La decadencia del ingenio (17 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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—No se preocupe, le creo. Imagino que un telón es carísimo.

—Tela. Pero además del telón, desde que vino no encontramos a uno de nuestros contables. Un magnífico empleado. Desde entonces, las cuentas no acaban de cuadrar y encima el mes que viene tenemos inspección de hacienda.

—Un problema. Y decidieron no volver a contratar a Lozano.

—Exacto. Era nuestra intención. Y era conocida. De hecho, cuando quedamos de acuerdo con Roca y como ya sabía que preferíamos no trabajar con Lozano, no nos mencionó su nombre. Por desgracia para él, dimos con una reseña de la obra por internet y vimos que su director era quien usted ya sabe. Como no podíamos echarnos atrás porque eso hubiera estado muy feo, preferimos enviar los contratos para actuar en el Odéon, con la esperanza de que nadie se diera cuenta.

—Pero hombre, ¿cómo no iban a darse cuenta?

—La culpa es de la policía, que expulsó a unos ocupas, perdón, ocupas, antesdeayer y tapió la puerta. Si no llega a ser por los gendarmes, los músicos hubieran podido entrar en la sala actuar para tan kulto y klásiko públiko.

Una mala manera de comenzar la gira. A saber qué nos esperaba en Berlín, Viena, Milán, Londres, Nueva York y Toronto. Puertas tapiadas, candados, cadenas, solares vacíos. Actuaríamos para las ratas. Y es que ni mi grandísima obra podía hacer nada para defender a las pobres salas de ópera y auditorios del paso de Lozano, bajo cuyo pie desaparecían telones, estuches de violoncelos y… Y aparecían peluquines.

Y es que desde donde estaba, aún con el auricular en la oreja, veía a Roca y a Lozano, sentados en la barra del bar, charlando mientras se tomaban un par de whiskies. Lozano llevaba un bisoñé sobre la cabeza que se había afeitado apenas hacía unas semanas. Un tupé de pelo castaño que le resbalaba hacia la oreja izquierda y que el director de orquesta tenía que recolocar cada poco rato.

Me despedí de mi interlocutor y colgué. Entré en el bar, me senté junto a Lozano y pedí un té.

No me sorprendía demasiado lo del peluquín. Me parecía casi normal. En su caso, claro. Pero sentía cierta curiosidad por si en algún momento recordaría que él nunca había llevado tal cosa sobre la calva.

—Ay, mira —dijo Roca— si es el bebito. Me vas a venir muy bien, allí hay un par de pelirrojas a las que seguro que les encantan los niños. Diremos que eres mi sobrino. Si follo, te invito a un helado.

El estudio del comportamiento sexual adulto me interesaba, al ser parte diría que más o menos importante en lo que se refiere al origen y también al final de los bebés, pero en aquel momento me preocupaba más la mofeta que tenía Lozano en la cabeza.

—Discúlpeme, señor Lozano –dije—, ¿por qué lleva un peluquín?

—Es verdad, ¿por qué te has puesto eso ahí encima? No quería decirte nada por educación, pero ya que el niño saca el tema y yo estoy un poco borracho, no me parece mala idea soltar alguna que otra verdad.

—¡¡Yo no llevo peluquín!! ¡¡Es mi pelo!!

—No lo es.

—Sí lo es.

—No, hombre, no.

—Sí, hombre, sí.

Entonces se llevó la mano a la cabeza y, como para demostrarnos que sí lo era, se dio un tirón. Y, claro, se arrancó el bisoñé y se quedó con aquella comadreja muerta en la mano.

—¡No! ¡Se me ha caído el pelo! ¡Me he quedado calvo! Discúlpenme, voy a comprarme un peluquín que disimule esta horrible calva… Cielos, si aún no he cumplido los setenta. ¿Qué dirá mi mujer cuándo me vea, si siempre dice que lo mejor que tengo es mi barba? ¿Cómo he podido afeitarme la barba sin querer? ¿Dónde está mi dentadura postiza?

Aproveché que me quedé solo con Roca para preguntarle algo que también me preocupaba y para lo que no acababa de ver una solución.

—Oiga, Roca, ¿por qué se empeña todo el mundo incluido usted en creer que la obra es de mi abuelo?

—¿No lo es? Ahora lo entiendo… ¡Es un plagio! Mejor, más publicidad. ¿Y de quién es la obra? ¿De Bartók? ¿De Rachmaninov?

—Mía.

—Anda, niño, no molestes, ¿cómo va a ser tuya si sólo tienes tres años y casi ni hablas?

—Sí que hablo, mire: el cielo está enladrillado, quién lo desenladrillará, el buen des…

—Huy, míralo cómo balbucea. Anda, vamos a por las pelirrojas antes de que baje la pesada de tu abuela y te encierre en la habitación.

Y fuimos con las pelirrojas.

Una vez en la mesa de aquellas señoras, Roca, que tanto criticaba mis balbuceos, anduvo pasando del español al francés y del francés al inglés sin hablar bien en ninguna de las dos últimas lenguas y sin hacerse entender en la primera, cosa que me sorprendió al principio aunque acabó resultando esclarecedora. Es decir, la sorpresa de mi interlocutor telefónico había sido genuina. Resultaba que, a medida que uno crecía, perdía facultades para hablar. Supuse que uno perdía primero la facilidad para aprender otras lenguas, luego olvidaba las extranjeras que había aprendido de niño y, finalmente, los más ancianos eran incapaces de hablar en ningún idioma, limitándose a gemir y a gañear como imbéciles.

Además de enfrentarme a este descubrimiento acerca de un nuevo y terrible aspecto de la decadencia adulta, tuve que ser testigo del fracaso de Roca con las pelirrojas. No sólo no aprendí nada acerca del sexo, sino que además me quedé sin helado.

Sobre las galletas de calcio

Aprovechando los días ociosos en los que la orquesta no podía ni ensayar a falta de un acuerdo definitivo con los reticentes gestores del Palace K, mi abuela decidió arrastrarme al traumatólogo parisino recomendado por mi traumatólogo barcelonés. Y cuando digo arrastrado, lo digo en el sentido literal de la palabra, ya que mi abuela, mucho hablar de lo mal que tenía la pierna, pero me hizo recorrer a pie tres kilómetros del incómodo empedrado de aquella ciudad.

—En el metro nos robarían o me violarían, que en el extranjero ya se sabe —me explicó—. Con los autobuses no me aclaro, como no conozco esta ciudad del diablo. Y de los taxistas no te puedes fiar: te ven cara de extranjera y te sacan hasta los empastes. París… ciudad de putas y tabaco. No comen nada más que porquería, que llevo toda la semana primero con vómitos y luego con diarrea. Donde se ponga la comida española… Y qué chovinistas son. Siempre lo suyo, lo suyo, mira, restaurantes franceses por todas partes y ni un sólo sitio donde puedas comer una buena tortilla española. Y, claro, como en el hotel no puedo cocinar… Suerte que lo paga el señor Roca, qué amable es. Claro, como no es francés.

Al llegar al médico, a mi abuela le costó hacerse entender por la recepcionista. Podría haberle echado una mano pero, como es natural, preferí no hacerlo. Con un poco de suerte, aquellas dos adultas no se entenderían y me quedaría sin médico y por tanto con cojera.

Pero finalmente y por culpa de las radiografías que mi abuela mostró, de una enfermera que sabía inglés y de un médico que chapurreaba el italiano, acabé en el despacho de un doctor barbudo y gordinflón, que se miró el informe que traía mi abuela.

—Lo que este niño necesita —dijo, traducido al italiano por el otro doctor para que mi abuela más o menos entendiera de qué iba la cosa (¡il bambino, il bambino!, decía, señalándome como si fuera un mono)— es calcio, mucho calcio.

Y me recetó unas pastillas.

Me estremezco sólo con recordarlas.

No eran pastillas, ya que “-illas” es un diminutivo. Eran pastas. Blancas, redondas y de al menos tres centímetros de diámetro. Galletas de calcio. Pizzas, casi. Mi abuela además se negaba a partirlas, aduciendo que perdían efecto. Al tragarlas, no sin llanto y dolor, notaba como se iban agarrando a las paredes de la garganta, haciendo bultito, a veces quedándose enganchadas hasta que bebía agua y más agua.

Me tuve que acabar la caja: había treinta y tomaba una cada mañana. Estuve un mes con ellas, llorando no de pena ni de rabia, sino del esfuerzo.

Unos días más tarde de aquella visita al médico y tras apenas un par de ensayos, llegó el estreno parisino de la
Sinfonía Infantil.
Un éxito, según Roca. Aplausos y pataleos. Lleno el primer día, gracias a las invitaciones. Medio lleno las cuatro interpretaciones restantes.

Escasa atención de la prensa, pero sí se publicaron un par de buenas críticas. Buenas, según Roca, es decir, haciendo mención constante de que la obra había sido compuesta por un camisero jubilado que insistía en que el verdadero autor era su nieto. Oh, sí, eso es lo importante.

El día del último concierto, los gerentes de Délimusique nos invitaron a una copa, aliviados por el hecho de que se había vendido un número razonable de entradas y Lozano no había provocado ningún estropicio.

Aún.

Y digo aún porque ya de regreso al hotel, Lozano sacó una llave del bolsillo y musitó un de dónde habré sacado esto.

La prensa respondió a su pregunta al día siguiente. Así titulaba uno de los periódicos parisinos que leí ya en el aeropuerto: “Mueren en un incendio el director, el gerente y dos trabajadores del Palace K”. Según explicaba la propia noticia, “quedaron encerrados en una de las oficinas. Se desconocen las circunstancias concretas, pero lo cierto es que la puerta estaba cerrada por dentro, aunque aún no se ha encontrado la llave”.

Se lo comenté a Lozano, remarcando el “por dentro”, pero el hombre se limitó a decir sí, sí, ay, el niño, que está aprendiendo hablar y no se le entiende, sí, mira la foto del periódico, sí, huy cuánto colorín, y eso que está en blanco y negro. Es decir, como todos los adultos. Pero con una diferencia: su evidente mirada de culpable apenas disimulada por su habitual y constante desconcierto.

Acerca de la charla con Rebeca

Al llegar a Milán tras otro pesado y peligroso vuelo en el que al menos controlé mis arcadas, nos dimos cuenta de que faltaban uno de los clarinetistas y tres violinistas, y que de entre el pasaje apareció una señora gorda a la que yo no conocía de nada.

—Pero qué… —dijo Roca—, si es Katia Smetana, la soprano húngara… ¿Qué coño hace aquí?

Katia saludó a Lozano y al director, mostrando algo de confusión y exigiendo en su idioma una buena suite en el hotel. Roca intentó dirigirse a ella en algo parecido al inglés para preguntarle qué hacía allí y quién la había contratado. Ella sacó un contrato en regla y el pobre Roca no supo qué hacer al respecto, sobre todo teniendo en cuenta que en el contrato aparecía su firma.

—De todas formas —nos dijo al concertino, a Lozano, a mis abuelos y a mí—, ¿alguien sabe dónde se han metido los que faltan? Me extraña. Sobre todo de Alfredo, que es muy responsable.

El caso es que después de preguntar en el aeropuerto y de no sacar nada en claro —obviamente, había que preguntar a Lozano, pero nadie lo hacía—, decidimos marchar al hotel.

—Total —dijo Roca—, ellos ya saben dónde nos alojamos. Ahora, como no aparezcan, me van a oír.

—Bueno —intervino Lozano, mostrando algo de sensatez por una vez en su vida—, en realidad si no aparecen no te van a oír, a no ser que estén escondidos por aquí cerca o grites mucho.

En el trayecto al hotel perdimos a otra violinista y uno de los contrabajos. El instrumento, quiero decir. Cosa que provocó cierto alboroto. Lo del instrumento. Que desapareciera una intérprete era un ahorro, pero que desapareciera un instrumento era un gasto. Y más el contrabajo, con lo grande que es.

—Bueno, mira —se rindió Roca—, que se apañe Lozano. Será por instrumentos de cuerda. Si nos quedan como quince violinistas, que no sé para qué quiere tantos. Y como ha desaparecido tanto músico, bien que podremos alojar a la gorda rumana o búlgara o de dónde sea la loca esa.

La loca, por cierto, insistía en que aquel hotel no estaba a su altura. Más bien a su anchura, diría yo. En todo caso, nadie la entendía, por lo que sus protestas fueron todo lo ignoradas que pueden ser las protestas de una soprano de ciento treinta kilos y un chorro de voz que sin duda justificaba su caché.

No tuvimos tantos problemas para llegar a la sala de conciertos, encontrarla abierta y que nos dejaran ensayar y tocar en las fechas acordadas por Roca, cosa que supuso una agradable novedad después de la experiencia parisina.

La ciudad me pareció agradable. Cara y moderna. El principal problema de Milán eran los italianos. Todo el día gritando y conduciendo a ochenta por hora, subiéndose por la acera, por las paredes, saltándose el claro sistema de señalización de los semáforos —tan lógico y sencillo que seguramente sería obra de un niño— y, en caso de ir andando, yendo todos en grupo y siempre con una madre y/o abuela cerca, que era la que más gritaba y protestaba y a la que nadie podía llevar la contraria.

De hecho y hablando de abuelas italianas, ir a Milán supuso para mí la oportunidad de desahogarme.

Aquella primera tarde en la ciudad italiana y después de haber perdido a cinco músicos por culpa del subnormal de Lozano, sentía la sangre hervir con especial fervor, así que burlé la vigilancia de mi abuela y salí a dar un paseo. Fue fácil: la madre de mi madre se había quedado de cháchara con la húngara en el hall del hotel. Las dos cacareando, cada una en su lengua y sin entender la lengua de la otra. Pero felices, muy felices.

Después de dar un paseo me senté a tomar un capuccino en una terraza de la plaza situada entre el Duomo y el Palacio Real, edificios viejos que imagino se conservaban por algún lamentable error administrativo. Ya se sabe cómo son los funcionarios. Van dejando las cosas de un día para el otro y al final, la casa sin barrer.

El caso es que estaba intentando relajarme cuando a mi lado se sentó una familia de italianos. Dos hermanos flanqueando a una jovencita de caderas anchas y enorme nariz, a los que supuse hijos de un mastín con bigote y de lo que parecía su marido. Los cinco estaban acompañados por una vieja que no paraba de gritar: decía que quería su helado y lo quería ya; le decía a su nieta que iba vestida como una putana; le decía a su hija que su marido nunca había servido para nada; le decía algo a todo el mundo y venga a gritar y a mí que me comenzó a doler la cabeza y que me puse a pensar en mi abuela y en la cantidad de comida que me hacía engullir y en las ganas que siempre había tenido de matarla y me pregunté por qué había dejado de matar si era perfectamente compatible con componer y me pregunté por qué no había matado a mi abuela y me pregunté por qué no mataba a aquella italiana horrible.

Sólo necesité la cucharilla de mi café.

Dos minutos más tarde, cinco italianos con la boca abierta y la mirada perdida no sabían cómo darme las gracias, aunque dos minutos y diez segundos más tarde se pusieron a gritar ¡nonna nonna! y a pedir ayuda. Eso sí, en la voz se les notaba que no deseaban que llegara esa ayuda, ayuda que por otro lado, no serviría de ayuda, precisamente.

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