La decadencia del ingenio (31 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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Me lavé, me vestí, agarré el estuche con las pistolas y abrí la puerta, confiando en que nadie me hubiera oído.

Mentira: esperaba algo de atención. Unas lágrimas de Noelia y una palmada de afecto de mi padre, asegurando que estaba orgulloso de mí. Sí, eso me hubiera gustado. Al fin y al cabo, cabía la remota posibilidad de que muriera.

En el autobús pensé en aquello. ¿Y si Marcos me agujereaba la cabeza de un balazo? Era difícil: yo era más inteligente que él y además estaba cojo, por no hablar de que con las gafas de sol la luz no me molestaría. Pero cabía considerar esa posibilidad. Empecé a sentir algo de resquemor, como cuando el avión en el que viajaba caía sobre el Atlántico.

Pero la diferencia era que cuando estaba en el avión creía que aquello era injusto porque aún me quedaba mucho por vivir. En cambio, en aquel momento y con ocho años ya cumplidos, sabía que apenas tenía ante mí una triste cuesta abajo hasta darme de bruces con la edad adulta, la idiocia y la rigidez.

No podía quitarme esa desagradable sensación de la boca del estómago, pero tenía claro que si tenía que morir, aquel era un buen momento y aquella una buena forma. Defendiendo lo que era y lo que quería que el mundo fuera. Intentando echar a un lado a los pusilánimes, a los cobardes, a los traidores.

Llegué a la plaza diez minutos antes de la hora prevista. Esperé paseando, soplándome en las manos para calentarlas. A ver si con el agarrotamiento no iba a poder apretar el gatillo. Cuando pasaron dos minutos de la hora de la cita comencé a temer que Marcos no se presentara. Quizá por miedo. O igual tenía gripe. O puede que sus padres le hubieran visto y hubieran decidido encerrarle para evitar su muerte más que segura y que, por tanto, hubiera un adulto menos en el mundo.

Pero apareció. Muerto de frío y con cara de sueño. Ni siquiera me saludó.

—Acabemos con esto de una vez —me dijo.

Abrí el estuche y le dejé escoger revólver y bala. Cargamos nuestras armas. Por culpa del temblor de manos, a Marcos se le cayó la bala al suelo un par de veces. “Es el frío”, aseguró. Yo no había pensado lo contrario.

—Nos pondremos espalda contra espalda —le dije—. Cuando tú digas “ya” caminaremos diez pasos y los iremos contando a la vez, en voz alta. Cuando lleguemos a diez, nos daremos la vuelta y podremos disparar.

Nos colocamos.

Contamos.

Y nos dimos la vuelta.

Alcé la pistola. Marcos también me apuntaba, pero temblaba y estaba todo blanco. Apreté el gatillo.

Pero no se oyó nada.

Volví a apretar.

Se había encasquillado.

Intenté girar o abrir el tambor. Parecía que se había quedado trabado al introducir la bala. Levanté la mirada mientras forcejeaba con la pistola. Estaba a merced de Marcos, pero él seguía allí, más o menos apuntándome, temblando y con la boca entreabierta.

No se atrevía a disparar.

¿O estaba apuntando, aprovechando que tenía más tiempo, para asegurar el tiro?

Bajó el arma.

—¡Esto es absurdo! –Gritó—. Somos amigos. Casi hermanos. Hemos estado juntos desde que entramos en el colegio. No podemos permitir que la desconfianza mine nuestra amistad. Nos necesitamos el uno al otro. Pronto seremos adultos y quizás ya no nos recordemos tal y como somos, pero siendo como somos debemos permanecer unidos para apoyarnos mutuamente. Tenemos un viaje terrible por del…

Mientras hablaba oí un clic. Había conseguido poner el tambor en su sitio. Levanté la pistola y apunté bien. Debía tener cuidado: sólo tenía una bala.

—¿No me estás escuchando? Debemos permanecer uni…

Me sorprendió el ruido. Fue como un trueno. Sonó tan fuerte que me dejó sordo un par de segundos. Y además lo veía todo verde, como si me hubieran cegado con una luz intensa. Pero lo que me pilló más por sorpresa fue el retroceso. El arma salió disparada hacia atrás y casi sentí como si se me dislocara el hombro.

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que Marcos estaba tumbado en el suelo. Me acerqué. La bala le había atravesado el cuello. Tenía los ojos y la boca abierta. Olía a quemado.

Recogí su revólver, guardé las dos pistolas en el estuche, le di los buenos días a una señora que había salido a pasear a su perro y me dirigí a la parada de autobús. Cuando llegué a casa ya había amanecido del todo. Noelia no sólo no se había enterado de mi marcha, sino que me felicitó por estar ya vestido tan temprano.

—Hoy no hará falta arrastrarte al colegio.

—Hoy incluso más que nunca, Noelia, más que nunca.

Mi vida sin Marcos

Cada vez me costaba más —más, aún más— ir al colegio. Lo de Marcos había sido necesario, pero lo cierto era que me había quedado solo.

De entre todos lo asesinatos que había cometido, su muerte fue la que más me afectó. La única que me afectó, de hecho. Normalmente apenas oía un par de gritos escandalizados y luego me largaba y me olvidaba. Como mucho, había tenido que soportar la presencia de Salvador.

Pero no la de lo que los adultos llaman conciencia.

También conocí al director.

Dos días después del duelo y a primera hora de la mañana, la maestra nos dijo que aquel hombre tenía que decirnos algo. Y entonces hizo pasar a un señor que vestía un traje barato y una camisa a cuadros, y que tenía el pelo blanco y la barriga gorda.

La verdad, fue decepcionante. Ya no me dio tanto miedo la posibilidad de que me enviaran a su despacho. Es más, ni siquiera tendría inconveniente en tirarle un pisapapeles a la cabeza o en clavarle un abrecartas en la oreja. Vaya un director, ni siquiera medía dos metros quince, ni tenía tres brazos ni nada de nada.

—Buenos días —dijo—. Os tengo que comunicar una noticia muy triste —aquello me pilló por sorpresa: ¿cuál sería aquella noticia tan triste que requería la presencia del director?—. Vuestro amigo Marcos ya no vendrá más a clase. Hace dos días se escapó de casa y tuvo un accidente. Está muerto.

Hubo voces de sorpresa y llantos. Me fijé en Mireia. No lloró más que los demás. Ni menos, claro. Yo también lloré. No porque lo considerara necesario, sino simplemente para que nadie sospechara de mí. Sí, tenía miedo, más incluso que cuando había matado a aquel hombre en los grandes almacenes. ¿Y si esta vez me pillaban?

El malestar general duró más o menos una semana. Luego dio paso a las habladurías.

—Dicen que a Marcos lo secuestraron y lo mataron.

—No, no. No está muerto, sus padres se lo han llevado a Arabia.

—¿Y para qué se van a llevar a Marcos a Arabia?

—¿No sabes lo que hacen allí con los niños de fuera? Los apedrean.

—¿Y por qué no pueden apedrear a los niños de allí?

—Porque sólo apedrean a infieles. Mira que eres tonto.

Aquella sucesión de teorías acerca de la muerte de Marcos fue una especie de ruidoso prólogo a lo que luego sería mi soledad. Y es que todos acudían a mí durante el recreo, a confirmar o a desmentir lo último que les habían explicado. Al principio simplemente lo negaba todo, negaba incluso que supiera algo acerca de lo que me explicaban, no fuera que les diera por delatarme. Pero tanta atención me resultaba halagadora y acabé incluso inventando alguna teoría propia.

—No sé, pero yo creo que Marcos se suicidó.

—Me han dicho que tomaba drogas… Igual fue una sobredosis de opiáceos.

—Parece que le vieron conduciendo un coche, puede que fuera un simple accidente. ¿Pero qué hacía Marcos conduciendo un coche cuando a él le gustaban las motos?

—Dicen que cuando murió iba acompañado de una rubia y que la rubia era la novia de otro hombre. No quiero decir nada más, que las paredes tienen oídos.

Pero poco a poco el tema dejó de interesarles y todos volvieron a su fútbol y a sus saltos a la comba, y me dejaron tirado con mi cojera. Estaba tan desesperado que ya sólo se me ocurrió decir la verdad, que yo lo había matado, cualquier cosa con tal de que volvieran a escucharme esos estúpidos y drogados niños.

—Ya está bien de inventar cosas —me dijo una niña—, a Marcos le atropelló un coche, que me lo ha dicho mi madre que conoce a su madre.

—Bah, adultos, ¿qué sabrán? ¡Yo le disparé!

—Tú no tienes pistolas.

Y sí que las tenía, incluso podía traérselas al día siguiente ya que ni las había devuelto ni las pensaba devolver, pero sabía que sería inútil. Porque me diría que no eran de verdad. Y cuando disparara a otro niño para que comprobara que sí que eran auténticas, insistiría en que ese otro niño estaba conchabado conmigo y no era sangre lo que le salía de la barriga, sino salsa de tomate. Y cuando le disparara a ella, no diría nada, porque de la rabia sería incapaz de contenerme y apuntar a una pierna o a un brazo. Dispararía a la cabeza.

Vinieron meses malos que recuerdo casi como un sueño. Me resultaba imposible concentrarme en nada, me sentía perdido, todos los días eran iguales, grises. Un sábado Noelia me tuvo que volver a meter en la cama, de donde había salido para irme al colegio. La cosa fue tan mal que sorprendí a mi padre con unas notas llenas de excelentes y notables.

—Vaya, —me dijo—, al menos tú me das una alegría estas navidades. Y no como el hijo de la gran puta de tu abuelo, que quiere que abra el 25 por la mañana. Para que los despistados hagan sus últimas compras. Será imbécil. Si él ni siquiera abría los viernes por la tarde. Todo por el cliente, dice. Un día le daré tal paliza que me romperé los brazos.

Todo era tan gris que hasta la niña pelirroja tenía el pelo gris, o al menos así se lo veía. Y además de tener el pelo gris estaba triste, sobre todo cuando llegaba sola por las mañanas o se iba sola por las tardes, o al menos asía la veía.

En una ocasión me sentí tan solo y aburrido que incluso deseé no haber hecho lo que hice. Matar a un adulto no sólo era excusable, sino además recomendable. Pero asesinar a un igual no había sido una buena idea. Por mucho que fuera un traidor. Había castigos mejores, castigos que no me castigaban a mí mismo, que no me dejaban tirado por el patio, dando vueltas, con la tentación incluso de jugar a fútbol, aunque fuera de portero, para así contar con la compañía de alguien, aunque fuera la de mis compañeros de clase.

Fui a hablar con los Alcázar, pero no tuve valor ni para entrar en el centro comercial. ¿Qué les diría? ¿Que me había batido en duelo y que no tenía fuerzas para cargar con ese peso en mis espaldas? ¿Y qué me diría aquel par de viejos? Ninguno de ellos era Lucas. Eran más bien Lozano. No me podía fiar. De hecho, por fiarme de ellos me encontraba como estaba. Un duelo. Había sido absurdo. Tendría que haberle partido la pierna o arrancarle un ojo y confiar en que a través de la herida saliera de dentro el débil niño encerrado en aquel cuerpo demasiado adulto. Tendría que haberle curado y no sacrificado.

Por aquel entonces, comencé a tener lagunas en la memoria. Creí que era por lo mal que me encontraba, aunque aquella situación como mucho habría acelerado la aparición de dichas lagunas. Casi no recuerdo nada de aquellas navidades. De hecho, al volver a clase la maestra nos encargó un dibujo de los regalos que nos habían traído los reyes. Como no los recordaba, dibujé un violín. La maestra me preguntó si tocaba. Le dije que ya no. Me miré los dedos. Me los vi grandes, duros y lentos. Comencé a respirar fuerte y muy seguido. Aquellos no eran mis dedos. Aquellos dedos serían incapaces de agarrar el mástil de un violín y pasear por sus cuerdas. Cada vez respiraba más fuerte y más seguido. Mi mano parecía otra mano. No formaba parte de mi cuerpo. Las sienes me palpitaban. ¿De quién era esa mano? ¿Por qué me la habían cosido al brazo? Respiré aún más fuerte, pero aire no me llenaba los pulmones. ¿Adónde iba a parar todo ese aire? ¿Se lo estaba quedando esa mano extraña?

Lo siguiente que recuerdo es estar hablando con Noelia en un taxi. Al parecer, había tenido una especie de ataque de ansiedad y la habían llamado para que me recogiera. Pero todo estaba bien.

Al llegar a casa, intenté tocar el violín. Desafiné en un par de notas. Me puse a llorar.

Aquella misma tarde mi padre también llegó a casa respirando fuerte y seguido, paseando por el pasillo y la sala de estar, sin quitarse los zapatos ni el abrigo, arriba y abajo, arriba y abajo.

—¿Qué ocurre? —Le preguntó Noelia—. ¿Tampoco te encuentras bien? Vuelves muy pronto… Pero siéntate…

—No, no, no… No… pasa nada… Todo está bien. Entraron a robar.

—¡Ay, han entrado a robar! ¡En la tienda!

—Sí, en la tienda.

—Ay, ¿te han hecho daño?

—No, no, a mí no.

—A ti no.

—Al abuelo… Han disparado al abuelo… Han sido ellos, los ladrones. Eran dos, con pasamontañas, no, con medias, uno con medias y el otro con la cara descubierta, pero con guantes, para no dejar huellas, claro. Han entrado y querían el dinero, el viejo estaba de espaldas y le han disparado y se han llevado el dinero de la caja, sí, han sido ellos, Noelia, me han creído, me han creído aunque soy un ex presidiario, se lo dije a la policía, yo estuve en la cárcel, pero tengo la vida solucionada, con mi hijo y con mi mujer, porque nos casaremos, y me han creído, sí, me han creído, me harán más preguntas, seguro, pero me han creído.

—Claro que sí, amor, claro que te han creído, ¿por qué no te iban a creer?

—Claro, por qué no me iban a creer. ¿Dónde… Dónde… ?

—¿Donde qué?

—¿Dónde guardo esto?

Y mi padre le tendió a Noelia una de las pistolas de Bienvenido. La de Marcos. La que aún conservaba una bala.

—No recuerdo dónde… Tú sabrás mejor dónde… Dónde guardarlo… Tú lo guardas todo, tú sabrás dónde ponerlo.

Y Noelia cogió con las dos manos la pistola, sin dejar de temblar, y se quedaron ahí de pie, los dos.

Acerca de mis ataques de amnesia

Durante el funeral, Noelia me preguntó por las pistolas.

—Las tenía en mi armario. Lo que no sé es qué hacía mi padre mirando mis cosas. En serio, ni siquiera un pobre viejo como yo tiene derecho a su intimidad.

—Qué horror, yo tengo la culpa de todo.

Y se puso a llorar, gritando que no debería haberme dejado entrar en el piso de Salvador, y se acercaron un par de ancianas y la intentaron consolar aunque no acababan de entender muy bien por qué.

—Yo creo que ésta venía por esa señora muerta del final del pasillo —le dijo una vieja a la otra, una vez mi padre se llevó a Noelia.

—Sí, es que aquí se mezclan las familias y uno ya no sabe a quién dar el pésame.

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