La dalia negra (53 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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Cuando llegamos a Silverlake eran las tres de la madrugada. El padre se quedó bastante impresionado por lo que vio pero mantuvo su compostura, tieso como un palo. Y, entonces, el mejor hombre que había conocido en toda mi vida me dejó asombrado.

—Ve y quédate junto al coche —dijo.

Después anduvo hurgando en unas cañerías que había al lado de la casa, se alejó unos dieciocho metros y vació su revólver reglamentario en ese mismo punto. El gas se inflamó y la casa estalló en llamas. Salimos a toda velocidad de aquel lugar con los faros apagados. Russ me soltó su epitafio.

—Esa obscenidad no merecía seguir en pie.

Más tarde le llegó el turno a un agotamiento increíble... y al sueño. Russ me dejó en El Nido. Me lancé sobre la cama y dormí unas veinte horas seguidas, sumido en la más negra inconsciencia. Lo primero que vi al despertarme eran los cuatro pasaportes de los Sprague.sobre la cómoda y lo primero que pensé: deben pagar.

Si acababan siendo acusados de violaciones al código de seguridad y salubridad o de algo peor, yo quería tener a la familia dentro del país, donde sufrieran. Llamé a la oficina de pasaportes de los Estados Unidos, fingí que era un capitán de los detectives y suspendí toda posible nueva expedición de pasaportes a la familia Sprague por razones policiales. Tuve la sensación de que era un gesto de impotencia..., como un palmetazo en la mano. Después me afeité y me duché, teniendo mucho cuidado de no mojar los vendajes ni las suturas. Pensé en el final del caso para no necesitar hacerlo sobre el desastre en que había terminado siendo mi vida. Recordé que algo de lo dicho por Madeleine el día anterior no sonaba bien, no encajaba, era un error. Jugueteé con la pregunta mientras me vestía; cuando salía de la habitación para ir a comer algo, descubrí de qué se trataba.

Madeleine dijo que Martha había llamado a la policía para hablarles del Escondite de La Verne. Pero yo conocía la documentación del caso Short mejor que cualquier policía vivo y en ningún sitio había anotado algo que se refiriese a aquel lugar. Entonces dos incidentes me pusieron al rojo vivo. Lee que recibía una llamada de larga distancia cuando estábamos a cargo del teléfono la mañana después de que yo conociera a Madeleine; Lee que iba directamente al Escondite después de su estallido durante la proyección de la película pornográfica. Sólo Martha, «la genio», podía darme las respuestas. Fui a la calle de las agencias para hablar con ella.

Encontré a la auténtica hija de Emmett Sprague sola, mientras almorzaba en un banco a la sombra del Edificio Young & Rubicam. Cuando me senté delante de ella, no alzó la vista. En ese momento recordé que el librito negro y las fotos de Betty Short fueron encontrados en un buzón, a una manzana de distancia.

Estuve contemplando a la regordeta muchacha-mujer mientras mordisqueaba una ensalada y leía el periódico. En los dos años y medio transcurridos desde que la conocí parecía haber logrado mantenerse firme ante la grasa y su pésimo cutis..., pero seguía pareciendo una versión mal hecha de Emmett.

Martha dejó el periódico y se fijó en mí. Yo esperaba que la rabia encendiera sus ojos, pero me sorprendió.

—Hola, señor Bleichert.

Y lo dijo con una leve sonrisa.

Fui hacia ella y tomé asiento a su lado en el banco. El
Times
estaba doblado de tal forma que se veía un artículo de la agencia Metropolitana: «Extraño incendio al pie de Silverlake — Se encuentra un cadáver tan calcinado que se ha hecho imposible su identificación».

—Siento haberle hecho ese dibujo la noche en que vino a cenar —se excusó Martha.

Señalé hacia el periódico.

—No parece sorprendida de verme.

—Pobre Georgie. No, no estoy sorprendida en absoluto. Padre me dijo que lo sabía. He sido subestimada durante toda mi vida y siempre he tenido la sensación de que tanto padre como Maddy le subestimaban a usted.

No hice caso del cumplido.

—¿Sabe lo que hizo el «pobre Georgie»?

—Sí. Desde el principio. Vi como Georgie y la Short salían de casa esa noche en la camioneta de Georgie. Maddy y padre no estaban enterados de que yo lo sabía, pero así era. La única que nunca llegó a enterarse de nada fue madre. ¿Lo mató?

No respondí.

—¿Va a hacerle daño a mi familia?

El orgullo que había en ese «mi» era tan hiriente como un cuchillo.

—No sé lo que voy a hacer.

—No le culpo porque desee hacérselo. Padre y Maddy son dos personas horribles y yo misma he in: tentado herirles.

—¿Cuándo envió las cosas de Betty por correo?

Los ojos de Martha se encendieron por fin.

—Sí. Arranqué la página del libro que tenía nuestro número pero pensé que los otros quizá condujeran a la policía hasta padre y Maddy. No tuve bastante coraje para enviarlo con nuestro número. Debí tenerlo. Yo...

Alcé la mano.

—¿Por qué, Martha? ¿Sabe lo que habría ocurrido si la policía se hubiera llegado a enterar de Georgie y su historia? Acusaciones de complicidad, el tribunal, la cárcel.

—No me importaba. Maddy le tenía a usted y a padre; madre y yo no teníamos nada. Deseaba que todo el barco se hundiera, nada más. Ahora, madre está enferma de lupus, no le quedan más que unos cuantos años. Va a morir y eso es tan injusto...

—Las fotos y las raspaduras. ¿Qué pretendía decir con ellas?

Martha entrelazó sus dedos y los retorció hasta que los nudillos se le quedaron blancos.

—Yo tenía diecinueve años y lo único que podía hacer era dibujar. Quería que Maddy se viera deshonrada por lesbiana y la última foto... era padre, en persona... con su rostro borrado. Pensé que quizá hubiera dejado huellas dactilares en el dorso. Anhelaba desesperadamente hacerle daño.

—¿Porque te acariciaba igual que a Madeleine?

—¡Porque no lo hace!

Me preparé para abordar la peor parte del asunto.

—Martha, ¿llamaste a la policía para darles una pista sobre el Escondite de La Verne?

Ella bajó la mirada.

—Sí.

—¿Hablaste con...?

—Le hablé al hombre de mi hermana, la lesbiana, de cómo había conocido a un policía llamado Bucky Bleichert en La Verne la noche anterior y tenía una cita con él esa misma noche. Maddy presumía todo el tiempo de ti ante la familia y yo estaba celosa. Pero lo único que yo deseaba era hacerle daño a ella..., no a ti.

Lee, que recibía la llamada mientras que yo estaba sentado delante de él, separados por un escritorio, en la sala común de Universidad; Lee, que iba directamente a La Verne cuando
Esclavas del infierno
le hizo perder la cabeza.

—Cuéntame el resto.

Martha miró a su alrededor y se dispuso a ello: las piernas juntas, los brazos pegados a los costados, los puños bien apretados.

—Lee Blanchard vino a casa y le contó a padre que había hablado con una mujer en La Verne..., con lesbianas que podían establecer una relación entre Maddy y la
Dalia Negra
. Dijo que necesitaba salir de la ciudad y que no transmitiría su información sobre Maddy a cambio de cierto precio. Padre estuvo de acuerdo y le dio todo el dinero que tenía en su caja fuerte.

Lee, enloquecido por la benzedrina, sin aparecer por el ayuntamiento o por la comisaría de Universidad; la inminente libertad condicional de Bobby de Witt había sido su razón para salir de la ciudad. El dinero de Emmett era el que se había gastado en México. Mi propia voz, átona, inexpresiva:

—¿Hay algo más?

El cuerpo de Martha estaba tan tenso como un resorte de acero.

—Blanchard volvió al día siguiente. Pidió más dinero. Padre le respondió que no y entonces él le dio una paliza a padre y le hizo todas esas preguntas sobre Elizabeth Short. Maddy y yo lo oímos desde la habitación contigua. Yo me lo pasé muy bien y Maddy se puso como loca. Cuando no pudo soportar por más tiempo el espectáculo de su querido papaíto arrastrándose por el suelo, se marchó, pero yo seguí escuchando. Padre tenía miedo de que Blanchard nos hiciera cargar con el fiambre, por lo que accedió a darle cien mil dólares y le contó lo que había ocurrido con Georgie y Elizabeth Short.

Los nudillos amoratados de Lee, su mentira: «Penitencia por Junior Nash». Madeleine al teléfono ese día: «No Vengas, papá tiene una cena de negocios». Nuestro desesperado amor en el Flecha Roja una hora después. Lee, podrido de dinero en México. Lee, que permitió que Georgie Tilden siguiera libre, hijo de puta.

Martha se limpió los ojos, yo me di cuenta de que los tenía secos y me apreté el brazo con la mano.

—Al día siguiente, una mujer vino y recogió el dinero. Y eso fue todo.

Saqué la foto de Kay que llevaba en mi cartera y se la enseñé.

—Sí —dijo Martha—. Ésa es la mujer.

Me puse en pie, solo por primera vez desde que se había formado la tríada.

—Por favor, no le hagas más daño a mi familia —rogó ella.

—Vete, Martha —repuse yo—. No permitas que te destrocen.

Fui a la escuela elemental del Oeste de Hollywood, me quedé sentado en el coche y mantuve un ojo siempre atento al Plymouth de Kay, que se encontraba en el estacionamiento. El fantasma de Lee zumbaba por mi cerebro mientras esperaba..., una pésima compañía durante casi dos horas. La campana de las tres sonó a la hora en punto; Kay salió del edificio entre un enjambre de niños y profesores unos minutos después. Cuando estuvo sola junto a su coche, fui hacia ella.

Estaba metiendo un montón de libros y papeles en el maletero, y me daba la espalda.

—¿Qué parte de los cien te dejó conservar Lee? —pregunté.

Se quedó paralizada, sus manos sobre un fajo de dibujos infantiles.

—¿Te habló de mí y de Madeleine Sprague? ¿Es por eso que has odiado a Betty Short durante todo este tiempo?

Kay pasó las yemas de sus dedos por encima de las obras de arte de los críos y luego se volvió para mirarme.

—Hay algunas cosas en las que eres tan..., tan bueno...

Era otro cumplido que no deseaba oír.

—Responde a mis preguntas.

Cerró el maletero con un golpe seco, sin apartar sus ojos de los míos.

—No acepté ni un centavo de ese dinero, y no sabía nada sobre tú y Madeleine Sprague hasta que los detectives a los que contraté me dieron su nombre. Lee pensaba huir sin que le importara lo que pudiera pasar. Yo no sabía si volvería a verle alguna vez y quería que estuviera bien, que se encontrara cómodo, si es que tal cosa era posible. Él no confiaba en ser capaz de tratar con Emmett Sprague de nuevo, por lo que yo recogí el dinero. Dwight, él sabía que estaba enamorada de ti y quería que permaneciéramos juntos. Ésa fue una de las razones por las que se marchó.

Tuve la sensación de que me hundía en las arenas movedizas de todas nuestras viejas mentiras.

—No se marchó, huyó a causa del trabajo del Boulevard-Citizens, por lo que le hizo a De Witt, por el lío en el que se había metido con el Departamento...

—¡Nos quería! ¡No le robes eso!

Mis ojos recorrieron el estacionamiento. Los profesores permanecían inmóviles junto a sus coches, observando la discusión entre marido y mujer. Se encontraban demasiado lejos para oír algo; les imaginé atribuyendo la discusión a los hijos, las hipotecas o alguna infidelidad.

—Kay, él sabía quién mató a Elizabeth Short —dije—. ¿Estabas enterada de eso?

Kay miró al suelo.

—Sí.

—Dejó escapar a su asesino, se olvidó de todo.

—Enloqueció después de eso. Lee fue a México tras la pista de Bobby y dijo que perseguiría al asesino cuando regresara. Pero no regresó y yo no quería que también tú te fueras allí.

Cogí a mi esposa por los hombros y se los apreté hasta que me miró.

—¿Y no pudiste contármelo después? ¿No se lo contaste a nadie?

Kay volvió a bajar la cabeza; yo se la hice levantar con brusquedad.

—¿Y no se lo contaste a nadie?

Kay Lake Bleichert me respondió con su más tranquila voz de maestra:

—Estuve a punto de contártelo. Pero empezaste a ir de putas otra vez, empezaste a guardar sus fotos. Lo único que deseaba era vengarme de la mujer que había destrozado a los dos hombres que yo amaba.

Alcé la mano para golpearle... pero, por un segundo, vi a Georgie Tilden, y eso me detuvo.

34

Pedí el resto de los permisos que me debían y pasé una semana matando el tiempo en El Nido. Leí y sintonicé las emisoras de jazz, con la intención de no pensar en mi futuro.

Examiné el archivo muchas veces, meditando, aunque sabía que el caso estaba cerrado. Versiones infantiles de Martha Sprague y Lee acosaban mis sueños; de vez en cuando, el payaso con la boca desgarrada de Jane Chambers se les unía, y gastaba bromas malignas, mientras hablaba por los agujeros que se abrían en su rostro.

Cada día compraba todos los periódicos de Los Ángeles y los leía de cabo a rabo. El jaleo causado por el letrero de Hollywood había pasado y no se mencionaba a Emmett Sprague para nada, ni a investigaciones del Gran Jurado sobre edificios defectuosos o a la casa incendiada y el cadáver. Empecé a tener la sensación de que algo no iba bien.

Hizo falta cierto tiempo, largas horas de contemplar las cuatro paredes de la habitación sin pensar en nada, pero, por fin, logré descubrir de qué se trataba.

Era la tenue corazonada de que Emmett Sprague había intentado que Lee y yo matáramos a Georgie Tilden. Conmigo, la cosa estaba clara: «¿Debo decirte donde puedes encontrar a Georgie?». Sí, algo que encajaba a la perfección con el carácter de ese hombre...; yo hubiera sospechado mucho más si hubiese intentado decírmelo con rodeos. Nada más darle Lee la paliza, lo envió detrás de Georgie.

¿Confiaría en que la ira de Lee sería incontrolable cuando viera al asesino de la
Dalia
? ¿Estaba enterado de los tesoros que Georgie había encontrado robando tumbas y de su escondite... y contaba con que eso nos volviera locos, y lo matáramos? ¿Pensaba que Georgie se encargaría de poner el asunto en marcha..., que el jaleo sería tal que acabaría con él o con los polis codiciosos/fisgones que le estaban causando tales molestias? ¿Y por qué? ¿Para protegerse?

La teoría tenía un enorme agujero: sobre todo, la increíble y casi suicida audacia de Emmett, que no era de la clase de tipos que se suicidan.

Y con Georgie Tilden muerto, el asesino de la
Dalia
, sin ningún lugar a dudas..., no había ninguna razón lógica para seguir adelante con el caso. Pero quedaba un tenue cabo suelto que sustentaba mi idea:

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