Read La decadencia del ingenio Online
Authors: Jaime Rubio
—¿Por qué no me dijiste su nombre? Sólo necesitaba que me lo confirmaras. Si lo hubiera visto…
—Es que no sé cómo se llama. No lo sé.
La maestra dejó de abrazarme y me miró, sorprendida, helada.
Le tembló un labio.
Estaba dudando.
¿Y si realmente yo no sabía su nombre?
Pero en seguida recuperó su semblante habitual.
No podía ser.
Absurdo.
—Sólo necesitaba que me dieras su nombre —insistió, más para convencerse a sí misma que para convencerme a mí—. Eso no te convertía en un chivato. No hacía falta llegar a esto.
Lloré aún más. La vaca y el asmático se vieron contagiados de tanta emoción y también se pusieron a llorar, sin que tuvieran muy claro por qué.
Respirar bajo el agua no es una tarea sencilla
Estaba buceando. Había cogido aire y estaba debajo del agua. Miré arriba. Veía la luz, entrando en el agua. Abrí un poco la boca. Salieron unas burbujas y entró algo de agua. Salada. Estaba en el mar.
Noté que me empezaba a faltar el aire, así que decidí nadar hacia arriba, hacia fuera. Moví los brazos, impulsándome con cierta tranquilidad. La superficie estaba cerca y aún podía aguantar diez o quince segundos.
Pero al poco rato noté que casi no avanzaba, que la superficie seguía igual de lejos. Comencé a agitar los brazos más rápido, pero vi que seguía quieto en el mismo sitio. Paré, mejor no gastar energía.
Lo estaba comenzando a pasar mal. Miré hacia abajo. Igual mis pies se habían enredado en algo y por eso no podía salir de allí. Pero no. Estaban libres.
Necesitaba aire con urgencia. Braceé con fuerza, pero sin éxito.
Recordé que en el agua hay oxígeno, así que debería haber alguna forma de respirar en el mar. Supuse que tragarla no serviría de mucho ya que iría directa al estómago y no serviría de nada. Pero igual sí que podía respirarla. Inspiré y noté como el agua helada llegaba a mis pulmones. Había funcionado, notaba el oxígeno corriendo por mis venas y alcanzando mi cerebro. Pero opté por no seguir respirando. Seguramente mis pulmones extraerían el oxígeno del agua, pero el resto del líquido se quedaría allí y acabaría obstruyendo aquellos órganos, de capacidad limitada. Mejor no arriesgar. Pero era bueno saber que mientras cupiera agua en mis pulmones tendría tiempo para averiguar cómo salir de allí.
Había algo en el agua, a mi lado. Era como una columna. Intenté agarrarme a ella y me corté en los brazos. Con el agua salada, los cortes comenzaron a escocer.
No era una columna, era una enorme cuchilla. Claro que no tenía otra opción. Tenía que agarrarme al filo con cuidado, por la parte gruesa, e ir trepando hasta salir del agua. Iba lento, pero al menos subía. Inspiré más agua. Noté el peso del líquido en los pulmones. Seguí trepando. Necesité respirar otra vez. Me di cuenta de que cuando respiraba, el agua me hacía pesar más y resbalaba hacia abajo por la cuchilla.
No podría salir de allí.
No sabía si era buena idea esperar a que se me ocurriera otra idea o a que bajara otro palo por el que fuera más fácil trepar, o si por el contrario lo mejor era cortarme la cabeza con aquella cuchilla y acabar con todo aquello de una vez.
Una reunión y mi problema de tiroides
El padre del matón se quejó, y tanto que se quejó, y la maestra tuvo que convocarnos a mí y a mi padre hablar del tema.
El padre del mulo me sorprendió. Puede que los dos fueran unos cabronazos, pero lo cierto era que no se parecían en nada. Igual ni siquiera era el padre. El niño era alto, para ser un niño, y grande, aunque no gordo, casi pelirrojo y con unos pies enormes. El padre era más bien bajito, para ser un padre, y delgado. De pelo negro, donde lo tenía, que no era en toda la cabeza, y con unos pies de bailarina enfundados en unos zapatitos de cuero tan brillante que parecía charol.
Fue él quien después de un frío saludo y tras sentarse comenzó a hablar.
—Esto es indignante. No comprendo qué hace este niño en este colegio. Casi mata a mi hijo, tendría que haber sido expulsado de inmediato.
—Verá —comenzó la maestra—, en este caso hay que discutir unas cuantas cosas. Sobre todo antes de tomar una decisión tan drástica.
—¿Tan drástica? No, si aún mi hijo tendrá que pedirle perdón por haber puesto el cuello cerca del psicópata este.
Miré al niño. Tenía los ojos casi abiertos, la boca muy cerrada y la barbilla muy arriba. Tenía además los brazos cruzados.
Pero le temblaban las rodillas.
—Es que, mire, señor González, resulta que su hijo ha estado insultando y agrediendo a este niño y a sus amigos. Lleva todo el curso haciéndolo.
—Es verdad —terció mi padre—. Le ha hecho sangrar la nariz. Dos veces.
—¿Ve? Lo que yo decía. Ahora resulta que mi hijo, la víctima, es el agresor. Esto es increíble.
—Lo que le estoy explicando es cierto, señor González.
Volví a mirar al niño. Ya no se mostraba orgulloso. Intentaba mostrar sorpresa e indignación. Las rodillas le seguían temblando.
—¿Y por qué nadie me ha dicho nada?
—Porque nadie quería delatar a su hijo. Los tiene aterrorizados.
—En realidad –dije—, no me acordaba de su nombre. Y no me acuerdo. Y, de hecho, no sé si alguna vez lo he sabi…
El señor González me interrumpió, asegurando que estaba clarísimo que yo era un maleducado que no guardaba el debido respeto a los mayores. Eso probaba que yo era un delincuente juvenil y su hijo una pobre víctima del acoso escolar. Cada vez se mostraba más indignado e irritado. Insistía en que el único culpable de todo era yo y yo además no lo negaba: no me avergonzaba de haber estrangulado a su hijo, lo único que lamentaba era haber parado. Como es natural, aquello no lo dije en voz alta, por la sencilla razón de que la edad me había convertido en un cobarde. De hecho, no dije casi nada, exceptuando algún monosílabo. Me limité a dejar que los adultos hablaran y a que el niño bruto pusiera toda clase de caras. Yo sólo tenía ganas de llegar a casa.
El último cuarto de hora se convirtió en un regateo de castigos. La maestra accedió a expulsarme dos días y a darme lo que llamaba un primer aviso. Al siguiente, se me expulsaría del centro. También prometió que yo tendría una charla con el psicólogo del colegio. Mi padre convino en reñirme y castigarme como merecía, ya que uno no puede ir por ahí estrangulando a la gente le haya hecho esa gente lo que le haya hecho.
A pesar de toda la indignación que había mostrado, el señor González debía olerse algo porque prometió hablar con su hijo, si es que era su hijo, para evitar que se convirtiera en el clásico matón del colegio, aunque insistió en que su comportamiento no era más que “cosas de críos”. Se negó a que su hijo hablara con el psicólogo, pero sí que dijo que si no lo aprobaba todo —TO-DO—, repetiría curso el año que viene.
Los dos días de expulsión fueron fantásticos. Además cayeron en jueves y viernes, por lo que disfruté de un fin de semana de cuatro días. Sí que es cierto que mi padre y Noelia me dieron una charla acerca de lo incorrecto que era usar la fuerza bruta para resolver los problemas, pero no me castigaron al convenir que yo no era más que una víctima.
—Como yo —dijo mi padre—, una víctima de tu abuelo y de los ladrones que lo mataron.
Además, se pasaron la mayor parte del tiempo discutiendo acerca de si debían casarse o no. Aprovechando una de estas discusiones, decidí darme un paseo. Me descolgué por el árbol que daba a mi ventana y me largué. No fui al centro comercial, como hacía por aquella época, sino que pasé por el parque.
Me senté en el banco de Lucas. Recordaba perfectamente que era el suyo.
—¿Te has perdido, niño?
Miré arriba. Una señora remaquillada y regorda me miraba no sé si con cara de preocupación o de enfado. Me limité a contestar que no.
—¿Y dónde están tus padres?
—En casa.
—Eres muy niño para estar solo en el parque. Puede venir un hombre malo y hacerte daño.
—Me está tapando el sol.
—Anda, ven.
Me agarró del brazo con la intención de arrastrarme vaya usted a saber dónde. Comencé a sospechar que ella era el hombre malo que venía a hacerme daño. Al menos me había hecho daño en el brazo.
—Espere —dije—, ¿qué edad cree que tengo?
—Siete u ocho añitos.
Aquello me halagó. Me echaba menos años de los que tenía. Pero era consciente de que si quería librarme de ella no tenía que pasar por joven, sino por viejo.
—Pero es que tengo treinta y seis.
—¿Pero cómo vas a tener treinta y seis?
—Sí, es por un problema de la tiroides.
—¿La tiroides? Eso es terrible. Yo me tomo unas pastillas para la tiroides. Por eso estoy tan gorda. Por la tiroides. No por los pasteles.
Conseguí que dejara de arrastrarme, pero no me libré de ella. Pasé media hora hablando sobre la glándula en cuestión. Sólo me dejó huir cuando le dije que tenía que tomarme la medicación para el hipotiroidismo y que me la había dejado en casa.
—Vaya, vaya, no sea que rejuvenezca aún más y se convierta en un niño de teta.
Ah, ojalá.
El lunes siguiente y nada más volver a clase, tuve que enfrentarme al psicólogo. Un tipo con gafas de pasta muy grandes.
—Bueno, bueno… Tu maestra ya me lo ha contado todo… Ese niño te ha estado molestando, ¿eh?
—Sí.
—Y has sentido rabia, ¿eh?
—Sí.
—Y has querido cortar por lo sano, ¿eh?
—Sí.
—Eso no está bien, no, señor, lo que hay que hacer es contárselo todo a la profesora. Todo. Lo que te pase a ti y lo que les pase a los demás. Gánate su confianza. Y hazlo con todas las profesoras. Y con todos los jefes. Así llegarás lejos. Mírame a mí. Psicólogo en un colegio privado, con catorce pagas y menos trabajo que un político. Todo por chivarme. Durante toda mi vida me he estado chivando de esos pijos imbéciles que creen que valen más que yo y van por ahí como si rompieran cada día el plato después de comer y todo el mundo les dijera por miedo “oh, bien, otro plato roto, cuánto te lo agradezco”. Chivarse está bien, sí, y tengo un buen trabajo, mi mujer no lo veía así, pero tengo un buen trabajo. ¿Por qué no dejas que te contrate mi padre?, me decía. Quería atarme, la muy puta, tenerme bien cogido por los huevos, sí, la jodida quería que fuera a trabajar con su padre para controlarme, para que se lo debiera todo a ella. Creía que porque su familia tenía dinero yo no valía nada, yo era un media mierda… Cómo me miraban todos en las comidas, así, por encima del hombro, como diciendo “no eres de los nuestros”. Hasta mis hijos se avergonzaban de mí. Con lo duro que trabajé para sacarme la carrera. Tardé tres años más de la cuenta, pero, claro, estaba la mayor parte del tiempo borracho, así que es normal. Así conocí a esa maldita furcia llorona. Borracho perdido. Qué asco, pero qué asco. Chívate, hazme caso, eso está bien, sí. Que se lo pregunten al actual marido de mi ex mujer. Nos fuimos los dos de putas y él se chivó. El muy cabrón. Pero si fuimos los dos juntos, le dije, y ella pero él no estaba casado, y menos conmigo. Pero ahora sí, y el muy cabrón no se viene de fiesta conmigo. No le culpo.
Sacó un bote de pastillas y se metió una en la boca. La masticó.
—¿Has entendido lo que te he explicado?
—Sí.
—Pues lárgate, que tengo que llamar al imbécil de mi abogado. Con todo el puto dinero que tiene, mi mujer quiere que le pase una pensión por los dos niños. Feos y tontos y pijos. Qué asco me dan. No los soporto. Si al menos fueran de otro, los muy hijos de puta.
El resto del curso no fue agradable para mí. Igual que lo ya pasado. Sí que es cierto que la maestra volvió a vigilar, sin desfallecer, pero no pudo evitar que el bruto y sus amigos nos siguieran insultando. Lo peor era que aquel mulo me recordaba mi cobardía.
—Conmigo no puedes hacer nada —decía, poniendo el dedo en la llaga—. No me puedes ni tocar. Porque tu padre es un media mierda, un pringado como tú. Mi padre y yo hablando y vosotros asintiendo como cretinos. No me extraña que se casara con una sudaca. Como no podía escoger.
Más de una vez me vi tentado de abalanzarme sobre él y estrangularle, pero sabía que al final volvería a echarme atrás y sólo conseguiría darle aún más motivos de burla, para recordarme que ya no tenía la entereza de años o incluso meses atrás.
Así pues, simplemente me aguantaba, a veces casi tan rojo como la vaca, con las lágrimas a punto de resbalar mejilla abajo. Y mientras, el asmático ponía una mano en mi hombro izquierdo y otra en el hombro derecho de la vaca, dándole la espalda al burro y a sus dos amigos e insistiendo en que no merecía la pena. Eso es justamente lo que quieren, que os enfadéis, no les deis esa satisfacción, no merece la pena.
Pero lo único que no merecía la pena era volver a quedarse a medias. Otra vez no.
De cómo conocí a Hipo
Volvió el verano y yo volví a cumplir años. Diez. Doble cifra. Dos números.
Creo que no hace falta explicar cómo me sentí.
No era como si me estuviera muriendo. Era como si ya estuviera muerto.
Lo peor fue que no me di cuenta de que había cumplido los diez años hasta que salí de una laguna de cuatro días. Fue una especie de laguna orgiástica en la que celebré mi cumpleaños. Por suerte, sólo con mi padre, con Noelia, con mi abuela y con la soprano húngara, ya que la vaca estaba en el pueblo de su madre y el asmático en un apartamento de la costa de Tarragona.
No sé muy bien qué ocurrió, pero regresé de aquella especie de agujero negro con un par de camisetas nuevas, unas zapatillas deportivas y —tengo que hacer una pausa porque se me hace un nudo en el estómago y otro en la garganta— una consola de videojuegos portátil. Que además había sacado de la caja y creo que utilizado. Incluso tenía una ampolla en el pulgar de la mano izquierda.
—Mira, ya se ha cansado —le decía mi padre a Noelia, mientras yo me miraba el dedo—. Ahí está la consola, tirada en el suelo. Y el niño bostezando.
—Ay, déjale en paz. Y tú acábate ya el yogur, que vas a llegar tarde a la tienda.
—Me importa un bledo… Bueno, al menos este año tendré dos semanas de vacaciones, que con el hijo de puta del abuelo…
Recogí la consola. La miré. Era negra y plana. La encendí. Emitía sonidos y colores agradables. Casi sin darme tiempo a habituarme a aquellas sensaciones, el juego comenzó. No entendía muy bien la mecánica, pero vi que sólo tenía que ir apretando botones para que un tipo fuera disparando y pegando patadas. En poco tiempo vi que los botones no se tenían que presionar al azar, sino que cada uno de ellos activaba una acción en concreto. No tardé mucho en entender por qué estas consolas tenían tanto éxito entre los padres, que no dejaban de comprarlas para sus hijos: eran un mecanismo de defensa. El niño sublimaba sus instintos asesinos mediante esas maquinitas y sus ganas de matar de verdad se veían controladas gracias al hecho de haber liberado parte de su odio pantalla tras pantalla.