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Authors: James Ellroy

La dalia negra (25 page)

BOOK: La dalia negra
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—Por supuesto.

—Medio bloque de las casas construidas por papá en Long Beach se derrumbó durante el terremoto del treinta y tres. Doce personas murieron. Papá pagó dinero para hacer que su nombre no figurase en los registros de los contratistas.

Miré a Madeleine, sosteniéndola todo lo que mi brazo daba de longitud.

—¿Por qué me estás contando esas cosas?

—Porque papá está impresionado por ti —respondió mientras acariciaba mis manos—. Porque eres el único hombre de los que he llevado a casa a quien ha dado algún valor. Porque papá adora la dureza y piensa que tú lo eres y si acaba habiendo entre tú y yo algo serio es probable que él mismo te lo cuente. Esa gente le preocupa y se desahoga con mamá porque construyó el bloque con su dinero. No quiero que lo juzgues por lo de esta noche. Las primeras impresiones perduran y me gustas, por eso no quiero que...

Atraje a Madeleine hacia mí.

—Cálmate, niña. Ahora estás conmigo, no con tu familia.

Madeleine me abrazó con fuerza. Yo quería hacerle saber que todo iba sobre ruedas, así que le alcé el mentón con suavidad. Había lágrimas en sus ojos.

—Bucky, no te lo he contado todo sobre Betty Short —dijo.

La cogí de los hombros.

—¿Qué?

—No te enfades conmigo. No es nada, sólo que no deseo hacer un secreto de ello. Al principio no me gustabas, así que no...

—Dímelo ahora.

Madeleine me miró; un pedazo de sábana manchada de sudor nos separaba.

—El verano pasado andaba mucho por los bares... los bares normales, los de Hollywood, los elegantes. Oí hablar de una chica que decían se parecía mucho a mí. Sentí curiosidad por ella y dejé notas en un par de sitios... «A tu doble le gustaría conocerte.» Y mi número de teléfono privado de casa. Betty me llamó y nos vimos. Hablamos, y eso fue todo. Volví a encontrarla en La Verne el mes de noviembre pasado, con Linda Martin. Sólo fue una coincidencia.

—¿Y eso es todo?

—Sí.

—Entonces, niña, será mejor que te vayas preparando. Hay unos cincuenta policías recorriendo los bares y bastará con que uno de ellos se entere de tu numerito de la doble para que consigas un viaje a la primera página. No puedo hacer ni una maldita cosa para impedirlo y si eso ocurre, no acudas a mí... porque ya he hecho cuanto pienso hacer.

Madeleine se apartó de mí.

—Yo me ocuparé de eso —dijo.

—Significa que tu papaíto se hará cargo.

—Oye, Bucky, ¿estás celoso de un hombre que tiene dos veces tu edad y la mitad de tu estatura?

Entonces pensé en la
Dalia Negra
; su muerte había eclipsado mis titulares por el tiroteo.

—¿Por qué deseabas conocer a Betty Short?

Madeleine se estremeció; la flecha de neón rojo que daba su nombre al hotelucho se encendía y apagaba más allá de la ventana y encima de su rostro.

—He luchado mucho para ser libre —dijo—. Pero la gente describía a Betty de una forma que la hacía parecer una auténtica experta en eso. Una verdadera chica salvaje...

Le di un beso a mi chica salvaje. Hicimos el amor otra vez y durante todo ese tiempo me la imaginé con Betty Short..., las dos unas verdaderas expertas.

12

Russ Millard examinó mis arrugadas ropas.

—¿Un camión de diez toneladas o una mujer? —preguntó.

Paseé la mirada por la sala común de Universidad, que empezaba a llenarse con los policías del turno de día.

—Betty Short. Hoy nada de teléfono, ¿de acuerdo, jefe?

—¿Estás de humor para tomar el aire?

—Sigue hablando.

—La noche pasada vieron a Linda Martin en un par de bares de Encino. Intentaba que le sirvieran una copa. Ve al Valle con Blanchard y buscadla. Empezad por el bloque veinte mil del bulevar Victoria y seguid hacia el oeste. Mandaré más hombres tan pronto como se presenten.

—¿Cuándo?

Millard miró su reloj.

—De inmediato. Y si puede ser más pronto, mejor.

Busqué a Lee con la mirada y no le localicé. Hice una seña de asentimiento y alargué la mano hacia el teléfono de mi escritorio. Llamé a la casa, a la oficina criminal del ayuntamiento y a información para que me dieran el número del hotel El Nido. No conseguí respuesta a la primera llamada y las otras me dieron dos negativas en cuanto a que Blanchard estuviera allí. Entonces Millard volvió, con Fritz Vogel y, sorprendente, con Johnny Vogel de paisano.

Me puse en pie.

—No puedo encontrar a Lee, jefe.

—Ve con Fritzie y John —dijo Millard—. Coged un coche con radio y sin identificaciones, para que así podáis manteneros en contacto con el resto de los hombres.

Los gorditos Vogel me observaron y luego se miraron entre ellos. La mirada que habían intercambiado indicaba que mi poco aliñado estado era una falta grave.

—Gracias, Russ —dije.

Fuimos en coche hasta el Valle, los Vogel en el asiento delantero, yo en el posterior. Intenté dormir un poco pero el monólogo de Fritzie sobre los deportes y los asesinos de mujeres me lo impidió. Johnny asentía con la cabeza; cada vez que su padre hacía una pausa para tomar aire, decía: «Cierto papá». Cuando íbamos por el paso Cahuenga a Fritzie se le acabó el vapor verbal y Johnny dejó de representar su numerito de asentidor. Cerré los ojos y me apoyé en la ventanilla. Madeleine estaba realizando un lento
strip-tease
al compás del zumbido del motor cuando oí el susurro de los Vogel.

—... está dormido, papá.

—No me llames «papá» en el trabajo, te lo he dicho un maldito millón de veces. Da la impresión de que eres medio marica.

—Ya he demostrado que no lo soy. Los homosexuales no podrían hacer lo que yo hice. Y ya me he estrenado, así que no me llames eso.

—Cállate, maldito seas.

—Papá... quiero decir, padre...

—He dicho que te calles, Johnny.

El policía gordo y bravucón reducido de repente a un niño, despertó mi interés; fingí que roncaba para que los dos siguieran con su charla.

—Mira, padre, está dormido —murmuró Johnny—. Y el marica es él, no yo. Lo he demostrado. Bastardo dentón... Habría podido acabar-con él, papá. Sabes que habría podido. El bastardo me robó el trabajo, lo tenía en el bolsillo hasta que él...

—John Charles Vogel, o te callas ahora mismo o te doy una paliza con el cinturón, aunque seas policía y tengas veinticuatro años.

Entonces la radio empezó a ladrar; yo fingí dar un gran bostezo. Johnny se volvió.

—¿Ya has echado tu sueñecito para estar guapo? —dijo con una sonrisa y bañándome en su legendario mal aliento.

Mi primer instinto fue contestarle que demostrara su fanfarronada sobre que podía acabar conmigo..., pero mi sentido común se impuso, sabiendo cómo eran las cosas en la comisaría.

—Sí, me fui a dormir muy tarde.

Johnny me guiñó el ojo de forma más bien inepta.

—Yo también soy de ésos. En cuanto me paso una semana sin oler a una, me subo por las paredes.

El altavoz seguía su zumbido.

—... repito, 10-A-94, confirme su posición.

Fritzie cogió el micro.

—10-A-94, en Victory y Saticoy.

—Hablen con el camarero del Caledonia Lounge, Victory y Valley View —contestó el encargado de la radio—. La fugitiva Linda Martin está allí ahora según los informes. Código tres.

Fritzie puso la sirena y apretó el acelerador. Los coches se pegaban a la acera y nosotros nos lanzamos como un rayo por el centro de la calle. Le mandé una oración al Dios calvinista en el cual creía de niño: «No permitas que la Martin mencione a Madeleine Sprague». La avenida Valley View apareció ante el parabrisas; Fritzie giró bruscamente a la derecha, y apagó la sirena cuando nos detuvimos ante una falsa cabaña de bambú.

La puerta del bar, también hecha de bambú falso, se abrió de golpe; Linda Martin/Lorna Martilkova, con el mismo aspecto de inocente juventud que tenía en su foto, salió a toda velocidad por ella. Yo descendí del coche y eché a correr por la acera, con los bufidos y gruñidos de los Vogel detrás de mí. Linda/Lorna corría igual que un antílope, con un bolso enorme pegado a su pecho; yo, lanzado al máximo, fui acortando la distancia que nos separaba. La chica llegó a la calle lateral con bastante tráfico y se metió entre él como una flecha; los coches tuvieron que desviarse para no atropellarla. Entonces miró por encima de su hombro; yo esquivé a un camión de cervezas y una moto que seguían su rumbo de colisión, tragué aire y corrí. La chica llegó a la otra acera, tropezó y su bolso salió volando. Di un último salto hacia adelante y la cogí.

Se levantó del suelo entre gruñidos mientras me daba golpes en el pecho. Sujeté sus minúsculos puños, se los retorcí por detrás de la espalda y le esposé las muñecas. Entonces Lorna probó con las patadas que dieron con bastante precisión en mis piernas. Una de ellas me acertó en la espinilla, y la chica, desequilibrada por las esposas, cayó sentada al suelo.

La ayudé a levantarse y recibí un escupitajo en la pechera de mi camisa.

—¡Soy una menor emancipada y si me tocas sin que haya una matrona delante te demandaré! —comenzó a chillar Lorna.

Mientras intentaba recuperar el aliento fui llevándola hasta donde estaba su bolso, medio tiraba de ella medio la empujaba para conseguir que se moviera.

Cogí el bolso, sorprendido ante su peso y su tamaño. Cuando miré dentro vi una pequeña lata metálica, de las que se usan para llevar películas.

—¿De qué va la película?

—P-p-por favor, señor —tartamudeó la chica—, mis p-p-padres...

Sonó un bocinazo; vi a Johnny Vogel que se asomaba por la ventanilla del automóvil.

—Millard ha dicho que llevemos la chica a la calle Georgia, chaval.

Tiré de Lorna hasta meterla en el coche de un empujón, echándola sobre el asiento trasero. Fritzie puso la sirena y salimos a toda velocidad.

El trayecto nos llevó treinta y cinco minutos. Millard y Sears nos esperaban en los peldaños del Tribunal Juvenil de la calle Georgia. Hice entrar a la chica con Vogel y éste por delante. Una vez dentro, las matronas del tribunal y los tipos de la juvenil nos abrieron paso; Millard entró en una sala donde ponía «INTERROGATORIOS DETENIDOS». Le quité las esposas a Lorna y Sears entró en la habitación, colocó las sillas y dispuso varios ceniceros y cuadernos de notas sobre la mesa.

—Johnny, vuelve a Universidad y ocúpate de los teléfonos —dijo Millard.

«Niño Gordo» se dispuso a protestar pero antes miró a su padre. Éste afirmó con la cabeza y Johnny salió de la habitación con expresión de orgullo herido.

—Voy a llamar al señor Loew —anunció Fritzie—. Tendría que estar presente en esto.

—No —dijo Millard—. No hasta que tengamos una declaración.

—Entréguemela a mí y le conseguiré una declaración.

—Una declaración voluntaria, sargento.

Fritzie se ruborizó.

—Millard, considero que eso ha sido un maldito insulto.

—Puede considerarlo como le dé la gana pero, maldita sea, hará lo que diga con señor Loew o sin él.

Fritz Vogel se quedó inmóvil, sin mover ni un músculo. Parecía una bomba atómica humana lista para explotar y su voz era la espoleta.

—Anduviste haciendo la calle con la
Dalia
, ¿verdad que sí, niña? Estuviste vendiendo tu coñito junto a ella. Dime dónde te encontrabas durante sus días perdidos.

—Que te jodan, amigo —respondió Lorna. Fritzie dio un paso hacia ella y Millard se interpuso entre los dos.

—Yo haré las preguntas, sargento.

Se habría podido oír el ruido de un alfiler cayendo al suelo. Vogel estaba tan cerca de Millard que sus pies casi se tocaban. Los segundos se fueron alargando y por fin Fritzie abrió la boca.

—Es usted un maldito bolchevique de corazón blando —graznó.

Millard dio un paso hacia adelante; Vogel uno hacia atrás.

—¡Fuera, Fritzie!

Vogel retrocedió tres pasos. Sus tacones golpearon la pared y giró sobre sí mismo para salir por la puerta, que cerró con un golpe seco. El eco resonó en la habitación y Harry desmontó los restos de la bomba.

—¿Qué se siente siendo objeto de todo este jaleo, señorita Martilkova?

—Soy Linda Martin —dijo la chica, dándose tirones de la falda.

Yo cogí una silla y cuando Millard me miró señalé hacia el bolso que había sobre la mesa, con el recipiente de la película asomando de él. El teniente asintió y tomó asiento al lado de Lorna.

—Sabes que todo esto guarda relación con Betty Short, ¿verdad, cariño?

La chica bajó la cabeza y empezó a resoplar y llorar; Harry le alargó un kleenex. Ella lo rasgó en pequeñas tiras y luego las puso sobre la mesa, alisándolas.

—¿Y eso quiere decir que deberé volver con los míos?

Millard asintió.

—Sí.

—Mi padre me pega. Es un eslavo idiota que se emborracha y me pega.

—Cariño, cuando vuelvas a Iowa estarás bajo la protección del tribunal. Dile al agente encargado de eso que tu padre te pega y te aseguro que él se ocupará de ponerle fin a esa situación en seguida.

—Si mi padre descubre lo que he hecho en Los Ángeles, me dará una paliza horrible.

—No lo descubrirá, Linda. Le pedí a esos otros dos policías que se fueran para asegurarme de que cuanto digas sea confidencial.

—Si me manda otra vez a Ceder Rapids, volveré a escaparme.

—Estoy seguro de ello. Y ahora, cuanto más pronto nos digas lo que deseamos saber sobre Betty y antes te creamos, más pronto estarás en el tren y podrás escaparte. Por lo tanto, eso te da una buena razón para ser sincera con nosotros, ¿verdad, Linda?

La chica volvió a juguetear con su kleenex. Tuve la sensación de que su pequeño y cansado cerebro estaba considerando todos los ángulos y las salidas posibles. Acabó con un suspiro.

—Llámeme Lorna. Si voy a volver a Iowa, deberé acostumbrarme a ese nombre.

Millard sonrió; Harry Sears encendió un cigarrillo, con su pluma suspendida sobre el cuadernillo. Mi presión sanguínea se aceleró siguiendo el ritmo de esta canción: «Madeleine no, Madeleine no, Madeleine, no».

—Lorna —dijo Russ—, ¿estás lista para hablar con nosotros?

—Dispare —respondió la antigua Linda Martin.

—¿Cuándo y dónde conociste a Betty Short? —preguntó Millard.

Lorna contempló sus tiras de kleenex con aire pensativo.

—El otoño pasado, en ese lugar de Cherokee para estudiantes.

—¿El mil ochocientos cuarenta y dos de Cherokee Norte?

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