La dalia negra (34 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: La dalia negra
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Los chiflados me esperaban en una celda, vestidos con el uniforme de la cárcel, unidos con cadenas y con grilletes en los tobillos. Las órdenes que el encargado me había entregado iban acompañadas por fotos y copias de los informes; cuando la puerta de la celda fue abierta por el mando electrónico, me dediqué a encajar las fotos con los rostros.

Paul David Orchard era bajo y corpulento, con una nariz achatada que se desparramaba por la mitad de su rostro y una larga cabellera rubia cubierta de brillantina; Cecil Thomas Durkin era un mulato de unos cincuenta años, calvo, pecoso y rozando el metro noventa y cinco de estatura; Charles Michael Issler tenía unos enormes y hundidos ojos castaños; Loren (segundo nombre desconocido) Bidwell era un viejo de aire frágil que temblaba como un azogado y tenía la piel cubierta por esas manchas que produce un hígado en mal estado. Este último resultaba tan patético que comprobé su informe por dos veces para asegurarme de que tenía al hombre correcto; una lista de acusaciones y condenas por perseguir niños que se remontaba hasta 1911 me dijo que así era.

—Salid al pasillo —dije—. Poneos en fila.

Los cuatro salieron de la celda. Arrastraban los pies y caminaban de lado, las piernas rígidas como tijeras, con las cadenas rozando el suelo. Les indiqué una salida lateral que había en el pasillo; el carcelero abrió la puerta desde fuera. Mi hilera de chalados salió al aparcamiento; el carcelero se encargó de mantenerles vigilados mientras yo localizaba la camioneta y la acercaba marcha atrás.

El carcelero abrió la portezuela trasera; miré por el espejo retrovisor y comprobé que mi cargamento subía a bordo. Hablaban entre ellos en voz baja, murmurando y tragando grandes sorbos del fresco aire nocturno antes de subir a la camioneta con paso vacilante. El carcelero cerró la portezuela a su espalda y me hizo una seña con su arma; me puse en marcha.

El 1701 de Alameda Sur estaba en el distrito Industrial Este de Los Ángeles, a unos tres kilómetros de la cárcel. Cinco minutos después de llegar, lo encontré: un gigantesco almacén perdido en mitad de un bloque de almacenes gigantescos, el único con la fachada que daba a la calle iluminada: «EL REY DE LA CARNE DEL CONDADO — SIRVIENDO A LA ADMINISTRACIÓN DE LOS ÁNGELES CON COMIDAS PÚBLICAS DESDE 1923». Cuando estacionaba, hice sonar el claxon; debajo del letrero se abrió una puerta, la luz se apagó y Fritzie Vogel apareció en el umbral con los pulgares metidos en su cinturón.

Salí del vehículo y abrí la portezuela trasera. Los chalados salieron a la calle.

—Por aquí, caballeros —gritó Fritzie.

Los cuatro se pusieron en marcha hacia esa voz; una luz se encendió detrás de Fritzie. Yo cerré la portezuela y fui hacia ellos.

Fritzie hizo entrar al último chiflado y me saludó desde el umbral.

—Una ayudita del condado, chaval. El tipo propietario de este lugar le debe un favor al
sheriff
Biscailuz y él tiene un teniente cuyo hermano es médico y me debe un favor a mí. Pronto verás de qué te hablo.

Cerré la puerta y eché el pestillo; Fritzie me guió, dejando atrás a los chiflados con su rígido paso, y me condujo por un pasillo que apestaba a carne. Al final de éste había una habitación enorme: el suelo era de cemento y estaba cubierto de serrín, del techo colgaban hileras tras hileras de oxidados ganchos para carne. De casi la mitad de ellos pendían cuartos de buey, sin ningún tipo de protección y expuestos a la temperatura ambiente: los tábanos se estaban dando el banquete con ellos. Mi estómago dio un salto mortal; luego, en la parte de atrás, vi cuatro sillas situadas directamente bajo cuatro ganchos vacíos y me di cuenta de lo que iba a ocurrir.

Fritzie les quitó las cadenas a los chalados y luego les esposó las manos delante del cuerpo. Yo me quedé quieto y fui juzgando sus reacciones. El temblor del viejo Bidwell acababa de pisar el acelerador, Durkin canturreaba en voz baja para sí mismo, Orchard lucía una expresión burlona, la cabeza inclinada hacia un lado, como si el engrasado peso de su cabellera le pesara. El único que parecía lo bastante lúcido para mostrar preocupación era Charles Issler: no paraba de mover las manos y sus ojos iban de Fritzie a mí, en un movimiento incesante.

Fritzie sacó un rollo de cinta adhesiva de su bolsillo y me lo arrojó.

—Coloca los informes en la pared, junto a los ganchos. En orden alfabético, en hilera.

Lo hice, al tiempo que me fijaba en una mesa cubierta con una sábana, colocada a modo de cuña, en un umbral que se abría a unos metros de distancia de donde yo estaba. Fritzie hizo que los prisioneros se acercaran y les obligó a ponerse de pie sobre las sillas, pasando a continuación las cadenas de sus esposas por encima de los ganchos de la carne. Yo examiné rápidamente los informes con la esperanza de hallar hechos que me hicieran odiar a esos cuatro tipos lo bastante como para aguantar la noche y volver a la Criminal.

Loren Bidwell, un perdedor nato, había estado tres veces en Atascadero, todas sus condenas eran por agresión sexual a menores con agravantes. Entre sus estancias en prisión se dedicaba a confesar todos los grandes crímenes sexuales cometidos e incluso había sido uno de los sospechosos principales en el asesinato del chico Hickman, allá por los años veinte.

Cecil Durkin se drogaba, usaba demasiado el cuchillo y se dedicaba a violar a quien podía cuando estaba en la cárcel; además, había tocado la batería en algunos buenos grupos de jazz. Había sido encerrado dos veces en San Quintín por incendiario y le pillaron masturbándose en la escena de su última traca: la casa de un director de orquesta que, al parecer, le había timado en el pago por una actuación. Eso le costó doce años de cárcel; desde su liberación había estado trabajando como lavaplatos y vivía en una casa del Ejército de Salvación.

Charles Issler era proxeneta y confesor de carrera especializado en los homicidios de prostitutas. Sus tres condenas le habían valido un año en tiempo de cárcel; sus confesiones falsas, dos períodos de noventa días bajo observación en la granja para chalados de Camarillo.

Paul Orchard se prostituía, jugaba y, en tiempos, había sido ayudante del
sheriff
de San Bernardino. Además de sus condenas por prostitución, tenía dos cargos por agresión con agravantes.

Sentí nacer un poco de odio en mi interior. Era bastante tenue, como si me encontrara a punto de subir al ring con un tipo al cual no estaba muy seguro de poder vencer.

—Un cuarteto encantador, ¿verdad, chaval? —exclamó Fritzie.

—Unos auténticos chicos del coro.

Fritzie me hizo una seña de «ven aquí» con el dedo. Fui hacia él y me encaré con los cuatro sospechosos. Cuando habló, sentí que mi odio aguantaba bastante bien.

—Todos habéis confesado el asesinato de la
Dalia
. No podemos probar que lo hicierais, así que es asunto vuestro el convencernos. Bucky, tú haces las preguntas sobre los días perdidos de la chica. Yo escucharé hasta que oiga mentiras de sifilítico.

Empecé con Bidwell. Sus ataques de temblores hacían bailar la silla bajo sus pies; alcé la mano y sujeté el gancho de la carne para que no se moviera.

—Háblame de Betty Short, abuelo. ¿Por qué tenías que matarla?

El viejo me miró con ojos implorantes; yo aparté la vista.

Fritzie, que examinaba los informes de la pared, se dio cuenta del repentino silencio.

—No seas tímido, chaval. Ese pájaro hacía que los niños le chuparan el trasto.

Mi mano se estremeció, e hizo que el gancho se moviera.

—Suéltalo, abuelo. ¿Por qué tenías que matarla?

Bidwell me respondió con la voz asmática y jadeante de un viejo senil.

—No la maté, señor. Sólo quería un billete para la fama y la granja. Sólo quería tres comidas calientes y un catre. Por favor, señor.

El vejestorio no parecía lo bastante fuerte ni para levantar un cuchillo, menos todavía para atar a una mujer y llevar las dos mitades de su fiambre hasta un coche. Fui hacia Cecil Durkin.

—Háblame de ello, Cecil.

El mulato me miró con expresión burlona.

—¿Hablarte de ello? ¿De dónde has sacado esa frase, de
Dick Tracy
o de
Los intocables
?

Por el rabillo del ojo vi que Fritzie me observaba, tomándome las medidas.

—Una vez más, capullo. Háblame de ti y de Betty Short.

Durkin lanzó una risita.

—¡Me tiré a Betty Short y me tiré a tu mamá! ¡Soy tu papaíto!

Le solté un rápido uno-dos en el plexo solar, golpes breves y duros. A Durkin se le doblaron las piernas pero logró mantener sus pies sobre la silla. Jadeó, en busca de aire, logró tragar una bocanada y volvió a sus fanfarronadas.

—Te crees muy listo, ¿eh? Tú eres el malo y tu compinche es el bueno. Tú me vas a pegar y él me va a rescatar de eso. Vamos, payasos, ¿no sabéis que ese truco murió con los tiempos del vodevil?

Me di masaje en la mano derecha, con los huesos todavía doloridos por culpa de Lee Blanchard y Joe Dulange.

—Yo soy el bueno, Cecil. Piensa un poco en eso.

Como frase no estaba mal. Durkin intentó encontrar una réplica y yo me concentré en Charles Michael Issler.

Él bajó la mirada.

—No maté a Liz —dijo—. No sé por qué hago estas cosas y me disculpo por hacerlas, así que, por favor, no permita que ese hombre me haga daño.

Había hablado de forma tranquila y sincera pero había algo en él que me molestaba.

—Convénceme —dije.

—Yo... no puedo. No lo hice, eso es todo.

Pensé en Issler de proxeneta, en Betty prostituyéndose de vez en cuando, y me pregunté si habría alguna relación entre ellos... Entonces, recordé que las prostitutas del librito negro habían dicho, al ser interrogadas, que ella siempre trabajaba por libre.

—¿Conocías a Betty Short? —pregunté.

—No.

—¿Habías oído hablar de ella?

—No.

—¿Qué razón tenías para confesar que la mataste?

—Ella..., ella parecía tan bonita y tan dulce y yo me sentí tan mal cuando vi su foto en el periódico. Yo... siempre lo confieso con las que son bonitas.

—Tu informe dice que sólo confiesas cuando matan a una prostituta. ¿Por qué?

—Bueno, yo...

—¿Le pegas a tus chicas, Charlie? ¿Les obligas a tomar drogas? ¿Haces que le presten servicio a tus amigos y...?

Me detuve al pensar en Kay y en Bobby de Witt. Issler empezó a subir y bajar la cabeza, despacio al principio, luego cada vez más de prisa y con más fuerza. Muy pronto, sollozaba.

—Hice cosas tan malas, cosas tan feas, tan feas... Feas, feas, feas.

Fritzie vino hacia mí y se puso a mi lado, unos nudillos de hierro colocados en cada mano.

—Esto de tratarles con guante blanco no nos lleva a ninguna parte —dijo y, de una patada, le quitó la silla a Issler. El proxeneta confesor lanzó un grito y se derrumbó igual que un pez arponeado; cuando las esposas soportaron todo su peso se oyó un crujido de huesos rotos—. Mira bien, chaval —dijo Fritzie.

Gritando, «¡Negro!» «¡Jodeniños!» y «¡Maricona!» tiró las otras tres sillas al suelo. Ahora teníamos una fila de cuatro confesores colgando del techo, chillando, que intentaban sujetarse con las piernas al que estaban más cerca, un pulpo vestido con uniforme de cárcel. Los gritos parecían una sola voz..., hasta que Fritzie se concentró en Charles Michael Issler.

Fue hundiendo los nudillos de hierro en su estómago, izquierda-derecha, izquierda-derecha, izquierda-derecha, muy rápido. Issler chillaba y gorgoteaba; Fritzie aullaba:

—¡Háblame de los días perdidos de la
Dalia
, chulo sifilítico!

Yo tenía la sensación de que mis piernas estaban a punto de ceder.

—No... sé... nada —graznó Issler.

Fritzie le soltó un gancho en la ingle.

—Dime lo que sabes.

—¡Que te conocí en la Antivicio!

Fritzie empezó a lanzarle ganchos cortos.

—¡Cuéntame lo que sabes! ¡Cuéntame qué te dijeron tus chicas, chulo sifilítico!

Issler intentaba vomitar; Fritzie se acercó a él y empezó a trabajarle el cuerpo. Oí costillas que se partían y miré hacia mi izquierda, donde había la palanca de una alarma antirrobo colocada en la pared junto al umbral. La miré y la miré y la miré. Fritzíe entró corriendo en mi campo visual y se inclinó sobre la mesa cubierta con una sábana en la cual me había fijado antes.

Los chiflados se agitaban en sus ganchos, y gemían en voz baja. Fritzie vino hacia mí, me miró, soltó una risita y luego arrancó la sábana de un manotazo.

En la mesa había un cadáver de mujer desnudo, cortado en dos por la cintura..., una chica regordeta a la cual habían peinado y maquillado para que se pareciera a Elizabeth Short. Fritzie cogió a Charlie Issler por el pescuezo.

—Para que te des el gusto de rebanarla —dijo con voz sibilante—, permite que te presente a la Chica sin Nombre número cuarenta y tres. ¡Todos vosotros os encargaréis de hacerla trocitos, y quien lo haga mejor ganará el premio!

Issler cerró los ojos y se mordió el labio hasta atravesárselo. El viejo Bidwell se puso púrpura y empezó a echar espuma por la boca. Olí el hedor dé las heces que se le habían escapado a Durkin y vi las muñecas rotas de Orchard, torcidas en ángulo recto, con los huesos y los tendones al descubierto. Fritzie sacó de su bolsillo una gran navaja de las que usan los mexicanos y abrió la hoja.

—Enseñadme cómo lo hicisteis, basuras. Enseñadme lo que no salió en los periódicos. Enseñádmelo y seré bueno con vosotros. Haré que tooooodo vuestro dolor se esfume. Bucky, quítales las esposas.

Las piernas se me doblaron. Caminé hacia Fritzie como si fuera a caerme, le tiré al suelo y luego corrí hasta la alarma y bajé la palanca. Una sirena empezó a aullar, tan fuerte, tan dura, tan agradable que tuve la sensación de que las olas del sonido eran las que me hacían salir del almacén, me llevaban a la camioneta y me hacían recorrer todo el trayecto hasta la puerta de Kay sin excusas ni palabras de lealtad hacia Lee.

Así quedamos formalmente comprometidos Kay Lake y yo.

22

Poner en marcha esa alarma fue el acto que pagué más caro de toda mi vida.

Loew y Vogel consiguieron que no se armara ningún escándalo. Me dieron la patada, me echaron de la Criminal y me devolvieron al uniforme... rondas a pie balanceando la porra en Central, mi viejo hogar. El teniente Jastrow, jefe del turno y era uña y carne con el ayudante demoníaco. Me daba cuenta de que se dedicaba a controlar cada uno de mis actos, en espera de que intentara escurrir el bulto, irme de la lengua o, fuera como fuese darle una continuación al gran error que había cometido.

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