La dalia negra (50 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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El atasco empeoró; los camiones de la industria cinematográfica iban disparados hacia el norte mientras que motociclistas de uniforme mantenían paradas las calzadas con los vehículos que iban hacia el este y el oeste. Por entre las filas de coches, había niños que ofrecían recuerdos del letrero de Hollywoodlandia hechos en plástico y entregaban folletos. Oí gritar: «¡Los Keystone Kops en el Admiral! ¡Aire acondicionado! ¡Vea esta nueva gran función!». Me pusieron en la cara un papel del que apenas si leí las frases «Keystone Kops», «Mack Sennett» y «Cine Admiral — Gran Lujo — Aire acondicionado», pero la foto que había al final sí que la vi, y fue como un cuchillo fuerte y claro, igual que si hubiese sido yo el del grito.

Tres Keystone Kops estaban de pie entre columnas con forma de serpientes que se tragaban mutuamente la cola; de detrás de ellos había una pared con jeroglíficos egipcios. Una chica vestida al estilo de los años veinte se hallaba reclinada en un diván con borlas al extremo derecho de la foto. No había confusión posible: era el fondo que aparecía en la película pomo de Linda Martin/Betty Short.

Me obligué a seguir inmóvil; me dije que el hecho de que Emmett Sprague conociera a Mack Sennett en los años veinte y le hubiera ayudado a construir platós en Edendale, eso no significaba que tuviera ninguna relación con Una película sucia de 1946. Linda Martin había dicho que la película se rodó en Tijuana; Duke Wellington, que seguía sin ser encontrado, admitió haberla hecho él. El tráfico empezó a moverse y giré rápidamente a la izquierda por el bulevar, donde estacioné; cuando compré mi entrada en la taquilla del Admiral, la chica retrocedió un poco al verme. Entonces observé que jadeaba y que un apestoso olor a sudor se desprendía de mí.

Una vez dentro, al aire acondicionado heló ese sudor, con lo que mis ropas parecieron un envoltorio de hielo. En la pantalla se veían desfilar los créditos finales de una película, sustituidos de inmediato por los del inicio de otra, superpuestos a unas pirámides de
papier-mâché
. Cuando leí «Emmett Sprague, Ayudante del Director», apreté los puños; contuve el aliento a la espera de un título que me indicara dónde se había rodado la película. En ese momento, apareció un prólogo impreso y me instalé en un asiento de pasillo para ver la película.

La historia era algo sobre los Keystone Kops trasplantados a los días bíblicos; la acción consistía en persecuciones, pasteles al rostro y patadas en el trasero. El escenario de la película pornográfica aparecía varias veces, confirmado por más detalles a cada aparición. Los planos exteriores parecían ser las colinas de Hollywood, pero no había escenas que mezclaran exteriores e interiores para aclarar si el decorado era de estudio o de una residencia privada. Sabía lo que tendría que hacer más tarde, pero quería otro consistente para apoyar todos los «y si» lógicos que se amontonaban en mi mente.

La película seguía y seguía, interminable; empecé a temblar con un sudor frío. Entonces, aparecieron los títulos finales, «Filmada en Hollywood, EE.UU.», y todos los «y si» se desplomaron igual que bolos.

Salí del cine para recibir con otro estremecimiento el calor parecido a un horno que había fuera. Me di cuenta de que había dejado El Nido sin coger ni mi revólver reglamentario ni mi 45 clandestina, así que fui por unas cuantas calles secundarias y recuperé la artillería. Entonces, oí decir:

—Eh, amigo. ¿Es usted el agente Bleichert?

Era el tipo de la puerta de al lado, inmóvil en el vestíbulo, con el auricular del teléfono sostenido hasta el máximo de distancia que el cordón permitía. Fui corriendo hacia él.

—¿Russ? —farfullé.

—Soy Harry. Me encuentro al final de B-B-Beachwood Drive. Están derribando un mo-mo-montón de b-bungalós y u-u-un patrullero h-h-ha encontrado un cobertizo lleno de sa-sa-sangre. H-H-Había una denuncia del doce y el tre-trece y y-y-yo...

Y Emmett Sprague tenía propiedades allí arriba; y era la primera vez que había oído a Harry tartamudeando por la tarde.

—Llevaré mi equipo para buscar pruebas. Veinte minutos.

Colgué, cogí las huellas de Betty Short del archivo y bajé al coche a la carrera. El tráfico había aflojado un poco; a lo lejos pude ver el letrero de Hollywoodlandia con las dos últimas letras fuera. Fui hacia el este para llegar a Beachwood Drive y luego hacia el norte. Cuando me aproximaba al área de estacionamiento que rodeaba al Monte Lee, vi que unos cordeles protegidos por una hilera de policías se encargaban de mantener la calma. Estacioné en doble fila, y vi a Harry Sears acercándose a mí, con la placa sujeta a la pechera de su chaqueta.

Su aliento estaba cargado de licor y el tartamudeo se había esfumado.

—Jesucristo, vaya suerte. A ese patrullero le habían encargado que echara a los vagabundos antes de que empezaran con las demoliciones. Entró por casualidad en el cobertizo, salió y me buscó. Parece ser que los vagabundos han estado utilizándolo desde el 47, pero quizá puedas encontrar algo todavía.

Cogí mi equipo; Harry y yo empezamos a subir por la colina. Las cuadrillas de demolición derribaban bungalós en la calle paralela a Beachwood y los obreros se gritaban algo sobre fugas de gas en las cañerías. Cerca había camiones de bomberos, con las mangueras listas enfocadas hacia enormes montones de escombros. Aplanadoras y excavadoras se alineaban en las aceras, con patrulleros que apartaban a la gente del lugar para que nadie se hiciera daño. Y arriba, ante nosotros, el vodevil.

Habían colocado un sistema de poleas unido al Monte Lee, sostenido por unos grandes andamios que se hundían en su base. La «A» final de Hollywoodlandia, que tendría unos quince metros de alto, se deslizaba por un grueso cable mientras las cámaras rodaban, los fotógrafos hacían fotos, los mirones se quedaban boquiabiertos y los políticos bebían champaña. El polvo de los arbustos arrancados de raíz flotaba por todas partes; los componentes de la banda de la escuela superior de Hollywood se hallaban sentados en sillas plegables sobre un estrado improvisado, unos cuantos metros al final de donde terminaba el sistema de poleas.

Cuando la letra «A» cayó sobre el polvo, empezaron a tocar
Hurra por Hollywood
.

—Por aquí —dijo Harry.

Nos desviamos por un sendero de tierra apisonada que daba la vuelta a la base de la montaña. Un espeso follaje nos encerraba por los dos lados; Harry caminaba delante, y tomó por un camino que subía a lo largo de la cuesta. Lo seguí entre los arbustos, que me tiraban de la ropa y me rozaban el rostro. Después de unos diez metros cuesta arriba, el sendero se volvió llano para acabar en un pequeño claro frente al cual corría un arroyuelo. Y en el claro había una minúscula choza estilo caja de píldoras, con la puerta abierta de par en par.

Entré en ella.

Las paredes estaban empapeladas con fotos pornográficas de mujeres lisiadas y desfiguradas. Rostros mongoloides chupando consoladores, chicas desnudas con piernas marchitas rodeadas por abrazaderas metálicas abiertas al máximo, atrocidades sin miembros que miraban a la cámara con fijeza. En el suelo había un colchón que aparecía cubierto con varias capas de sangre superpuesta. Un encaje de moscas e insectos varios, atrapados en la sangre, se daban el último banquete. La pared del fondo estaba llena de fotos que parecían haber sido arrancadas de textos de anatomía: primeros planos de órganos enfermos rezumando sangre y pus. En el suelo había montones de marcas secas; un pequeño reflector unido a un trípode estaba colocado junto al colchón, enfocado hacia su centro. Me pregunté de dónde tomarían la electricidad y examiné la base del artefacto: funcionaba a pilas. En una esquina había un montón de libros rociados de sangre, la mayor parte de ellos novelas de ciencia ficción, con la
Anatomía Avanzada
, de Gray, y
El hombre que ríe
, de Victor Hugo, destacando entre ellas.

—¿Bucky?

Me volví.

—Busca a Russ. Dile lo que tenemos. Me encargaré de hacer un examen del lugar.

—Russ no volverá de Tucson hasta mañana. Y, chico, ahora mismo no me parece que te encuentres muy...

—¡Maldición, sal de aquí y déjame hacerlo!

Harry se marchó, hecho una furia y escupiendo su orgullo herido; yo pensé en la proximidad a las propiedades Sprague y en Georgie Tilden, el soñador, el fracasado, el hijo de un famoso anatomista escocés. «¿De veras? ¿Un tipo que ha estudiado medicina?» Luego, abrí mi equipo y violé la cuna de la pesadilla en busca de pruebas.

Primero examiné de arriba abajo. Aparte de unos rastros de barro recientes —era probable que fueran de los vagabundos de Harry—, encontré unas hebras de cuerda bajo el colchón. Raspé de ellas lo que parecían ser partículas de carne erosionada; llené otro tubo de ensayo con cabellos oscuros tomados del colchón y cubiertos de sangre seca. Comprobé la costra de sangre para buscar colores distintos, y pude ver que toda ella era de un marrón uniforme; entonces, tomé una docena de muestras. Le puse etiquetas a la cuerda y la guardé, junto con las páginas del texto de anatomía y las fotos pornográficas. Vi una huella de bota masculina en el suelo, perfilada con sangre, la medí y tracé las rayas de la suela en una hoja de, papel transparente.

Después, comencé con las huellas dactilares.

Le eché polvo a cada una de las superficies susceptibles de ser tocadas, apretadas o sostenidas en la habitación; a los pocos lomos lisos y tapas relucientes de los libros del suelo. Estos últimos sólo me dieron unas cuantas marcas borrosas; el resto de las superficies, manchones, señales de guantes y dos juegos de huellas separadas y claras. Cuando hube terminado, cogí un lápiz y dibujé círculos alrededor de las más pequeñas en la puerta, el quicio y la pared situada junto al colchón. Después saqué mi lupa y las huellas de Betty Short, y las comparé.

Una huella idéntica.

Dos.

Tres... Suficiente para un tribunal.

Cuatro, cinco, seis, mis manos temblaban porque, sin duda alguna, era en ese lugar donde la
Dalia Negra
había sido torturada; temblaban tanto que no pude pasar el otro juego de huellas a las placas. Raspé un juego de cuatro huellas de la puerta con mi cuchillo y lo envolví en celofán... la noche del investigador aficionado. Luego recogí mi equipo, y salí con paso vacilante al exterior. Al hacerlo, vi el agua que corría y supe que era allí donde el asesino había lavado y desangrado el cuerpo. Entonces fue cuando un extraño destello de color llamó mi atención hacia algunas rocas cercanas al arroyo.

Un bate de béisbol... con el extremo usado para el trabajo manchado de marrón oscuro.

Fui hacia el coche con el pensamiento puesto en Betty viva, feliz, enamorada de algún tipo que nunca fuera capaz de engañarla.

Cuando cruzaba el estacionamiento alcé los ojos hacia el Monte Lee. Ahora, el letrero sólo decía
Hollywood
; la orquesta tocaba
No hay ningún negocio como el negocio del espectáculo
.

Fui a la parte baja. La oficina de personal de la ciudad de Los Ángeles y la oficina del Servicio de Inmigración y Naturalización estaban cerradas. Llamé a los del Registro para pedirles datos sobre George Tilden, nacido en Escocia, y supe que me volvería loco si esperaba toda la noche para hacer la confirmación de huellas. Sólo tenía tres caminos: llamaba a un oficial de rango superior, entraba por las malas o sobornaba a alguien.

Al acordarme de que había un tipo de la limpieza delante de la oficina de personal, probé con el tercero. El viejo oyó mi cuento, aceptó mis veinte pavos, abrió la puerta y me llevó hasta una hilera de archivadores.

Abrí un cajón marcado como CUSTODIA PROPIEDADES PÚBLICAS — TIEMPO PARCIAL, saqué mi lupa y el trozo de madera con las huellas y contuve el aliento.

Tilden, George Redmond, nacido en Aberdeen, Escocia, 4/3/1896, metro ochenta, 84 kilos, cabello castaño, ojos verdes. Sin dirección, registrado como «Sin domicilio fijo — contactar para trabajo a través de E. Sprague, WE-4391». Licencia de conducir de California LA68224, vehículo: camioneta Ford 1939, licencia 68119A, territorio para recoger basura Manchester a Jefferson, La Brea a Hoover... con la Treinta y Nueve y Norton justo en el centro. Huellas dactilares de la mano izquierda y la derecha al final de la página; uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve puntos de comparación que encajaban... tres para ser acusado, seis más para un billete de ida a la cámara de gas. ¡Hola, Elizabeth!

Cerré el cajón, le di al conserje un billete de diez más para mantenerle callado, recogí el equipo de pruebas y salí. Grabé el instante en mi memoria: las 8.10 de la noche, miércoles, 29 de junio de 1949, la noche en que un tonto que sólo servía para matar negros había encontrado la solución al homicidio sin resolver más famoso de la historia de California. Toqué la hierba para ver si su textura era diferente, saludé con la mano a los tipos que pasaban, me imaginé contándoles la noticia al padre, a Thad Green y al jefe Horrall. Me vi de nuevo en la Central, teniente al cabo de un año, el señor Hielo superando las más salvajes esperanzas de Fuego y Hielo. Vi mi nombre en los titulares, a Kay que volvía conmigo. Vi a los Sprague exprimidos, arruinados por su complicidad en el crimen, todo su dinero inútil ahora... Eso fue lo que acabó con mis ensueños: no había forma de que hiciera el arresto sin admitir que había suprimido pruebas sobre Madeleine y Linda Martin en el 47. O la gloria anónima o el desastre público. O la justicia a escondidas.

Fui a Hancock Park. El Cadillac de Ramona y el Lincoln de Martha habían desaparecido del sendero circular; el Chrysler de Emmett y el Packard de Madeleine seguían allí. Estacioné mi nada deslumbrante Chevy cerca de ellos, los neumáticos traseros hundidos en el límite de los rosales del jardín. La puerta principal parecía inconquistable pero una ventana que había junto a ella permanecía abierta. Me subí a fuerza de brazos y entré en la sala.

Balto
, el perro disecado, seguía junto a la chimenea como si vigilara una docena de cajas alineadas que había a lo largo de la pared. Las examiné, estaban a rebosar de ropa, plata y porcelana cara. Una caja de cartón situada al final de la hilera dejaba escapar unos cuantos vestidos de noche baratos, de tan llena... una extraña anomalía. En un rincón había un cuaderno de dibujo, con la primera hoja cubierta por esbozos de rostros femeninos. Pensé en Martha, la artista publicitaria, y entonces me llegaron voces de arriba.

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