Read La dalia negra Online

Authors: James Ellroy

La dalia negra (51 page)

BOOK: La dalia negra
8.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Fui hacia ellas, con la 45 en la mano y el silenciador bien enroscado. Procedían del dormitorio principal: el zumbido de Emmett, la queja y el mohín de Madeleine. Me pegué a la pared del pasillo, y fui deslizándome hasta la puerta para escuchar.

—... además, uno de mis hombres dice que las malditas cañerías están soltando gas. Se armará un lío de mil demonios, muchacha. Como mínimo, violación del código de seguridad y salubridad. Ha llegado el momento de que os enseñe Escocia a las tres y que le deje utilizar su talento para las relaciones públicas a nuestro amigo judío Mickey C. Se encargará de cargarle el muerto al viejo Mack, a los rojos o a quien resulte conveniente, puedes confiar en mi palabra de que lo hará. Y cuando las cosas vuelvan a estar bien, regresaremos a casa.

—Pero yo no quiero ir a Europa, papá. ¡Oh, Dios, Escocia! Nunca has podido hablar de ella sin decir lo aburrida y provinciana que resulta.

—¿Crees acaso que echarás de menos a tu amigo dentón? Ah, sospecho que se trata de eso. Bueno, deja que te devuelva la paz a tu corazón. En Aberdeen, hay campesinos que harían morirse de vergüenza a ese desgraciado que parece una excusa de hombre. Chicos menos entrometidos, que conocen cuál es su sitio. Permíteme asegurarte que no te faltarán jinetes resistentes. Bleichert hace mucho que sirvió a nuestro propósito y es precisamente esa parte tuya que ama el peligro la que lo atrajo. Una parte muy poco juiciosa, podría añadir.

—Oh, papá, yo no...

Entré en el dormitorio. Emmett y Madeleine estaban tendidos en la gran cama con dosel, vestidos, la cabeza de ella en el regazo de él, sus rudas manos de carpintero dándole masaje en los hombros. El padre amante fue el primero en percatarse de mi presencia; Madeleine hizo un mohín cuando las caricias de papá se detuvieron. Mi sombra cayó sobre la cama y ella gritó. Emmett la hizo callar, con el expeditivo gesto de taparle la boca; una mano rápida como un látigo en la que las piedras preciosas relucían.

—No te estamos poniendo cuernos, muchacho —dijo—. Es sólo afecto, y tenemos dispensa para ello.

Los reflejos de ese hombre y su tono, como si estuviera en la mesa de la cena, eran estilo, puro estilo. Imité su calma.

—Georgie Tilden mató a Elizabeth Short. Llamó aquí el doce de enero y uno de los dos le preparó una cita con Georgie. Cogió el autobús de Wilshire para reunirse con él. Ahora, lléneme los otros huecos de la historia.

Madeleine, los ojos muy abiertos, temblaba bajo la mano de su padre. Emmett contempló la no demasiado firme pistola que lo apuntaba.

—No discuto lo que has dicho y no discuto tu deseo, un tanto retrasado, de ver que se haga justicia. ¿Debo decirte dónde puedes encontrar a Georgie?

—No. Antes hábleme de ustedes dos y luego cuénteme eso de su dispensa.

—No me parece bien, muchacho. Te felicitaré por tu trabaja como detective, te diré dónde puedes encontrar a Georgie y lo dejaremos en eso. Ninguno de los dos quiere que Maddy reciba daño alguno y discutir desagradables y viejos asuntos familiares le afectaría de una forma adversa.

Como para subrayar su preocupación paternal, Emmett apartó su mano. Madeleine se limpió el lápiz de labios, que se le había corrido a las mejillas.

—Papá, haz que se calle —murmuró.

—¿Te dijo papá que jodieras conmigo? —pregunté—. ¿Te dijo que me invitaras a cenar para que no comprobara tu coartada? ¿Os pensáis que un poco de hospitalidad y algo de coño pueden hacer que salgáis bien librados de todo? ¿Te...?

—Papá, haz que se calle.

La mano de Emmett volvió a moverse, Madeleine enterró su cara en ella. El escocés hizo el siguiente movimiento más lógico.

—Pasemos a cosas concretas, muchacho. Aparta la historia familiar de los Sprague de tu mente. ¿Qué quieres?

Paseé la mirada por el dormitorio, vi un objeto aquí y otro allí... con sus precios correspondientes, de los que Madeleine había alardeado ante mí: el óleo de Picasso en la pared del fondo, ciento veinte de los grandes; el maestro holandés que estaba sobre la cama había costado doscientos mil, más o menos; la fea gárgola precolombina de la mesilla de noche, sólo doce y medio.

—Sabes apreciar las cosas bellas —dijo Emmett, que ahora sonreía—. Eso me gusta y cosas bellas como éstas pueden ser tuyas. Lo único que debes hacer es decirme lo que quieres.

Primero le disparé al Picasso. El silenciador hizo «zum» y la bala del 45 con punta hueca partió el lienzo en dos. Luego siguieron el mismo camino los dos jarrones Ming, para acabar en fragmentos repartidos por toda la habitación. Fallé mi primer disparo a la gárgola y obtuve como premio de consolación un espejo ribeteado en oro. Papá y su querida hija se abrazaban en la cama. Apunté hacia el Rembrandt o el Tiziano o lo que coño fuera. Mi obús le hizo un hermoso agujero y se llevó un fragmento de la pared con él. El marco se derrumbó y cayó sobre el hombro de Emmett; el calor del arma me quemaba la mano. Pero seguí sosteniéndola, con un proyectil todavía en el cargador para que me consiguiera mi historia.

Cordita, el humo del cañón y la neblina del yeso hacían que el aire fuera casi irrespirable. Cuatrocientos billetes de los grandes hechos pedacitos. Los dos Sprague, un lío de miembros en la cama, permanecían inmóviles. Emmett fue el primero en recobrarse. Acarició a Madeleine, se frotó los ojos y bizqueó.

Puse el silenciador en su nuca.

—Tú, Georgie, Betty. Haz que me lo crea o destrozaré toda tu maldita casa.

Emmett tosió y dio una palmadita en los desordenados rizos de Madeleine.

—Tú y tu propia hija —dije.

Entonces, mi vieja chica de la coraza alzó la mirada, con las lágrimas casi secas y una mezcla de polvo y lápiz labial que le manchaba el rostro.

—Papá no es mi auténtico padre y nunca lo hemos hecho de verdad..., así que no hay nada malo.

—¿Quién es, entonces? —dije.

Emmett se volvió y apartó mi arma con suavidad. No parecía vencido ni irritado; sólo un hombre de negocios que empezaba a sentir animación ante la idea de negociar un nuevo contrato, uno bastante duro.

—El padre de Maddy es Georgie, el soñador, y Ramona es su madre. ¿Quieres los detalles o te basta con ese hecho?

Tomé asiento en una silla cubierta de brocado, a un par de metros de la cama.

—Todo. Y no mienta, porque lo sabré.

Emmett se puso en pie y se arregló un poco, mientras examinaba con aire distraído los daños sufridos por la habitación. Madeleine fue al cuarto de baño; unos segundos después oí correr el agua. Emmett se instaló en el borde del lecho, las manos bien firmes sobre sus rodillas, como si hubiera llegado el momento de hacer una confesión de hombre a hombre. Estaba seguro de lo que pensaba: que podría salir adelante contándome sólo lo que él quisiera contarme. Sabía que le haría largar todo, sin importar lo que hiciera falta para conseguirlo.

—A mediados de la década de los veinte, Ramona quería tener un bebé —dijo—. Yo no, y acabé harto y cansado de que me molestara a cada rato con eso de la paternidad. Una noche me emborraché y pensé: «Mamá, si quieres un crío te daré uno y lo fabricaré igualito a mí». La obligué a hacerlo sin preservativo, luego se me pasó la borrachera y dejé de pensar en el asunto. Yo no lo sabía pero entonces la emprendió con Georgie, sólo para conseguir ese potrillo que tanto anhelaba. Nació Madeleine y yo pensé que había sido el resultado de esa hora tonta. Me encariñé con ella... mi niña. Dos años después, decidí ir a por la parejita e hicimos a Martha.

»Muchacho, estoy enterado de que has matado a dos hombres y eso es más de lo que yo puedo presumir. Por eso sé que comprendes el dolor, el que te hieran. Maddy tenía once años cuando me di cuenta de que era la viva imagen de Georgie. Lo busqué y me dediqué a jugar al tres en raya con su rostro y una navaja de negros. Cuando pensé que se moría, lo llevé al hospital y soborné a los administradores para que pusieran «víctima de un accidente automovilístico» en sus registros. Le rogué que me perdonara, le di dinero y conseguí trabajo para él en mis propiedades y como basurero municipal.

Recordé haber pensado que Madeleine no se parecía ni a su padre ni a su madre; y también que Jane Chambers había mencionado el accidente de Georgie y su descenso a la condición de vagabundo. De momento, yo creía la historia de Emmett.

—¿Qué hay de Georgie? ¿Pensaste alguna vez que estaba loco? ¿Que era peligroso?

Emmett me dio una palmadita en la rodilla, pura empatía de hombre a hombre.

—El padre de Georgie era Redmond Tilden, un médico que tenía bastante fama en Escocia, un anatomista. Por aquellos tiempos, la ley de Kirk era aún muy respetada en Aberdeen y el doctor Redmond sólo podía diseccionar legalmente los cuerpos de los criminales ejecutados o de los tipos que abusaban de los niños y que eran lapidados por los pueblerinos. A Georgie le gustaba tocar los órganos que su padre desechaba. Cuando éramos niños, oí contar una historia, y la creo. Parece ser que el doctor Redmond le compró un fiambre a unos ladrones de cadáveres. Le abrió el pecho hasta llegar al corazón y éste seguía latiendo. Georgie lo vio y eso le dejó encantado. He dicho que creo esa historia porque cuando estábamos en Argonne, Georgie usaba su bayoneta con los alemanes muertos. No puedo asegurarlo con certeza, pero creo que ha profanado tumbas aquí, en Estados Unidos. Cueros cabelludos y órganos. Horrible, un montón de cosas horribles.

Vi una abertura, una cuchillada en la oscuridad que podía dar en el blanco. Jane Chambers había hablado de que Georgie y Ramona filmaban las mascaradas centradas en las aventuras que Emmett había corrido durante la primera guerra mundial; y dos años antes, en la cena, Ramona había dicho algo sobre «poner en escena episodios del pasado del señor Sprague que él preferiría olvidar». Decidí seguir adelante con mi corazonada.

—¿Cómo podía aguantar a un tipo tan loco?

—Muchacho, tú también has tenido tus momentos de ídolo. Ya sabes lo que ocurre cuando un hombre débil necesita que cuides de él. Se forma un lazo especial, como tener un hermano menor al que quieres mucho pero que no sabe arreglárselas solo.

—Tuve un hermano mayor que era así. Y cuidé de él.

Emmett se rió... muy mal.

—Nunca he estado a ese lado de la valla.

—¿Seguro? Eldridge Chambers no dice eso. Antes de morir, dejó un informe para el concejo. Parece ser que fue testigo de alguna de las mascaradas que Ramona y Georgie celebraban en los años treinta. Niñitas con faldellines de soldado y fusiles de juguete; Georgie, que rechazaba a los alemanes; usted, que daba la vuelta y corría como un maldito cobarde.

Emmett se ruborizó e intentó sonreír; su boca se retorció en un gesto espasmódico a causa del esfuerzo.

—¡Cobarde! —grité y le di una bofetada, bien fuerte, y el duro escocés, el coriáceo hijo de perra, empezó a sollozar igual que un niño.

Madeleine salió del cuarto de baño, recién maquillada y cambiada de ropa. Fue hacia la cama y abrazó a su «papá», del mismo modo a como él la había abrazado hacía sólo unos minutos.

—Cuéntemelo, Emmett —dije.

Emmett seguía con su llanto, apoyado en el hombro de su falsa hija, mientras ella lo acariciaba con una ternura diez veces superior a la que me había dado en toda nuestra relación. Al fin, él logró hablar, con el murmullo de los soldados enloquecidos por los cañoneos.

—No podía dejar que Georgie se fuera porque me había salvado la vida. Nos quedamos separados de nuestra compañía, solos en un campo inmenso lleno de muertos. Una patrulla alemana hacía un reconocimiento y le clavaba una bayoneta a todo inglés que encontraba, muerto o vivo. Georgie nos tapó con un montón de alemanes. Un ataque de morteros los había hecho trizas. Georgie me ayudó a meterme bajo todos aquellos brazos, piernas y tripas, y me hizo quedar allí; cuando todo hubo terminado, me limpió y me habló de los Estados Unidos para ver si conseguía animarme. ¿Te das cuenta? Yo no podía...

El susurro de Emmett se desvaneció. Madeleine le acarició los hombros y le revolvió el cabello.

—Sé que la película pomo con Betty y Linda Martin no fue rodada en Tijuana —dije—. ¿Tuvo Georgie algo que ver en ella?

La voz de Madeleine sonó con idéntico timbre que antes la de Emmett, cuando él era quien se encargaba de mantener las líneas.

—No. Linda y yo estábamos hablando en el Escondite de La Verne. Me dijo que necesitaba un sitio para rodar una película muy corta. Yo sabía lo que pretendía decir con eso y quería estar otra vez con Betty, por lo que les dejé utilizar una de las casas vacías de mi padre, una que tenía un viejo decorado en la sala. Betty, Linda y Duke Wellington rodaron la película y Georgie los vio cuando lo hacían. Siempre andaba por las casas vacías de papá..., y Betty le volvió loco. Tal vez fue porque se parecía a mí..., a su hija.

Me di la vuelta para hacer que le resultara más fácil escupir el resto.

—¿Y luego?

—Cuando faltaba poco para el Día de Acción de Gracias, Georgie fue a ver a papá y le dijo: «Dame a esa chica». Si no lo hacía, le prometió que contaría al mundo entero la verdad de mi nacimiento y que mentiría de tal manera respecto a nuestras relaciones que lo haría aparecer como un incesto. Yo busqué a Betty pero no pude encontrarla. Después me enteré de que se hallaba en San Diego por aquella época. Papá dejaba que Georgie se quedara en el garaje, porque cada vez le pedía más y más cosas. Le dio dinero para tenerle callado, pero él seguía con su mal comportamiento, actuaba de una forma horrible.

Entonces, Betty llamó esa noche de sábado, como si saliera de la nada. Había bebido y me llamó Mary, o algo parecido. Dijo que había estado llamando a todas sus amistades del librito negro para conseguir que alguien le prestara algo de dinero. Yo hice que papá se pusiera al teléfono y él se lo ofreció a cambio de que saliera con un hombre estupendo al que conocía. Comprende, pensábamos que Georgie quería a Betty sólo por el... el sexo.

—Después de cuanto sabíais sobre él, ¿creíais eso? —exclamé, asombrado.

—¡Le gustaba tocar cosas muertas! —gritó Emmett—. ¡Era muy pasivo! ¡Jamás pensé que fuera un maldito asesino!

Intenté conseguir que se calmaran.

—¿Y le dijiste que Georgie había estudiado medicina?

—Porque Betty respetaba a los médicos —respondió Madeleine—, y no deseábamos que se sintiera como una puta.

Casi me reí.

—¿Y luego?

—Creo que ya conoces el resto.

BOOK: La dalia negra
8.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sword for His Lady by Mary Wine
Feverborn by Karen Marie Moning
Judith E. French by Moon Dancer
Speed of Life by J.M. Kelly
Strangers by Carla Banks
Sleep Peacefully by NC Marshall
A Brief History of Montmaray by Michelle Cooper
Demon Fire by Kellett, Ann