La decadencia del ingenio (39 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
11.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

Abrí la boca para preguntarle por el apartamento y Bienvenido, pero la volví a cerrar sin decir nada. No quería que Noelia me oyera. Por suerte, Hipo me entendió.

—No te preocupes por los niños. El asmático se está encargando de todo. Una gran capacidad organizativa, la suya. Y una ambición envidiable. Ya verás cómo lo tiene todo montado. Has colaborado muy bien, eso sí, aunque estabas más asustado que la vaca. Del asmático, claro, porque la policía ya no ha vuelto a molestar. Hay vigilancia, y no me extraña, pero Bienvenido y Ridruejo no se enteran de nada. Por cierto, en realidad has ido al médico por la niña pelirroja. Lo del fútbol es la excusa que has dado en el colegio y en casa. Pero todo fue porque la niña te preguntó si no te podrías curar. Lo hizo sólo por darte conversación y por pura amabilidad al cruzarse contigo en la escalera, pero tú te has montado una película de mucho cuidado. Cuidado es lo que has de tener. Con el sexo. Aunque lleves condón, te contagias de todo. Ahí, en bolas, intercambiando todo tipo de fluidos, metiendo la mano en sitios que no se tocan, y haciéndolo además sin guantes. En fin, te dejo, que tengo prisa. Tengo que ir a comprar algo para el estómago. Últimamente me cuesta mucho hacer la digestión. Creo que tengo algún tipo de distrofia en el sistema digestivo. No creo que sea un virus, será algo degenerativo. Acabaré cagando por un tubo y en una bolsa.

Llegué a casa, intranquilo, asustado. ¿Qué significaba todo aquello de la capacidad organizativa y de la ambición del asmático? Le llamé por teléfono nada más entrar en el comedor. Quería ir al piso aquella misma tarde.

—Te toca mañana —contestó.

—Sí, ya lo sé —mentí—, pero me va mejor hoy.

—Hoy vamos la vaca y yo.

—Bueno, pues dile a la vaca que me cambie el turno. No entiendo estos aires de…

—Mira, entre los dos me estáis hartando con vuestros miedos y vuestras manías. Tú y yo vamos mañana por la tarde y punto. Y ven, no hagas como la última vez.

Pasé la noche intranquilo. Encima me enteré de que era domingo, con lo que había perdido todo el fin de semana, por culpa de la maldita laguna.

Al día siguiente lo pasé francamente mal. Aquello se nos estaba yendo de las manos. Por culpa del asmático, claro, que no era más que un niño normal, medio tonto y medio adulto.

Había policías por todo el colegio, dando vueltas, mirando, tomando notas. Bienvenido incluso apareció por allí y se me quedó mirando a lo lejos un buen rato, hasta que su compañera le cogió del brazo y lo apartó. El ambiente era extraño. Las maestras hablaban con voz cansada y caminaban arrastrando los pies. Muchos niños ya ni habían venido, a causa del miedo de sus padres. Igual incluso los habían cambiado de colegio.

Al llegar al piso por la tarde, con varios bocadillos y botellas de agua, me enteré de lo que había querido decir Hipo al elogiar la ambición y la capacidad organizativa de mi compañero. El piso estaba lleno de niños amordazados y atados.

—¿Cuántos… ?

—Trece. No sé cuántas veces te lo tengo que decir. Primero démosles de comer y luego los llevamos al lavabo. Mierda. Julio se ha vuelto a mear encima. Ve por el mocho.

Gracias a la vaca no tardé en enterarme de a quién había secuestrado el asmático o, mejor, a quién nos había ordenado secuestrar y por qué. A Julio lo había llevado allí porque se discutieron el año pasado. Julio sostenía que las motos eran más divertidas que la Fórmula 1. También estaban Pedro y César, los gemelos, que una vez le dieron con demasiada fuerza la colleja por haberse cortado el pelo. Alberto, que trajo una vez una pelota para jugar a fútbol y no le dejó jugar porque ya eran seis contra seis. Luis no le había hecho nada, pero le miraba mal. María, Rebeca y Eva se rieron una vez de la vaca. Le llamaron vaca. Eran las amigas de la niña pelirroja. Quería haberla secuestrado también, pero al parecer no se lo permití. Alfredo se le copió una vez en un examen, el profesor se dio cuenta y les suspendió a los dos. Tomás era un facha. Y luego estaban el bruto y sus dos amigos.

Tardamos dos horas en hacer todo lo que había que hacer. Sobre todo porque el asmático perdía mucho tiempo insultando y abofeteando y riéndose de aquellos niños.

Volví a casa destrozado. En todos los sentidos. Llamé a la vaca y se puso a llorar. En el telediario hablaron de nosotros. Bueno, de los niños. La policía no tenía pistas. Los padres no sabían qué hacer.

Una decisión difícil pero inevitable

Pero el asmático no daba su brazo a torcer. Por mucho que le explicara que yo ya no era joven, que no podía soportar tanta presión, que estábamos perdiendo el control, si es que no lo habíamos perdido ya.

—Nos pillarán —decía la vaca—, todo está lleno de policías. Al primer error nos pillarán.

—No sería el primero, maldito inútil. Eres incapaz de dar una a derechas.

—La vaca tiene razón —dije.

—No me llames vaca.

—Perdona. Hay que buscar una forma de terminar esto sin problemas. Son demasiados niños.

—No. Lo único que hay que hacer es esperar unas semanas a que la cosa se calme. Y luego seguir. Además, ya tengo las llaves del piso de arriba. Con sólo uno no hacemos nada. Hacen demasiado ruido y eso puede ser peligroso.

Seguir. Aquel loco quería seguir.

Sólo había una salida. Le expliqué mi idea a la vaca y estuvo de acuerdo conmigo.

Le pedimos al asmático que nos enseñara aquel segundo piso, para ver dónde podíamos atar y encadenar a las nuevas adquisiciones. Estuvo encantado con nuestro entusiasmo. Lo que ya no le gustó tanto fue que le golpeáramos, le atáramos y le amordazáramos.

—Lo siento —le dije—, pero es la única manera.

Horas más tarde, sus padres llamaron a casa, asustados, llorando. Noelia también se puso a llorar, claro. Luego llamaron los padres de la vaca. Acordaron que no volveríamos al colegio hasta que aquello se aclarara. Me pasé tres días sin poder dejar de sonreír. De vacaciones. Qué maravilla.

Nos organizamos bien para seguir llevando bocadillos a los niños y los niños al lavabo. No fue difícil. Nuestros padres no nos dejaban salir solos, pero sí que nos acompañaban cada tarde a casa de uno o del otro para hacer los deberes y estudiar juntos. Escaparse era sencillo, ya fuera trepando por mi árbol o aprovechando que la habitación de la vaca estaba en el pasillo. Nadie se dio cuenta de nada. Claro que sólo fueron unos días, menos de una semana, porque al fin se me ocurrió una forma de salir de aquel lío. Y eso que pasé por una laguna de dos días en la que, por lo que me contó Hipo, la vaca se había mostrado cada vez más nervioso y el asmático cada vez más furioso. Aunque al final ya estaba más tranquilo y, como los demás, se limitaba a lloriquear y a suplicar cuando nos veía, con algún que otro débil intento de huida, que se sofocaba gracias a algún golpe de puño en la cabeza por parte de la vaca, quien después se disculpaba sinceramente.

A la vaca le gustó mi plan. A Hipo, no.

—Demasiada complicación —dijo, cuando se lo expliqué—, demasiado riesgo. Lo mejor es que rocíes los dos apartamentos con gasolina y sueltes una cerilla. Nadie sabrá nada nunca.

De todas formas, a mí ya se me había pasado la época de asesinar a gente como debería ser, así que lo pusimos en práctica. Le dije a Noelia que llamara a Bienvenido y a Ridruejo, que tenía algo que decirles sobre lo ocurrido. Llamé a la vaca para que viniera con sus padres, porque al fin y al cabo era algo que habíamos visto los dos y él también tenía que estar presente.

—Vimos a un hombre cogiendo de la mano al asmático.

—A Jordi —me corrigió la vaca.

—No habíamos dicho nada porque teníamos miedo de que ese hombre viniera a por nosotros.

Les dimos la descripción de uno de los vecinos del edificio donde estaban los pisos. No era más que un tipo al que nos habíamos cruzado en una ocasión en la escalera.

Ridruejo estaba encantada. Salvador Bienvenido no, claro. No dejaba de mirarme malhumorado, casi exasperado, sacando de quicio a su compañera, que intentaba disimular la incomodidad que le causaba la incomodidad de Bienvenido.

Al final, el pobre hombre explotó.

—¿Dónde están los niños? —Dijo.

—No lo sé.

—Al menos están vivos, ¿no?

—No lo sé. Buscad a ese hombre y…

—No voy a perder el tiempo buscando a nadie, te conozco y sé de lo que eres capaz.

—No. No me conoces ni sabes de lo que fui capaz ni de lo que soy capaz. Busca a ese hombre. No puede andar muy lejos del colegio, ¿no? Por pura lógica, digo.

Mi padre, Noelia y los padres de la vaca le preguntaron si se encontraba bien, que a qué venía eso, pero bueno, ¿usted está loco? Ridruejo se excusó y lo sacó de la casa, muchas gracias por todo, han sido de gran ayuda, encontraremos a ese hombre.

Al día siguiente, llamé a la policía desde una cabina, intentando poner más grave mi preciosa y aguda voz infantil, y asegurando que en los pisos tal y cual de la calle Equis se oían unos pataleos muy extraños y salía un olor muy desagradable. Lo del olor era sólo para que la policía creyera que había un cadáver, aunque sí que era cierto que aquellos niños no se habían duchado en semanas y muy bien no olían, precisamente.

La vaca y yo sólo tuvimos que sentarnos y esperar. Y ver la televisión.

La noticia del rescate de los niños salió aquella misma noche en todos los telediarios. Los trece niños estaban vivos, decían, pero se insinuaban docenas de atrocidades a las que habían sido o podrían haber sido sometidos, incluyendo malnutrición, torturas, golpes, vejaciones, violaciones, humillaciones. Hablaban varios psicólogos que aseguraban que aquellos niños no se recuperarían jamás del todo y que al menos cinco o seis se suicidarían durante la adolescencia. Como si la adolescencia no fuera ya una muerte de por sí.

Noelia daba saltitos de alegría y llamaba por teléfono a las madres amigas de niños secuestrados entre lágrimas y risitas. Mi padre en cambio miraba la tele y decía ahora van a por mí, me echarán la culpa a mí porque soy un ex presidiario, porque estuve en la cárcel, no por algo que había hecho, sino por algo que iba a hacer.

Su angustia se calmó al día siguiente, cuando la policía arrestó al vecino al que describimos, al que las cámaras grababan con la cabeza tapada por una toalla, mientras decenas de retrasados mentales soltaban bramidos e intentaban apartar a los policías para llegar al arrestado, con intenciones seguramente nada agradables.

No soy yo, decía mi padre, sonriendo aliviado. No soy yo.

Gracias a un solo telediario, el vecino, Óscar Mallorés, pasó de ser un publicista casado y con dos hijas a ser un sucio y repugnante pederasta que merecía que lo descuartizaran lentamente, de modo que viviera al menos cuatro o cinco días mientras le iban cortando trozos de carne y hueso. Obviamente decía que era inocente y su abogado aseguró que los niños acusaban a otros niños y no conocían a ese hombre, pero aquello no se lo creyó nadie, claro. Cómo no iba a ser él, si habían dicho por la tele que había sido él. Sí, bueno, los niños acusaban a otros niños, pero, claro, estarían asustados. Además, uno de los niños acusados por los demás había sido también secuestrado, o sea que como para creérselo.

Noelia llamó a Bienvenido, para felicitarle. Al parecer incluso le habían ascendido, tras rescatar con vida a todos los niños y capturar al culpable en lo que la prensa decía que había sido un “tiempo récord”. Claro que nadie decía cuál era el récord anterior, batido por esta nueva marca. En todo caso, mientras Noelia hablaba le pedí el teléfono para felicitarle yo también.

—¡Cínico, eres un cínico y un criminal! —dijo—. Sé que has sido tú. Y no dejaré que te salgas con la tuya.

—Sí, bueno, como siempre.

—Por culpa tuya un inocente va a ir a la cárcel.

—Ningún adulto es inocente. Y a mí ya me queda poco para serlo. Cuando llegue a la edad adecuada, podrás hacer conmigo lo que quieras. Ya no me importará.

Le tendí el teléfono a Noelia, sin esperar la respuesta de Bienvenido, a quien se oía gritar por el aparato. Noelia me miraba con los ojos muy abiertos. Colgó sin decir nada, precipitadamente; tanto, que incluso se le cayó el teléfono.

—¿Qué… Qué quería hacerte Salvador? ¿Qué decías de esperar a la edad… ? ¿Y de hacer contigo… ?

—Oh, nada, estás sacando la frase fuera de contexto.

—¿De verdad? ¿De verdad? No me mientas, no quiero que te hagan nada… Es igual, no quiero que vuelvas a hablar con ese hombre. Está obsesionado con los niños, no me gusta nada —me abrazó—. Si le ves, aléjate. Y si ves a alguien que no conoces, aléjate también. Hay muchos adultos malos que hacen daño a los niños pequeños.

—Ya lo sé, Noelia, ya lo sé.

Y dejé que me abrazará y recordé cuando me abrazaba más a menudo, hacía ya mucho tiempo, demasiado, y me dejé envolver por sus pechos y me volví a sentir como si en lugar de diez años tuviera diez meses. No hay nadie más pequeño que yo, pensaba, y he detenido el tiempo gracias a este par de pechos.

Acerca del retorno tranquilo

Temía la reacción de mis compañeros cuando volvieran a clase y nos vieran a la vaca y a mí en el patio. La vaca lo estaba pasando fatal: sudores, temblores, noches en blanco.

—No te preocupes —le dije—. La policía no sospecha nada y nadie les creerá. Lo peor que puede ocurrir es que tengamos que cambiarnos de colegio.

La verdad era que aquella operación me parecía en aquel momento un completo desastre. No había servido para nada, excepto para destrozarme los nervios y acelerar así mi proceso de envejecimiento. Lo que necesitaba era descansar, relajarme, recuperarme. Ya no estaba para aquel tipo de cosas. Tendría que haberlos matado o no hacer nada. Las medias tintas sólo servían para enredarlo todo.

De todas formas, cuando fueron volviendo los niños a indicación de padres y psicólogos, me di cuenta de que algo sí había cambiado. A mí siempre me habían mirado raro. Ahora miraban raro también a la vaca. Y también con respeto y miedo. Casi no se atrevían ni a acercarse. Incluso la niña pelirroja no me miraba por encima del hombro y casi como con asco, como siempre. O como siempre me parecía.

Nos temían. Asesinos. Con contactos en la policía. Por eso no les habían pillado. Capaces de cualquier cosa. Se dice que el cojo mató a su madre. ¿Y el otro? ¿El asmático? Quiso traicionarles y acudir a la policía y entonces le pararon los pies. A su manera. ¿Quieres decir que lo mataron? No, la policía decía que estaba en otro piso. Solo. Qué animales. No juegues con ellos. Qué animales. Calla, que vienen. Están locos. Calla, te digo.

Other books

Z for Zachariah by Robert C. O'Brien
The Corpse of St James's by Jeanne M. Dams
My Dear Jenny by Madeleine E. Robins
God Project by Saul, John
Linda Ford by The Cowboy's Convenient Proposal