La decadencia del ingenio (38 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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El lunes siguiente volvimos a clase. En la puerta había dos policías de uniforme. En el patio había otros seis, repartidos, vigilando y dando vueltas. Cuando subimos a clase, la profesora nos explicó que aquella primera mañana nos pondría deberes y lecturas para ir haciendo por nuestra cuenta.

—Como ya les explicamos a vuestros padres, hay un inspector de policía que quiere ir hablando con vosotros uno por uno. Estaréis con el director de la escuela y con don Marcial, el psicólogo. Sólo os preguntarán si visteis a los tres niños que han desaparecido y qué recordáis. No debéis tener miedo.

Pero yo sí que estaba asustado. No tanto por mí, que también, aunque Hipo me había explicado cómo tenía que enfrentarme a la policía en caso de presentarse. Temía sobre todo dos cosas: primero, que nada más entrar me viniera una de mis lagunas. Al fin y al cabo, no sabía si mi yo de las lagunas era consciente de lo que hacía cuando era consciente de hacerlo, por lo que igual acababa cediendo a la presión, por mínima que fuera, y confesaba. Segundo, que el asmático y la vaca se fueran de la lengua. Eran débiles. Tan débiles como yo cuando estaba en una laguna. El asmático había demostrado cierta entereza, pero no tenía a Hipo consigo y además no era como Marcos o como yo. Y la vaca, por muy grande que fuera, era débil. Se derrumbaría.

Les miré. El asmático sonreía, pero la vaca se mordía las uñas. Estaba demasiado lejos para decirle nada, así que decidí escribirle una notita. “Tranquilo, todo irá bien”. La doblé y me dispuse a pasarla a mi compañero de la derecha para que la fuera pasando hasta la vaca.

—No, no, no.

Hipo.

—¿Qué ocurre? —Susurré, intentando que mis compañeros no se dieran cuenta de que estaba hablando con él.

—Pues que me duele la rodilla. Creo que tengo un problema de articulaciones. Artritis o arteriosclerosis o cualquiera de esas cosas que comienzan por art. Y que no debes enviar esa nota. Le hundirás.

—¿Y qué pongo listo?

—Coge otro papel. Apunta: “Si dices una palabra, acabarás como ellos. Te lo digo como amigo”. Acojónale. Que te tema más a ti que a esos imbéciles de la policía.

Al leer la nota, la vaca se puso aún más blanco. Había sido un error, pensé, los policías le verían nervioso e intuirían que sabía algo.

Los niños fueron levantándose por orden alfabético. Apenas se pasaban cuatro o cinco minutos en el despacho del director. Aquello sería una eternidad para la vaca. No lo soportaría. Al menos, no era el primero de nosotros en entrar. El primero fue el asmático, quien, nada más levantarse me medio sonrió. También le dio una palmada en el hombro a la vaca cuando pasó por su lado. La vaca sudaba tanto que pronto habría un charquito debajo de su pupitre.

El asmático volvió contento. Tanto él como los primeros en entrar ya habían ido explicando al resto, entre notas y susurros, que un poli con traje, no con uniforme, simplemente preguntaba por la última vez que vieron a los niños y si les vieron con alguien y si les oyeron hablar de fugas. Fácil. Muy fácil.

Incluso a la vaca se lo pareció al volver, aunque mientras salía daba la impresión de que se fuera a desmayar en cualquier momento. Regresó angustiado, pero al menos ya no temblaba. Me escribió una nota: “Me han preguntado por ti, pero no les he dicho nada”.

Aquello me sorprendió.

¿Por qué preguntaban por mí? ¿Le habrían preguntado también al asmático? ¿Por qué no me había dicho nada?

Aunque, en fin, tampoco era tan raro que mi nombre surgiera en aquella conversación. Al fin y al cabo, el bruto me había golpeado dos veces y de no haber sido un cobarde yo le hubiera asesinado. Sí, normal que se hablara de mí. Me tendría que sentir orgulloso y no nervioso. Intenté seguir con los ejercicios de análisis sintáctico que nos había encargado la profesora. Para intentar distraerme. No, eso no es el sujeto, es el objeto directo. ¿Más es un adjetivo o un adverbio? Un adverbio, claro. No podía concentrarme. Tenía ganas de acabar con aquello. No faltaba mucho para que se llegara a mi nombre. Por lo menos esperaba que fuera antes de la hora del recreo. Sí, quería quitarme aquello de encima cuanto antes.

Pero no. Tuve que esperar a después de la hora del patio.

Al menos pude preguntar al asmático y a la vaca.

—Nada, sólo por lo de las peleas —confirmó el asmático—. Pero no sospechan de nadie de clase. Tenemos diez años.

Claro, pensé, demasiado mayores para matar tranquilamente.

—Lo que tú quieras, pero no me gustaban nada esos policías —dijo la vaca—, sobre todo él. Ella era más simpática.

—Bah, ni caso.

—Y no me gusta nada esto. Deberíamos soltarles.

—Pero se chivarían.

—Igual no recuerdan cómo nos llamamos —sugerí.

—Cuando acabemos con ellos, lo habrán olvidado —dijo el asmático—. Hoy nos toca a ti y a mí, ¿no?

—Sí. Pero no ahora, con tanto policía y tanta vigilancia no podremos escaparnos. Podré salir de casa a eso de las cinco o las seis, cuando Noelia salga a comprar.

—Vale, te llamo, supongo que yo también podré.

—¿Tú crees que a los demás también les han preguntado por mí?

—No sé. Igual. Pero no te preocupes. No tienen ni idea.

Después del recreo tuve que esperar otros cuarenta minutos a que fueran entrando y saliendo otros niños. Fue desagradable. El corazón me latía muy rápido y no sudaba hasta que me di cuenta de que sería horrible que me pusiera a sudar y entonces me puse peor que la vaca, con todos los sobacos y la espalda empapados. Miré a mis compañeros. Estaban mejor. Claro, ya habían entrado, podían más o menos olvidarse del tema. Pero ¿y yo? Aún tenía que esperar y preguntarme por qué preguntaban por mí pudiendo preguntar, no sé, por cualquier otra persona, por la niña pelirroja, por ejemplo.

Ah, temores de viejo. Intenté recordar la entereza que mostraba de niño. Cómo le rebanaba el cuello a algún indeseable y no sólo me quedaba tan tranquilo sino que además me sorprendía el alboroto que formaban después los adultos. Pero ya con diez años el alboroto no sólo no me sorprendía sino que se generaba en mi propia mente, fruto de un cerebro adulto y seco.

Regresó otro niño. La maestra dijo mi nombre. Ya puedes pasar. Ya puedo pasar. Salí al pasillo. Estaba solo. El resto de los cursos hacía clase normal. Sumas, restas, dictados y demás tonterías. Llegué a la puerta del despacho del director. La golpeé con los nudillos. Adelante, oí que me decían. Y adelante fui.

El director estaba sentado a un lado de la mesa, junto al psicólogo, al que se le estaban cerrando los ojos, unos ojos rojos y con unas grandes ojeras. Al otro lado de la mesa había una mujer con traje chaqueta y, sentado en el lugar que correspondería al director, había otro tipo. Un poco más regordete que antes, pero igual de despeinado y con el cuello de la corbata tan mal anudado como siempre. Al verme sonrió. Pero le temblaban las manos. A él también.

—Hola Salvador —dije mientras me sentaba.

—Hola —dijo.

—Veo que estás mejor de lo tuyo.

—Sí… Sí… Totalmente… Recuperado… —Le vi el brillo de unas perlas de sudor en la frente—. Era, fui, vamos, sí, hace tiempo, antes… Amigo de la familia… Bueno, de su niñera, ya te lo he contado, ¿no?

La mujer de traje chaqueta asintió.

—Bueno, al director y al psicólogo ya los conoces. Mi compañera es Teresa Ridruejo. También es inspectora. Lleva el caso conmigo. En fin, al tema.

—El inspector —dijo el director, con el tono de quien ha repetido una frase treinta veces en una misma mañana— te hará una serie de preguntas sobre los niños que han desaparecido. Dile lo que sepas y tranquilo, que sólo quieren ayudar.

—¿Recuerdas haber visto a alguno de estos niños que ha desaparecido con un adulto al que no conocieras?

—No.

—¿Has visto a alguien extraño, algún adulto, dando vueltas por la calle del colegio? ¿Algo o alguien que te llamara la atención?

—No.

—¿Los niños te comentaron algo alguna vez de que querían escaparse?

—No.

—Ellos te insultaban y te pegaban, ¿no?

—A veces.

—Pero nunca te quejaste.

—No. Olvidé su nombre.

—Típico. Y tú le diste una buena paliza al primero que desapareció, ¿no? Típico también.

—Salvador, por favor —dijo la inspectora.

—Sí que se la di —contesté.

—Tiemblas —siguió Salvador—. Estás temblando. Antes no te pasaba.

—¡Salvador!

—Me hago viejo como tú. Por eso temblamos los dos.

—Bueno, creo que ya es suficiente —dijo el director. Y añadió, dirigiéndose al psicólogo—, ¿no es así?

—¿Qué? —Dijo éste—. Oh, ah, sí, perdón, no estaba escuchando. Tuve una mala noche. Me duele mucho la cabeza. Bueno, no fue mala. Sólo a partir del cuarto gintonic.

—Ya puedes irte, gracias —dijo el director.

Al cerrar la puerta, oí cómo la inspectora le recriminaba a Salvador aquellas preguntas. Sólo es un niño, decía, qué pretendes. Salvador callaba, sabía que no podía decir que el culpable era yo, un niño de apenas diez años, pero lo pensaba. Después de todo este tiempo no había olvidado nada.

Maldito rencoroso.

Miré mis manos.

Sí que temblaba.

Y tenía los sobacos aún más sudados que antes.

Regresé a clase y me desplomé en el pupitre.

Lo que importaba mi cojera durante las lagunas

Como cada mediodía, Noelia me vino a recoger para ir a almorzar. Antes de llegar a la puerta del colegio, donde me esperaba, la inspectora Ridruejo me salió al paso.

—Hola —dijo, sonriendo—, ¿cómo estás?

—Razonablemente bien. Con ganas ya de que llegue el fin de semana.

—Je, je… Quería disculparme en nombre del inspector Bienvenido. No ha pasado por una buena época.

—Ya…

—Fíjate tú, qué tontería, cree que tú has tenido algo que ver en la desaparición de esos niños.

—Sí, una tontería —no quería hablar mucho. Cuanto menos dijese, menos posibilidades tenía de meter la pata. Mi mente ya no tenía los reflejos de antes.

—Es ridículo.

—Ridículo.

—Pero los tres estabais muy nerviosos. Sobre todo el gordi… Luis, creo que se llamaba.

—Sí, la vaca siempre ha sido de natural nervioso —la inspectora se quedó callada apenas un dos o tres segundos, esperando que añadiera algo. Lo consiguió: no soportaba aquel silencio—. Bueno, los tres lo estábamos… Porque ya temíamos que sospecharían de nosotros… Como nos insultaban.

—Ah.

—Pero no es… No es justo… No tenemos nada que ver.

—Claro que no.

—Nosotros éramos las víctimas, no los verdugos.

—Pero le agarraste del cuello.

—Un momento de inconsciencia e irreflexión.

—Claro que sí —sonrió—. Pero no lo vuelvas a hacer, que eso está muy mal.

Se marchó, caminando sobre unos tacones desgastados. Tenía una carrera en las medias.

Caminando hacia casa, le pregunté a Noelia cuando había salido Bienvenido del hospital.

—Oh, ¿ha salido? No sabía nada. Qué bien, ¿no?

Noelia no sabía mentir y además ni siquiera era inteligente. Ni teniendo en cuenta que era una adulta.

—Venga, Noelia, que nos conocemos.

—Volvió hace unos meses. Pero a trabajar sólo comenzó hace unos días. Y no sabía que estaba en este caso. Ya casi no hablamos… Se ocupa una hermana… Y está un poco raro. No me gusta nada. No, no me gusta. Está obsesionado por los niños. Creía que era por la enfermedad, pero no, simplemente está obsesionado.

Eso era lo que me siempre me había gustado de aquel tipo. Sabía elegir sus obsesiones. Aunque era un poco pesado con ellas.

—No le digas nada a tu padre —me dijo—, se encuentra mal y hoy no ha ido a trabajar. Ya se lo diré yo. Igual Salvador viene a vernos y tu padre se enfada. Mejor que lo sepa, en fin, por lo menos que sepa que ya no está en el hospital.

Al llegar a casa nos encontramos a mi padre estaba sentado en el sofá, con la bata puesta, mirando la tele, como hacía cada mediodía antes de volver a la tienda.

—Ah, hola hijo. Ahora hablarán de mí en el telediario. Fueron unos ladrones, pero me quieren echar la culpa a mí. Como soy ex presidiario, pues mira, lo habrá hecho él, que por algo fue a la cárcel, aunque fuera por algo que no había hecho, sino que haría.

Normalmente hacía caso omiso de las tonterías de adulto de mi padre, pero entre su lamentable estado, mi avanzada edad y las emociones de aquellos días, no pude evitar arrancar a llorar, aunque al menos me dio tiempo a llegar a la habitación antes de que escaparan las lágrimas.

Entonces lo vi venir. Me dio tiempo a agarrar el violín, porque esta vez avisó. Normalmente no avisaba. Será fuerte, pensé, será fuerte. Me marée un poco, me senté en la cama y entré en una laguna.

Desperté de la laguna mientras salía de un edificio desconocido con Noelia.

—¿Has visto qué bien? Estarás contento, ¿no?

—¿Cómo?

—En dos o tres años volverás a correr, qué bonito —y me dio un beso.

—¿Correr? ¿Quién quiere correr?

—Tú, idiota.

Me giré. Era Hipo. Musité un er… Estaba desorientado y me dolía la cabeza. Aún no recordaba que había entrado en una laguna y además había sido consciente de ello. Es más, aún ni siquiera me había dado cuenta de que salía de una de ellas. Eso era normal, desde luego, podía incluso tardar un par de horitas en recuperarme del todo.

—Has estado casi dos semanas como un imbécil —me dio un bajón de tensión mientras Hipo hablaba— y te ha dado tiempo más que suficiente para pedirle a tu padre y a Noelia que te llevaran al médico porque estabas harto de ser cojo. Decías que no te dejaban jugar ni de portero.

¿Ni de por… ?

—Necesito… Necesito sentarme.

—Venga, venga —dijo Noelia—, que estamos llegando al metro. N0 me seas perezoso.

—No sé para qué vas al médico —siguió Hipo—. Son unos torturadores y unos mentirosos. Te ha dicho que te pondrá una bota horrible, te ha enseñado una como la que llevarás y todo, parecerás un Frankenstein asimétrico. Ah, y además igual te operan. Quizá mueras por culpa de la operación. Como le pasó a mi hermano. Cirugía estética. Una rinoplastia y le encontraron un tumor en la garganta. No duró ni un año. Es lo que pasa siempre cuando te operan: te encuentran un tumor y te dan seis meses de vida. Yo creo que ellos meten los tumores. O igual no hace falta: juegan con tu mente. Te dicen que tienes cáncer y te mueres por no hacerles un feo. No te fíes de los médicos. Son unos hijos de puta.

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