—No lo contaré más, si no quieres.
—No se trata de eso pero, si puedes, dulcifícalo un poco. Di que los rusos no estaban cuidando de los caballos con todo el mimo que se merecían y que Patton le puso remedio.
Malinak sonrió con la nueva versión de la historia.
—De acuerdo. No tengo problema, y menos si me lo pides tú. Te debo mi puesto de trabajo.
Los dos hombres saborearon durante un rato sus respectivos capuchinos hasta que Werner se levantó y dijo:
—¿Sabes lo que te digo? Que cuentes lo que te dé la gana. Prefiero mentirle a mi mujer que al público. Le diré a Olga que lo has dejado de contar y no tendrá más remedio que aceptar mi palabra.
Malinak se puso en pie aliviado, desplegó el bastón blanco y repuso:
—No me acompañes a la puerta, Otto. Me muevo muy bien con esto.
El guía dio tres pasos en dirección a la puerta de salida y tropezó con un obstáculo que le hizo caer al suelo.
—¿Te has hecho daño? —preguntó Werner ayudándole a incorporarse.
Malinak palpó el entarimado de madera que había bajo sus pies y encontró un tablón suelto que consiguió despegar del suelo sin la menor dificultad.
—Qué raro —dijo Werner—. Juraría que ese tablón nunca había estado flojo.
Al comprobar que había un amplio hueco entre el suelo y la tarima, el ciego preguntó:
—¿Qué tienes aquí debajo, Otto? ¿Un cadáver escondido?
Aguilar había citado a Sophie Luciani, la hija de Ronald Thomas, en la cafetería del Laboratorio de Criminalística a las cinco de la tarde, dos horas antes de que Daniel acudiera a examinar la cabeza del fallecido en compañía de la juez Rodríguez Lanchas. El plan de Mateos, que después de contemplar una fotografía deslumbrante de Sophie, había optado por encargarse del interrogatorio personalmente, era sacarle la mayor cantidad de información sobre la víctima y del posible móvil del crimen y acompañarla luego en el amargo momento de identificar la cabeza cercenada de su padre.
Mateos y su ayudante llegaron al lugar de la cita unos minutos antes que la hija de Thomas y, tras exhibir la placa ante el encargado de la cafetería, le pidieron, con objeto de asegurarse la privacidad de la conversación, que desalojara las dos mesas contiguas a la suya, situada en el lugar más discreto del local.
Los clientes que estaban sentados, la mayoría trabajadores del centro, se levantaron de mala gana y refunfuñando ostensiblemente, decidieron terminar sus respectivas consumiciones en la barra.
—Tiene cara de pocos amigos, jefe —dijo Aguilar después de que ambos se sentaran y pidieran sendos cafés solos—. Y me extraña, porque habitualmente da gloria verle cuando toca interrogar a un bellezón. Recuerdo que el mes pasado, en aquel club nocturno…
—Déjame hacer a mí las preguntas —interrumpió Mateos ignorando por completo el comentario de Aguilar, de quien apreciaba sus dotes detectivescas pero al que no consideraba interlocutor suficientemente cualificado para compartir sus puntos de vista sobre el sexo femenino—. Ahora, cuando te presente, nada de besos. Le das la mano y punto.
—¿Y si es ella la que intenta besarme a mí? ¿Qué hago, la dejo boqueando en el aire, como si fuera una sardina fuera del agua?
—Aguilar, que no estoy de humor.
—¿Por qué, jefe?
—¿No te das cuenta de que estamos en inferioridad de condiciones respecto a la judicatura? Hay que cambiar la Ley de Enjuiciamiento Criminal, y que nos den las mismas prerrogativas que a Sus Señorías. Si esta mujer, que puede ser clave para el esclarecimiento de los hechos, fuera a declarar ante un juez instructor, se la consideraría testigo, y se la obligaría a jurar o prometer decir la verdad, advirtiéndole que, de no hacerlo, incurriría en un delito de falso testimonio.
—Y en cambio a nosotros nos puede contar un cuento chino si quiere, porque la ley no la obliga a decir la verdad ante la policía. Pero ¿por qué y sobre qué iba a querer engañarnos? Es la hija de la víctima; lo normal es que quiera ver al asesino entre rejas lo antes posible. A no ser —añadió Aguilar tras una pausa durante la que debió de atar algún cabo suelto— que sospeches de ella, claro.
Mateos tampoco respondió a esta última observación de su ayudante, no porque no la considerara relevante, sino porque en ese preciso instante Sophie Luciani entraba por la puerta ataviada con camisa blanca y traje sastre oscuro a rayas, escoltada por un policía de paisano.
—Espere fuera —ordenó Mateos al funcionario. Tras presentarse a sí mismo y a su ayudante, se dispuso a iniciar el interrogatorio de la mujer, que se ocultaba tras unas gafas de sol.
—Señorita Luciani —comenzó Mateos—, sabemos el doloroso trance que está usted viviendo en estos momentos, pero preferiría que se quitara las gafas de sol para hablar con nosotros.
Sophie obedeció la indicación del policía y los dos detectives comprobaron con cierta sorpresa que sus inmensos y circulares ojos color miel no estaban demacrados, como quizá hubiera sido de esperar, por largas horas de llanto y duermevela.
—Muchas gracias —dijo Mateos, al comprobar la buena disposición de la testigo—. ¿Se ha visto alguna vez envuelta en una investigación policial?
—No, nunca.
—Se lo pregunto porque en la mayor parte de los asesinatos, el criminal suele formar parte del círculo de allegados de la víctima: amigos, familiares, amantes.
La mujer se revolvió incómoda en su silla, pero prefirió no interrumpir al inspector hasta que este descubriese un poco más su juego.
—Lo que le quiero decir es que lo más urgente para nosotros es que nos diga quiénes componían el círculo íntimo de su padre.
Luciani complació a Mateos, facilitándole media docena de nombres, pero lo hizo con muchas reservas, como si le hubieran pedido que delatara a un grupo de activistas políticos.
—De estas personas que acaba usted de mencionar, ¿hay alguna que, a su leal saber y entender…?
—Perdón, ¿cómo dice?
—A su leal saber y entender. Lo siento, es jerga jurídica, deformación profesional, ya sabe. No sé cómo se dice en francés…
—
À
votre sens
—interrumpió Aguilar, aun sabiendo que su exhibición idiomática le podía suponer —como así ocurrió— una fulminante mirada de desaprobación por parte de su jefe.
—De estas personas —continuó Mateos—, ¿hay alguna que, à
votre sens
, estuviera enemistada con su padre?
—No, ninguna.
—¿Qué relación mantenía con él?
—Nos veíamos poco, pero me quería mucho. Tenga en cuenta que yo era su única hija.
—Ha dicho «me quería mucho». ¿Y usted a él?
—Menos. Cuando mis padres se separaron, siendo yo niña, aun no deseándolo conscientemente, tomé partido por mi madre. Y aunque respeto y admiro enormemente el trabajo de mi padre a nivel profesional, nunca he podido dejar de verle como el hombre que nos abandonó.
—¿Estuvo usted en el concierto la otra noche?
—Sí, por supuesto.
—¿Sola?
—Fui con un amigo de mi padre, el señor Delorme.
—¿Habló usted con su padre antes o después del concierto?
—Fui a verle antes del concierto a su camerino, para desearle suerte.
—¿Y después no volvió para felicitarle?
—Normalmente los camerinos están atestados de fans después de un concierto. Como yo padezco de claustrofobia, es una situación que prefiero evitar. Además, mi padre me dijo que se reuniría con el resto de los invitados en cuanto terminara de cambiarse.
—Pero no lo hizo, ¿no es así?
—En efecto. Después del concierto ya no volví a ver a mi padre. Ni yo, ni ninguno de los invitados a la fiesta.
—¿Cómo lo sabe? Se marchó bastante pronto, ¿no?
—Veo que está usted bien informado. Me marché, en efecto, como una hora después del concierto, cuando la fiesta no había hecho más que empezar.
—¿Se marchó directamente a su hotel?
—Sí. Puede preguntar al conserje si quiere.
—Y después ya no volvió a salir de su habitación.
—No. Quiero decir, sí. Salí de mi habitación, pero no del hotel. Fui a la habitación de unos amigos, para contarles cómo había ido el concierto.
—¿Me puede facilitar el nombre de esos amigos?
—Son los príncipes Bonaparte. Están alojados en el hotel.
Los dos policías intercambiaron una mirada de asombro. Era evidente que habían quedado deslumbrados por el formidable apellido que acababa de mencionar su interlocutora.
—Espere un momento —interrumpió Mateos—. ¿Ha dicho Bonaparte? ¿Tienen alguna relación con el gran Bonaparte?
—Por supuesto. Son descendientes del hermano pequeño de Napoleón, Jérôme Bonaparte.
A Mateos le hubiera gustado saber cómo entró la hija de Thomas en contacto con tan nobles personajes, pero tuvo miedo de que el interrogatorio se fuera por las ramas y prefirió centrarse en la noche de autos.
—Volvamos al concierto. ¿Tiene usted idea de adónde fue su padre cuando terminó?
—No.
—¿Y no se alarmó cuando, después de haberle dicho que se reuniría con ustedes, no lo hizo?
—Un poco. De hecho, al ver que tardaba en salir, le llamé al móvil, pero estaba sin cobertura. Por fin un criado se acercó para decirnos que mi padre le había encargado que nos dijera que se había tenido que ausentar momentáneamente, pero que volvería más tarde.
—¿Notó usted durante el concierto algún comportamiento extraño en su padre, algún gesto que le llamara la atención o que denotara nerviosismo?
—Al contrario, fue él quien consiguió ponernos nerviosos a nosotros, los espectadores.
—¿A qué se refiere?
—Mi padre es muy teatral. Quiero decir, era muy teatral. Su padre, o sea, mi abuelo, era
répétiteur
en el Covent Garden y mi padre ha vivido el ambiente de la ópera desde pequeño.
—
¿Répétiteur?
—Quiere decir…
—Gracias, Aguilar —cortó en seco Mateos—. Prefiero que nos lo explique ella misma.
—El
répétiteur
es la persona que en los teatros de ópera se encarga de ensayar al piano con los cantantes. Sería carísimo tener que hacer ir a toda la orquesta a los ensayos.
—Entiendo. ¿Y eso qué tiene que ver con el concierto?
—A mi padre le gustaba siempre crear un momento de gran dramatismo antes de que empezara a sonar la música, por el procedimiento de subirse al podio y contar hasta treinta antes de dar el primer ataque. Era como su marca de la casa. Eso hace que el público se ponga muy nervioso, porque cree que está ocurriendo algo malo. Piensa que al director se le ha olvidado la música, que se ha quedado en blanco. También lleva a los oyentes a sentirse culpables, porque piensan que el silencio que han creado para que la música pueda empezar no es aún suficiente a juicio del director. Se llega a crear un silencio tan intenso que casi se puede tocar. Y cuando este ya se hacía insoportable, la música de mi padre llegaba hasta los oídos de los espectadores como una liberación.
Tanto Mateos como Aguilar advirtieron en la expresión de Sophie Luciani la gran admiración que esta sentía por Ronald Thomas, el músico.
El inspector dijo:
—No me queda más remedio ahora que abordar un tema en extremo delicado. Ya sabe que ha aparecido la cabeza de su padre.
Sophie Luciani no dio muestras de emoción alguna al responder.
—Lo sé, por eso estoy aquí. ¿Dónde la han encontrado?
—Casi a un kilómetro del lugar en el que fue hallado el cuerpo; por eso los rastreadores no daban con ella. La Casa de Campo, que es el lugar donde abandonaron el cadáver de su padre, es un sitio muy poco recomendable a ciertas horas de la noche. Es posible que algún desaprensivo encontrara la cabeza y la moviera de sitio, por puro vandalismo. O tal vez fue algún perro vagabundo, aún lo estamos investigando.
—¿Se han ensañado con la cabeza de mi padre?
—Tiene varios hematomas y desgarros pero puedo asegurarle que le fueron infligidos post mórtem. Casi con seguridad, no fue el asesino quien le causó esas heridas, sino la persona o el animal que movió la cabeza de sitio.
—Quiero verla —exigió súbitamente Sophie Luciani, poniéndose de pie. A pesar de que Mateos era un hombre de cierta estatura, la cabeza de Sophie casi le llegaba a la nariz.
—¿Está usted segura? —preguntó el inspector—. Si lo desea, podemos corroborar la identidad de la cabeza a través de las muestras dentales y evitarle un momento muy difícil. Claro que eso nos llevaría tiempo, y el tiempo es clave para detener al asesino.
—No, estoy decidida. Lléveme hasta los restos de mi padre. Ahora.
Mateos y Aguilar acompañaron a la hija de Thomas a la planta sótano y esta llevó a cabo en el acto una identificación positiva de la víctima. Aunque durante los segundos que permaneció frente a la cabeza cercenada de su padre aparentó una enorme sangre fría, un minuto después, cuando aún no había abandonado las dependencias del Laboratorio, Sophie Luciani empezó a sentirse repentinamente mal y tuvo que ser atendida por uno de los forenses con un colapso nervioso.
El Laboratorio de Criminalística, dependiente del Instituto de Medicina Legal, no estaba situado en su integridad, por problemas de espacio, en la sede del Tribunal Superior de Justicia, sino que algunas secciones habían tenido que ser desplazadas, de manera provisional, hasta que se ampliara el edificio, a la planta sótano del antiguo hospital del Perpetuo Socorro. Allí, además de dactiloscopia y criptografía, se habían instalado las unidades de patología forense y análisis toxicológicos, que contaban con el más moderno equipamiento técnico al que pueda aspirar un centro de este tipo. El problema, según explicaron más tarde a Daniel, es que como faltaban patólogos, las pruebas de esta especialidad solicitadas por los juzgados se llevaban a cabo tarde, mal, y a veces nunca.
—No sé para qué nos hemos comprado tantos juguetes caros si luego no tenemos a nadie que sepa manejarlos —solía decir uno los cuatro forenses asignados al centro.
Cuando subía el tramo de escaleras que conducían hasta la entrada del hospital, Daniel no se cruzó con Sophie Luciani, que había tenido que ser trasladada hasta su hotel hacía ya una hora en una unidad del SAMUR, sino con una muchacha, que no tendría más de veinte años, que salía en ese momento con una desagradable quemadura de cigarrillo en la cara, probablemente una mujer maltratada a la que acababan de practicar una prueba judicial. A Daniel el lugar le estremeció tanto que estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a su casa, pero la juez le vio llegar desde el vestíbulo, le hizo una seña desde lejos para que se acercase y ya no pudo dar marcha atrás.