, al que no se transmita un estímulo. Eso trae consigo una mejora del equilibrio y la movilidad del paciente, aunque también se producen avances en otros planos, como el de la comunicación o el del comportamiento.
El extraño diálogo gráfico-verbal fue interrumpido por una voz femenina que venía del otro lado de la puerta.
—¿Papá?
—Entra, cariño. Estoy con una persona a la que seguro querrás conocer —dijo don Leandro dirigiéndose a su hija.
—Papá, por favor, necesito que salgas un segundo.
El médico se levantó, ligeramente violento, y dirigió una mirada de disculpa a Beethoven.
—Perdóneme, será cosa de un segundo.
Don Leandro salió de la habitación y se encontró con su hija hecha un auténtico basilisco.
—¿Le has dicho a François que estoy incubando la viruela?
—Es para que te deje tranquila, hija mía. Tú misma me has dicho que es un pelmazo.
—Cuando necesite tu ayuda para ahuyentar a los moscones te lo haré saber. No vuelvas a contar mentiras en mi nombre. Imagínate que llega la noticia al Conservatorio y me ponen en cuarentena.
—De acuerdo, hija mía, no volveré a inmiscuirme en tus asuntos. Y ahora pasa a mi estudio. Quiero presentarte a una persona de la que me has hablado tantas veces que es como si ya la conocieras.
Padre e hija entraron a la habitación donde estaba el músico, y el veterinario, a quien se le veía henchido de orgullo paterno, dijo:
—Herr Beethoven, esta es mi hija, Beatriz de Casas.
Viena, septiembre de 1826
—¿Me has puesto otra vez cara de amargado? —preguntó Beethoven mientras posaba a regañadientes en la última sesión para el retrato que estaba haciendo de él su amigo Joseph Karl Stieler—. Cuando pintaste al emperador Francisco I hace unos años, te diste buena maña para que su majestad apareciera con la más serena de sus expresiones. Pero a mí siempre me pintáis como un viejo misántropo, torturado y enfermo.
El pintor, que acababa de dar la última pincelada al que, con toda certeza, iba a ser el último retrato en vida de Beethoven, dejó la paleta y los pinceles sobre una mesa cercana y a pesar de que sabía que no podía oírle, le dijo al genio:
—No sé por qué demonios me hice retratista. Debería pintar marinas o naturalezas muertas, pues cada vez que pinto un retrato pierdo a un amigo.
Tras limpiarse las manos con un trapo, le hizo un gesto al músico para que se acercara a contemplar el cuadro terminado.
Stieler era sin duda un gran retratista, y se caracterizaba sobre todo por poner el énfasis en el personaje al que retrataba. Los detalles decorativos, que en otros pintores podían tener casi tanto relieve como la persona retratada, prácticamente no existían en sus cuadros. Para ello el pintor se valía de una luz muy contrastada, que hacía que las facciones de su modelo cobraran un gran protagonismo, mientras dejaba prácticamente en tinieblas todo lo que no estuviera en un primer plano.
Beethoven admiró la pintura con gran concentración durante unos segundos y luego explotó en una de sus características risotadas.
—¡Estoy sonriendo! ¿Por qué? ¿Me has visto sonreír una sola vez desde que empecé a posar para ti?
—Louis —escribió Stieler en el cuaderno de conversación—. Yo no te he pintado como te veo. Te he pintado como te pienso en este momento. Y como no haces más que hablarme de esa mujer, esa española…
—Beatriz de Casas.
—Cada vez que la mencionas se te ilumina el rostro. Es un destello fugaz, porque enseguida vuelves a tu expresión circunspecta y feroz, pero yo lo he captado y he querido plasmarlo en el cuadro. Creo que en este momento concreto de tu vida eres todo lo feliz que puede llegar a ser un hombre que está padeciendo todo lo que tú estás padeciendo.